Prólogo

Vitoria, 11 de julio de 1808

—¡Oíd, oíd, oíd!

La voz enérgica que cumplía la fórmula tradicional se elevó por encima de los presentes como lo habría hecho un cuervo negro que atrajera la desgracia sobre la tierra.

Involuntariamente, Inés de Mendívil se estremeció. Dio un paso hacia atrás y se apretó contra el pilar del arco que daba entrada a la plaza Nueva. Casi podía sentir en sí misma la furia y la humillación que agitaban a su tío, allá sentado en el estrado junto al diputado general y los demás procuradores, después de haber sido conducidos hasta allí como vulgares delincuentes: escoltados por dos filas de soldados con la bayoneta calada y hachas de brea encendidas, a través de la calle Herrería, el Mentirón y la plaza Vieja, en un desfile solemne y lúgubre como un entierro.

Envolvió el chal alrededor de su cuerpo como si la suave tela pudiera ofrecerle alguna protección, y echando un vistazo hacia ambos lados, pasó entre los pilares hasta que encontró un sitio discreto. Ella no debería estar allí, pero nadie la miraba, a pesar de que la plaza estaba llena de soldados franceses con las armas preparadas para sofocar cualquier insurrección. Nadie la miraba, porque toda la guarnición y los muchos ciudadanos que se habían acercado tenían la mirada fija en el tablado levantado en medio de la plaza, donde el diputado general y los procuradores de la provincia, a punta de bayoneta, estaban a punto de proclamar a José Bonaparte rey de España.

Apoyó un momento la sien sobre la piedra, deseando con todas sus fuerzas que sucediera un milagro. Pero desde hacía ya varios minutos sabía que era imposible; desde que el diputado general, don Pedro Echevarría, había expresado con voz rotunda la protesta de la Junta sobre la violencia de que era objeto, añadiendo que solo por fuerza mayor procedían a la proclamación. Entonces dos de los procuradores habían recogido el pendón carmesí y los gallardetes blancos que ondeaban en los balcones del Ayuntamiento, sin una sola mirada hacia el dosel que cobijaba el retrato de José Bonaparte, y ella había comprendido que todas sus esperanzas eran en vano.

Ahora el damasco grana se tensaba entre las manos del diputado general. El silencio de la plaza, rebosante de gente que no osaba hacer ningún movimiento, resultaba sobrecogedor.

Inés clavó la vista en la cara tensa de Germán de Mendívil, esperando escuchar la fórmula protocolaria que sellara aquella pesadilla.

—¡Álava, Álava, Álava! —La voz de Pedro Echevarría, grave y alta, retumbó entre los arcos de la plaza—. Por la católica persona de nuestro rey y señor, José Bonaparte I, ¡que viva!

El movimiento de la tela, ondeando a izquierda y derecha, atrajo la atención de Inés, mientras el grito del general Merlín —¡viva!— se repetía en el acento extraño de aquellos a quienes los habitantes del país habían recibido hacía meses como amigos y que ahora mostraban el verdadero rostro de su llegada.

Con el eco de aquel grito resonando en sus oídos, Inés se escabulló antes de que los soldados rompieran la formación, intentando apresurarse para volver a la casa de su tío. Pero la premura por abandonar la plaza parecía común entre la muchedumbre, y en el arco de salida los empujones y codazos se hicieron inevitables.

Inés esperó con paciencia hasta que un hueco junto a la pared le permitió colarse con agilidad. Al salir a la plaza Vieja, la multitud de gente congregada le resultó abrumadora. Para disuadir altercados, varias columnas de soldados ocupaban la bajada desde la iglesia hasta la puerta de Santa Clara, que abría el paso al Camino Real de Castilla. Supuso que la mayoría de esas tropas procederían del vecino convento del mismo nombre, último edificio entregado a la intendencia francesa para alojar a los miles de soldados que llegaban en oleadas desde la frontera. Hacía siete años, cuando en la guerra de la Convención el ejército francés ocupó la ciudad, se habilitaron múltiples edificios para acogerlos: los conventos de San Francisco y Santo Domingo, la casa del conde del Bado, las lonjas frente a la colegiata, el hospital de Santa María y la sede de la Sociedad Vascongada. Pero esta vez, ni siquiera todos esos enormes edificios resultaban suficientes; y antes de que fueran los franceses quienes decidieran dónde y cómo alojarían a sus fuerzas, el Ayuntamiento había entregado, además, el nuevo hospital recién construido y aún no inaugurado, y el convento de Santa Clara.

