21
Una semana después, algo somnolienta, Inés se enderezó en la butaca de la salita de sus tíos mientras intentaba releer por enésima vez la página del libro en que se hallaba detenida.
Era difícil concentrarse en algo que apenas le importaba. Tras rechazar acompañar a su tía y a Clara en una visita a las Zárate, alegando que aún no se sentía repuesta de la fiebre que la había mantenido postrada toda la semana, había decidido bajar a la biblioteca para tomar un libro con que distraerse. Pero en ningún momento había conseguido que su mente se alejara del mismo recuerdo que daba vueltas en su cabeza desde la noche de su vuelta de Albizu.
Había sido una semana extraña. Después de dejar a Adrien al pie de las escaleras, los preparativos del viaje y la despedida de Elvira le habían proporcionado la excusa perfecta para mantenerse ocupada, y si alguien observó en ella un abatimiento desacostumbrado, pudo achacarlo al dolor de la pérdida del viejo guardés. Durante el viaje, que tuvo que realizar en el carruaje junto a su familia, con Ilargi atada detrás, la narración de sus tíos sobre su estancia en Burgos y la decisión de la Corte de trasladarse aún más al norte, hacia Miranda de Ebro, había conseguido distraerla un poco. Tomás les explicó que, a aquellas alturas, el general Merlín ya habría intentado la toma de Bilbao, y del resultado del enfrentamiento podía depender lo que encontraran en Vitoria a su llegada. Pero en la primera vista que obtuvieron de la puerta del Sur de la ciudad, cuando los últimos rayos del crepúsculo teñían de naranja el cielo sobre la sierra de Badaya, todo parecía tranquilo, o al menos tan tranquilo como lo había dejado ella al salir por aquella misma puerta días atrás.
Y al llegar a la casa, como si el malestar de su corazón se hubiera irradiado a todo su cuerpo, Inés comenzó a tiritar, y ni el chocolate que la cocinera había mantenido caliente esperando su llegada, ni la manta con la que se arropó hasta la barbilla, consiguieron que sus temblores cesaran. Durmió y despertó varias veces durante la noche, en ocasiones alertada por los ruidos de algún gato que rebuscaba alimento, pero en otras ocasiones sobresaltada por sus propios sueños. Y todas aquellas veces, al desvelarse, lo único que su cuerpo parecía sentir era aquel frío punzante y desolador.
Sin embargo, al amanecer, el anterior frío que calaba hasta los huesos había dado paso a una molesta combinación de fiebre, ojos enrojecidos y dolor de cabeza. El doctor Aguirre, después de reconocerla, dijo que la fiebre era suficientemente alta para mantenerla en cama unos días, pero no tanto como para que se preocuparan. Y, en efecto, al cabo de tres días la fiebre había comenzado a remitir e Inés, a pesar de su agotamiento, pudo levantarse de la cama algunos minutos para descansar bien arropada en uno de los sofás de la salita.
Así había pasado los últimos días. La sensación de debilidad iba disminuyendo en la misma proporción que aumentaba su aburrimiento, pero el número de veces que pensaba en Adrien al cabo del día se había mantenido inalterable.
Para empeorar las cosas, la víspera, asomada a la ventana de la biblioteca, Inés había escuchado sin pretenderlo la conversación que su tío mantuvo en su despacho con su hermano. Luis Acedo, junto con varios diplomáticos y otros miembros del gobierno, se había trasladado a Vitoria, ya que las posibilidades de una población pequeña como Miranda de Ebro se habían revelado insuficientes para alojar a toda la Corte.
Después de que Luis Acedo relatara el momento de la salida del rey José de Madrid, a lomos de un caballo, sin siquiera un triste carruaje que pudiera transportarlo ni un palafrenero al que recurrir, dado que los servidores de Carlos IV que continuaron al servicio de José Bonaparte se habían ido de palacio en cuanto se tuvo constancia de la derrota de Bailén, ambos hombres comenzaron a debatir si sería necesario trasladar a la Corte desde Miranda de Ebro a Vitoria. Luis Acedo creía que sí, pero su tío no estaba de acuerdo, dado que las noticias procedentes del sitio de Zaragoza no eran claras y que la represión de la semana anterior en Bilbao había alejado el temor de los franceses de ver cortadas sus comunicaciones con Francia.
Su hermano replicó que, a pesar de que hubieran resuelto la situación de Bilbao pasando por las armas a cuantos encontraron, fueran los insurgentes encerrados en el convento de San Francisco o inocentes que pasaban por allí, el verdadero problema de los franceses era que apenas recibían inteligencia de fiar. De hecho, explicó, hacía unos días el rey había concebido un plan para volver a Madrid. Pero a las dos horas de que todo el ejército se hubiera puesto en marcha, la detención de un agricultor con papeles que informaban sobre la rendición de Junot en Portugal les obligó a retroceder de nuevo hasta Miranda, donde habían llegado a las seis horas de salir, entre la irritación, el mal humor y la desmoralización de los generales franceses.
