CAPÍTULO II
OTRA granizada de plomo perforó los tablones del falso frontispicio. Pete se decidió a arriesgar su propia vida para trasladar el cuerpo de Rimrock Morley a un sitio más abrigado.
Después volvió, empuñando su 45.
Llegó a tiempo de ver cómo un segundo bandido se desplomaba de su silla, derribado por una bala de la pistola de Teeny Butler.
No le cabía duda de que fue Teeny, pues llevaba un gran látigo de piel de toro en la mano.
Teeny era más temible con un látigo que la mayoría de los hombres con una pistola. Pero entonces se trataba de combatir con asesinos, y era plomo lo que se necesitaba para hacerlos enmudecer.
Además, estaban fuera del alcance de un látigo. Teeny se había visto, pues, obligado a utilizar su 45.
Un rifle lanzó su voz de trueno frente al edificio del teatro. Un tercer bandido cayó de su silla para quedar inmóvil en la polvorienta carretera.
Los restantes malhechores se apresuraron a volver grupas, huyendo hacia el Norte. Les sobraba con lo que habían visto del arrojo y puntería de los ayudantes de Pistol Pete.
Su desesperación les había llevado a exponerse demasiado y los esperaba más de un mal rato para escapar... si es que lo lograban.
Pete Rice, que lo observaba todo desde el tejado, era un excelente juez en cuestiones hípicas.
Las cabalgaduras de los bandidos estaban prácticamente agotadas. Hicks “Miserias” y Teeny Butler, que lo apreciaron de igual modo, ya sabrían lo que hacer.
Sería cuestión de pocos minutos reunir una pequeña partida y lanzarse en persecución de los fugitivos.
Pero la suerte se puso de parte de los bandidos. Un potro pinto apareció al galope en el recodo del camino que conducía a la Quebrada. Llevaba a lomos un muchachito.
Disparar sobre los fugitivos era exponerse a herir al muchacho, que tan intempestivamente se presentaba en escena. Había oído las detonaciones, y arriesgaba su inocente vida para averiguar de qué se trataba.
Pete se asomó al borde del tejado.
—¡No disparéis! —gritó—. ¡Podríais matar a ese tunante! Cesó el fuego. Pero un hombrecillo —Pete reconoció en él a Hicks “Miserias”, uno de sus comisarios— había desatado un caballo de un poste, y ya corría tras los fugitivos. Llevaba unas boleadoras —dispositivo compuesto de dos pesos unidos a una tira de cuero— y trataba evidentemente de apoderarse de uno de los criminales vivo, por lo menos.
Hicks “Miserias” era barbero al mismo tiempo que comisario, y las boleadoras le habían sido regaladas por un cliente, un gaucho argentino que había venido a Arizona a un acoso de ganado.
Hizo girar las boleadoras sobre su cabeza, y las dejó partir disparadas. La tira de cuero, que unía los dos pesos, se enroscó alrededor de las patas traseras de uno de los caballos.
El animal cayó dando tumbos. Su jinete quedó revolcándose sobre el polvo de la carretera.
Hicks “Miserias” saltó de su silla y desarmó al bandido herido. Segundos después se presentaba en el lugar de la escena varios ciudadanos.
Unos se hicieron cargo del prisionero; otros se unieron a “Miserias” y a Teeny Butler para intentar coger a los demás que huían.
Seguro de que sus servicios personales no serían ya necesarios, Pete volvió junto al desvanecido Rimrock Morley.
Le levantó suavemente del suelo y le llevó hasta la cúpula, en la cual se abría una abertura para airear la galería del teatro.
Por una estrecha escalerilla, y con toda clase de precauciones, el sheriff descendió con su carga hasta la sala. La gente penetraba ya por la puerta principal.
—¿Está mal herido? —preguntó alguien.
—¡Buena faena, Pete! —gritó otro.
—Nunca vi manejar mejor el lazo —dijo un tercero—. Y eso que me he dedicado toda mi vida a la ganadería...
—Espera —le interrumpió Pete. No tenía tiempo de escuchar elogios—. Lo primero que hay que hacer es buscar un doctor. Si el sierra-huesos joven no se encuentra en el Arizona Hotel, traeos al doctor Buckley. Decidle que tenemos un caso grave en mi oficina. Abridme paso, muchachos.
