CAPÍTULO IX

EL "NIDO DEL AGUILA"

CUANDO Pistol Pete Rice recobró el conocimiento, se encontró atravesado sobre la silla del bronco de Fiddleback. Sentía un dolor de cabeza espantoso.

Tenía los cabellos empapados en sangre. Le rodeaba la oscuridad. La bala que le hirió debía haberle tenido sin conocimiento por lo menos dos horas.

Dos jinetes cabalgaban a uno y otro lado de su montura. El grupo subía por un sendero tan empinado que los broncos trompicaban con frecuencia.

Las ropas de Pete estaban completamente mojadas. Aquello quería decir que habían cruzado el río Bonanza.

El sheriff iba atado con la cabeza hacia abajo, en cuya posición debía llevar mucho tiempo, pues el pulso de su cuello protestaba ya violentamente.

Pete descubrió que podía deslizarse hacia atrás un poco y enganchar una bota en la silla. Llevaba ambas piernas atadas, imposibilitándole de esparrancarse sobre el mesteño, pero podía apoyar un pie en el estribo.

AL fin consiguió levantar la aplomada cabeza un momento:

—¡Patrón! ¿Te encuentras bien? —Era Hicks “Miserias” el que le hablaba. El nervioso comisario cabalgaba junto al sheriff. Llevaba las manos atadas al pomo del arzón con una tira de cuero crudo.

Pete Rice sonrió tristemente en la oscuridad. Estaba muy lejos de “encontrarse bien”, pero se apresuró a tranquilizar a su comisario.

—Voy bastante bien, “Miserias”. Celebro comprobar que respiras todavía. ¿Y Teeny”?

—Teeny ha escapado lo mejor que podía esperar —intervino el corpulento comisario. Evidentemente, iba atado a la silla del caballo que remolcaba el de Pete.

—¡Recoyote! —exclamó “ Miserias”,— hace tiempo que no nos veíamos en un apuro tan gordo, —añadió, bajando la voz—: Nos llevan a un sitio que llaman el “Nido del Águila”. Aquel “gazapo” de González lo mencionó antes de que se le acabase el aceite. ¿Lo recuerdas, patrón?

Pete recordaba. El “Nido del Águila” era el refugio de los cuatreros. Unas cuantas horas antes, el sheriff habría dado cualquier cosa por saber dónde se encontraba. Entonces le llevaban a él como prisionero, indudablemente para asesinarle.

Se acordó de su madre y se preguntó si habría encontrado las monedas de oro que le había dejado en el reloj.

La muerte en sí misma no era nada terrible. Pete Rice había visto morir a muchos hombres.

Y él también se había preparado muchas veces para recibirla. Su profesión le tenía siempre junto a ella, pero la vida parecía ser mucho más intensa en aquellas circunstancias.

No, no le temía a la muerte. Pero se le atravesó un nudo en la garganta al pensar en la viejecita de blancos cabellos que recibiría la noticia en una humilde casita, en las afueras de la Quebrada.

Pareció que Teeny Butler, atado sobre el caballo que iba detrás, adivinó sus pensamientos.

—Tenemos malos naipes en la mano, patrón —dijo el gigantesco comisario—. Pero el juego no ha terminado todavía.

Ningún juego termina hasta que se ha echado la última baza —replicó Pete.

Sus comisarios eran ases... buenos hombres para vivir con ellos y, si fuese necesario, buenos hombres para morir en su compañía.

Allá arriba, sobre la cumbre rocosa, Pete pudo ver el resplandor de la hoguera de un campamento. Salió una llamada de los riscos.

El jinete que iba en cabeza contestó en español.

Alguien encendió un fósforo y, a su llama, vio el sheriff que Soapy Briggs el ranchero de Fiddleback, cabalgaba un poco más adelante.

Soapy no iba atado. Pero sus pistoleras estaban vacías Ambos hechos tenían un significado especial para Pete Rice.

El no ir atado significaba que —como Pete sospechó— el peón había estado de acuerdo con los malhechores.

