CAPÍTULO XXI
A la mañana siguiente los cuatro prisioneros se encontraban de un humor sorprendente en hombres condenados a morir a la vuelta de las manecillas de un reloj.
Tenny había dormido como un oso en invierno. Su única preocupación era el desayuno. “Miserias” se mostraba tan hablador como si estuviera detrás del sillón de su barbería en la “Quebrada”.
Cuthbert seguía con su flema habitual. Pete Rice tenía la serenidad del que se enfrenta, fría y lógicamente, con hechos brutales, pero que acomoda su conducta a la máxima de que “ la esperanza no debe morir mientras haya vida”.
Cuthbert miró bostezando al sheriff de la Quebrada.
—¡Este es el gran día, amigo mío! —le dijo.
—Sí —contestó Pete, lacónicamente—. Este es el gran día.
—Yo sólo deseo que ese bandido de mejicano entre pronto con el desayuno —dijo Teeny Butler—. No me importa morir. Pero morir de hambre es un poco aburrido.
—¿No habría medio de intentar la fuga, patrón? —preguntó “Miserias”—. Parece que está todo muy tranquilo por allá arriba.
—Quizás estén todos fuera, menos Miguel. Si nos pusiésemos unos encima de los hombros de los otros...
—Si tú crecieses dos pies de repente —le interrumpió Pete podríamos intentar hacer la torre y el que la coronase no se encontraría muy lejos de la trampa. Sería un ejercicio excelente para nosotros... pero a eso quedaría reducido todo. La trampa está sujeta por arriba. A un hombre tan cauto como Duval no le puede haber pasado inadvertida la altura que pueden alcanzar cuatro hombres encaramados unos sobre otros.
—Si siquiera fuese yo tan grandullón como Teeny... —murmuró “ Miserias”.
—Todavía te queda mucho tiempo para crecer —le interrumpió Teeny—. Yo estoy satisfecho con mi estatura, pero si tuviera un hada madrina, le pediría tres cosas. Primero, un buen desayuno, coronado por unos pasteles de gayuba de los que hace Wu Hu, el cocinero del Hotel Arizona. Después que me transportase al despacho del Hotel para comprar un buen cigarro. Y luego, que me llevase al salón de tu barbería, para que me hicieses un buen afeitado.
—¡No sea usted cruel, muchacho! —le suplicó Cuthbert—. ¡Un afeitado! ¡Pues no es nada! Yo me afeitaba todas las mañanas desde que cumplí los doce años. Siempre llevaba una navaja, y un pedazo de jabón cuando salía de casa. Esos de ahí arriba me quitaron la navaja, como es natural. Debieron pensar que podía suicidarme.
—¿Tiene usted todavía el espejo, Cuthbert? —preguntó Pete.
—Oh, sí. Pero no he tenido ocasión de admirarme en él en este negro agujero. Si a mí me concediesen esos tres deseos de que usted hablaba, Butler, pediría un baño, un afeitado y una camisa limpia. Es poco, ¿verdad? Pues tan poco como es, no espero conseguirlo ya en esta miserable vida.
—Si siquiera pudiéramos intentar algo —repitió “Miserias”—, correr un albur con mil probabilidades en contra, es mejor que estarse sin hacer nada. Es preciso discurrir algo, patrón. No disponemos de mucho tiempo. Tenemos que darnos prisa.
—La prisa da casi siempre mal resultado —replicó Pete—. Mucha gente se parece a los podencos jóvenes que se adelantan al zorro. Nadie puede coger nada de esa manera.
Pero Pistol Pete Rice no hacia más que pensar, planear, tratar de discurrir algo que pudiera salvarles.
El gran reloj de la biblioteca dio seis campanadas. Una hora más a lo largo de la sombría senda que sólo tenía un término.
Unos minutos después de las siete el aprovechado Miguel entró el desayuno. Se componía de tortillas correosas y frijoles cocinados con chiles.
Como en el caso del entonces casi desnudo Cuthbert, el mejicano esperaba sacar provecho de los nuevos cautivos. Pete tuvo que atar el sombrero a una cuerda que el bandido dejó colgando antes de descender los alimentos.
“Miserias” envió para arriba una cadena de reloj, que hizo brillar de codicia los ojos de Miguel, Teeny contribuyó con su cinturón.
—No tengo necesidad de ropas interiores —gritó Miguel a Cuthbert—. Tendrá usted que pasarse sin desayuno o compartirlo con esos gringos.
