CAPÍTULO III
PETE Rice era una extraña mezcla de dureza y blandura. En las sendas era acero. Fuera de ellas —en la casa de su madre, o puesto a aliviar el dolor de algún perro o caballo enfermos— era todo sangre y sentimientos humanitarios.
Sus grises ojos se empañaron de lágrimas al presenciar la muerte de Rimrock Morley.
Pero el sheriff no podía consentir que sus emociones estorbasen su deber.
Tres minutos después de que una manta cubriese el destrozado cuerpo del viejo comisario de Buffalo Ford, Pistol Pete Rice volvía a ser el implacable cazador de hombres de siempre.
Cuidó de que el cadáver de Rimrock fuese llevado respetuosamente al cementerio de la Quebrada. En su depósito se encontraban ya los rígidos cuerpos de los malhechores que habían causado su muerte. Nadie había entrado a verles. Más tarde Pete haría que les fuesen registradas las ropas en busca de posibles hallazgos que explicasen lo que les había impulsado a sellar los labios de Rimrock Morley. En vida habían levantado sus manos contra la sociedad. En muerte reposarían en unas tumbas innominadas del cementerio de Boot Hill.
Pete se dirigió al calabozo de la población para interrogar al mestizo preso.
Había desaparecido la tristeza de los ojos del sheriff, que en aquel momento brillaban como duros pedernales.
Teeny Butler ya se encontraba en la prisión. Teeny parecía un búfalo, pero tenía la astucia de un zorro.
Sólo él conocía ciertos procedimientos, que se disponía a emplear para provocar la confesión del bandido y hacerle decir lo que se ocultaba tras la muerte de Morley.
Hicks “Miserias” había vuelto a su sillón de barbero. La mano que acababa de empuñar un 45 sostenía ya unas tijeras. “Miserias” estaba terminando el corte de pelo que había empezado antes de que el tiroteo le llamase a la calle.
Trabajaba a toda prisa. No quería perder un detalle de lo que aún tenía que hacer como comisario.
Mientras se dirigía a la prisión, Pete Rice daba vueltas y más vueltas a sus pensamientos. Su cerebro era tan rápido en sus concepciones, como su dedo en apretar el gatillo.
Su tarea personal era vengar la muerte de su amigo Rimrock Morley; su misión oficial descubrir lo que se ocultaba de su muerte.
El trabajo que Pete Rice tenía que hacer no era nada agradable. Era hombre que daba, hasta a los malhechores que no querían rendírsele, la ocasión de salvarse defendiéndose, y le repugnaba tener que atemorizar a un muchacho para arrancarle una confesión.
El joven mestizo se echó a temblar cuando vio a través de los barrotes de su celda la mirada de acero del sheriff de la Quebrada del Buitre.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Pete.
El malhechor se humedeció los labios y guiñó los ojos señalando a Teeny Butler.
—Ya le he dicho a ese que no me atrevo a decir mi nombre —contestó—. Mis compañeros me matarían si no cierro bien la boca.
—¡No te preocupes de tus compañeros! —replicó Pete—. Es con nosotros con quienes tienes que entenderte ahora. ¿Cómo te llamas? —repitió.
El preso era un jovencillo, cobarde y vicioso, pero no carecía de perspicacia.
Había estado otras veces en la cárcel; sabía distinguir los carceleros de corazón duro de los que querían disimular su bondad a fuerza de amenazas.
Aquel sheriff, Pete Rice, tenía fama de dar siempre a sus prisioneros una oportunidad de salvación. El conocimiento de esta circunstancia le hizo engallarse desafiador.
—¡No lo diré! —contestó.
—¿Que no lo dirás? —la mandíbula del sheriff avanzó agresiva.
Pero sabía que no era capaz de aplastar a aquella ratita rebelde. De su cargo de sheriff era aquello lo único que le repugnaba.
Hizo una seña a Teeny y se dirigió al despacho de la prisión. Teeny se le reunió allí unos momentos después.
—Ese gusano sabe cosas que nos conviene conocer, Teeny —dijo Pete a su ayudante—. Tienes que discurrir algo para hacerle hablar.
—Eres demasiado blando de corazón para entendértelas con esos individuos —contestó Teeny—. Y lo malo del caso es que ellos no te agradecen tanta bondad.
—Tienes razón. El hombre que trata de domesticar a una culebra no debe mostrarse bondadoso con el reptil, porque se le revolverá. —Pete dirigió una mirada a la puerta medio abierta—. Bien, aquí está “Miserias”. Quizás a él se le ocurra alguna idea en este asunto.
