CAPÍTULO XVI
EL mismo dolor le hizo conservar los sentidos. Era un leño ardiendo lo que había caído sobre él. Le chamuscó la parte posterior del cuello a través de los sacos humedecidos.
Se le doblaban las rodillas. Se sintió amodorrado como si hubiera tomado una droga. Pero había que seguir adelante. Jamás su voluntad había sido sometida a prueba tan difícil como aquella.
Tuvo que resistir a un terrible impulso de tirar de la cuerda para que sus hombres le sacasen de aquel infierno. ¡Con qué ansia deseaban sus pulmones unas bocanadas de aire puro!
Pero fue más fuerte que el dolor el recuerdo de la expresión del rostro de Hank Brown, cuando el asesinato de Jack Flynn, el peón de Fiddleback.
Brown había jurado coger a los asesinos de Flynn. Eran hombres como Hank Brown los que aquella desgraciada región necesitaba; sólo hombres como Hank Brown podían ayudar a la ley en su lucha a muerte con los malhechores.
No tratar de rescatar a Brown a toda costa sería como rendirse a los cuatreros.
Siguió avanzando. Rugía el fuego a su alrededor con clamores de tormenta.
Le cegaba el humo, pero pudo descubrir a su través una gran abertura, un poco más adelante. Aquella debía ser la cocina, donde el cowboy herido había dicho que estaba con Hank cuando éste fue atacado por uno de los Capuchas Pardas.
Penetró en la cocina, tambaleándose. Tropezó con algo que casi le hizo caer.
Tuvo la suficiente presencia de ánimo para hundir la cabeza en el balde que le quedaba.
El agua, aunque templada ya, aclaró un poco su cerebro. Palpó con las entrapajadas manos el objeto que le había hecho tropezar.
Era el cuerpo de un hombre.
El calor era espantoso. Derramó algo de agua sobre el cuerpo inmóvil, y alguna también sobre sí mismo.
Era preciso conservar la conciencia unos instantes más. Engarfió sus piernas alrededor del desvanecido Hank Brown, en la forma conocida en la lucha como una “presa de tijera”.
Introdujo una mano en la sobaquera de la chaqueta del capataz y empezó a retroceder por el pasillo. Se le iba la cabeza, se le doblaban las piernas, sintió que iba a desvanecerse. Pero tuvo tiempo de dar un violento tirón a la cuerda.
Cuando volvió en sí le habían despojado de los sacos. Estaba tendido a la sombra de un almiar, rodeado por Teeny y “Miserias”.
—¡No sabes lo que me alegra volverte a ver abrir los ojos, patrón; —dijo Teeny Butler, mirándole con afecto.
—¡Vaya una hazaña maravillosa! —exclamó “Miserias”—. Maravillosa es poco... ¡Descomunal! Te sacamos de allí unos segundos antes de que se desplomase el techo. Echa un trago de este aguardiente, patrón. Me lo dio uno de los muchachos de Fiddleback.
“Miserias” vertió un chorro del ardiente licor en la garganta del sheriff.
Pete lo escupió instantáneamente.
—¡Esto quema más que las llamas! —exclamó—. ¿No quieres probarlo, Teeny?
—No bebo ya —contestó el corpulento comisario, recordando evidentemente la reprimenda que el vivaracho barbero le había echado por la mañana.
Uno de los muchachos de Fiddleback se destacó del grupo...
—Todos admiramos su acción, Pete Rice, y le damos las gracias —murmuró—. ¿Le duelen mucho sus quemaduras?
Pete hizo una mueca. ¡Vaya si le dolían! Pero se esforzó por ponerse en pie.
Ya se sentía bastante bien. Había que olvidar los dolores; su deber le llamaba a la senda.
—Los sacos me sirvieron de mucho —contestó—. Y también los baldes de agua. Pero, ¿cómo está Hank Brown? ¿Vive todavía?
—Sí —contestaron alegremente los vaqueros—. Está muy mal herido, pero creemos que vivirá. Tiene cama para unos meses. Un lado de su cara está achicharrado, pero eso no le impedirá seguir siendo el gran campero de siempre.
—¿Enviasteis a buscar un doctor?
—Sí... y también a la funeraria.
Pete guardó silencio unos momentos. ¿Cuándo terminaría aquella lucha a muerte? Volvía a resurgir en él su espíritu batallador.
No sentía el menor pesar por los Capuchas Pardas aniquilados. Sus vidas no habían hecho bien a nadie.
Pero habían muerto también tres hombres honrados: los vaqueros de Fiddleback. Sin embargo, los hombres honrados no tenían que morir, si se quería que la justicia prevaleciese sobre la maldad.
—Cogimos al mejicano que derribaste, patrón —dijo Hicks “Miserias”—. Le tenemos debidamente atado.