Teeny se despojó de su chaqueta.
—Yo le convido con esto —ofreció—. Baja el desayuno para el caballero, Miguel.
—¡No puedo consentirlo! —protestó Cuthbert—. Tengo una bolsita en un rincón y todavía me quedan unas piezas de oro...
Pete dio un codazo al inglés. Era una señal para que guardase silencio. El frugal desayuno de Cuthbert descendió también a la bodega. Después volvió a cerrarse la trampa, dejando a los cuatro presos en la oscuridad.
—No veo la ventaja a esto —murmuró Cuthbert, cuando oyó alejarse los pasos de Miguel.
—Es que se me ocurrió pedirle a usted prestado ese dinero —replicó Pete—. Pienso hacer un pequeño negocio...
—Será inútil —dijo Cuthbert—. Yo le he ofrecido una pequeña fortuna si me sacaba de aquí. Miguel no sabe lo que es honradez, pero el temor a Duval le hace cumplir con su deber sin permitirse más que pequeñas raterías como esta de cobrarnos los alimentos. Pero, de todos modos, puede usted disponer del dinero. Le aseguro, sin embargo, que mil libras no tentarían a Miguel. Sabe lo que haría con él Duval si nos dejase escapar.
—Sí, comprendo que usted tiene razón —concedió Pete.
Sin embargo, Pete aceptó la pequeña bolsa de cuero que Cuthbert había escondido en un rincón, bajo la paja.
Volcó su contenido sobre la palma de la mano; había un montoncillo de monedas de oro y plata, que brillaron a la luz que se filtraba por la rendija.
Le vino un recuerdo a la imaginación. ¿Habría encontrado su madre las piezas de oro que le dejó en el reloj?
En aquel momento, probablemente estaría la anciana ocupada en sus quehaceres caseros... fregando los platos del desayuno, limpiando, sacudiendo, cepillando, en su lucha de siempre contra la suciedad y el polvo.
Quizá estuviese cantando alguna vieja canción de las que arrullaron los sueños de Pete, veinticinco años antes.
¡Morir! No le asustaba. Todos los hombres tienen que morir. ¡Pero qué penoso pensar en el dolor de una madre anciana...!
—Nunca creí que supiesen tan bien los frijoles con pimientos —dijo Teeny Butler, mientras los devoraba—. Parece que tú no tienes mucho apetito, Pete.
Pete no contestó, sumido en sus reflexiones. Su fino oído percibía el acompasado “tic-tac, tic-tac” del gran reloj de la biblioteca.
El tiempo seguía avanzando implacable. Iban abriéndose las tumbas para los cuatro hombres honrados que conocían el secreto de George Duval, el rey de los cuatreros, ambición y crueldad personificadas.
A las cinco, cuando Miguel volvió a abrir la trampa, Pistol Pete se colocó directamente bajo la abertura, con la plata y el oro en la palma de su mano.
La luz que penetraba de allá arriba lo hizo brillar; pero no más que los negros ojos del codicioso mejicano, Miguel se humedeció los labios como el lobo que se dispone a devorar su presa.
—¡Oro! —exclamó—. ¡Dinero!
—Has visto bien, Miguel —dijo Pete, hablando en español—. ¡Oro! ¡Dinero! ¡Mucho oro y mucho dinero!
—¡No intente sobornarme para que les deje escapar! —dijo Miguel con firmeza—. Ni por mil veces esa cantidad consentiría en ello. Soy pobre, pero la vida es buena. El oro no les sirve para nada a los muertos...
—Eso es verdad —confesó Pete—. Sé que tú no puedes exponerte dejándonos escapar, Miguel. Pero tengo mucha hambre. Tortillas y frijoles... ¡bah!... yo quiero un pollo, un pollo bien asado, doradito, relleno de nueces, hígados y pimientos. No tienes más que decir al cocinero que me prepare un pollo que le haga llorar al salir de sus manos. Y yo ataré a tu cuerda esta bolsa con las monedas. Podrás comprar mucha tequila, Miguel.
—¡Así se habla, patrón! —aplaudió Teeny Butler—. ¿Y qué me dices de un pastel de gayuba? Lo menos que pueden hacer por nosotros es darnos una buena comida de despedida.
“Miserias” y Cuthbert miraban extrañados a Pete. No era posible que el sheriff pensase únicamente en comer en un apuro como aquel.
—¿Un pollo, señor?
