CAPÍTULO VI
EMPEZABA la tarde cuando Pete Rice, Teeny Butler e Hicks “Miserias” estaban en el poblado vaquero de Buffalo Ford. Habían viajado lentamente, como precaución contra cualquier emboscada.
Buffalo Ford se parecía mucho a la Quebrada, y debía su prosperidad a unos centenares de millas de terrenos de pasto tan ricos como los del Sudoeste.
Pete y sus comisarios detuvieron sus cabalgaduras frente a la oficina del sheriff. Era un edificio de dos pisos, que albergaba, además, la bomba de incendios, y un pequeño calabozo para los delincuentes de poca importancia.
La verdadera prisión estaba en otra calle, a espaldas de un edificio con balcón de madera, reliquia de la dominación española.
El sheriff Warren les saludó desde la ventana, mientras ellos ataban sus caballos en un sitio donde no pudieran estorbar los movimientos de la brigada de incendios.
Después penetraron los tres en el despacho.
La acogedora sonrisa del sheriff Warren se desvaneció al ver la sombría expresión del rostro de Pistol Pete Rice.
El veterano sheriff no osó hacer ninguna pregunta, adivinando lo sucedido.
—¡Mataron a Rimrock! —murmuró, dejándose caer en su silla.
—¿Cómo lo sabe usted, Warren? —preguntó Pete.
—Lo sospeché. Lo he estado temiendo hace mucho tiempo. Sabía que tenía que pasar. Hay por aquí una banda de cuatreros que es peor que una plaga para nuestros rebaños.
—Pero ¿por qué escogieron a Rimrock? —preguntó Pete—. No me explico cómo le perdonaron a usted Warren.
—Hará unos tres días que Rimrock me dijo que creía haber echado el lazo al secreto de los robos de ganado. Los cuatreros debieron sospechar lo que él sabía. Yo no le volví a ver desde entonces. ¡Y ahora está muerto! ¡Apuesto a que necesitaron toda una banda para acabar con él!
—Seis, que nosotros sepamos —contestó Pete, y empezó a explicar lo sucedido.
El veterano sheriff clavó las uñas en el borde de la mesa y la sacudió violentamente.
—Si yo no fuese una ruina de hombre —rugió—, habría podido ayudar más a Rimrock. Pero ni siquiera puedo empuñar mi 45. Mis viejas heridas me atormentan de tal modo, que no puedo montar ni el potro más manso. Tengo que recorrer las sendas en un calesín.
Continuó golpeando la mesa con sus puños cerrados, sin dejar de maldecir su inutilidad que le tenía reducido a la impotencia.
—¡Oh, si no fuese por mis viejas heridas! —gritaba—. ¡Ya les habría mandado a los infiernos con la piel tan agujereada, que ni el mismo demonio encontraría donde clavarles los cuernos!
Pistol Pete Rice permaneció silencioso. Él había ido a Buffalo Ford con aquella misma intención. Pero tenía las mismas probabilidades de terminar como Rimrock Morley o de quedar inutilizado por las balas, como Warren.
El pensamiento le atormentó hasta que se le ocurrió que, precisamente porque los representantes de la ley estaban expuestos a tales peligros, era por lo que el resto de los ciudadanos podían vivir tranquilos esperando que la muerte se acercase plácidamente a sus lechos.
—¡Bien! ¡Bien! ¿A qué viene todo este ruido?
La pregunta había partido de un recién llegado, desconocido para Pete. El individuo había penetrado por la puerta trasera.
Tenía la actitud familiar del que se encuentra como en su casa.
Era alto. Su rostro era más bien enjuto. Su cuerpo tenía la dura flexibilidad de los que observan cuidadosamente las leyes de la higiene.
Representaba mediana edad, y todo indicaba en él una constitución robusta.
Sus salientes pómulos y sus espesas cejas daban virilidad a un rostro que, de otro modo, habría sido demasiado hermoso con la rectitud de su nariz y la firme perfección de sus mandíbulas.