Pete se aproximó al prisionero. Teeny le había ya arrancado del rostro la capucha parda. Tenía una nariz ganchuda, y le cruzaba una espantosa cicatriz desde la mejilla a la barba.
—Verdaderamente, este coyote tiene una cara como para llevarla siempre tapada —observó Teeny Butler.
El mejicano se encontraba todavía medio atontado por el puñetazo de Pete, o lo fingía maravillosamente. Teeny Butler le cogió por los hombros y le zarandeó como a una rata.
—¡No te hagas el muerto! —le gritó—. ¿Quién te ordenó pegarle fuego a la casa?
—No sé hablar bien el inglés —balbuceó el prisionero—. No puedo...
—¡Pues habla español! —le interrumpió Teeny utilizando aquel idioma—. ¡Di lo que sepas o te arranco la molleja!
Pete tenía la esperanza de que el aterrado bandido le revelase lo que necesitaba: el nombre de su jefe. Pero sus palabras fueron una completa decepción.
—Anoche me enviaron recado de que me presentase aquí con mi hermano —dijo el bandido—. Y se nos ordenó que trajésemos puestas las máscaras. Eso es todo lo que sé.
—Pero sabrías de dónde venía el mensaje —le replicó Pete—. De otro modo no habrías obedecido la orden. Tu responsabilidad no es menor por eso. Has intervenido en un asunto del que han resultado asesinatos. Te espera la cuerda. Nadie puede hacerte daño ahora, excepto la ley, de manera que lo mejor que puedes hacer es decir cuanto sepas. ¿De dónde vino aquel mensaje?
—De mi primo Pablo Sánchez. Pablo está en la ranchería con un balazo en la espalda.
Pistol Pete se dirigió al dormitorio de los rancheros. Un hombre, con la capucha cubriéndole todavía la cabeza, yacía muerto bajo la ventana.
Sus agarrotadas manos aprisionaban un rifle.
Un segundo individuo, un mejicano, gemía tendido en el suelo, unos cuantos pasos más allá.
Se había arrancado la capucha del rostro, que mostraba ya la expresión de la agonía. Había a su alrededor un charco de sangre.
—¿Eres tú Pablo Sánchez? —le preguntó Pete.
—Sí. —El herido se retorció, gimiendo—. Me han dado un balazo en la espalda y otro en el estómago. Voy a morir.
—Has dicho la verdad por una vez en tu vida. —Pete fingía una severidad no sentida. Sabía sufrir su propio dolor— en aquel momento, la quemadura del cuello le atormentaba terriblemente, —pero le repugnaba ver padecer a otros, aunque fuesen criminales.
—¿Quién te dio el mensaje que llevaste a tu primo anoche? —le preguntó en español—. Puedes considerarte muerto, Sánchez. Partirás para el gran viaje dentro de unos minutos... y lo mejor que puedes hacer es decirme la verdad.
El bandido guardó silencio un momento.
—Voy a morir, es cierto —murmuró en español—. Te diré el nombre del miserable que me ha traído a esta situación. ¡Espero que tú vengarás mi muerte!
El corazón de Pete latió esperanzado. Pero la decepción empañó otra vez sus ojos cuando escuchó las palabras del moribundo.
—Fue Leach “Boca-torcida”.
—¿Pero quién se oculta detrás de Leach? ¿Quién es el jefe de los cuatreros? —insistió Pete.
—Leach es el jefe —contestó el herido.
Pete abandonó el rancherío. Una vez más tropezaba con un muro inexpugnable. El moribundo no podía haber tenido la intención de engañarle; realmente creía que Leach era el jefe.
Montes, el falsificador de marcas, creía lo mismo.
Pero Pete Rice sabía demasiado bien que Leach “Boca-torcida” no era el hombre que dirigía el siniestro plan de sembrar la destrucción en la comarca de Buffalo Ford.
Leach era el lugarteniente; el que ejecutaba los designios de un personaje más alto.
A Leach se le pagaba bien la obra cruel que tanto le complacía. Aquel homicida de la boca siniestra amaba el crimen por el crimen; odiaba a la Humanidad. Pero no era el jefe de los cuatreros.
El mismo lo había confesado en el “Nido del Águila”, creyendo que los tres hombres de la Quebrada no podrían escapar con el secreto.
El jefe era alguien bien protegido, cuyo rostro no habían visto jamás aquellos mal aconsejados peones que le vendían su complicidad.
Su nombre nunca había estado en sus labios.
Pete Rice encontró en sus bolsillos una barra de goma, y se puso a masticarla con furia. Se sentó en los peldaños del rancherio y se dedicó a pensar. A Leach podría capturársele reuniendo un grupo de voluntarios.
