CAPÍTULO VIII

LA TRAMPA

LOS caballos que Cuthbert se apresuró a proporcionarles eran unos animales lustrosos y bien cuidados. Se veía que ni la hierba ni el grano se escatimaban allí. Parecían lo bastante resistentes para que Pete y sus comisarios no tuvieran que preocuparse de la clase de terrenos que hubieran de atravesar.

—¡Buena suerte! —les gritó Cuthbert cuando Pete espoleó a su caballo para desaparecer de la vista antes de que Cuthbert pudiera cambiar de modo de pensar y se le ocurriese mandarle más hombres.

El sheriff de la Quebrada del Buitre tenía motivos para no desear que le acompañasen los peones del rancho de Fiddleback.

Ni siquiera confiaba por completo en Soapy Briggs.

Aquella persecución sobre la colina tuvo trazas de ser una cosa preparada.

Soapy y sus perseguidores se habían cansado de tirotearse mientras estaban fuera del alcance de sus 45. Posiblemente habría sido debido a la ignorancia.

Pero era extraño que hombres que vivían de sus pistolas desconociesen el alcance de sus armas.

Además, a Pete le repugnaba el auxilio de vaqueros que no estaban acostumbrados a la caza del hombre, como a éstos les hubiera disgustado la ayuda en el acoso de reses de un señorito de la ciudad.

Tampoco impresionaba a Pete el que los muchachos de Fiddleback fuesen buenos tiradores. Podrían cazar un ciervo a la carrera y derribar un halcón al vuelo, pero cuando un hombre no ha recibido el bautismo del fuego, es mejor que se quede en casa componiendo las empalizadas.

El valor vulgar no es de gran ayuda cuando surge un caso de apuro en que la inteligencia ha de andar más lista que la mano. Teeny Butler e Hicks “Miserias” valían por una docena de aquellos ganapanes.

El cuarteto de jinetes avanzaba a todo galope. Pete Rice cabalgaba junto a Soapy Briggs, el peón del rancho de Fiddleback; Teeny y “Miserias” corrían unos cuantos largos detrás de su jefe.

Al llegar a la cumbre de la colina, Soapy tomó un camino oblicuo hacia el Noroeste. Atravesaron unos campos de grama que llegaban hasta los corvejones de los caballos.

Pete Rice se maravilló de la riqueza de aquellas tierras regadas por el río Bonanza. Los ganaderos habían estado acertados procurando no esquilmar aquellos terrenos. Había sitios en que la tierra parecía realmente cultivada, como se cultivan los campos de alfalfa. Se veía que los propietarios de Buffalo Ford tenían poco miedo a las sequías.

Aquella tierra estaba en buenas manos, y nunca se habían producido allí conflictos hasta entonces. Los rancheros establecidos en ella eran gente acomodada, pero no francamente ricos; ninguno de ellos disfrutaba de tal posición que pudiera excitar la codicia de nadie. Pete Rice conocía incontables regiones cercanas que podían ser más tentadoras para los cuatreros. Sin embargo, no había duda de que los bandidos se encontraban allí como en su casa. El rancho Sloane había perdido ganado suficiente para hacerle renuncias a la lucha; Randall estaba al borde de la bancarrota.

¿Cuál podía ser el objeto de aquellos robos? ¿Se trataría solamente de un pretexto para disimular mayores planes?

El hombre que se ocultaba tras de todo aquello parecía ser alguien no muy lejano al territorio. Posiblemente, uno de los rancheros de Buffalo Ford.

O algún sindicato establecido en Nueva York o Chicago, que operaba por mediación de renegados de la frontera, capaces de todo por dinero.

Pete recordó que Duval había mencionado como individuos de suerte a Bart Evans y Dan Woods, atribuyéndolo a que habían sido pistoleros en otros tiempos.

Quizá Duval tuviera razón al decir que los cuatreros respetaban a esos dos hombres a causa de su reputación.

Pete decidió, finalmente, no atormentar más su cabeza. Seguía una pista, y no era aquella ocasión para conjeturas.

Si tenía la suerte de capturar a otro de los de la banda, ya se cuidaría él de que nadie intentase matarle para cerrarle la boca.

Esperaba poder dar con Leach “Boca-torcida”, cuyo nombre había pronunciado Juan González un momento antes de morir.

El sheriff tenía la sospecha de que Leach era algo más que un pistolero alquilado; creía que era un intermediario, un miserable que recibía órdenes de alguien, y las hacía cumplir, después, a muchos.

Pete tenía motivos para cabalgar junto a Soapy Briggs, el ranchero de Fiddleback. Quería estudiar el rostro de Soapy.