El desconocido iba vestido con un traje gris, que revelaba la habilidad de su sastre.
Pete se dio cuenta de que se las había con un hombre importante, con un personaje de Buffalo Ford.
—Hola, George —saludó Warren, sombrío, al recién llegado—. Aquí te presento a Pete Rice, de la Quebrada del Buitre. Estos dos muchachos son sus dos comisarios. Pete, éste es George Duval, una especie de potentado de estos lugares. Supongo que habrás oído hablar de Pete Rice, George.
—¡Ya lo creo que he oído! —exclamó George Duval, estrechando la mano del joven sheriff. Pat Garret, Bat Masterson, Wild Bill Hichok y Pistol Pete Rice son una misma persona. No se sabe cuál de ellos es más famoso. Es un honor para mí conocerle, sheriff. Es un privilegio estrechar la mano del que ha despachado tantos criminales para Boot Hill.
Pete estrechó una mano larga y delgada, mano perfecta de pistolero o de jugador. No se sintió complacido ni halagado por las palabras de Duval.
Tan desmesurados elogios no podían ser sinceros, pensó.
—¡George, han matado a Rimrock! —dijo el sheriff Warren, quejumbroso.
—¿Cómo? ¡Rimrock muerto! ¡Es increíble! No hace aún tres días que él y yo bromeábamos juntos. Esos cuatreros echaron su hambriento lazo a mis mejores reses, y no me dejaron una pezuña como señal. Rimrock andaba diciendo que tendría a la mayor parte de la banda de cuatreros en el calabozo antes de otra luna llena, y yo confiaba en sus palabras.
Duval movía la cabeza lentamente, y mordisqueó la punta de un costoso cigarro.
—¡Rimrock desaparecido! —continuó—. Es casi como decir que el río Bonanza se ha secado, o que nuestras montañas han desaparecido. Siento esta pérdida profundamente, señores. Pete Rice, si ha venido usted a cazar a los asesinos, cuente conmigo. Si consigue borrarles de este territorio, tendrá usted una buena recompensa.
—George creó un premio a principios de esta temporada —explicó el sheriff Warren—. Lo encabezó con quinientos dólares, y los fondos se elevan ya a cinco mil. Rimrock ya estaba haciendo cálculos acerca de cómo iba a gastar ese dinero.
El asunto era interesante, pero carecía de importancia. Lo que Pete necesitaba saber eran los detalles que se conocían de los misteriosos cuatreros.
—No sabemos gran cosa —confesó el sheriff de Buffalo Ford—. Los malhechores aparecen y desaparecen como fantasmas. Y esto viene ocurriendo hace meses. —Y no dejan más rastros que sus depredaciones. Sloane del S. Bench ha tenido que vender sus propiedades en pública subasta. No es negocio tener que pagar vaqueros e impuestos para criar un ganado que los cuatreros se han de llevar.
—¿Cuántas cabezas has perdido tú, George?
—Muy cerca del centenar —contestó Duval.
—Pero eso es debido a que mi rebaño no es muy considerable. Randall se declarará pronto en quiebra. Forbes, en cambio, no ha perdido mucho. Solamente unos cuantos animales descarriados. Pero se ve obligado a tenerlos en cercados, y los animales están tan flacos por falta de hierba, que no los podrá vender ni para piel.
—Los de las ganaderías de las “Dos Flechas” y del “Doble Diamante Barrado” han tenido más suerte, ¿verdad? —preguntó Warren.
—Sí —contestó Duval. Pero debe ser porque Bart Evans y Dan Woods han sido pistoleros. Los bandidos parecen tratarlos con cierta consideración.
—Bien —dijo Pete Rice—, ya me hago cargo de las circunstancias. Pero creo que no descubriremos nada si continuamos aquí. ¿Quiere usted darse una vuelta por las praderas conmigo y mis hombres, Warren? Me propongo detenerme en algunos ranchos y cambiar impresiones. Me encantaría que usted viniera también con nosotros, Duval. Conoce usted mejor que nadie la situación.