Inés iba a retirarse cuando unas palabras llamaron su atención. Los hombres habían especulado sobre la posibilidad de que el propio Napoleón en persona acudiera a comandar su ejército para reponer a su hermano en el trono de Madrid, y su tío había manifestado su convencimiento de que así lo haría.
—Tal vez estés en lo cierto —decía Luis Acedo—. Sí, el emperador no admitirá que un puñado de bandoleros desarrapados y un ejército regular mal pertrechado, mal entrenado y escaso, desbaraten sus planes para Europa. Sí, es muy posible que al fin volvamos a Madrid. En cualquier caso, esta situación es insostenible, y antes o después el ejército volverá a Francia o llegará hasta Cádiz.
—No quisiera yo ser francés en esta tierra si el ejército se retira hacia la frontera —había sido la tranquila contestación de su tío.
—No, tienes razón. En todo el camino de nuestra retirada desde Madrid no hubo soldado francés rezagado que no hallara la muerte más atroz. Y son cientos los civiles franceses que han huido con nosotros por temor a las represalias, sin importar que llevaran allí instalados un año o toda la vida. En cualquier caso, como ya te he dicho, y sea para ir hacia arriba o hacia abajo, esto se tiene que mover, y no creo que nuestra estancia aquí se prolongue demasiado.
Inés se había retirado de la ventana conmocionada. En los escasos días que había pasado en Albizu, y a pesar del ataque y de las visitas de Mouret y sus soldados, los horrores de la guerra parecían solo un mal sueño. Su cerebro sabía que aquello sucedía, pero en su día a día la recuperación de Adrien y la enfermedad de Pascual habían vuelto irreal el resto.
Luego fue ella la que enfermó, y tampoco entonces había escuchado una palabra de la guerra. Pero era real. Tan real como la vida misma. Y tras aquella conversación había aprendido que, tanto si aquel ejército avanzaba como si retrocedía, el lugar de Adrien estaría con los franceses. Con los suyos. Lejos de ella.
Aún ahora, se estremeció al recordarlo. Solo de imaginar que ahora mismo estaba allí en el pueblo, atendido solo por un par de viejas, a merced de cualquiera que quisiera vengar en él las barbaridades cometidas por los franceses, se le encogía el corazón.
No había pensado en aquello. No había pensado en el peligro que él podía correr. Y mucho menos había pensado en que acabaría por irse a Francia. Él le había dicho tantas veces que cualquier historia entre ellos era imposible que, a pesar del dolor y la decepción, había acabado por resignarse a la idea, aceptando que no moriría por ello.
Pero lo que no había pensado era que tal vez no lo viera nunca más. Aceptar que él no la amaba era más sencillo cuando suponía que lo encontraría de vez en cuando en el paseo del Mentirón, en la iglesia de San Miguel o en el gran mercado de la plaza Vieja. Cuando pensaba que alguien hablaría de él y de sus disputas con Aguirre en algunas de las tertulias a las que solían asistir. Cuando imaginaba que alguna vez se encontrarían en un baile, y que mientras ella giraba riendo del brazo de otro hombre, él clavaría en ella sus ojos atormentados, reprochándose haberla dejado marchar, dudando si acercarse de nuevo, lamentando haber permitido que algo los separara en el pasado.
Pero que tal vez jamás volvieran a verse era algo que no había pasado por su imaginación.
Se hallaba pensando aún en aquello cuando escuchó la puerta de la calle. Al poco, su tía entró en la salita y, quitándose el sombrero, se sentó junto a ella.
—¿Qué tal te encuentras hoy, cariño?
Inés dejó el libro en la mesita. Le costó mucho más esfuerzo dejar de lado sus dolorosos pensamientos.
—Mucho mejor, tía, gracias. De hecho creo que lo único que me molesta es el aburrimiento, y en cuanto pueda distraerme estaré bien del todo.
—Pero no tengas prisa. Total, hoy hace el mismo calor espantoso de estos días, y hay pocas cosas que se puedan hacer así. ¿Quieres que te pida algo, una limonada, un poco de manzanilla, un jerez? —Inés negó con la cabeza, y su tía se recostó en el sofá—. Tu hermana pasará la tarde en casa de las Zárate, pero de veras que a mí solo me dan ganas de tumbarme un rato. Por cierto, Amalia nos ha invitado el martes a la tertulia que ha decidido empezar en su casa, al estilo de las que se celebran en Francia. Está decidida a ser la sensación de la ciudad. Le he dicho que iríamos, pero no sé qué tal te sentirás…
—Estaré bien, tía. Un poco de distracción es justo lo que necesito.
—¿Estás segura, cariño?
Inés la miró con resignación; claro que lo estaba. Por mucho esfuerzo que le costara, debía obligarse a salir de casa. Cada vez que las campanas de San Pedro marcaban el cambio de hora, se encontraba preguntándose qué estaría haciendo Adrien en aquellos momentos: ¿estaría levantado en su habitación, paseando por el huerto, ante la mesa de la cocina? ¿Tomando un guiso de carne o de pollo, o tal vez habas con manteca y pan de maíz, o un trozo de tocino que Elvira habría añadido en su honor? Allí, charlando con la anciana que intentaría convencerlo de que acabara el plato, recuperándose de aquella herida que pronto sanaría, preparándose para volver a la ciudad.