Pero refugiado en una fortaleza natural, casi inexpugnable, sería como llevar a la matanza a unos hombres honrados. Y aunque se le cogiese y apresase, Leach no hablaría.
Era un homicida sanguinario, una fiera con figura humana, pero tenía el depravado valor de cierto tipo de criminales. Ni aun la tortura arrancaría el nombre del jefe de aquella boca torcida.
El sheriff de la Quebrada se puso en pie, se echó hacia atrás el sombrero, y se rascó la cabeza, pensativo.
¿Por qué había disfrazado el jefe de los cuatreros a sus homicidas alquilados con las capuchas pardas? La mayor parte de ellos eran peones. Apenas se conocían entre sí. El jefe los había disfrazado con las capuchas pardas porque algunos de ellos temerían ser reconocidos, en caso de que algún vaquero de Fiddleback escapase de la matanza planeada.
Pete se preguntó si Hank Brown, el capataz, habría reconocido a alguien, o alguna voz. Se aproximó lentamente a Hank, tendido a la sombra de un almiar, envuelto en una manta.
—Ya he enviado a buscar a un doctor, Hank —le dijo dulcemente—. Verás cómo pronto te encuentras bien.
Hank no contestó. Se le habría creído muerto de no ser por el acompasado movimiento del pecho bajo la manta. Tenía apretadas las mandíbulas y cerrados los puños.
Los grises ojos de Pete parpadearon interrogadores. Miró de soslayo hacia el pabellón de los dormitorios, y vio que Teeny y “Miserias” estaban hablando con un cowboy de Fiddleback.
Entonces abrió suavemente el puño derecho de Hank Brown y le sacó algo de él.
Lo examinó cuidadosamente. Su rostro tenía una expresión sombría cuando se guardó el hallazgo en el bolsillo. Pero brillaba una luz triunfal en sus ojos.
Se inclinó sobre el capataz herido.
—Gracias, muchacho —le dijo—. Siempre creí que eras el hombre que podría ayudarnos a limpiar este país. Pero nunca pensé que fuese de esta manera. Me has sacado de las tinieblas, Hank, y ahora camino bajo la luz del sol.
Pete se irguió y se dirigió hacia el grupo del cowboy y los comisarios.
—Tenemos que marchar, muchachos —anunció a sus camaradas. Y añadió, dirigiéndose al cowboy de Fiddleback—: Los Capuchas Pardas no volverán por aquí. No tiene objeto. Ya han hecho todo el daño posible. Apuesto, sin embargo, a que repetirán la hazaña en otro lugar antes de que se ponga el sol.
—¿Dónde vamos a ir, patrón? —preguntó Hicks, “Miserias”.
—Vamos a ir a caballo —contestó, lacónicamente, Pete.
El cowboy se alejó hasta los graneros para echar un vistazo al capataz.
Hicks “Miserias” guardó silencio hasta que estuvo lejos. Pero el barberillo era hablador por naturaleza.
—Algo te bulle en el caletre, patrón —dijo—. Te conozco hace mucho tiempo para dudarlo.
—Es posible —fue todo lo que Pete contestó.
—Si has descubierto algo —continuó “Miserias”—, no creo que debamos temer nada de ese vaquero de Fiddleback. Es un muchacho honrado.
—Lo será probablemente —concedió Pete—. Pero tenemos que caminar sobre seguro. Es peligroso confiar un secreto a la mayor parte de la gente. Son como perros con un hueso. El perro hace gran misterio del sitio donde lo encierra, pero da tantas vueltas, que todo el mundo se entera.
—¿Busco caballos frescos? —preguntó “Miserias”—. ¿Va a ser largo el viaje?
Su natural curiosidad divertía a Pete Rice.
—Vamos a ver al sheriff —contestó a su comisario.
“Miserias” se había dado cuenta de la sombría expresión de los ojos de su patrón.
—¡Oye, Pete, no me irás a decir que Warren tiene algo que ver con este maldito asunto! ¿Verdad que has encontrado alguna pista, Pete?
—No quiero hacer predicciones —contestó Rice—. La única predicción segura es lo que oí en cierta ocasión a un viejo ranchero —. Miró hacia el cielo y dijo:— Quizá llueva, quizá no llueva. Ahora ya puedes buscar los caballos, “Miserias”.
Le brillaban los ojos como pedernales pulimentados cuando se dispuso a partir del rancho de Fiddleback acompañado de sus comisarios.
La notable memoria de Pete y su asombrosa retentiva para los detalles, no le fallaron nunca. ¡Cuando llegase la ocasión, él y sus hombres correrían directamente hacia el cuartel general del hombre que estaba aterrorizando las praderas de Buffalo Ford!