CAPÍTULO X

LA RECOMPENSA DE SOAPY BRIGGS

LEACH continuó hablando con Soapy Briggs. Disfrutaba en el juego cruel de insinuar las más halagadoras promesas al torpe vaquero. Pete Rice escuchaba tendido de costado, fingiendo dar descanso a su fatigado cuerpo.

Pero lo que realmente hacía era mirar a su alrededor en busca del menor detalle que le permitiese intentar la fuga.

La situación parecía absolutamente desesperada. La abrupta loma se extendía otros cien pies más allá de la hoguera. Después se interrumpía bruscamente para formar un precipicio de lo menos mil pies de altura.

Hacia el Oeste la montaña iba descendiendo hasta un valle; pero antes la línea de los riscos formaba otro despeñadero sobre la llanura de Buffalo Ford.

La mirada del sheriff se posó en el sitio donde estaban apiladas las sillas junto a un macizo de rocas. En cada silla había atado un lazo.

Con un lazo y libre de sus ligaduras, Pistol Pete Rice no dudaría en poner en práctica el audaz intento de descolgarse de roca en roca, con sus comisarios, hasta llegar a la base de aquellos riscos.

Pero tenía las manos atadas a la espalda tan seguramente como si fuesen brazaletes de acero los que sujetaban sus muñecas.

Un grito de Leach en español interrumpió sus pensamientos de fuga. Cinco mestizos se aproximaron a la hoguera en contestación a aquel grito. Aquello, por lo visto, había sido ensayado previamente.

Cada uno de los cinco hombres empuñaba una reluciente hoja en su mano.

Se sentaron en semicírculo, probando las navajas sobre sus botas.

—¿Se trata de un pequeño juego de asesinato? —preguntó Pete a Leach. El tono de su voz era frío y despectivo.

Si había que morir, no le verían la blanca pluma del miedo. Ni a Teeny ni a “Miserias” tampoco.

—Oh, esto no va con vosotros —contestó Leach, indiferente—. Realmente os admiro muchísimo. Pero la admiración nada tiene que ver con nuestras relaciones, ¿no es cierto? Estamos en lados opuestos de la cerca. Vosotros me mataríais si pudieseis y mi deber es corresponderos. Pero tendré que esperar un rato.

—Tú no eres la mano grande en este asunto —dijo Pete—. Tú obedeces órdenes.

—Es cierto —confesó Leach—. Uno de mis hombres se encuentra ahora en camino hacia el jefe. Pero me figuro, Rice, que mi jefe os respeta a los tres demasiado para dejaros vivir.

—Es una bonita lisonja —replicó Pete, secamente—. Dando por supuesto que tu jefe se encuentre en Buffalo Ford o en los alrededores, ¿podemos contar con continuar viviendo otras doce horas o así?

—Creo que tendréis que aguardar algo más de doce horas, Rice —contestó Leach, con tanta naturalidad como si hablase del tiempo y no de un asesinato—

probablemente las manecillas del reloj darán dos vueltas antes de que podamos decidir vuestra suerte. Lo más seguro es que el jefe ordene que vuestros cuerpos queden en la montaña. Será una buena advertencia para otros puritanos de la ley.

El impetuoso “Miserias” dejó escapar un grito de rabia.

—¡Miserable coyote! ¡Sí tuviese libres las manos, yo me encargaría de enderezarte la boca! ¿A que no te atreves a soltarme?

Leach mostró su horrible mueca otra vez.

—No debes perder la cabeza, hijito —le reprochó bondadosamente—. ¡Pete Rice, es necesario que le enseñes mejores modales!

Fue Teeny Butler el que entonces no pudo contenerse.

—¡Sí, tú los tienes muy finos! ¡Mucha manteca y poco nervio! Si eres lo que presumes, voy a hacerte una proposición. Desátame. Te dejaré tu cuchillo y yo me defenderé con los puños. Estoy seguro de que no serán entonces palabritas amables las que salgan de tu cochina boca.

Leach “Boca-torcida” miró al corpulento comisario fríamente. Durante medio segundo Pete Rice sonrió esperanzado.

Teeny Butler no era tan caliente de cascos como el pequeño Hicks “Miserias”. Teeny quizá hubiera sugerido lo de la lucha como un medio de salvación.

Pero Leach rió gentilmente.

—¡No! No acepto tu amable proposición. Nunca he torturado a trescientas libras de hombre. Y debe ser interesante... casi una novedad.

Se volvió hacia los mestizos, sentados en semicírculo:

—¿Estáis preparados para hacer pasar a Briggs la frontera, muchachos? —les preguntó en español.

El rostro de Soapy Briggs mostró una palidez fantasmal al resplandor de la hoguera. Su embotado cerebro comprendió al fin de lo que se trataba.