Miguel con voz temblorosa. La mera visión de las monedas infundía respeto a sus modales —.— No me es posible. El amo es muy severo. Me valdría cuarenta latigazos el robar un pollo de la cocina. Si fuese cerdo asado, ya sería otra cosa. O quizá ternera. Así y todo, podría ganarme los latigazos; pero el oro me haría resistir el dolor. Cerdo asado, señor...; es muy tierno. Se lo traeré en seguida. Ate la bolsa a la cuerda.
Pete movió la cabeza.
—¡No! —dijo, decidido—. Un hombre sentenciado a muerte tiene derecho a elegir su última comida. Pollo asado... o nada. Todo este dinero por un pollo. Con él podrás comprarte una pequeña granja, Miguel. Muchos pollos. Y, sin embargo, yo te lo ofrezco por uno solo.
—Es imposible, señor —insistió Miguel—. Pero seguían brillando de codicia sus ojos cuando cerró la trampa. Sus vacilantes pasos indicaron que se retiraba de allí de mala gana.
—¿Pero cuál es tu plan, patrón? —preguntó Hicks “Miserias” en voz baja—. No nos vendría mal un pollo asado, pero sospecho que hay algo más en tu imaginación.
—Estás en lo cierto —confesó Pete Rice—. Estoy tendiendo la red. No sé si dará resultado o no. En este momento, Miguel no hará más que pensar. Sabe que después que muramos no podrá apoderarse de estas monedas de oro. Alguien más alto que él cuidará de guardárselas para su provecho.
“Pensé en esto durante el desayuno... o lo que ellos llaman desayuno. Pero aplacé mi plan hasta el anochecer. Si logramos salir de aquí, tiene que ser amparados por la oscuridad. A la luz del día nos agarrarían sin ningún trabajo. Quizá me equivoque, pero la cara de ese hombre me dijo que volverá. Es demasiado dinero para un peón.
Pete había juzgado acertadamente al codicioso mejicano. Por tres veces abrió la trampa para suplicarle que aceptase el cerdo asado... y el propio bandido se relamía los labios. Se veía claramente que el puerco asado era el alimento que se servía a los criados en aquella casa. Miguel ambicionaba el oro. Pero deseaba conseguirlo con el menor riesgo posible.
Pete Rice se mostró inflexible.
—¡Pollo asado... o nada! —repitió—. Y date prisa, Miguel, si es que quieres este dinero. No oigo a tu patrón por ahí. Debe de haber salido. En una hora puedes tener el pollo asado... si es joven y tierno como el que yo quiero. Piénsalo bien.
—Es cierto que el patrón no está aquí ahora —confesó Miguel, y el corazón de Pete saltó de esperanza—. Pero si volviera y descubriese...
—Piénsalo bien, Miguel —le aconsejó Pete—. Jamás te dará tanto un pollo. Piénsalo bien.
Miguel movió la cabeza y cerró la trampa. Se oyeron alejarse sus pasos.
Seguía implacable el “tic-tac, tic-tac” del gran reloj de la biblioteca.
Pasaban los minutos. Una vez más Pete Rice aplicó el oído al muro de adobes de la bodega.
—Podré equivocarme —murmuró—, pero juraría que Miguel u otra persona está agarrando un pollo ahí afuera. El escándalo que arma el animalito revela la intención de sus perseguidores. Rogad que ello signifique lo que esperamos, compañeros. Y rogad también por que Miguel no se retrase demasiado.
El gran reloj de la biblioteca dio en aquel momento siete campanadas.
Eran un poco más de las ocho cuando volvieron a oírse allá arriba los cautelosos pasos de Miguel. Se oyó el ruido de un cerrojo al descorrerse, y la trampa se abrió una vez más, inundando de luz una parte de la cueva.
—¡Oiga! —musitó Miguel—. Cogí el pollo y lo hemos guisado. El amo está todavía afuera. Pero tiene usted que darse prisa.
Miguel dejó colgar la cuerda por la abertura.
—Mándeme usted el oro y yo bajaré el pollo —hablaba muy bajo y esto indicó a Pete que aun había en la casa sirvientes, centinelas y secuaces, encargados de guardar a los prisioneros.
—¿Crees que confío tanto en ti? —le preguntó Pete en español—. Baja el pollo, y después tendrás el oro.
Esperaba una objeción a esta proposición... y no se encontró decepcionado.
—¿Me toma usted por tonto? —replicó el bandido—. Estoy seguro de que si le doy el pollo usted no cumple lo prometido con el oro.
