CAPÍTULO XI
REINÓ el silencio en la guarida de los bandidos... en el “Nido del Águila”, como le llamaban, aunque en aquel momento ni aun las aves de presa se atrevían a acercarse allí.
Al horror de Pete Rice sucedió una rabia fría. Briggs, al menos, había muerto sin grandes torturas.
Si no hubiese saltado al precipicio para ir a estrellarse en las rocas de abajo, los mestizos le habrían esculpido las carnes con destreza infernal.
“Miserias” apostrofó e insultó hasta que Pete le tocó con el pie, indicándole que se reportase.
Leach no se habría atrevido a matar al pequeño comisario sin una orden de su jefe, pero disponía de medios para hacerle pasar un mal rato sin necesidad de terminar con su vida.
Pete sabía que Teeny, más aplomado, estaría hirviendo de ira, pero ésta no acostumbraba a escapársele por la boca.
—¿Qué te ha parecido el espectáculo? —preguntó Leach, rezumando crueldad. ¡Lástima que haya resultado demasiado corto!
Pete Rice no contestó.
—No podrás decir que le hemos matado. Se mató él solo —continuó el bandido.
De los labios de Pete Rice continuó sin salir la menor protesta. Representaba el papel de un hombre que ha caído en mutismo sombrío. Leach “Boca-torcida” se encogió de hombros.
—¿De manera que no te agradó el espectáculo? ¡Bien! De gustos no hay nada escrito.
El cruel lugarteniente se acercó a la hoguera y lió un cigarrillo. Continuó así algún tiempo, fumando y contemplando las llamas.
Algunos cuatreros empezaron a extender sus mantas para pasar la noche.
Eligieron la parte Sur, donde el macizo de rocas les resguardaba del viento Norte. Unos cuantos se pusieron a jugar a las cartas a la luz de una linterna.
Los tres representantes de la ley fueron obligados a tenderse al pie de los peñascos. Pero tenían atadas las muñecas y los tobillos, y les sujetaron además, a unas estacas clavadas en tierra para evitar que se moviesen de aquel sitio. “Boca-torcida” no quería exponerse a ninguna contingencia.
Habían demostrado que eran peligrosos aún teniendo las manos atadas.
Pete Rice tenía una razón especial para desear que Leach lo dejase solo y fingió dormirse en seguida. Pero el amable bandido tenía, al parecer, ganas de conversación.
—¡Oye, Pete! —le gritó—. ¿Quieres que charlemos un poco? Te haré traer cerca de la hoguera, si sacudes ese malhumor.
La contestación del sheriff fue un gruñido.
—Vamos, vamos, Rice —le apremió el malhechor—. No te portas como debes. Nada se adelanta con preocuparte. Siempre te he imaginado como un hombre fuerte. Si te das a razones, quizá te suelte una mano y podrás fumar unos pitillos.
—¡Anímate, patrón! —musitó Hicks “Miserias” a Pete—. Quizá se te presente ocasión de hacer algo.
Pero Pistol Pete ni siquiera contestó. Tenía un plan. Deseaba hablar con sus comisarios, pero no se atrevía a hacerlo en aquel momento.
Sería mejor esperar a que Leach “Boca-torcida” se acostase. Dejaría seguramente un centinela.
Pero sería alguien menos alerta que el corpulento americano. Pete fingió caer profundamente dormido.
Habría pasado una hora, posiblemente más, cuando el fino oído de Pete, aplicado a tierra, percibió un ruido que apresuró los latidos de su corazón.
¡Cascos de caballo!
Alguien galopaba por la senda. Podría ser el jefe de los cuatreros. Podría ser el hombre enviado en su busca... con un mensaje de muerte.
Pete escuchó con ansiedad. Eran tres caballos. Posiblemente el mismo “jefe” en persona vendría a lomos de uno de los animales.
Habría considerado lo suficientemente importante la captura de Pete y sus famosos comisarios para tomarse la molestia de venir él mismo al “Nido del Águila”.
Desde la oscuridad de su rincón, Pete vio cómo Leach “Boca-torcida” se ponía en pie dentro del círculo de luz de la hoguera.
Leach oteó la senda. Después avanzó en dirección de donde venía el batir de cascos.
—¡Hallo, los del campamento! —gritó una voz en las tinieblas.
—¿Eres tú, Porky? —contestó Leach—. Habéis tardado mucho. ¿Hicisteis buena faena?
Pete Rice redobló su atención. Era indudable que el hombre llamado Porky no era el “gran jefe” tan esperado. El nombre no parecía ser muy apropiado para un personaje de tanta importancia.