Al fin logró salir a la calle con el desvanecido Rimrock, y se encaminó hacia su oficina seguido de la mayor parte del público.
Penetró en la barbería de “Miserias”. El despacho oficial de Pete estaba situado en la trastienda. Sostuvo a Rimrock con el brazo izquierdo mientras una barrida de su mano derecha arrojaba al suelo lápices, papeles y otros objetos de la desvencijada mesa de pino que le servía de escritorio.
Después tendió a Rimrock suavemente sobre ella.
Parecía que la mitad de los habitantes de la Quebrada del Buitre se hubiesen reunido a su alrededor brindándole sus consejos.
El sheriff de la Quebrada llevaba su carga con la mínima ostentación oficial, y todos le trataban como camarada y amigo. Nadie le temía... nadie que fuese honrado y cumplidor de la ley, claro está.
En la imposibilidad de deshacerse de todos ellos, Pete procuró emplearlos en algún trabajo. A uno le envió al pozo del corral a buscar un caldero de agua fresca, a otro a la barbería a pedir un par de toallas limpias, y él se dedicó a bañar la frente del desventurado comisario.
—Y ahora, muchachos —terminó diciendo a los que le ayudaban—, tened la bondad de salir de aquí. Hay que dejar que este pobre respire aire puro. ¡Eh, hombre! —añadió dirigiéndose a un individuo de mediana edad, que estaba fumando un pitillo en un rincón de la habitación—, ¿quiere usted dejar esa silla para que el doctor tenga donde sentarse cuando venga?
El individuo abandonó su asiento un poco amoscado. Al volverse se vio que tenía un lado de la cabeza con los cabellos rapados al cero.
—¡Maldita sea! —se lamentó—, creí tener derecho a quedarme aquí. “Miserias” me estaba cortando el pelo al empezar ci tiroteo, y cuando “Miserias” ve la ocasión de ejercer como comisario, se le olvida que es también barbero.
La mayor parte de la gente salió de la habitación al mismo tiempo que entraba un anciano con una caja de instrumental en la mano.
Pete levantó la cabeza y vio que se trataba del doctor Buckley que, al mismo tiempo que sus deberes profesionales, desempeñaba el cargo de coronel del distrito de Trinchera.
—Bienvenido. Espero que podrá usted hacer algo por este pobre Rimrock, doctor. ¿Hay alguna esperanza?
Pete miró al médico, suplicante. El doctor Buckley tomó el pulso del herido y movió la cabeza tristemente.
—Está próximo a emprender el gran viaje, Pete —murmuró—. Jamás vi un hombre tan lleno de plomo y vivo todavía. Volvió a examinar al herido, y otra vez movió la cabeza desalentado. Este individuo tiene que tener una constitución de acero y granito, para haber podido resistir un minuto más después de alojar en su cuerpo tantas balas.
—Así era, en efecto, Rimrock —comentó Pete—. Granito y acero. Pero con un corazón tan blando, que no podía enganchar un gusano en un anzuelo sin sentir remordimientos. ¿Cree usted que volverá en sí?
—Quizá sí... y quizá no. ¿Hay por aquí un poco de aguardiente?
Por toda contestación, Pete corrió al salón de la barbería, y cogió de uno de los estantes una botella que llevaba la etiqueta de “Bay Rum”. Sabía que la botella no contenía “bay rum”, sino un excelente whisky de Kentucky.
El nunca bebía tal licor, pero su comisario Teeny Butler no era precisamente un abstemio.
Cuando volvió al lado del doctor Buckley, pudo ver que Rimrock estaba agonizando.
—Adiós, compañero —dijo Pete—, nunca conocí hombre mejor...
—¡Linchemos al coyote! —gritó alguien en la calle—. ¡Traed una cuerda!
Se unieron a esta voz otros gritos, cada vez más fuertes.
—¡Linchémosle! ¡Lynch! ¡Lynch!
Pete cruzó en dos zancadas la barbería y salió a la calle. Una gran multitud se estaba congregando un poco más allá del Arizona Hotel.
Pete desató su magnífico alazán y saltó a la silla sin utilizar los estribos. La gente surgía de todas partes, corriendo hacia la parte norte de la población.
—¡Vamos, Sonny! —apremió Pete a su caballo—. ¡Adelántales!
Y Sonny les adelantó. Partió como una flecha sin necesidad del contacto de las espuelas. Pete le refrenó al borde de la rugiente multitud.
