CAPÍTULO V

LA OTRA CARA DE PETE RICE

ERAN cerca de las nueve de la noche cuando Pete Rice y sus comisarios llegaban a la Quebrada del Buitre. Sam Hollis, propietario del almacén de comestibles, había encontrado a “Sonny”, el alazán de Rice.

EL caballo había sido espantado por los bandidos al huir, en la creencia de que Pete se detendría a buscarle antes de emprender la persecución.

Pero Pete Rice no se había entretenido en tal cosa. Y su rápida intervención había costado a los bandidos dos vidas.

Fueron registrados los cadáveres de los malhechores depositados en el cementerio de Boot Hill.

Los bolsillos sólo dieron de sí unas cuantas bagatelas y una pequeña cantidad de dinero..., pero nada que sirviese para identificar a los hombres, ni al jefe que les mandaba.

Pete Rice parecía muy preocupado cuando penetró con sus comisarios en su pequeño despacho, situado en la trastienda de la barbería de Hicks “Miserias”. El asunto se presentaba muy oscuro.

Sólo tenía una clave; sabía que un individuo llamado Leach “Boca-torcida” estaba complicado en aquellos crímenes. Pero alguien debía ocultarse tras Leach..., alguien que planeaba los delitos, de los que Leach era sólo un mero ejecutor.

Pete entró en su despacho. “Miserias” se puso a limpiar la barbería. Era lo más probable que estuviese algunos días ausente, en Buffalo Ford.

Era un buen barbero... pero mejor comisario todavía. Cuando la ley le llamaba, los habitantes de Quebrada del Buitre tenían que afeitarse solos... y hasta cortarse el pelo, si era preciso.

Pete limpió y aceitó sus pistolas y rellenó sus cartucheras. Después examinó un rifle Winchester, hasta entonces abandonado en un rincón.

Cuando partiesen para Buffalo Ford, a primeras horas de la madrugada, el rifle colgaría del arzón de su silla con la culata hacia arriba y el cañón hacia abajo.

Pete no sabía lo que ocurriría en Buffalo Ford y quería estar preparado para cualquier contingencia.

—Mejor será que os toméis unas horas de sueño —dijo a sus comisarios—. ¿A qué hora creéis que debemos salir para Ford?

—Desde este minuto hasta el amanecer, a cualquiera, patrón —contestó Teeny Butler prontamente—. Pero si es que vamos a dormir esta noche, me tendré que poner el gorro.

Teeny penetró en el salón de la barbería, cogió de un estante una botella de Bay Rum y se echó en un vaso una terrorífica ración de whisky, que apuró de un trago.

Este “gorro de dormir” habría derribado a cualquier hombre, pero Teeny se quedó como si tal cosa. Acostumbraba beber licor, pero nunca se emborrachaba.

Cuando se lanzaba al campo con su patrón y su compañero, tenía siempre la vista clara y el cerebro despejado.

Se convino en que partirían para Buffalo Ford a las cuatro de la madrugada.

Teeny y “Miserias” dormirían en el despacho oficial del sheriff. A las tres y media uno de ellos ensillaría los caballos y se cuidaría de que todo estuviese dispuesto.

Acostados ya sus comisarios, Pete atravesó apresuradamente la calle principal. Su preocupación había desaparecido por el momento.

Había un suave resplandor en sus ojos grises. El sheriff Pistol Pete Rice iba a ver a su madre.

El reloj de ocho días cuerda, que había comprado recientemente para la anciana, daba las nueve cuando Pete avanzó por el florido sendero que conducía a una humilde casita en las afueras de la Quebrada.

Miró disimuladamente por la ventana de la cocina. Su madre estaba allí.

Acababa de fregar una taza y un platillo. Adoraba al hijo que había sabido conquistar el respeto de la Quebrada y de todo el distrito de Trinchera.

Pete abrió silenciosamente la puerta.

—¡Hello, mamá! —saludó a la anciana—. Parece que está usted muy atareada esta noche.

—¡Pete! —exclamó su madre. Una mirada de ternura cruzó por sus ojos grises ya un poco apagados—. ¿Dónde has estado? Oí que hubo tiroteo en la calle principal.