En general, Inés de Mendívil no se tenía por persona miedosa ni apocada. En condiciones normales, unos pocos soldados franceses no la habrían intimidado; pero aquel día la tensión de lo acontecido parecía haber llenado el aire de una energía opresiva y nerviosa. Era como si todo el mundo temiera que en cualquier momento pudiera desatarse el caos.

Y ella, contraviniendo las más elementales normas de prudencia, había acudido sola a ver la proclamación. Pero no había podido evitarlo: estaba esperando en la casa como una fiera enjaulada a que su tío Germán regresara de las Juntas cuando había oído los ruidos metálicos procedentes de la zona alta de la calle, donde aquellas se habían reunido. Para entonces la inquietud llevaba horas devorándola, e incapaz de continuar esperando, se había lanzado a la calle para ver qué sucedía. Y ahora debía volver cuanto antes.

Tomó el chal negro con ambas manos y se cubrió la cabeza; había recibido ya miradas curiosas de algunos soldados, y deseaba pasar tan desapercibida como fuera posible. Decidió bajar hacia el Mentirón arrimándose a las paredes de la plaza Nueva, procurando confundirse con la piedra gris de la misma, y unos minutos después accedía a la casa de los Mendívil.

Su tío aún tardó media hora más en llegar. Cuando por fin oyó sus pasos en el zaguán, Inés se puso en pie, aguardando. Germán de Mendívil apareció en el umbral del salón con aspecto exhausto, y acomodándose en su butaca preferida junto a la ventana, dejó caer la cabeza entre las manos. Inés se apresuró hacia él, arrodillándose mientras intentaba que su corazón dejara de latir como un tambor.

—¡Lo siento tanto, tío!

—Debí haberlo sabido —murmuró el hombre—. Desde que el rey Fernando se vio obligado a partir hacia Bayona debimos prepararnos para esto.

—Al menos no ha habido muertos —intentó consolarlo Inés.

Los ojos de Germán de Mendívil se nublaron al mirar a su sobrina. Se frotó el rostro y tomó una de las manos de la joven.

—Discúlpame por perder la compostura así, Inés. Tienes razón, al menos no ha habido que lamentar mayores desgracias. Eso fue lo que pretendimos al bajar a la calle.

—Lo comprendí al instante, al ver cómo les conducían hacia la plaza…

—No debiste salir —reprochó su tío con cansancio—. Podía haber sido peligroso.

—Lo sé, tío, pero tenía que saber qué sucedía. Cuando ha tenido que partir a las dos con tanta urgencia… —Suspiró y elevó la mirada hacia él—. Creí que ya estaba todo resuelto. ¿Qué ha pasado en la reunión?

A pesar de su preocupación, Germán de Mendívil sonrió con afecto al mirarla. Sus sobrinas eran la única familia que le quedaba, y daría su vida por ahorrarles el dolor de los tiempos que se avecinaban. Pero ocultarle la verdad a Inés no les ayudaría a ninguno de los dos. Ella era inteligente y valiente, y Germán necesitaba saber que comprendía la dolorosa decisión que había tenido que tomar.

—Cuando nos reunimos esta mañana a las diez —comenzó a explicar—, acordamos enviar dos emisarios a Vergara. Tenían que exponer a Bonaparte que la Junta no podía proclamar a nadie antes de que se hiciera en Madrid. Luego decidimos que Ballesteros y Jérica transmitieran al general Merlín nuestra decisión, y acordamos reunirnos de nuevo a las siete y media. Pero en cuanto Merlín escuchó que, lejos de acatar sus órdenes, pretendíamos tratar directamente con Bonaparte, montó en cólera y dijo que, si la proclamación no estaba hecha para las cuatro de la tarde, nos retendrían en el edificio hasta que cumpliéramos sus órdenes.

»Por eso tuve que salir corriendo a las dos. Decidimos reafirmarnos en la decisión, y así se lo hicimos saber, a pesar de sus amenazas. A las cuatro un cuerpo de granaderos intentó acceder a la sala donde nos hallábamos. Pero ni con ese intento de intimidarnos por la fuerza habríamos cedido, si no nos hubieran contado que todas las fuerzas francesas se estaban reuniendo en la plaza Nueva y que el ambiente entre los ciudadanos era muy tenso. Entonces alguien recordó lo sucedido en Madrid a comienzos de mayo, y el temor de que algo parecido comenzara aquí, donde hay tantos soldados acantonados como habitantes, fue lo que nos hizo aceptar la proclamación.