Y a Hicks “Miserias” se le ocurrió. El barberillo comisario había terminado el corte de pelo de su cliente, y se había quitado la blanca blusa distintiva de las de su oficio.
En mangas de camisa y calzones parecía más flaco que nunca. Pesaba ciento veinte libras y daba la impresión de un gallo inglés.
—¿Conque la sabandija no quiere hablar? —gritó—. ¿Y tú y Teeny os consideráis demasiado fuertes para él? ¡Bien, pues déjamelo a mí, patrón!
Algo más esperanzado, Pete Rice volvió a la celda, seguido de sus dos comisarios. Miserias” era aún menos corpulento que el prisionero.
Pero el prisionero estaba herido.
El comisario barbero había recibido en la pila el nombre de Lawrence Michael Hicks y nunca le había asustado la lucha.
Pero Pete nunca le había visto en papel de matón. El nervioso irlandés de ojos azules, que se portaba tan fieramente en la pelea, temblaba de angustia a la vista del menor sufrimiento.
Pero entonces el menudo rostro de “Miserias” se aplastó retador contra los barrotes de la celda.
—¡O hablas ahora mismo —le dijo al mestizo—, o tú y yo nos vamos a romper los huesos! Voy a entrar en tu celda. Nos encerraremos por dentro. Tú no eres muy robusto, pero pesas más que yo. ¡La cosa será igualada! Si me vences..., reconoceré que has ganado el derecho a seguir con la boca cerrada. ¡Prepárate!
Mas el malhechor no sentía la menor afición por el boxeo.
—¡Ah, pero yo estoy herido! —arguyó—. Tengo un balazo en el hombro.
—¡Enséñamelo! —le gritó Hicks “Miserias”—. ¡Quítate la camisa!
El mestizo lo hizo así, brillándole de triunfo los ojos. Tenía un insignificante roce de bala en el hombro derecho.
—¿Y a esto lo llamas tú una herida? —rió “Miserias”—. Bien, pues ya verás cómo quedas después del match que vamos a celebrar.
“Miserias” se quitó la camisa. En su brazo derecho, un poco más arriba del nervudo bícep, apareció una herida de terrible aspecto, aunque no grave.
Los grises ojos de Pete se abrieron sorprendidos. No se había enterado de que “Miserias” hubiese resultado herido durante la persecución de los criminales.
—No es más que un arañazo, patrón —le tranquilizó “Miserias”—. Yo mismo me lo curé... en la barbería. Ahora abre la puerta de la celda. Pete. Esa rata y yo estamos en iguales condiciones. No intervengáis en la lucha. ¡Si no puedo arrancarle el alma al miserable que disparó sobre un hombre honrado, abandonaré mi cargo de comisario, y pasaré rapando barbas el resto de mi vida!
—¡Hablaré, hablaré! —dijo el mestizo con repentina decisión. La astucia brillaba en sus ojos—. ¿Entienden ustedes el español? —preguntó en su lengua nativa.
Pistol Pete afirmó con un gesto. Sabía hablar el inglés con perfecta dicción, pero a menudo lo alteraba con los modismos locales, mientras que conservaba puros sus conocimientos del español.
Lo hablaba con perfecto acento desde que lo aprendió en la niñez. En más de una ocasión le había servido para salir de un mal apuro.
Sus comisarios lo dominaban tan bien como él, y contaban con un léxico que les envidiaría el más auténtico peón.
—Hablaré entonces en español —dijo el preso—. Siempre me explicaré mejor en mi propio idioma. Me llamo Juan González. Mi profesión es la de zapatero. ¿Ven ustedes? aún se me nota el callo de la lezna en el dedo pulgar.
—Pero debes haber cambiado de oficio —observó Pete, severo.
—¡Es cierto! —Cometí una gran equivocación y ahora lo lamento.
Pete sacó del bolsillo una pastilla de goma y empezó a trabajar con las mandíbulas. Aquel joven malhechor era muy perspicaz y trataba de conquistar sus simpatías.
El mestizo hablaba paseándose por la celda.
—Ahora —continuó—, no deseo otra cosa que volver a mi honrado banco de zapatero. Se me llena el corazón de alegría creyendo escuchar la voz de mi patrón, que me riñe por no haber clavado unas suelas a su gusto. ¡Cuánto deseo verme al otro lado de la frontera!
Pete Rice sonrió con burlón cinismo. —¡Pronto, en efecto, te vas a ver al otro lado de la frontera— le dijo con torvo gesto —, pero no de la frontera a que tú te refieres! Eres culpable de asesinato. Y tienes la suficiente edad para saber la pena que en Arizona aplicamos a los asesinos.
