CAPÍTULO XII

DESTRUCCIÓN

OTRA bala estuvo a punto de hacer blanco en Pete Rice, lanzando una lluvia de pedacitos de roca por encima de su cabeza. Pero no era el dolor de las cortaduras lo que preocupaba al sheriff.

Lo que le preocupaba era si los bandidos podrían realmente verlos desde arriba, o se veían obligados a disparar a ciegas.

Sonó otra detonación en lo alto y Hicks “Miserias” ahogó un grito. Pete temió que el pequeño comisario estuviese herido.

La cuerda que colgaba de la cintura del sheriff se tensó de pronto. Pete se agarró a un saliente de la roca y buscó una hendidura donde meter el pie.

—No te preocupes —oyó que le decía “Miserias”—. No es más que un arañazo. Iba a apoyarme en un saliente cuando me rozó la bala. Perdí la cabeza y caí rodando.

Las pistolas continuaban tronando allá arriba. Pete levantó la cabeza. Rió entre dientes. A menos que les alcanzase una bala perdida, estaban salvados.

Las pistolas escupían llamaradas en todas direcciones. Aquello significaba que los cuatreros trataban de sembrar de plomo todo el precipicio.

¡Pero no les habían visto y se esforzaban inútilmente por localizarlos!

Se había ocultado la luna y Pete sólo podía ver las siluetas de los cuatreros a la luz de los fogonazos.

El sheriff rió otra vez. Se oían entonces las detonaciones al otro extremo del valle. El plomo barría la parte Sur y el sendero.

Disparaban completamente desorientados. Leach “Boca-torcida” hacía que sus rufianes cubriesen con su fuego todas las posibles salidas.

La granizada de plomo se trasladó al Oeste. Unos minutos más, y el trío de la Quebrada pisó las orillas del gran río Bonanza.

Corrieron rápidamente, en fila de a uno, hacia el Este. Antes de que los bandidos pudieran llegar al valle, se perderían los tres en los intrincados desfiladeros del otro lado del río.

Pete comprobó, sin embargo, que se encontraban todavía en la zona de peligro. Y carecían de armas.

Quedaban allá arriba hasta las preciadas boleadoras de Hicks “Miserias” y el látigo de Teeny Butler. Bastante habían hecho con poder escapar con sus vidas.

Pete llevaba su cuerda... esto era todo. ¡Pequeña defensa para un terreno probablemente vigilado por otros secuaces de Leach “Boca-torcida”!

No encontraron a nadie, sin embargo. Continuaron avanzando, corriendo unas veces y otras arrastrándose. Los tacones de sus botas no eran tan exageradamente altos como los de los vaqueros, ni estaban desacostumbrados a caminar.

Hasta Teeny Butler, a pesar de su corpulencia, podía recorrer largas distancias sin mostrar fatiga.

El sol asomaba por el Este cuando los tres representantes de la ley se detuvieron por primera vez. Hicieron alto en la cumbre de una colina. Se divisaban a lo lejos unos pequeños cuadriláteros.

Debían ser casas de rancheros. Pete Rice calculó dónde se encontraban.

Haría unas dos horas que habían cruzado el río Bonanza. Teeny Butler y Hicks “Miserias” se sentían tan alegres como si no hubiesen estado amenazados de muerte unas horas antes. Se habían enzarzado en una de sus eternas discusiones, en las cuales abundaban los insultos fraternales.

Teeny llamaba a “Miserias” “cañamón”, y “Miserias” calificaba a Teeny de “gran búfalo”, pero nunca llegaron a enfadarse.

Pete Rice interrumpió de pronto sus bromas.

—Sí queréis dejar ese floreo —les dijo—, podríamos ponernos de acuerdo para trazarnos un plan.

—Mi plan —contestó “Miserias”— es que vayamos ahora mismo a apoderarnos de Leach “Boca-torcida”. Yo me comprometo a sacarle la miseria del cuerpo. El resto de mis días estaré exclusivamente dedicado a afeitar en seco a ese individuo. Voy hacerme fabricar otras bolas con dos pesos como balas de artillería. Cazaré a Leach como a un toro. Después ya veréis lo que haré. Le cortaré en pedacitos y los echaré a las hormigas. ¡Los lamentos de esa culebra sonarán como dulce música en mis oídos!

—Yo me encargaré con mi látigo de proporcionarte esos pedacitos —añadió Teeny—. ¡Va a ser algo divertido!

Pete sonrió, tolerante. Como consecuencia de los largos años pasados tras un sillón de barbero. Hicks “Miserias” siempre encontraba ocasión para enhebrar la charla.

Su tema favorito eran las horribles torturas, podríamos ponernos en camino hacia el rancho más Y, sin embargo, Pete sabía que “Miserias” era más suave que unas gachas, por dentro.

Y a Teeny le sucedía otro tanto. Los vaqueros borrachos encerrados en los calabozos de la Quebrada solían hablar maravillas de los dos comisarios.

—Comprendo vuestra sed de sangre —dijo Pete, riendo todavía—, pero si aplazáis un momento la ejecución de vuestras horribles torturas, podríamos ponernos en camino hacia el rancho más próximo. Necesitamos unos caballos para debajo y unas armas para nuestras pistoleras.

—Y comida para nuestros estómagos —añadió Teeny—. Tuve un sueño estupendo cuando estábamos prisioneros... Soñé que Wu Hu me regalaba un enorme pastel de gayuba. ¡Pero me desperté antes de que pudiera tirarle el primer bocado!

Teeny era un comilón de primera clase... tan de primera clase como comisario... y el pastel de gayuba, su medio favorito de disfrutar de la vida.