—Y por eso les han conducido a la plaza como si fueran delincuentes, a punta de bayoneta —expresó Inés con furia apenas reprimida.

Su tío la contempló con serenidad. Tomó su mano entre las suyas, inspirando hondo ante lo que debía decirle.

—Esta es la verdad de lo que sucede, Inés. Nuestros fueros han sido abolidos, se nos ha impuesto un rey por la fuerza, y habremos de mantener este ejército invasor como a ellos se les antoje. Esa es la suerte que nos tienen reservada los franceses: plegarnos a sus designios sin oponer resistencia.

Algo en su tono hizo que Inés supiera, incluso antes de escucharlo, que su tío había tomado una decisión crucial. Trató de mostrar valentía al preguntar:

—¿Qué hará entonces usted, tío?

El hombre se levantó de la butaca y se dirigió hacia la ventana desde la que se divisaba la esquina de la plaza Nueva. Su decisión era firme; si dudaba en comunicársela a su sobrina era solo porque le costaba aceptar que tendría que separarse de ellas, de las hijas de su hermano, a las que había cuidado desde que quedaran huérfanas ocho años atrás. Pero ya no había vuelta atrás.

Se giró hacia la joven que, todavía arrodillada ante la butaca, lo contemplaba con entereza.

—Hay muchos asuntos que debo resolver antes de irme, pero una vez que solucione vuestro futuro, he decidido partir hacia Asturias.

Inés sintió que el corazón se le encogía.

—¿Se une a la sublevación, pues?

—Debo hacerlo. No puedo conformarme con esta ignominia. Sé que ya no soy joven, pero mi pasada experiencia en el ejército ha de ser de ayuda.

—La edad no ha de ser una rémora, tío —contestó ella con un ligero temblor y mucho orgullo en la mirada que contemplaba al hombre—. Aún no tiene cincuenta años.

Se hizo un instante de silencio.

—¿Lo apruebas entonces, Inés?

La nota de ansiedad, muy leve, habría pasado desapercibida para otra persona que no lo conociera como ella. Disimulando la angustia, Inés se levantó y se dirigió hacia él, enlazando su brazo con cariño.

—Tío, ni siquiera ha de considerar mi aprobación. Si su conciencia le dicta ese camino, yo solo puedo apoyarlo.

Él palmeó su mano con afecto. Las arrugas alrededor de sus ojos parecieron hacerse más profundas.

—Pero seguir mi conciencia conllevará un inevitable egoísmo, mi niña. Sabes que las cosas tendrán que cambiar.

Claro que lo sabía…

—No se preocupe por nosotras, tío —intentó tranquilizarlo—. Sabré cuidar de mi hermana.

—No tengo dudas de que lo harás, como lo has hecho desde que tu padre murió. —Una sonrisa algo atormentada suavizó la tensa expresión del hombre—. Pero Inés, cuando me vaya, habréis de venir a residir a Vitoria, con vuestra tía Teresa.

La miró con cautela, intentando adivinar en el rostro impávido de su sobrina lo que pensaba de aquello. Pero por respeto a él, Inés tuvo cuidado de no demostrar la pena que la embargaba.

Ella quería a su tía Teresa; era la hermana menor de su madre, y tras morir el padre de Inés habían pasado en su casa de Vitoria algunas temporadas, y ella también las había visitado en Albizu. Era una mujer cariñosa y sencilla, y el afecto que ella y su marido sentían por Inés y su hermana era verdadero. Pero por mucho que Inés la quisiera, su vida estaba en el pueblo donde habían residido desde la muerte de su padre. Tener que abandonar su hogar, sus tierras, su libertad…

—Podríamos seguir en Albizu —aventuró al fin con poca convicción—. Conozco las montañas como la palma de mi mano, y el pueblo está alejado del camino real. Allí estaríamos a salvo de los franceses.

—No, Inés —negó su tío con pesar, pero sin dudas—. No puedo dejaros solas allí con Pascual y Elvira. Son ya muy mayores y están llenos de achaques, pero aún cuando fueran jóvenes, la situación será cada vez más insegura en el campo. Todo el rato llegan noticias de sublevaciones desde las provincias: La Coruña, Sevilla, el mismo Santander… Y los franceses no respetan nada a la hora de sofocar las revueltas.

