CAPÍTULO XIII
LOS comisarios estaban a unos seis pies detrás de su patrón. Se sentían casi hipnotizados por los ojos de la fiera.
Ante un bandido no habrían sentido el menor temor. Ni tampoco ante cualquier animal de los bosques o llanuras.
Teeny Butler, desarmado, no habría dudado en atenazarle con sus zarpas.
Pero Teeny se sentía entonces incapaz de hacer frente a aquel enemigo.
Sus fuerzas de Hércules eran una pobre defensa contra el veneno.
La bestia estaba ya muy próxima a Pete. Sus gruñidos iban aumentando en salvaje intensidad.
Dándose cuenta de que el coyote se lanzaría sobre él, si seguía retrocediendo, optó por pararse en seco.
Pero agitó el lazo de su cuerda y lo echó hacia atrás por encima de su cabeza. Al caer en tierra, Hicks “Miserias” se agachó para abrirlo.
—¡Quítate de ahí! —le ordenó Pete por encima del hombro—. Manteneos separados. ¡Es inútil que nos coja a todos si salta! ¡Id a refugiaros detrás de las reses! —los animales parecían atacados de pánico. Bramaban y mugían desesperadamente.
Por una vez, los comisarios de Pete Rice se resistieron a cumplir sus órdenes. Sabían que Pete se proponía arrojar el lazo si la bestia saltaba.
Si no la atinaba, ellos estarían allí para aplastarla a patadas.
Tenía algo de fantástica aquella aventura. Nunca se habían encontrado en otra parecida.
El ladrido de las pistolas y el silbar de las balas les dejaba fríos y serenos.
Pero aquella amenaza era algo siniestro y desacostumbrado que les ponía escalofríos en el espinazo.
La fiera se apoyó en sus cuartos traseros y se estiró. Salió de su garganta un pavoroso gruñido. ¡Y saltó como una flecha a la garganta de Pete Rice!
Pistol Pete se movió después de que la bestia hubo abandonado el suelo.
Lo hizo en el instante preciso, en un alarde de rapidez, de presencia de ánimo y de dominio de sus nervios.
Giró de costado. El lazo de su cuerda voló sobre la cabeza y fue a caer rodeando el cuello del enfurecido coyote.
La fiera se revolvió y Pete Rice retrocedió dando saltos de costado. Luego tiró enérgicamente de la cuerda y el lazo se cerró asfixiante sobre el cuello del coyote.
Un momento después, la vil criatura describía círculos en el aire, al otro extremo de la cuerda.
—¡Resopas! —gritó Hicks “Miserias”—. ¡El cochino va a saber lo que es el mareo!
De pronto, el sheriff dio un violento tirón a la cuerda.
Los gruñidos cesaron instantáneamente. Pete dejó entonces que el coyote cayese a tierra. La amenaza de sus terribles colmillos había pasado.
Teeny Butler se enjugó el sudor de la frente con una de sus callosas manos.
—¡Qué susto me he llevado, patrón! ¡Hubiera preferido que cazases muchos coyotes de dos patas en lugar de éste!
Era necesario llegar a algún rancho y traer algunos peones para inspeccionar el ganado. Los animales que hubiesen sido mordidos tenían que ser sacrificados.
Pete y sus comisarios dejaron al coyote en donde había caído, para que los rancheros no tuviesen dificultad en localizar el sitio.
Pete observó que parte del ganado llevaba la marca “ H sobre C”, pero la mayoría ostentaba el distintivo de las “Dos Flechas”, perteneciente, según le parecía recordar, a la ganadería de un ranchero llamado Bart Evans, de quien Duval había dicho que fue un antiguo pistolero.
El trío estaba aún a unas cuantas millas del rancho más próximo, pero emprendió la marcha animosamente. Remontaron colinas, atravesaron desfiladeros, cruzaron arroyos.
Les corría el sudor por el cuerpo. Teeny Butler no tenía una pulgada seca en su piel.
Llegaron a un manantial y los tres hundieron sus rostros en el agua helada para beber. Teeny levantó al fin su cabezota chorreando líquido y lanzó un suspiro de satisfacción.
—¡Esta es la bebida más deliciosa que he probado en mi vida! —exclamó.
—¿Mejor que la que hay en aquella botella de “bay rum”? —preguntó Pete.