—¿Y cómo voy yo a saber siquiera que tienes el pollo? —replicó Pete—. Enséñamelo.
—Bien, pues va usted a verlo y no discutamos más. ¡Mire!
Miguel se echó hacia atrás, apoyándose en la mano que sostenía la cuerda, y levantó con la otra el pollo que tenía en una fuente.
—Huela, qué delicioso olor despide, señor...
Estaba al borde de la trampa abierta. La mano que sostenía el pollo no podía agarrarse a nada. Pete aprovechó el momento para tirar de la cuerda con todas sus fuerzas.
Miguel perdió el equilibrio. Y cayó dando volteretas a la bodega. El grito que acudió a sus labios quedó ahogado en su garganta por un puñetazo que le descargó Pete.
Otro espantoso golpe a la mandíbula dejó a Miguel sin conocimiento. Los puños de Pete estaban animados de una fuerza superior, pues no había olvidado el incidente de la escopeta de la noche anterior y le cegaba la ira.
—Y ahora, señores —apremió Pete a sus compañeros—, a trabajar de prisa. Por lo menos escaparemos de la tortura, pues si nos sorprenden ahora, nos matarán a tiros. Déjeme ese espejito de que habló, Cuthbert. Teeny, colócate debajo de la abertura. Creo que podrás aguantar el peso de tres hombres sobre tus espaldas.
No perdieron un instante. Teeny se colocó en la posición requerida.
Pete levantó a Hicks “Miserias” como una criatura, y le izó hasta los hombros del atlético comisario. El encaramar a Cuthbert sobre los de “Miserias” fue ya tarea más ardua, pero Teeny añadió la fuerza de sus brazos de gorila para ayudar a subir al inglés.
En el cuerpecillo de Hicks “Miserias” había más músculo de lo que podía sospecharse, y Cuthbert se vio, al fin, sobre sus hombros.
Lo más difícil fue encaramar a Pete sobre el que coronaba la torre humana.
Pero ni arañazos, ni patadas, ni dolores importaban ya...; nada excepto la fuga.
Pete cogió la cuerda entre sus dientes. Sus expertos dedos de cowboy habían hecho un lazo en uno de sus extremos.
Se encontraba todavía demasiado bajo para asirse al borde de la trampa. Ya lo había tenido en cuenta desde un principio.
Sacó el pequeño espejo de Cuthbert y lo mantuvo ante la luz que penetraba por la abertura. Le colocó en diversos ángulos.
Buscaba algo en la habitación de arriba a que poder arrojar su lazo. Era una acción arriesgada e insegura. Pero había que intentarla. Los brazos de las lámparas cederían. El grueso bolo de la barandilla de la escalera estaba demasiado lejos.
Las macizas patas de la mesa escritorio hubieran servido... pero no era posible engancharlas con el lazo.
—¡Firmes, muchachos! —advirtió Pete—. ¡Un minuto más! ¡Ya lo tengo!
Había encontrado algo. Pero era un blanco muy pequeño. Podría ceder cuando le sometiesen a la tracción. Pero era algo. Se trataba del tirador de la puerta que comunicaba la biblioteca con el cuarto inmediato. La puerta estaba cerrada.
Pete, sin dejar de mirar en el espejo, agitó la cuerda en un pequeño círculo por encima de su cabeza. El lazo partió. ¡Falló el blanco! El lazo chocó con la puerta, no lejos del tirador y cayó al suelo. Pete lo recogió rápidamente.
—¡Firmes, muchachos! ¡Sosteneos!
La cuerda sacudió de nuevo su golpe, como una serpiente ciega. ¡Y otra vez erró la puntería!
—No te preocupes por nosotros, patrón —dijo la voz de “Miserias”—. Resistiremos.
Pero la voz era jadeante. El cuerpecillo del barbero se derrumbaría en cualquier momento. Cuthbert —poco más que un inválido-estaba ya a punto de ceder también, deshaciendo la pirámide humana.
Sólo el gigantesco Teeny Butler resistía impávido, como un monolito hundido en la tierra.
—Sujete bien los pies, Cuthbert —rezongó “Miserias”—. ¡No se mueva!
—Lo único —contestó Cuthbert con voz débil— que temo es que no podré resistir más. Hace tiempo que no me alimento bien, que no tomo el aire. No puedo ya...
Pete sintió que la columna humana oscilaba bajo él. Miró en el espejo. Se movían los objetos reflejados en él. Parecía bailar el manillar de la puerta.
¡Juissss!
Una vez más salió disparado su lazo.