Pete cruzó la estancia y besó a la anciana.

—No tuvo importancia —dijo indiferente—. Supongo que tendrá usted preparada la cena.

—Yo tomé a las siete una taza de té y un bizcocho —dijo la señora Rice—. Te estuve esperando. Todo está preparado. No falta más que calentarlo. La cena estará en la mesa dentro de un instante.

—Entonces, déjeme usted terminar ese trabajo, mamá —suplicó Pete, y arrebatándole unas cucharillas de la mano, se puso a limpiarlas—. Parece que empieza a hacer calor, ¿verdad?

—¡Pero el tiroteo...! —insistió su madre—. No sabes lo que me ha preocupado.

Pete dejó su labor y rodeó con sus brazos los hombros de la anciana.

—No se preocupe, mamá. No recibí ni un arañazo.

Pero los cansados ojos de la madre se habían ya fijado en el agujero que mostraba el cuero de su pistolera.

—Ese agujero no estaba ahí cuando saliste esta mañana de casa, Pete.

Pete enrojeció. Se había propuesto dejar la pistolera en la veranda de la casa antes de entrar... y se le había olvidado.

—¡Oh, eso no significa nada! Puedo traer diez agujeros como ése y no haber recibido ni un arañazo. Trató de desviar la conversación —. ¿Quedaron algunos bizcochos?

—Unos diez. Cocí una docena y sólo tomé dos con la taza de té. Se están calentando en el horno.

Pete sacó los bizcochos y los puso en un plato sobre la mesa. Acercó una silla para su madre. Le sirvió una taza de café, y procuró distraerla con su conversación durante la tardía cena.

Pero su madre siempre volvía al asunto del tiroteo en la calle principal.

Pete nunca le había mentido, pero quería ahorrarle todas las preocupaciones posibles.

—¡Oh!, aquellos desgraciados no eran capaces de atinar una pared a dos pasos —rió—, no se atormente más. Ya sabe usted que sé cuidarme de mí mismo. Y apuesto que a usted le agrada más ver a su hijo cumpliendo con su deber que escarbando el jardín, ¿no es cierto?

—Estoy muy orgullosa de ti, hijo mío —confesó la señora Rice—. Nadie sabe como tú conservar el orden en la Quebrada. ¿Vas a pasar aquí la noche, Pete?

Pete fijó la vista en su plato.

—Bien... sí... y no. Tengo algo que hacer en Buffalo Ford. Partiré antes del amanecer. Tengo que ayudar al sheriff Warren en algo que ocurre allí. Es mi obligación. Estaré de regreso tan pronto como termine mi trabajo. Trató de cambiar de nuevo la conversación —. ¿Cómo marcha el nuevo reloj, madre?

—Muy bien, hijo mío. Mañana tengo que darle cuerda. Se la doy todos los sábados.

Pete recordaba esto. Ayudó a su madre a secar los platos. Nada más extraño que ver a un sheriff, con dos pistolas al cinto, ocupado en tan domésticas tareas.

Y es que Pete tenía dos amores... la Ley y su madre. Sus horas más felices eran las que pasaba en las sendas o ayudando a la anciana.

Mientras su madre abría la alacena para guardar el jamón y las viandas sobrantes, Pete se aproximó al flamante reloj “ocho días cuerda” y deslizó tres o cuatro monedas de oro en el espacio que quedaba bajo el péndulo.

Su madre las encontraría cuando él ya estuviese muy lejos. Tenía que dar cuerda al reloj a la mañana siguiente.

Algunos hombres de la Quebrada se divertían en la taberna “El Descanso del Vaquero” o en las salas de juego, o recorriendo los establos dando y recibiendo bromas.

Pete Rice se divertía también, a su manera..., sorprendiendo a su madre con inesperados regalos, ayudando bajo cuerda a algún desgraciado y hasta rehabilitando a algún malhechor, cuando su delito era pequeño y debido más a la ignorancia que a la maldad.

Esta era la otra cara de Pistol Pete Rice, sheriff de la Quebrada del Buitre y del distrito de Trinchera.