—Oh, éste jamás renunciará a aquel veneno —predijo el barbero-comisario—. De día en día le noto más embrutecido a causa del aguardiente.
—¿Que entiendes tú de eso? —le desafió Teeny—. Ya sabes que yo nunca echo más que un trago de una vez. Moderación en todo... es mi lema. ¡Y en cuanto a renunciar al “bay rum”, primero me dejo afeitar por ti!
A pesar de sus protestas, el corpulento comisario quedó pensativo; las palabras de “Miserias” parecían haber hecho alguna mella en su cerebro.
—Pete —preguntó—, ¿recuerdas haberme visto alguna vez borracho?
—Nunca —contestó Pete.
Y era cierto. Teeny Butler bebía a veces... se escanciaba vasos terribles... pero nunca se embriagaba.
Por otra parte, aquella pequeña debilidad jamás le había impedido cumplir sus deberes de comisario. Pero en aquel momento, y sin saber por qué, las palabras de “Miserias” le habían dejado pensativo. Pete lo advirtió.
—No te preocupes, compañero —le dijo el sheriff—. He conocido hombres que nunca bebieron, ni fumaron, ni mascaron, ni maldijeron, ni jugaron, ni bailaron... y, sin embargo nada útil hicieron en la vida. Sigue siendo como eres, Teeny; pero sin olvidar que moderación en todo es tu lema.
Una milla más allá, Pete Rice se detuvo y señaló hacia adelante. Salía una columna de humo de una quebrada.
—Puede ser que algún peregrino se esté guisando el desayuno —observó—. Pero es preciso asegurarse en este país de cuatreros.
—¡Qué bien nos vendrían ahora unos pedazos de tocino y una taza de café con bizcochos! —dijo Teeny, chasqueando la lengua.
—Quizá nos den balas para desayunar, si se trata de algún bandido —contestó Pete—. Es preciso andar con tiento, muchachos. Vosotros avanzaréis por cada lado de la quebrada. Yo daré un rodeo por el Sur. Cuando yo dé la señal del búho, nos reuniremos.
—Poned los sombreros en un palo y levantadlos por encima de las malezas. Si se trata de un hombre honrado, podrá sacar su pistola y ponerse en guardia, pero si es un malhechor... recordad que estamos desarmados.
—Verdaderamente —comentó Hicks “ Miserias”—, un representante de la ley sin sus pistolas es como un maestro sin puntero, o como una muchacha de baile sin su borla de polvos. ¡Pero ojalá que ese desconocido nos plante camorra! Tengo ganas de agarrarme a los bigotes de alguno.
Los tres camaradas conferenciaron brevemente y se separaron. Pete dio un amplio rodeo hacia el Sur. Después retrocedió hasta el borde de la Quebrada.
Había por allí muchas malezas que le ocultaban. Los comisarios habían llegado ya a sus respectivos puestos. Pete observó atentamente al desconocido.
Era un mejicano, de robusto aspecto y de unos treinta años. Tenía atado un ternero junto a una hoguera, en la que se calentaban unos hierros.
Eran estos de los que se emplean para marcar reses y estaban ligeramente doblados en su extremo. Los ojos de Pete relampaguearon. Aquellos hierros iban a ser utilizados no para poner marcas, sino para “cambiarlas”.
De haber habido alguna duda acerca del trabajo a que se dedicaba el desconocido, la hubiera disipado el pedazo de manta mojada que tenía en la mano. Con ese procedimiento la cicatriz de las ancas del ternero no sería tan fácilmente notada, descubriendo la falsificación.
La operación tenía por objeto el cambio de marcas. Esto podía servir de clave para descubrir los robos de ganado de Buffalo Ford.
Pete lanzó el graznido del búho. El cuatrero se revolvió alerta. Su mano sacó su 45 de la pistolera. Aquello convenía a Pete.
Utilizó el viejo truco de levantar su sombrero sobre las malezas en la punta de un palo. El peligro de ser alcanzado por una bala no era muy grande.
Estaba tumbado sobre su estómago y completamente oculto. No había que correr riesgos inútiles.
El cuatrero levantó su pistola.
—¡Sal de ahí! —gritó en español.
—Mejor será que tires al suelo tu cacharro —le contestó Pete, en el mismo idioma—. Desde donde estoy, ofreces un hermoso blanco.