—También podría haber una sublevación en Vitoria…

Germán volvió a negar con la cabeza, cruzando las manos a la espalda.

—El ejército acantonado en Vitoria es tan grande que no hay ninguna posibilidad de que aquí se inicie una revuelta. Estaréis mejor aquí.

—Entre enemigos —apuntó con una amargura infrecuente en ella.

—Pero a salvo. Si no supiera que vuestros tíos cuidarán de vosotras como si fuerais sus propias hijas no podría irme. Pero el cariño que Teresa os tiene es indudable, y sé que así lo harán.

Inés inspiró hondo, sabiendo que sus quejas no resolverían nada. Una suave melancolía tiñó su voz al hablar de nuevo.

—Así pues, los franceses no solo me arrebataron a mi padre sino que por su causa ahora también voy a perder la protección de la persona que nos ha cuidado y querido todos estos años. No sé cómo habré de reaccionar cuando los encuentre cara a cara en la ciudad.

—Con cautela, mi niña, como tu inteligencia te dictará. Confío en tu sensatez y tu sentido común para mantenerte al margen de problemas.

Una mueca amarga asomó al rostro de la joven.

—¿Usted va a luchar por honor, pero yo he de permanecer sentada sonriendo a los franceses cuando desearía verlos expulsados de nuestra tierra?

Germán de Mendívil apretó la mandíbula. Su propio dolor al tener que dejarlas era enorme, pero no había vuelta atrás. Se sentó en el sofá junto a ella.

—Valoro mucho tu valentía, Inés, pero hasta ahora nunca te ha conducido a comportarte de manera insensata. Desairar a los franceses sería necio y peligroso, y lo sabes. La ocupación de la ciudad es estratégica para ellos, y su estancia aquí va a ser larga. Y mientras los franceses sigan campando a sus anchas por esta tierra, tendrás que apartar tus sentimientos y dejar que la prudencia te guíe. Sé cauta, sé discreta, y cuida de ti y de tu hermana hasta que todo acabe.

—¿Y cuándo habrá de ser eso, tío? Los ejércitos franceses tienen ocupado Madrid y todas las tierras hasta Portugal. ¿Es que acaso podremos vencerlos con la sublevación de las regiones más alejadas de Madrid?

—Ten fe, Inés. Retener Madrid no es retener el país. Las provincias y aún los propios madrileños en mayo han demostrado que no aceptan la sumisión a un ejército extranjero, por muy imperial que sea. Los franceses descubrirán que necesitan mucho más que armas para conquistar esta tierra.

—Pero tienen muchas más fuerzas dispuestas a llegar. ¡Y pensar que ese intruso que se hace llamar rey llegará mañana mismo…! —exclamó con pasión, apretando los puños—. ¡Si yo pudiera…!

—Pero no hay nada que puedas hacer, Inés —cortó su tío, conmovido—. Y no hemos de dar vueltas a lo que no tiene solución. Esta noche dormiremos aquí, y mañana me encargaré de dejar atados los asuntos del testamento y la gestión de los arrendamientos. En cuanto estén resueltos, iremos a Albizu para preparar vuestro equipaje, y la semana que viene estaréis de vuelta en la ciudad, tal como he acordado con tu tía Teresa. Y ahora cuento contigo para explicar a tu hermana la noticia.

Inés inspiró hondo, intentando normalizar su respiración aún agitada. Si incluso había hablado con su tía, Germán no iba a echarse atrás. Durante todo el día, Inés había esperado un milagro, pero este no se había producido. Y ahora era tiempo de enfrentarse a los hechos y asumir que su vida había cambiado, tal vez para siempre.

—A ella le gusta vivir aquí, así que imagino que no debemos preocuparnos por cómo lo reciba —contestó con calma, sin querer disgustar aún más a su tío.

—¡Qué diferentes sois las dos! —exclamó él con una sonrisa afligida—. Tienes razón, no temo que Clara sufra como tú con la noticia, para ella esta situación no va a ser tan dura como para ti. Pero será temporal, Inés, lo prometo.

Inés contuvo las ganas de llorar que aquella promesa de su tío le provocaba, y sonrió con valentía mientras se inclinaba para darle un beso en la mejilla.

—Por supuesto, tío. Pronto terminará todo. Pronto venceremos.