Desde el lomo de Sonny podía ver a la víctima de las iras del populacho.
Era el bandido que Hicks Miserias, el comisario, había desmontado con las bolas. Era muy joven, posiblemente no tendría veinte años.
En sus negros ojos leyó Pete el terror más espantoso. Era un mestizo, con todos los estigmas de la debilidad de dos sangres.
—¡Hay un hermoso árbol frente a la casa del doctor Buckley! —sugirió una voz.
Pete se volvió instantáneamente sobre su caballo.
—¿Quién ha sido el valiente que ha dicho eso?
Al parecer no había sido nadie. Por lo menos, ninguno de los presentes lo confesó. Algunos hombres miraron al sheriff, y después bajaron la cabeza como ovejas.
—Sólo tratábamos de asustarle, sheriff —dijo un joven vaquero.
—Pues me parece que ya lo habéis logrado, y ya es bastante —replicó Pete, desmontando y abriéndose paso por entre la multitud, hasta llegar al joven mestizo. El malhechor cayó inmediatamente de rodillas.
—¡Sheriff! —suplicó con voz débil—. ¡No les deje que me cuelguen! No soy más que un muchacho. ¡Piedad!
Pete descubrió entre la multitud a un joven. Era Curly Fenton, que le había ayudado con frecuencia a perseguir a los transgresores de la Ley.
—¿Has intervenido tú en esto, Curly? —le preguntó, severo.
—¡De ningún modo, patrón! Yo y Sam nos proponíamos defender al mestizo cuando llegase el momento oportuno.
—Está bien. —Pete se volvió hacia Sam Hollis, dueño del “Almacén de Comestibles de la Quebrada”—. Os hago responsables de este desgraciado a ti y a Curly —le dijo—. No me puedo detener. Tengo que salir en persecución de los otros bandidos. Este muchacho nos será necesario. Le haremos hablar para saber lo que tramaban. Cuidad de que llegue al calabozo sano y salvo.
—¡Necesito vuestra ayuda, ciudadanos! —gritó, dirigiéndose a la multitud—. ¡Prometedme que respetaréis la vida de este hombre!
—¡Tienes nuestra palabra, Pete! —gritaron unas docenas de gargantas.
—Gracias. Vuestra palabra me basta. Ya hay demasiados malhechores por estos lugares sin necesidad de que las gentes honradas delincan también.
—¡Hasta ahora, muchachos!
Saltó de nuevo a la silla, y Sonny partió disparado. Pero no había hecho más que doblar el recodo del camino, cuando Pete vio venir hacia él a la partida que había salido en persecución de los fugitivos.
Cuando el grupo estuvo más cerca, Pete descubrió a Hicks “ Miserias” —todavía con su blanca chaqueta de barbero— y a un gigantesco individuo que montaba un corpulento semental, a la cabeza de la columna.
La montaña de hombre, vestida con los arreos de vaquero, era Teeny Butler.
Teeny, nacido en Texas y bautizado William Alamo Butler, pesaba muy cerca de trescientas libras, pero no parecía desproporcionado, gracias a su gran estatura —seis pies y pico sobre sus altas botas de cowboy.
—¿Tuvisteis suerte, Teeny? —le gritó Pete.
Teeny señaló con la mano a un caballo que llevaba atravesados sobre el lomo dos cuerpos ensangrentados. Después picó espuelas y se acercó al galope.
—¿Suerte? —dijo cuando estuvo al lado de Pete—. ¡Muchísima, patrón! No podrán decir lo mismo los bandidos. “Miserias” cazó a uno. ¡Ese gusanillo tiene una puntería que no se merece!
Pete iba ya a preguntar quién había cazado al segundo, cuando se fijó en un surco rojizo que partía de la sien e iba a perderse en la revuelta pelambrera de Teeny.
—Según veo —observó—, por poco se quedan trescientas libras de comisario en el camino. Mejor será que te adelantes y busques a un doctor.
Teeny Butler soltó una risotada.
—Tienes buen humor a veces, Pete. Recibes un balazo sin pestañear y te echas a temblar en cuanto los demás pescamos un rasguño. No necesito ver a ningún sierra-huesos. Si acaso me adelantaré para echar un vistazo al individuo que distribuye la bebida en el “Descanso del Vaquero”. Creo que un latigazo de whisky no me sentará mal.