Y lo hubiera ofrecido, en efecto, de no encontrarse Pete completamente desarmado.
El 45 del mejicano escupió unas llamaradas rojizas. Dos balazos perforaron el sombrero del sheriff, lanzándolo a considerable distancia.
De entre las malezas, al otro lado de la quebrada, surgió la voz de Hicks “Miserias”.
—¡Manos arriba, cochino cuatrero! —le gritó—. Si no te entregas, te llenaré el cuerpo de tanto plomo, que tendrán que fundirte para meterte en la caja de pino.
El cuatrero, claramente espantado, giró en redondo y disparó hacia el sitio de donde había salido la voz. Su pistola vomitó fuego por tres veces.
De las malezas del otro lado un nuevo grito de guerra. Era Teeny Butler el que lo lanzaba.
El cuatrero envió otra bala en aquella dirección.
Pete Rice creyó llegado el momento de salir de su escondite.
Corrió hasta que el bandido estuvo al alcance de su cuerda. El lazo giró sobre su cabeza y salió disparado, para ir a caer sobre los hombros del cuatrero.
Pero el malhechor era rápido como el relámpago. Antes que Pete pudiera dar el tirón, se bajó el lazo hasta la cintura, libertó sus brazos, sacó un cuchillo de su faja y, agarrando frenéticamente el extremo de la cuerda, la cortó de un tajo mientras Pete se lanzaba sobre él.
Brilló en alto una hoja de acero. Pete retrocedió y descargó un terrible puñetazo sobre el rostro de su enemigo.
El bandido se tambaleó, tratando de levantar su cuchillo. Fue demasiado lento su movimiento. Pete Rice no tenía razón alguna para darle un respiro.
Le descargó un nuevo puñetazo en la mandíbula. El mejicano se desplomó de bruces.
El primer acto de Pete fue desabrochar la cartuchera del cuatrero y ceñírsela a su propia cintura. Cargó después el 45 y metió el arma en la pistolera.
Llevaba muchos años fiando su vida a las pistolas y se sentía medio desnudo cuando no le colgaba alguna de la cintura.
—Ahora ya me siento más sheriff —dijo a sus dos comisarios, que se apresuraron a salir de sus refugios en cuanto Pete derribó al cuatrero.
—¡Recoyote! —exclamó “Miserias”—. ¡Te has portado como si llevases veinte pistolas encima! —y añadió, mirando al mejicano—: Supongo que este individuo será también un candidato al calabozo. Se distraía borrando marcas.
—¿Cuál es la que estaba poniéndole a ese ternero? —preguntó Teeny.
Pete examinó cuidadosamente al atado animal. La marca original se componía de Dos Flechas, lo que demostraba que el ternero era propiedad de Bart Evans.
La marca falsificada era un Doble Diamante Barrado. Pete recordó que esa marca figuraba en los registros como perteneciente a Dan Woods.
Este individuo, junto con Bart Evans, era el que George Duval había calificado de antiguo pistolero.
—¡Menuda martingala! —exclamó Hicks “Miserias”—. ¿Es que los rancheros se revuelven ahora, unos contra otros? ¿No basta con tener una cuadrilla de bandidos en el país, sin necesidad de que los ganaderos luchen entre sí?
Pete no contestó. Libertó de sus ligaduras al ternero y las utilizó para atar al bandido. Después arrastró el cuerpo inmóvil hasta un grupo de chaparros.
El jefe de aquella banda de cuatreros debía ser un criminal avispado y lleno de recursos. Aquella era una muestra de su hábil trabajo.
De Bart Evans, el de la marca de las “Dos Flechas”, y Dan Woods, el del “Doble Diamante Barrado”, se sabía que eran amigos.
Ambos habían sido antiguos pistoleros. Sus ranchos estaban inmediatos. No era de presumir que ninguno de ellos tuviese motivos para cambiar las marcas de su vecino por las suyas.
Pete presintió que allí estaba el truco. El hombre que acababa de dejar fuera de combate no era criado de Dan Woods. Pete apostaría lo que se quisiera.
Se trataba de un malhechor al servicio del jefe de los cuatreros. Y lo que se proponía este jefe era lanzar a unos rancheros contra otros.
¿Quién sería aquel jefe? Pete Rice se propuso observarlos a todos, sospechar de todos, pero sin hablar a nadie del asunto.