—¡Ah! Pero es que sólo a cambio de mi libertad le daré a usted los datos necesarios para descubrir a una temible banda de malhechores. Una vez que me encuentre en tierra mejicana, le diré a usted lo que significa la muerte del comisario de Buffalo Ford. Le diré el nombre del jefe... un nombre que le sorprenderá a usted mucho. Le diré quien es su lugarteniente, y dónde está situada la madriguera. Le diré cómo roban el ganado de las praderas de Buffalo Ford. Todo lo que sepa se lo diré; ¡pero antes tiene usted que llevarme a Méjico sano y salvo!
Brillaron los grises ojos de Pete Rice. ¡Ya tenía por lo menos una clave! El asesinato de Rimrock había tenido por objeto ocultar un delito de cuatrería.
Aunque salía una diligencia para Buffalo Ford dos veces a la semana, Pete Rice hacía mucho tiempo que no había estado en aquella población, y hacía meses que Warren, su sheriff, no había comunicado con él.
Sin embargo, Pete había oído que se realizaban muchos robos de ganado en los alrededores de Buffalo Ford... robos en gran escala.
Pero había creído que los malhechores estarían ya presos y condenados.
Los maliciosos ojos del mestizo brillaron esperanzados.
—Lo diré todo... si me lleva usted a Méjico —repitió.
Pete quedó pensativo. González tenía que pagar su deuda a la Ley y al orden.
Sin embargo, el muchacho le había dado una idea... Manejándole hábilmente, podría facilitarle la rápida captura de una gran banda de terroristas.
—No puedo libertarte —dijo Pete en español—. No tomamos tan ligeramente los asesinatos en Arizona. Pero intentaré que se te trate con benevolencia... no porque lo merezcas, sino porque tus compañeros merecen la muerte y tú puedes ayudarme a que reciban su castigo. Suplicaré al tribunal que se te perdone la vida, y posiblemente te condenarán sólo a cadena perpetua. Volverás a tu banco de zapatero... pero en la prisión de Florenze.
González vomitó un torrente de juramentos sobre el sheriff.
Se curvó su boca en señal de desprecio y brillaron amenazadores sus ojos.
—¡Basta ya! —le gritó “Miserias” en español. No podía tolerar que se insultase a su patrón con nombres tan viles.
El mestizo se enderezó como si hubiese recibido un latigazo en las espaldas desnudas. Era evidente que las palabras de “Miserias” no habían ocasionado este cambio de actitud en el preso. Algo habían visto sus ojos en otra parte. Un grito ahogado se escapó de su garganta. Se cogió a los barrotes, los soltó instantáneamente y retrocedió con las manos levantadas, como si quisiera protegerse de algo.
Pete Rice se volvió bruscamente.
El cañón de una pistola asomaba por el negro boquete de una ventana que daba a la prisión. El 45 de Pete se encontró instantáneamente en sus manos.
Pero una llamarada rojiza surgió en el mismo momento de la ventana.
¡Ba-ram!
¡Bang!
La pistola de Pete lanzó una rociada de plomo hacia el negro boquete, en lo alto del muro. Los 45 de sus comisarios rugieron también.
Pero el sheriff comprendió que el misterioso agresor debía haber tomado sus precauciones antes de disparar.
Un grito de terror vino a añadirse al estruendo de los disparos. Juan González retrocedió, tambaleándose. Se llevó instintivamente la mano a la cintura, pero sus dedos tropezaron sólo con la pistolera vacía.
—¡Debe de haber sido Leach! —gritó—. Él...
Se le doblaron las rodillas. Durante un instante permaneció en pie, balanceándose ligeramente, como un borracho apostado en una esquina que desafía a los transeúntes.
Pete Rice dio un salto, introdujo su brazo entre los barrotes de la celda y rodeó con él el cuerpo del desgraciado mestizo.
Le evitó así la caída, pero el peso muerto de aquel cuerpo le reveló bien a las claras que Juan González ya no necesitaba su ayuda. El sheriff contempló el rostro del malhechor a través del humo de la pólvora. Había perdido su expresión maliciosa.
El dedo pulgar de Juan González ya no se encallecería más manejando la lezna. El bandido había sido herido de muerte para sellarle la boca.
—¡A los caballos! —gritó Teeny Butler, corriendo hacia la puerta con una rapidez sorprendente en un hombre de su tamaño. Hicks “Miserias” le siguió, pisándole los talones.
Pete Rice depositó suavemente el cadáver en el suelo, y corrió tras sus comisarios, brillándole otra vez como pedernales los grises ojos.