Ese Porky venía acompañado de otros hombres, entre los que pro —bablemente no se encontraba el mensajero.
—¡Ya lo creo! —contestó la voz de Porky, en la oscuridad—. Soltamos al coyote entre un rebaño. También dejamos “arreglado” un buen lote de reses.
Se destacaban en la oscuridad las formas de los tres jinetes. Estos desmontaron. Desensillaron sus caballos, apilaron en el suelo las monturas y se dispusieron a extender las mantas para pasar la noche.
Porky aceptó un fósforo de manos de Leach para encender su cigarrillo.
—Es un verdadero destrozo el que estamos haciendo en el ganado —comentó entre bocanadas de humo— y la lástima es que sin beneficio para nadie.
—El jefe sabe bien lo que hace —dijo Leach, con acritud—. Desde aquí le hemos enviado buenas noticias. ¿A quiénes crees que hemos capturado? —el bandido se apresuró a contestar a su propia pregunta—. ¡A Pistol Pete Rice, sheriff de la Quebrada del Buitre y a sus dos comisarios!
Porky emitió un agudo silbido de sorpresa.
—Pues de esta hecha nos hacemos los amos —comentó.
—Así lo espero —convino Leach. Las palabras fueron convirtiéndose en un murmullo a medida que los dos hombres se acercaban a la hoguera.
El cerebro de Pete Rice funcionaba a toda velocidad. Por lo que había oído, la guerra en las praderas estaba en su período más devastador.
Y evidentemente no se limitaban a robar el ganado, sino que lo degollaban en inútil carnicería.
¿Por qué? Pete Rice no cesaba de hacerse esta pregunta. Recordó las palabras de Porky: “Es un verdadero destrozo el que estamos haciendo en el ganado”.
Y la airada respuesta de Leach: “El jefe sabe bien lo que se hace”.
Entonces, más que nunca, Pete se sintió seguro de que el robo de los animales sólo era un pretexto. Se ocultaba tras él algo más importante que un delito de cuatrería... algo que se relacionaba con la antigua línea S. P., como insinuó el moribundo Rimrock. Los verdaderos cuatreros no degüellan el ganado; le reúnen en rebaños para venderle después. Por lo tanto, el gran jefe que tiraba de los hilos de aquella trama no era un verdadero cuatrero; la cuatrería era solamente el eslabón que debía conducirle a empresas más elevadas.
¿Pero cuál sería aquella empresa?
Otra de las cosas que había oído preocupaba también a Pete Rice. ¿Qué significaría aquello del coyote?
El aparentemente dormido —pero en realidad muy despierto sheriff de la Quebrada procuró no perder detalle de lo que ocurría junto a la hoguera.
“Miserias” estaba durmiendo. Teeny Butler hacía todavía más: roncaba musicalmente.
Los nervios de Teeny eran tan buenos como los de Pete Rice. El corpulento comisario no prescindió de su sueño, aunque sabía que iba a morir a la mañana siguiente.
Y no hubiera dejado de beber también su Bourbon whisky, si le hubiese tenido a mano.
Hasta que Leach “Boca-torcida” y Porky se decidieron a tumbarse sobre sus mantas, dejando a un mestizo de guardia, Pistol Pete Rice no reveló que no había estado guardando silencio en balde.
Apoyó la punta de la bota contra el costado de “Miserias” y apretó ligeramente. Quería despertar al pequeño comisario, pero evitando que hablase.
“Miserias” abrió los ojos... y se quedó asombrado. A la luz de la luna brillaba una delgada hoja de acero firmemente cogida entre los dientes de Pete.
Pete no había hablado hasta entonces por temor de descubrir que ocultaba aquello en su boca. La hoja era un trozo del primer cuchillo arrojado contra Briggs, que fue a quebrarse contra la roca.
Pete le encontró cuando el cuatrero le hizo “morder el polvo” con aquel terrible puñetazo a la mandíbula.
“Miserias” no habló. Sabía ya lo que se esperaba de él. Tendiéndose de costado, alargó las atadas muñecas hacia su patrón.
Pete apretó firmemente el trozo de acero entre sus dientes. El borde de la hoja le cortaba la lengua. Un trozo retorcido le rozaba el paladar.
Pero Pete sabía resistir mayores dolores cuando era necesario. Había allí una probabilidad de salvación, ¡la única!, y se disponía a aprovecharla.
La tarea no iba a ser fácil. Pete se arrastró con la hoja entre los dientes y aplicó el filo a las ligaduras de su comisario.
Una buena cualidad tenían aquellos cuatreros: conservaban sus cuchillos bien afilados. El trozo de acero tenía el corte de una navaja de afeitar.