¿Les conduciría aquel hombre, a él y sus comisarios, a una emboscada?

Pete estaba casi seguro de que era así. Pero le convenía fingir la mayor inocencia. Cuando estuviese seguro de que se trataba de una trampa, ya tendría una pista, aunque no capturase a ninguno de los cuatreros.

El mismo Soapy Briggs le daría la clave. Soapy sí que podía ser capturado, y obligado a decir lo que sabía. El grupo cruzó una ancha llanura cubierta de hierbas. Luego el terreno empezó a elevarse otra vez. En lo alto de una loma pudieron ver, a sus pies, la suave corriente del ondulante Bonanza.

Soapy Brigs les guió directamente hacia el río, pasando por un corte entre dos montañas donde la tierra estaban tan removida como el suelo de una cuadra. Pete comprendió la razón, de pronto.

La ladera llegaba en violenta pendiente hasta la orilla del río. Durante la estación de lluvias la corriente debía ser allí muy violenta, pero entonces formaba como un remanso natural, muy apropiado para la aguada.

Había algún ganado bebiendo. Pete Rice, que había sido vaquero antes de convertirse en sheriff, calculó rápidamente el número de cabezas. Había cincuenta, la mayor parte añojos, recientemente marcados.

La costumbre permitió a Pete ir clasificando las marcas, mientras avanzaba por la orilla. Casi todas eran de la ganadería de Fiddleback.

Había unas cuantas “H” sobre “ C”, un par de “T” y “media luna”, y unas cuantas “Flechas en arco”.

—Tienen buena estampa —comentó Pete—. Otra temporada y valdrán de cuarenta a setenta dólares por cabeza.

Hizo la observación deliberadamente, para ver el efecto que producía en Soapy Briggs.

—Así es —convino el peón—. Pero los billetes no serán para los dueños de las marcas que llevan ahora esos becerros. Una manta húmeda y un hierro candente se encargarán de desfigurarlas antes de que se los lleve el ferrocarril.

—Para entonces, ya hará tiempo que los cuatreros se habrán columpiado de una cuerda —contestó Pete, sombrío—. El criminal cree que puede burlar la Ley. Pero mi misión es procurar que no sea así. ¡Y tan seguro como me llamo Pete, que todos llevarán su merecido!

Una vez más observó a Briggs atentamente. El rostro del ranchero hizo una mueca nerviosa. De allí en adelante, cada vez que habló, parecía tener la boca seca y apretada por el miedo la garganta.

Torcieron hacia el Este, alejándose del Bonanza, siguiendo un sendero serpenteante que ascendía por una loma cubierta de árboles.

La penetrante mirada de Pete no cesaba de pasear de un lado a otro del camino. El y sus comisarios se encontraban en un lugar excelente para una emboscada.

Pete no cesaba de observar los alisos, los álamos, los robles y los peñascos desparramados por el paisaje. Su mano derecha descansaba ligeramente sobre la cadera, presta a tirar de la culata de su 45.

Cambió significativas miradas con Teeny Butler y Hicks “ Miserias”. Pete se daba cuenta de que sus comisarios compartían sus sospechas respecto a Soapy Briggs.

Caminaban sombríos, silenciosos, pero muy lejos de sentir ningún miedo.

Nunca se les pasaba por la imaginación el que pudieran llevar la peor parte en una lucha.

Una vez más, Pete observó a Soapy con el rabillo del ojo. Se sentía ya casi seguro de que Soapy era un traidor... y un cobarde.

—¿Esperas estar presente cuando colguemos a los cuatreros? —le preguntó.

Los labios de Soapy Briggs se retorcieron de nuevo nerviosamente.

—No sé qué decir —murmuró.

—Pues a mí me gustaría que todos los jóvenes del Estado lo presenciaran —prosiguió Pete, cruel—. Las gentes honradas deben escuchar los gritos pidiendo clemencia de los asesinos. He advertido que, por regla general, los que más miedo tienen a morir son los que hicieron más daño en vida.

Fue un disparo a quemarropa para Soapy, pero Pete decidió no ir más lejos.

No tenía verdaderas pruebas de que Soapy fuese un traidor, aunque lo presentía intensamente.

Si Soapy marchaba de acuerdo con los cuatreros, sería por dinero. Pete se preguntó si les traicionaría a ellos también ofreciéndole mayor cantidad.

Y decidió arrojarle el cebo.

—Si cogemos a los criminales —le dijo amistosamente—, recibirás una buena recompensa, Briggs —. Cinco mil del fondo de los ganaderos, y lo que después añada el distrito, que no dejará de ser un buen puñado.