El Arizona Hotel era el establecimiento más importante en su clase de la Quebrada, y Wu Hu, su cocinero chino, un fanático de Teeny.

Teeny evitó una vez que los bandidos le robasen sus ahorros de toda la vida, y Wu Hu le demostraba frecuentemente su gratitud con obsequios culinarios.

—¡Siempre pensando en tragar! —comentó el barbero-comisario—. Si sigues así, te comerán las miserias antes de cumplir los treinta años.

Pete tuvo que intervenir una vez más para evitar una discusión.

—Hablemos en serio, muchachos —les dijo—. Mientras nos encaminamos al rancho más próximo, no dejéis de observar el ganado que vayamos encontrando.

—Sería capaz de comérmelo todo... incluso los cuernos —declaró el hambriento Teeny. Pero después se puso repentinamente serio—. ¿Oíste lo que aquel prójimo de Porky le decía a Leach anoche?

Pete afirmó con un gesto. Era precisamente en lo que estaba pensando.

Porky había informado a Leach que sus hombres habían “dejado arreglada” una buena partida de reses. Alguna mala faena se había hecho en los praderíos aquella noche... algo mucho peor que robar ganado.

¿Qué habría sido?

No habían recorrido muchas millas cuando Pete descubrió parte del misterio.

Fueron encontrando pequeños grupos de ganado. Salían de ellos lamentables mugidos; eran bueyes, vacas y terneros.

Otros animales estaban echados en tierra, sin pastar, aunque abundaba la hierba a su alrededor.

Pete Rice y Teeny Butler comprendieron en seguida.

—¡Cascos despalmados! —exclamó Teeny.

“Miserias” entendió sólo a medias.

—Si los cuatreros hicieron eso, ¿por qué no mataron a los animales y terminaron de una vez? —preguntó—. Se habrían ahorrado mucho trabajo.

—Sí —contestó Pete sombrío—, pero el trabajo no significa mucho para el hombre que se oculta tras todo esto. El matarlos hubiera sido ponerse en demasiada evidencia. Estos animales morirán de todos modos, pero no se sospechará la causa de su muerte.

—No podrán caminar sin sufrir grandes dolores y se dejarán morir de hambre y sed. Y el jefe que organizó la tragedia recogerá entonces su recompensa. Trata de arruinar a los rancheros, de arrojarles de estas tierras para apoderarse él de tan maravillosas praderas.

—¡Mirad aquel ternero! —dijo el pequeño comisario, señalando con la mano—. Parece como si tuviera la miseria.

Pete ya se había dado cuenta. El animal mugía de un modo extraño.

Manaba de su boca la sangre.

—¡Pobre animalito! —murmuró—. Le han partido la lengua.

El sheriff enrolló el lazo y lo lanzó al ternero. Después fue tirando de la cuerda hasta aproximarse al animal y le abrió la boca.

Le habían cortado brutalmente la lengua a partir del centro, imposibilitándole mamar. El torturado animalito estaba condenado a morir de hambre.

—Si tuviera una pistola terminaría con tu agonía —dijo Pete, dejando marchar al ternero—. Y si tuviera a mi alcance al malvado que ha hecho esto...

Un gruñido que oyó a su espalda le hizo volverse rápidamente. Sus comisarios giraron al mismo tiempo.

Cada hombre se llevó instintivamente la mano al costado.

Pero comprobaron, una vez más, que tenían las pistoleras vacías.

Un coyote flaco y parduzco les hacía frente. Su piel parecía apolillada, tenía los ojos inyectados en sangre y la boca cubierta de baba.

Le temblaban las mandíbulas de aguzados colmillos, salía un gruñido sordo de su garganta y miraba a los tres hombres con todo su odio animal.

—¡Dios! —gritó “Miserias”—. ¡Un coyote hidrófobo!

El coyote es uno de los grandes cobardes de la Creación. No sale de su guarida durante el día, aunque le acose el hambre.

Rara vez se acerca a los hombres. Estos, por lo general, nada tienen que temer de él. Pero el animal que entonces tenían delante era diferente.

Hasta Pete Rice retrocedió unos pasos instintivamente.

No había duda de que se trataba de un coyote hidrófobo. Pete comprendió en aquel momento las palabras de Porky a Leach aquella noche.

Aquel era el coyote que “habían soltado” entre un rebaño.

El sheriff indicó a sus hombres que le siguiesen. Estaban en presencia del más temible azote de las praderas: una bestia salvaje atacada por la rabia, esa horrible enfermedad que enloquece a los perros y puede comunicarse a los seres humanos por una mordedura.

Pete sabía demasiado bien que un coyote hidrófobo, suelto entre el ganado podría causar destrozos por valor de muchos miles de dólares.

Cada una de sus dentelladas significaba un animal infectado... y en condiciones de infectar a los otros.

—Le han traído aquí para diezmar el ganado de estas praderas —observó Pete—. ¡No sé lo que daría por tener un 45 cargado!

—Si tuviéramos las “bolas” podríamos también... —empezó a decir “Miserias”.

—¡Bastaría mi látigo para ajustarle las cuentas! —le interrumpió Teeny.

—¡Cuidado! —les gritó Pete—. —¡Retroceder!— ¡No le perdáis de vista!

La furiosa bestia avanzaba hacia ellos casi arrastrándose sobre el vientre.

La locura le daba valor. Con uno de sus terribles saltos alcanzaría al sheriff.

Pete podría esquivar a la odiosa criatura una o dos veces. Pero un solo rasguño de aquellos aguzados colmillos significaba una muerte espantosa.