Cuando terminó el trabajo, le corría a Pete el sudor por la cara, segándole los ojos. Pero libres ya las manos de “Miserias” lo que quedaba por hacer no sería tan dificultoso.
Pete se apartó del lado de “Miserias” por precaución y levantó la cabeza.
Leach había ordenado al centinela que vigilase la senda por si alguien intentaba aproximarse al “Nido del Águila”, al amparo de las malezas.
Había la posibilidad de que algunos hombres enviados por el sheriff Warren siguiesen las huellas del trío de la Quebrada.
Pero el bandido creía lógicamente que no había la menor probabilidad de que los cautivos escapasen. Después de todo, estaban atados de pies y manos.
Ya con las manos libres, “Miserias” cortó las ligaduras del sheriff, y después las de Teeny. Lo que tenían que hacer no ofrecía ya dudas.
Pete lo tenía decidido mucho antes de encontrar los medios de librarse.
Intentar apoderarse del centinela y de los caballos equivaldría a un suicidio.
Un grito del mestizo, y las pistolas comenzarían a ladrar en el “Nido del Águila”.
Huir dando el peligroso salto sobre el muro imponente de riscos, era otro medio de suicidarse.
Las sillas de los bandidos estaban apiladas junto a las rocas, no lejos del sitio donde se encontraban los cautivos.
El sheriff empezó rápidamente a desatar los lazos que pendían de los cuernos de las sillas. Sus comisarios le imitaron.
Unos minutos más tarde tenían cada uno varias cuerdas al brazo y los tres se asomaban al borde del precipicio, calculando sus posibilidades.
La traidora pendiente distaba mucho de invitar a un descenso. Unos veinte o treinta pies más abajo sobresalía un poco una arista rocosa.
Pete no perdió el tiempo. Anudó el lazo de la cuerda para evitar que se escurriese y lo enganchó en el saliente de granito.
Hizo una seña a “Miserias” y el pequeño comisario dejó deslizar rápidamente la cuerda por el borde del precipicio y se descolgó por ella.
Teeny Butler le siguió.
Antes de desaparecer descolgándose por el precipicio, Pete Rice oteó el sendero desde lo alto. No había nadie a la vista, pero el ruido de unos pies indicó que el centinela se volvía.
Si el trío era descubierto, el bandido podía precipitarles desde el muro de rocas con la misma facilidad que un ranchero arroja una lata de conservas.
El sheriff indicó a sus comisarios que se asegurasen con pies y manos en los salientes y se ocultó bajo el borde del precipicio. Después dio una ligera sacudida a la cuerda y desprendió el lazo que pendía de la cornisa.
Dejar aquella cuerda hubiera sido lo mismo que desafiar a la muerte.
El siguiente acto de Pete fue anudar todos los lazos, extremo con extremo, excepto uno. Este se lo colgó Pete de los hombros.
Por debajo del borde rocoso había muchos salientes de los que podía suspenderse una cuerda. Pete aseguró a uno de ellos su largo rosario de lazos.
El extremo no llegaba a la base de los riscos, pero sí a unas rocas donde podían asentar el pie. Una vez allí, podrían franquear el resto de la altura sin necesidad de las cuerdas.
—Adelante, “Miserias” —musitó Pete.
El barberillo no sentía entonces el menor deseo de hablar. Ni siquiera hizo un gesto. Se deslizó por la cuerda y llegó al saliente de rocas.
Teeny Butler le siguió, descolgándose con una agilidad impropia de sus trescientas libras. Pete Rice inició a su vez el descenso.
Los próximos segundos iban a decidir de su vida o su muerte.
Estaba Pete a medio camino cuando sonó un grito salvaje en el “Nido del Águila”. Fue un grito en español.
El centinela mestizo lo había descubierto todo. El rostro de Pete se entenebreció mientras continuaba el descenso. Habría tiros, naturalmente.
Los bandidos podrían no adivinar el punto exacto de las rocas elegido por los representantes de la ley. En ese caso, tendría una probabilidad de salvación.
Los comisarios trataban entonces de franquear la parte más pendiente del muro natural, agarrándose a los bordes de las hendiduras.
Podrían considerarse casi a salvo. El sheriff se ató a la cintura el lazo que pendía de sus hombros y le dejó colgar entre sus comisarios.
—Si resbaláis —les dijo en voz baja—, agarraos a la cuerda. Yo haré lo posible por sosteneros.
Reanudaba el descenso por la resbaladiza pared cuando empezaron a rugir los 45 en el “Nido del Águila”. Una bala silbó junto a Pete, arrancando una lasca de granito.