CAPÍTULO IV
CUANDO llegó a la calle, los ojos de pedernal de Pistol Pete brillaban más duros y fríos que nunca. ¡Sonny, su magnífico alazán, no estaba atado al poste de costumbre delante de la barbería!
El que disparó contra González debía saber algo de aquello. Pete nunca malgastó su tiempo en investigaciones inútiles. Corrió a la baranda del almacén de comestibles. Había allí atado un caballo blanco. Pertenecía a Sam Hollis, propietario del almacén.
Hicks “Miserias” había vuelto a entrar en la prisión para buscar una nueva provisión de municiones con que llenar sus cartucheras.
Teeny Butler estaba apretando el cincho de su garañón.
Se oyeron unas voces en la puerta del almacén. Sam Hollis, el propietario, apareció con los brazos atados. Alguien le había aflojado las cuerdas que sujetaron sus tobillos, y las llevaba arrastrando mientras corría hacia Pete, sin dejar de gritar.
—¡Fueron tres, Pete! Me ataron y me amordazaron. Después entraron en el almacén, y subieron a la buhardilla. ¡Debían ser los mismos que mataron al pobre Rimrock!
—Huyeron en unos caballos que habían dejado frente al Arizona Hotel —añadió alguien de la multitud—. Eran caballos frescos. ¡Se dirigieron hacia el Norte... hacia Buffalo Ford!
—O. K. —dijo Pete, sombrío—. Me llevo tu potro, Sam. ¡En marcha, muchachos!
Teeny y “Miserias” estaban ya dispuestos, y atravesaron la calle principal a todo galope, a pocos pasos de su patrón.
El caballo de Teeny Butler era notable por su resistencia y llevaba su carga de trescientas libras como un pony indio hubiera llevado una criatura.
El ruano de Hicks “Miserias” parecía como hecho de encargo para su jinete.
Los bandidos habían desaparecido en la llanura antes de que los tres representantes de la Ley se pusieran en camino. Pete creía que él y sus hombres podrían anular aquella distancia en una hora o en menos.
Las cabalgaduras que habían robado los malhechores serían, probablemente, caballos ordinarios, que mostrarían su fatiga antes de cubrir diez millas.
Los caballos del país eran buenos para un trote continuo y elástico, pero, obligados a mayor velocidad, se agotaban rápidamente.
Pete se dio cuenta, sin embargo, de que cuando él y sus comisarios tuviesen a tiro a sus enemigos, ya éstos se encontrarían en un terreno abrupto, cubierto de espesos bosques y densas malezas.
A lo largo del camino había numerosos peñascos y desfiladeros, donde podrían ocultarse perfectamente.
Pete esperaba una emboscada. Los bandidos no tenían otra opción que aquello o rendirse. Una vez que oyesen el ruido de los cascos de los caballos de sus perseguidores, tendrían que abandonar el camino para buscar algún punto ventajoso y esperarles.
Los malhechores eran hombres osados y valientes. Lo habían probado penetrando en la población para cerrar de un balazo la boca de González.
No podían compararse con el cobarde mestizo.
Debían obrar bajo el influjo de un jefe poderoso a quien temían.
Mientras galopaba, Pete Rice iba pensando en que tenía un atisbo de lo que se trataba. Juan González había hablado de una cuadrilla de cuatreros.
El territorio de Buffalo Ford seguía, pues, expuesto a sus correrías.
Las causas del asesinato de Rimrock Morley estaban, pues, suficientemente claras. El viejo comisario de Buffalo Ford había muerto por la misma causa que costó la vida a Juan González... porque sabía demasiado.
La tarea del sheriff de la Quebrada consistía no sólo en apoderarse de los verdaderos asesinos, sino también del hombre cuyo astuto cerebro había planeado aquellos asesinatos.
Pistol Pete Rice nunca despreció por poco peligroso a un “fuera de la ley”.
Tal actitud había salvado su vida muchas veces. Se imaginaba a sí mismo en la situación de los fugitivos, y se preguntaba qué habría hecho él en las mismas circunstancias.
El más estúpido de los malhechores, puesto en apuro, era capaz de discurrir algo inesperado que le librase de las garras de sus perseguidores.