Aquella noticia pareció asombrar a Soapy, que miró fijamente a Pete, con la boca abierta, brillantes de codicia los ojos.

—¿Quiere usted decir —balbuceó—, que pueden ganarse cinco mil dólares? ¿Me los darían a mí, si cogiésemos a los cuatreros ahora? ¡Cinco mil dólares! ¡Dios! ¡Más de lo que yo podría reunir en veinte años!

—Me has entendido bien —le dijo Pete—. Es toda una fortuna, ¿verdad?

Soapy quedó pensativo, moviendo la cabeza y humedeciéndose de vez en cuando los labios.

Pete observó que miraba ansiosamente hacia adelante. Seguían en aquel momento un estrecho sendero bordeado por una densa cortina de árboles.

Y, de pronto, la mano de Soapy acarició la culata de su pistola. Un instante después, el arma salía de su funda en frenético tirón.

Pete Rice estaba preparado para una traición... pero no fue a él a quien disparó Soapy Briggs. Había apuntado hacia unos peñascos que se veían más adelante.

—¡Allí están! —gritó.

¡Ka-zung-g!

El agudo silbido de una bala cruzó sobre el hombro de Pete. El plomo atravesó la carne, pero sin interesar ningún músculo. Pete sacó los pies de los estribos sin soltar las riendas. Acto seguido se lanzó de la silla, aminorando el golpe de la caída con las manos.

Sus experimentados comisarios desmontaron de la misma manera. Y casi simultáneamente, sus pistolas empezaron a escupir plomo.

Zumbaban las balas en todas direcciones, como abejorros expulsados de su colmena por el humo. Soapy Briggs lanzó un grito de agonía. El ranchero soltó la humeante pistola y se desplomó de la silla.

Su pie derecho quedó enganchado en el estribo. Se encabritó el caballo. Y Briggs, colgado de la silla, fue arrastrado por el sendero. Tenía un balazo en un costado.

Pete y sus hombres corrieron a refugiarse donde pudieron. La mandíbula de Pete semejaba la escuadra de un carpintero.

Brillaban sus ojos con la dureza del pedernal. Comprendía que Briggs les había llevado a él y sus comisarios a una emboscada.

Pero Briggs había evidentemente decidido en el último instante que una recompensa de cinco mil dólares por parte de la Ley era preferible a lo que pudiera sacar de los bandidos.

Su decisión, sin embargo, llegó demasiado tarde.

La pistola de Pete Rice no cesaba de hacer fuego, alternando con las de sus comisarios. Estaban acostumbrados a luchar juntos en todas las circunstancias.

Tenían la seguridad de que sus armas no se encontrarían vacías al mismo tiempo. Parecía haber muchos cuatreros ocultos detrás de las rocas, y los representantes de la ley no tenían la menor intención de dejarlos atacar con probabilidades de éxito.

Sonó una detonación a espaldas de Pete y, en el mismo instante, uno de los malhechores lanzó un aullido. Pete sonrió para sí. Teeny Butler o Hicks “Miserias” habían encontrado su blanco.

Una bala pasó silbando junto a la oreja de Pete, pero instantáneamente tuvo su contestación. El proyectil voló la “tapa” de una cabeza que acababa de asomar sobre un peñasco.

Pete continuó disparando hasta que se le agotaron los cargadores de las dos pistolas. Entonces, cubierto por el fuego de sus comisarios, se agazapó en su escondrijo y rellenó los cilindros de su 45.

Sonó una descarga a la derecha. Pete miró en aquella dirección. Los cañones de unos rifles asomaban por encima de las rocas.

Pete concentró su fuego hacia ellos. Pero de la izquierda surgió otra rociada de balas...

El rostro de Pete no era en aquel momento una imagen de la belleza, precisamente. No veía otra posibilidad que la de sucumbir luchando.

El y sus comisarios podían considerarse perdidos, vencidos por el número.

Salieron gritos de triunfo del grupo de malhechores, allá detrás. Pete giró rápidamente. Un balazo había arrancado al pequeño “Miserias” su pistola.

Teeny continuaba haciendo fuego. Pero aquello no podía durar mucho tiempo. Más de una docena de forajidos iban estrechando su cerco alrededor del indomable trío de la Quebrada del Buitre.

Brilló un fogonazo junto a Pete.

Sintió como si alguien le hubiese golpeado la cabeza con la culata de un rifle. Instintivamente, trató de levantar su 45 para disparar.

Pero su cuerpo se dobló hacia tierra y perdió el conocimiento.