Pero, ¿por qué estaban vacías sus pistoleras? ¿Creían los cuatreros que Soapy había estado jugando con dos barajas?

Un sentimiento de repulsión invadió a Pete Rice. El habría preferido ser un criminal declarado, presto a jugarse la vida si fuese necesario, que un doble traidor como Soapy Briggs. Briggs había estado ganando su pan en la hacienda de Cuthbert, y ayudando al mismo tiempo a robar el ganado de Fiddleback.

Era más infame que un cuatrero o un coyote.

Pero Pete dejó de pensar en Soapy Briggs al ver que la cabalgata llegaba ya a la guarida de los bandidos. Los cuatreros desmontaron y desataron a los prisioneros de las sillas.

Ya no había probabilidad de escapar; parecía hasta ridículo tal pensamiento.

Las muñecas de los prisioneros fueron atadas con tiras de cuero. Se les introdujo en el círculo de luz de la hoguera.

Tres hombres astrosos, armados de pistolas, les ordenaron brutalmente que se sentasen y permaneciesen quietos.

Pete se alegró de poder estirar las entumecidas piernas. Llenó sus pulmones con el aire puro de la montaña.

El vigor volvía rápidamente a su cuerpo. Sentía ya recuperar la elasticidad de sus rodillas y la fuerza de sus brazos.

Allá a lo lejos, hacia el Sur, se veía el resplandor de las luces de Buffalo Ford. Unas millas más allá estaba la Quebrada del Buitre.

¿La volvería a ver? ¿Se sentaría otra vez tras la desvencijada mesa de pino de su despacho, oyendo la interminable charla de “Miserias”, mientras afeitaba a algún parroquiano, sugiriéndole algún remedio para el reumatismo o los resfriados?

Tenía aún la cabeza muy pesada, y el calor de la hoguera le incitaba al sueño. No hizo ningún esfuerzo por mantenerse despierto.

Ya le despertarían antes de matarle. Los bandidos no dejarían de añadir la crueldad mental a la física. Eran sus procedimientos.

Pete bostezó. Había que resignarse. No es posible ganar todas las partidas en que se interviene.

Le pesaban los párpados como plomo. Cayó en una especie de sopor agitado.

Le parecía estar de regreso en la Quebrada del Buitre. “Miserias” daba vueltas por su establecimiento.

—Conozco un hombre —decía el pequeño comisario—, que tenía una miseria en la espalda. Tomó esta medicina, y ahora se encuentra como si tal cosa —y Teeny Butler entró en el salón, cogió la botella del “Bay Rum” y se sirvió un vaso entero de whisky— pero Teeny no tuvo ocasión de echarse al gaznate aquella desmesurada ración.

Un par de callosas manos sacudieron a Pete Rice despertándole. —¡Eh, abre los ojos!— le ordenaba en español uno de los bandidos —. ¡Pronto disfrutarás del sueño eterno, y no necesitas dormir ahora!

Pete abrió los ojos. Su visión de la Quebrada del Buitre se desvaneció. Los leños de la hoguera chisporroteaban ante él, junto al fuego le sonreía un hombre gigantesco... un americano.

Tenía los brazos cruzados sobre el abombado pecho, mostrando unos antebrazos potentes como los de un oso...

Pete se maravilló de la fuerza que revelaba aquellas espaldas macizas, estallantes de músculos. El cuello del individuo parecía capaz de resistir el topetazo de un toro.

El sheriff de la Quebrada estaba contemplando los ojos más malignos que había visto jamás.

La impresión de maldad les venía de la infernal inteligencia que parecía asomarse a ellos. En otros tiempos aquel rostro debió ser hermoso.

Entonces la boca se torcía en gesto repulsivo a causa de una cicatriz que cruzaba sus comisuras.

Pete comprendió que aquel debía ser Leach “Boca-torcida”.

El atlético cuatrero miraba tranquilamente al atado sheriff.