Toda precaución era poca en hombres desesperados.
Los bandidos que perseguía en aquel momento habían demostrado su astucia y su osadía. El mestizo sacrificado le había ofrecido una muestra de su calibre mental. González era marrullero, perspicaz y vivo de imaginación.
Leach “Boca-torcida” tendría indudablemente esas mismas cualidades acrecentadas por una mayor experiencia y un mayor valor personal.
El sheriff creyó conveniente imaginarse qué haría él en la situación de “Boca-torcida”.
Era seguro que no abandonaría el camino de la diligencia para meterse por un terreno desconocido, expuesto a dar en un cañón sin salida.
Elegiría más bien un sitio apropiado, a unas diez millas de la Quebrada, y allí intentaría una emboscada. Oculto en aquel lugar, un solo hombre podría hacer frente a otros muchos que avanzasen por la carretera.
Los caballos fueron devorando milla tras milla de un camino lleno de vueltas y revueltas. Teeny Butler y Hicks “Miserias” corrían sin cambiar apenas una palabra.
Sabían lo que se esperaba de ellos. El menor gesto de su patrón sería como una orden, y era preciso que no les pasase inadvertido.
La carretera avanzaba, retorciéndose como una culebra, a través de un terreno cubierto de malezas y mezquites. Se iniciaba después una gran cuesta, y llegó hasta ellos el aroma de los cedros y los pinos.
Los caballos no alteraron su paso, pues las pendientes no eran muy pronunciadas. Cuando un caballo no está muy fatigado, descansa en las cuestas arriba los músculos que trabajaron en las cuestas abajo, y puede seguir corriendo tan veloz como si caminase en línea recta y sobre un terreno llano.
Los tres jinetes coronaron el primer tramo de la pendiente, cubierto de pinos y abetos. Allá abajo unos tiemblos bordeaban un arroyo que cruzaba la carretera.
Los ojos del sheriff estaban constantemente fijos en la lejanía. Pete lanzó de pronto una exclamación de contento y refrenó su caballo. Sus hombres le imitaron.
Una milla más allá, empequeñecidos por la distancia, tres jinetes remontaban una loma. Pete vio una nubecilla de humo, y oyó la apagada detonación de un disparo. Los bandidos habían descubierto a sus perseguidores.
Pete sonrió. ¿Tendrían aquellos infelices la absurda idea de hacerles retroceder, asustándoles?
—Me parece que vamos a tener jaleo —dijo Pete a sus comisarios.
—¡Tanto mejor, patrón! —contestó Teeny, sacando su 45 de la desgastada pistolera.
—¡Pardiez! —exclamó “Miserias”—. ¡A esos nos los comemos en un segundo! Voy a dar un rodeo para cortarles la retirada por el otro lado, y...
—¡Nada de eso! —le interrumpió Pete Rice—. Sería demasiado peligroso. No metas la cabeza en la boca del león, “Miserias”. Si lo haces y tienes la suerte de escapar, ello sólo significaría que el león buscaba un bocado más grande. ¡Tómalo con calma, muchacho!
Pero él se sentía tan entusiasmado con la inminente batalla como “Miserias”.
Reconocía que le atraía la emoción de la lucha. Lamentaba tener que arrancar alguna vida humana.
Pero aquellos bandidos fugitivos eran hombres sin conciencia. Matarlos o capturarlos significaba la salvación de muchas vidas de hombres honrados.
El trío partió cuesta abajo al galope. Pete abría marcha sobre su caballo blanco. Al cruzar el arroyo, los fugitivos habían desaparecido sobre un desmonte de la carretera.
El sheriff se preguntaba cuándo sobrevendría el ataque. Seguramente los malhechores no les harían frente hasta que se viesen obligados.
Pete encontró la respuesta cuando se disponía a atravesar una hondonada con sus hombres. ¡Bang! ¡Jui-ii! Una bala rozó la silla de Pete Rice. Este saltó inmediatamente a tierra, condujo a su caballo a un sitio más a cubierto, y se echó de bruces bajo un grupo de chaparros. El escudo de los árboles no podía ser más débil.
Oyó junto a él el zumbido de una bala. Rodó hacia la derecha y otro moscardón de plomo le zumbó junto a la mano.