El viejo sheriff de Buffalo Ford se animó de pronto.
—Iré, Pete. Pero ya sabes cómo estoy. No me hagas correr mucho. Tendré que ir en el calesín. Es lo bastante grande para que os acomodéis todos en él.
—No está mal la idea —decidió Pete.
El sheriff de la Quebrada y George Duval fueron los primeros en abandonar el despacho. Teeny y “Miserias” no habían llegado aún a la puerta cuando empezó el jaleo.
Bang! ¡Bang!
Por el balcón del segundo piso del restaurante “ La Estrellas”, situado al otro lado de la calle, ladraba una pistola. Un hombre, oculto el rostro bajo el ancho sombrero, oprimió por dos veces el gatillo de su Colt de largo cañón.
El balcón correspondía al comedor, y a esa hora de la mañana las mesas estaban vacías.
Una bala cortó el aire y terminó su trayectoria con un “clank” metálico, en la estrella que pendía de la americana de Pete Rice.
El impacto fue terrible. Las rodillas de Pete flaquearon. Y Pete se dobló como si hubiera recibido un puñetazo en el corazón.
Pero la conmoción sólo retrasó una fracción de segundo la aparición de la pistola en su mano.
George Duval lanzó un grito de dolor. Llovía plomo también del tejado de los establos, unas puertas más abajo del restaurante.
Antes de que Pete se volviera contra el hombre que le había disparado, pudo ya ver el rápido movimiento de Duval para sacar sus armas.
¡Bang!
El 45 de Pete escupió una llamarada rojiza. La bala dio de lleno en el pecho del pistolero apostado en el balcón. El bandido cayó hacia adelante. Petardeó otro proyectil. El dedo del bandido no había hecho más que rozar el gatillo al caer, en un espasmo de dolor. El plomo hizo añicos el cristal de la ventana del despacho, a espaldas de Pete; un pedazo de vidrio se le clavó en la mejilla.
Pero Pete ya no tenía motivos para volver a disparar. El bandido se dobló sobre la barandilla del balcón, y cayó, como un fardo, a la calle.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
Tres detonaciones seguidas salieron del magnífico 45 de Duval. El hombre que estaba sobre el tejado del establo lanzó un aullido de rabia y dolor.
Moribundo y enloquecido avanzó tambaleándose hasta el borde del tejado.
Había perdido una pistola, pero empuñaba la otra mientras se agarraba al hierro de la veleta para sostenerse. La vida le abandonó antes de que lograra disparar. Quedaron sus brazos colgando de los travesaños de la veleta, como un espantapájaros en una plantación de fríjoles mejicana.
Pete Rice se dio cuenta de que debía la vida, no sólo a su estrella de sheriff, sino a que su agresor había perdido la serenidad al ver que no había terminado con su enemigo.
El barrio mejicano estaba a espaldas de los edificios desde donde habían disparado los malhechores.
De haber triunfado se habrían perdido de vista en pocos segundos.
No tenían más que haberse refugiado en el caserío de adobes, donde ninguno de los habitantes se hubiera atrevido a traicionarlos.
—¡Está usted herido, Duval! —dijo Pete al ver una mancha roja en la manga izquierda de George—. ¿Es algo grave?
—Sólo un rasguño —contestó Duval—. Ni siquiera me impide mover el brazo. Tiene usted una puntería admirable, Rice. Hizo usted con un solo disparo lo que a mí me costó tres. Y es que hay gran distancia entre un amateur y un profesional. Bien, ahora ya puede usted darse cuenta de lo que sucede en Buffalo Ford. Le digo a usted, Pete Rice, que estos cuatreros son unos demonios.
—Sí, unos demonios —asintió Pete, moviendo la cabeza—. Y el lugar para los demonios es el infierno. Quizá no tardemos en mandarlos allí.