—¿De modo que tú eres Pete Rice? —dijo—. Pistol Pete Rice, como te llaman... sólo que ahora sin pistola.

La voz era sorprendentemente suave, y su acento cultivado. Pete se imaginó aquel criminal condenando a los hombres a morir en un tono casi tan dulce como el de una madre que canturrea a su hijo.

No había duda de que aquel individuo era peligroso y siniestro hasta la monstruosidad.

—Yo soy, en efecto, Pete Rice —contestó el sheriff.

La torcida boca de Leach se torció aún más intentando sonreír.

—Ya hace tiempo que intentaba echaros el lazo, a ti y a tus hombres. No tengo nada personal contra ti, Rice; pero los negocios no tienen entrañas. Eres un hombre, Pete. El único en el mundo a quien yo pudiera temer... si estuvieses libre... cosa que no es probable. He tratado de tomarte por modelo, en cierto modo. Me propuse actuar fuera de la ley como tú actúas dentro de ella.

Pete estudió el rostro maligno.

—Te he visto por los alrededores de la Quebrada, Leach —le dijo—. Entonces te portabas bien, y no tuve motivos para interrogarte.

Leach sonrió con cierta amargura.

—Sí, mi rostro no es de los que se olvidan fácilmente.

—Eras un forastero —continuó diciendo Pete—, y yo busqué en mis boletines para ver si estabas entre los reclamados. Pero no figurabas en la lista. Frecuentabas el “Descanso del Vaquero”, mas no recuerdo haberte visto nunca borracho.

Leach “Boca-torcida” movió la cabeza.

—No estoy en la lista porque sé guardarme muy bien. Y nunca me cogiste borracho porque no bebo licores fuertes. Eso es todo.

El bandido de la voz suave miró a Teeny y a “Miserias”.

—Tienes una buena pareja para guardarte las espaldas.A ese individuo fuerte le vi una vez en una lucha callejera. Es pesadote, pero se mueve como una veleta.

—Yo también recuerdo —intervino “Miserias—, que te hice una vez un corte de pelo.

De nuevo acentuó una sonrisa el gesto espantoso de “Boca-torcida”.

—La mayor parte de la gente me recuerda... en cuanto me ha visto una vez —murmuró.

Pete tuvo la sospecha de que la maldad de Leach arrancaba del día en que un cuchillo desfiguró su rostro para siempre. El bandido siguió hablando con dulzura, casi amistosamente.

Pero Pete Rice estaba muy lejos de abrigar esperanzas. El cuatrero se daba cuenta de que, mientras su 45 pudiese hablar alto y rotundo, no había necesidad de levantar la voz.

Era tan peligroso como una culebra que oculta los colmillos. Y Pete Rice no tardó en tener una muestra de cómo actuaba el bondadoso bandido.

Leach se volvió hacia Soapy Briggs, que se estaba vendando su herida al resplandor de la hoguera.

—Supongo que querrás la recompensa que mereces, Briggs —le dijo con dulzura.

Soapy Briggs levantó la cabeza. No adivinó la crueldad que se ocultaba bajo aquellas amables palabras.

—Creo, en efecto, que he trabajado bien por la banda —contestó—. Te traje a estas sabandijas a tus propias manos. Ahora sólo espero recibir el dinero y cruzaré la frontera para pasar allí una temporada.

—Muy bien pensado —convino Leach “Boca-torcida”—. Tendrás en seguida tu recompensa... y cruzarás la frontera.

El bandido dirigió una significativa mirada a Pete Rice y sus comisarios.

Pete Rice se estremeció. El ranchero era demasiado torpe para comprender lo que le habían querido decir.

Iba a cruzar la frontera... pero no la que separa los Estados Unidos de Méjico. El bondadoso Leach “Boca-torcida” acababa de pronunciar su sentencia de muerte.

Habría tortura. Leach era lo suficientemente perspicaz para comprender que Briggs había intentado un doble juego antes de que los cuatreros iniciasen su ataque.