Teeny Butler y Hicks “Miserias” habían saltado también de sus cabalgaduras.
El corpachón de Teeny se aplastaba contra el terreno. “Miserias” estaba unos pies más adelante, arrastrándose al amparo de unos juníperos.
El barberillo comisario llevaba sus boleadoras en la mano izquierda.
Estaba claro lo que se proponía hacer: quería aproximarse lo suficiente a uno de los bandidos, lanzarle el artilugio y capturarle para hacerle hablar después.
Partió una detonación del desmonte, y Hicks se apresuró a aplastarse contra el suelo. Cuando volvió a levantar la cabeza, Pete vio que manaba sangre del rostro de su comisario.
Pero “Miserias” se apresuró a tranquilizar a su patrón, sonriendo.
—No ha sido nada. Un pequeño arañazo.
—Ten más cuidado, compañero —le ordenó Pete—. Ponte más a cubierto.
—Marcha hacia la derecha. Y tú Teeny, hacia la izquierda. Recuerda, “Miserias”, que no debes fiarte mucho de esas boleadoras. Los individuos que están ahí arriba no tienen nada de mancos.
Los ladridos de las pistolas llenaban de ecos la tranquilidad de la montaña.
Pete se deslizó hasta unos espesos matorrales..., y fue suerte que lo hiciera, pues el fuego de los malhechores se concentraba entonces en los chaparros.
El sheriff miró a su derecha. Sus ojos brillaron de satisfacción al ver que Teeny se arrastraba hasta un sitio desde donde podría dominar a sus enemigos.
Teeny se había desprendido de su látigo. Era un arma valiosa en sus manos, pero completamente inútil a aquella distancia. El rostro del corpulento comisario estaba como congestionado con la excitación.
Le brillaban felinos los ojos. Se pasaba la lengua por los labios; pequeño gesto que indicaba que se encontraba preparado para lo que viniese.
Entre el sheriff y su comisario se cambió una mirada como sólo puede cruzarse entre hombres que comparten un peligro... y que se comprenden.
Los dos comisarios de Pete darían sus vidas por él, si fuera necesario. El sheriff haría otro tanto por ellos.
Pero el deber de Pete era evitarles todo peligro posible.
El sheriff siguió arrastrándose hasta un mezquite. Creyó encontrarse a cubierto, pero una bala le lanzó un puñado de arena a la cara.
De lo alto del desmonte salió un grito de triunfo. Los bandidos creían tenerle bien a tiro.
¡Ka-zung-g-g!
Una rociada de plomo pasó a una pulgada de la oreja de Pete. Tuvo que cambiar de posición apresuradamente. Se acogió al cobijo de una roca.
No era lo bastante grande para protegerle por completo.
Pero era mejor que el mezquite. Se agazapó tras el peñasco y miró hacia arriba.
Los bandidos se escudaban con los troncos de unos pinos. Pete determinó su posición por los fogonazos y el humo de los disparos.
Cada uno de los malhechores iba armado de dos pistolas. El estruendo de las detonaciones hubiera puesto pavor en el ánimo más esforzado.
Pero los nervios de Pete eran de acero. Tuvo también la satisfacción de ver que sus hombres ocupaban posiciones tan seguras como las de los bandidos.
Tanto Tenny como “Miserias” habían logrado escudarse detrás de unos árboles. Pete ocupaba un lugar intermedio, para proteger a sus hombres con el fuego de sus pistolas en caso de una carga por parte de los bandidos.
Teeny disparaba con la fría tranquilidad del que apunta a un blanco inanimado. “Miserias” tampoco cesaba un momento de apretar el gatillo.
Los tres camaradas concentraban su fuego sobre los fogonazos que surgían de entre los árboles.
Se oyó un grito de dolor. El grito partió de allá arriba, y un hombre se destacó de detrás de un árbol. Su brazo derecho le colgaba inerte.
Enloquecido por el dolor, olvidó toda precaución. Rugía como un león herido, sin dejar de accionar con la mano izquierda su 45.
Se le había caído el descomunal sombrero de la cabeza. Se lanzó furioso sobre Pete Rice, disparando mientras avanzaba. Una bala perforó de través la pistolera vacía de Pete.