Se puso en pie de un salto y se echó a temblar.

—¿Qué es lo que os proponéis? —dijo—. ¿Verdad que estáis bromeando?

—Sí, querido, se trata solamente de una broma —le contestó Leach, en su tono más suave—. Me parece recordar, Briggs, que disparaste en nuestra dirección cuando guiabas a estos apreciables representantes de la ley hacia nosotros. Algo te dijo Pete Rice —quizá una proposición—, que te hizo cambiar de modo de pensar en el último momento. Disponte a morir como un hombre y no como un cerdo chillón, Briggs. Después de todo, es muy sencillo.

Soapy Briggs intentó huir. Brillaba la desesperación en sus torpes ojos.

Encontró cortado el camino que daba al sendero. Volvió hacia Leach.

—¡Déjame marchar, patrón! —le suplicó—. ¡Dame un caballo y desapareceré en la frontera! No quiero dinero. ¡No quiero más que la vida!

—¿Nada más? —preguntó Leach, burlón.

—¡Piedad! Os hice aquel disparo para fingir mejor. ¿Verdad que tú me crees patrón?

—Claro que te creo. Comprendí lo que te propusiste desde un principio —Leach se volvió hacia sus hombres—. Mejor será que os deis prisa antes de que se nos desmaye. —se nos estropearía la broma.

Los cinco mestizos se pusieron en pie. Avanzaron con enloquecedora lentitud. Iban a ayudar a Soapy Briggs a atravesar la frontera.

La determinación brillaba en sus ojos.

Bailaba en el rostro de Leach una sonrisa cruel. Pete Rice presintió que Briggs no iba a morir rápidamente.

—¡No podéis hacer eso, Leach! —rugió—. ¿No nos habéis capturado? ¿Qué más queréis?

Un alma tan vengativa hubiera disfrutado con el cruel castigo de Soapy Briggs, doble traidor y cobarde.

Pero Pete Rice se rebelaba ante la sola idea de la brutalidad. Era un fanático de la causa del derecho y la ley.

Según su código, había que dar a todo hombre la ocasión de defenderse en proceso o en lucha.

Leach rió y animó a los mestizos a que empezasen su bestial tarea. La futura víctima apretó los puños en sobrehumana desesperación y huyó enloquecido del círculo de luz de la hoguera.

Trepó como ciego hasta el borde del precipicio. Vio el peligro a tiempo y corrió hacia la masa de rocas de la izquierda.

Los mestizos se lanzaron tras él. Uno le arrojó su cuchillo con terrible fuerza. Briggs se agachó. El cuchillo fue a dar en un peñasco.

Pete alargó un pie. Uno de los mestizos cayó al suelo de bruces. El otro trompicó, pero logró sostenerse.

Pete le dio un cabezazo en el estómago que le dejó sin sentido.

Los dos comisarios entraron también en acción, a pesar de encontrarse atados. Hicks “Miserias” se apoyó en sus paletillas, agitando las piernas, sacudió una patada en la mandíbula a uno de los asesinos en el preciso momento de ir a arrojar su cuchillo a Briggs. Teeny echó la zancadilla a un cuarto mestizo. Pero la lucha era demasiado desigual. El quinto asesino corrió tras Soapy Briggs, y no tardaron en reunírsele dos de los hombres derribados.

Pete se puso en pie para tratar de detener al tercero de los que habían rodado por el suelo. Pero el mestizo se revolvió y descargó un terrible puñetazo sobre la mandíbula del maniatado sheriff.

El bandido era hombre corpulento, y Pete se había lanzado a toda marcha sobre él. El choque fue espantoso. Pete se desplomó de cabeza. Chocó su rostro contra el suelo. Vio las estrellas, y tragó una bocanada de polvo. Su lengua notó un sabor metálico. Brillaron de alegría sus ojos.

Rápidamente, sin que nadie le viese, cogió con la boca... algo que hizo renacer su esperanza. Se puso en pie.

—Eso es lo que se llama morder el polvo —comentó Leach “Boca-torcida”—. Habrás visto, Rice, que estos mestizos son lo suficientemente fuertes para torturarte si el jefe ordena que te matemos. ¡Mira a Briggs ahora!

Soapy Bríggs estaba acorralado. Le rodeaban los mestizos como perros a un ciervo. Uno le había lanzado ya su cuchillo.

El arma se le había hundido en la paletilla derecha. Sólo asomaba el puño.

Sin embargo, había todavía mucha vida en el cuerpo de Briggs. Se acercó tambaleando al borde del precipicio.

Se le doblaron las rodillas. De pronto, desapareció. Soapy Briggs había recibido su “recompensa”. Cruzó la “frontera”.