—¡Siempre con tu whisky! —sonrió Pete—. All right, adelántate y échate al gañote tu ración de veneno.
—Puedes estar tranquilo, patrón —replicó Teeny—. Todos saben que yo nunca echo más de un trago de una sola vez. Moderación en todo es mi lema.
Teeny espoleó a su caballo y desapareció camino adelante. El resto de la partida estaba ya lo suficientemente cerca para que Pete pudiese ver un largo peine de barbero alojado en la oreja derecha de Hicks “Miserias”.
—¿Recobró el conocimiento Rimrock Morley, patrón? —preguntó “Miserias”.
—No. Le dejé expirando, y probablemente habrá muerto a estas horas.
El barberillo comisario puso un gesto de pesar. Pete hizo girar a su alazán para cabalgar a su lado.
—Hay algo extraño en todo esto —dijo Hicks a Pete, bajando la voz—. Yo derribé de un tiro a uno de los coyotes. No quise matarle. Pensé que podríamos enterarnos por él de cosas interesantes...
—¿Pero no vienen muertos los dos? —preguntó Pete, asombrado.
—¡Muertos como mi abuela, patrón! Yo me limité a atravesarle un hombro. Pero el otro individuo se volvió sobre su silla... y no para disparar contra nosotros. ¡Tres balazos seguidos le metió en el cuerpo a su compañero! Indudablemente querría cerrarle la boca para evitar una confesión de moribundo. Después Teeny disparó a su vez sobre el agresor, y le dejó tendido.
Pete sonrió para sí. Teeny no había mencionado aquel hecho. El corpulento tejano era un excelente tirador que podía apagar una vela a diez pasos.
—Mejor será que ayudes a esos a meter a ese desgraciado en el calabozo —dijo Pete, señalando al grupo de gente que conducía al joven mestizo hacia la prisión.
—Como quieras, patrón —contestó “Miserias”, espoleando a su caballo para ir a cumplir la orden.
Pete se dirigió a su despacho oficial. Le latió el corazón esperanzado cuando atravesó la barbería y vio a Rimrock que se agitaba sobre la mesa de pino.
—¿Hay alguna esperanza, doctor? —preguntó Pete a Buckley.
El doctor sonrió tristemente, poniendo la botella de bay rum bajo la mesa.
—¡Ninguna! Morirá dentro de unos segundos. El alcohol le ha reanimado y parecía querer hablar en este momento. Quizá pueda hacernos alguna declaración.
Rimrock Morley volvió a agitarse. Entreabrió los mortecinos ojos. Se movieron sus labios.
Pete se inclinó sobre él. Todo lo que pudo oír fue un gemido gutural.
Después Rimrock guardó silencio. Parecía estar luchando por recuperar el dominio de su aparato vocal. Levantó un poco la mano y tiró de la manga del sheriff.
Pete Rice sintió que le ahogaba la emoción. Pero tenía un deber que cumplir. Era preciso no perder una palabra, si el moribundo llegaba a hablar. Ellas podían aclarar el misterio de por qué los bandidos se habían arriesgado tanto con el sólo fin de cerrar los labios de Rimrock Morley para siempre.
El moribundo empezó a gemir de nuevo. Aunque las palabras eran apenas inteligibles —el doctor no pudo comprender ninguna—, el fino oído de Pete Rice logró desentrañar los guturales sonidos.
—¡Pete! Vine a decirte esto... Mucho contrabando, Pete. —En la vieja... línea... S. P...
Rimrock calló. Aparentemente no conseguía articular más palabras.
—La vieja línea S. P. —le apremió Pete—. ¿Qué tienes que decirme de la línea S. P., Rimrock? Haz un esfuerzo...
—Está más allá de... —los labios de Rimrock trataron de formar nuevas palabras, pero no salió el menor sonido de su garganta.
Todo fue inútil; el moribundo renunció al vano esfuerzo, y buscó la mano de Pete Rice.
Los grises ojos del joven sheriff se empañaron de lágrimas. Apretó firmemente la mano del viejo comisario.
—¡Valor, Rimrock! —murmuró—. ¡Valor, camarada! Yo te vengaré. ¡Te lo prometo solemnemente!
Rimrock se estremeció. Murió sonriendo, acariciando la mano del sheriff a quien tanto admiraba. Murió como había vivido; sin miedo; ¡como todo un hombre!