Se jugaba la vida de uno de los dos. Pete oprimió el gatillo. El bandido se desplomó como un fardo.
El fuego de los de arriba cesó repentinamente. Los comisarios dejaron de disparar también. No había que derrochar municiones; sólo les quedaban los cartuchos indispensables para contrarrestar un ataque.
Anochecía. Los malhechores seguían invisibles entre las sombras de los árboles. Sólo los fogonazos de sus pistolas podrían revelar su posición.
A la mejor luz de la parte en que se encontraban, Pete pudo aún distinguir a sus comisarios. Estaban sentados en el suelo y Teeny humedecía el papel de un cigarrillo que acababa de liar. Pete Rice rió para sí. Eran verdaderos veteranos sus comisarios. Se portaban como jabatos cuando hablaban las pistolas, pero sabían descansar en cuanto cesaba el jaleo.
No volvieron a disparar desde el talud.. ¿Habrían huido los bandidos?
¿Habrían muerto todos? ¿Estarían rodeando el terreno para sorprenderles por detrás?
Pete se hizo estas preguntas y trató de contestárselas. Escalar aquella altura equivalía a un suicidio, y exponer a “Miserias” y Teeny a que les matasen.
Hay ocasiones en que la vida de un hombre depende de la paciencia, y aquella era una de ellas.
Diez, quince, veinte minutos de silencio. La oscuridad era cada vez más densa. Pero ninguno de los tres compañeros se atrevió a abandonar su refugio. Aquello podía ser lo que los bandidos estaban esperando.
Pete yacía completamente tendido detrás del peñasco. Extendió el brazo levantando el sombrero y disparó.
Este truco del sombrero era muy viejo, y Pete lo sabía. Unos malhechores experimentados no se dejarían engañar por él.
O quizá sí. Había tantas probabilidades en pro como en contra.
Ningún disparo respondió a su estratagema. Pasaron diez minutos más. Pete se decidió, al fin, a salir de su refugio y disparó su pistola al aire, arrojándose seguidamente al suelo.
Los bandidos continuaron sin dar señales de vida. Pete llamó en voz baja a sus comisarios. Y celebraron una breve conferencia.
—Me parece que todos han escurrido el bulto —opinó Pete—. Todos menos uno. Se quedará allí... hasta que lo entierren. No podemos perder más tiempo. Vamos a subir... con toda clase de precauciones. Resguardaos cuanto podáis. ¡Adelante, muchachos!
Empezaron a arrastrarse cuesta arriba. Crujía bajo ellos la hojarasca, pero seguía sin aparecer el menor síntoma de ataque por parte de los bandidos.
La razón quedó aclarada unos minutos más tarde.
Un malhechor —el que Pete se había visto obligado a derribar— yacía en el mismo sitio en que se había desplomado.
Un segundo individuo —también mejicano, o mestizo, a juzgar por sus ropas— estaba igualmente tendido detrás de un peñasco.
Pete no necesitó mucha luz para cerciorarse de que estaba muerto.
Se agazapó detrás de la peña, rascó un fósforo y examinó el rostro del cadáver. Le habían volado la tapa del cráneo con una bala, disparada desde tan cerca, que el fogonazo había chamuscado los cabellos.
Pete se apresuró a apagar el fósforo.
—Me imagino lo que ha sucedido —dijo a sus compañeros—. Este desgraciado recibió una de nuestras balas en la pierna. La herida le puso fuera de combate. El otro bandido no pudo llevarle hasta su caballo y protegerle al mismo tiempo. Y decidió cerrarle la boca metiéndole un balazo en la cabeza.
—Los dos cadáveres son de mejicanos —observó Teeny Butlet—. Esto significa que el que escapó era Leach “Boca-torcida”.
—¿No nos lanzamos en su persecución, patrón? —preguntó Hicks “Miserias” con avidez.
—Ya lo creo que nos lanzaremos —contestó Pete—. Pero no habría probabilidad de descubrir sus huellas esta noche. Regresaremos al pueblo para arreglar unos cuantos detalles. Quiero ver a mi madre también. Después saldremos para Buffalo Ford. No sé por qué me parece que en Ford tendremos trabajo para muchos días.