—Estoy segura, tía. Necesito distraerme.
—Bien, pues entonces me alegro mucho de haber aceptado.
Su conversación fue interrumpida por la llegada de una de las doncellas de la casa.
—¿Dónde quiere que dejemos las cosas, señora?
A Inés aquella pregunta no le pareció nada fuera de lo común. Pero para su asombro, su tía la miró a hurtadillas, con aspecto culpable, antes de contestar:
—Agrupadlas allí mismo, Casilda. Más tarde os diré lo que habéis de hacer con ellas.
Con una reverencia, la criada se fue y de nuevo se hizo el silencio, mientras Teresa se ocupaba de abanicarse con energía.
—¿Qué cosas, tía? —preguntó Inés, sorprendida por el aspecto de incomodidad de su tía.
Teresa Mendoza iba a responder, pero pareció pensarlo mejor. La inquietud creció en Inés. ¿Qué podía hacer que su tía se mostrara tan contrariada?
Escuchó los pasos de las criadas en las escaleras, y luego al fondo del pasillo. Estaba a punto de levantarse para ir a ver por sí misma qué sucedía cuando su tía por fin habló.
—Las cosas del doctor Labat, Inés. He dicho a las criadas que recojan sus cosas y preparen la habitación.
Inés palideció como un cadáver.
—¿Sus cosas? ¿Por qué? ¿Él está…? ¿Le ha pasado algo?
—No, no —se apresuró a contestar Teresa—. Al menos, nada de lo que yo tenga noticias. No se trata de eso.
Inés ni siquiera se preocupó de disimular el alivio que sintió.
—Entonces, ¿por qué, tía?
—Porque hemos de alojar a otras personas.
Se hizo de nuevo el silencio. Inés miró a su tía intentando contener sus emociones, pues temía que sus palabras delatarían lo que escondía su corazón, pero no fue capaz de conseguirlo.
—¿Cuándo decidió echarle así?
Sin desconcertarse en absoluto por la dolida franqueza de su sobrina, Teresa tomó su mano con afecto.
—No le estamos echando, cariño. Cuando volvimos de Albizu le dije a Barrere que, como andaban tan escasos de lugares donde alojar a los recién llegados y ya que Labat aún tardaría un tiempo en volver, podíamos alojar a otras personas, si a él lo trasladaban luego a otro alojamiento. En cualquier caso, tengo que decirte que en Albizu le expliqué a él mismo mis intenciones, y las comprendió y aceptó sin problemas.
Intentando aplacar su dolor, Inés reflexionó con amargura que no era extraño que Adrien hubiera estado de acuerdo. ¿Qué había esperado, encontrarse todos los días en el desayuno después de decirle que nunca más lo volvería a ver? De hecho, de no haber sido su tía quien lo propusiera, estaba segura de que habría sido él mismo quien buscara otro alojamiento. Su maldito sentido del honor no le habría permitido otra cosa.
—Son tiempos inciertos, cariño —continuó su tía, tratando de consolarla—. Adrien Labat es francés, y aunque reconozco que me parece un joven excelente, sé que antes o después tendrá que irse. Y cuando eso suceda, no quisiera que sufrieras por él.
Inés bajó la mirada, mortificada. No sufrir ya no era posible, pero no pensaba dejar que todos comprendieran el padecimiento que el rechazo de Adrien le causaba.
—No sé por qué dice eso, tía —contestó, cuando pudo controlar su voz—. Nunca he sentido la menor inclinación hacia él. —Su tía la miró con amabilidad, pero la incredulidad era evidente en su rostro. No quiso que continuara insistiendo, así que cambió de tema—. ¿Sabe ya a quiénes alojaremos en la casa?
La maniobra de distracción fue efectiva. El semblante de Teresa se oscureció.
—Pues sí. Un general francés y su encopetada esposa, recién llegados de Nápoles. Esta tarde estábamos en casa de los Izaguirre y ha llegado Barrere con ellos. Ha dicho que recordaba nuestra oferta y que parecía caída del cielo, ya que buscaba un alojamiento adecuado para el matrimonio. Mañana mismo los tendremos aquí.
—No parece muy contenta, tía.
Teresa apretó los labios. Y pensar que había sido ella quien había propuesto a Barrere el cambio de huéspedes…
—La esposa es una dama refinada y selecta —contestó con sequedad—. Que todo el rato encontrara aquí puntos de desventaja en comparación con su última residencia tal vez sea solo casual.
Calló de nuevo, e Inés la contempló con triste simpatía.
—¿Tan desagradable es?
—He tenido que contenerme mucho para no darle la respuesta que se merecía.
Inés tomó la mano de su tía.
—No se preocupe, le demostraremos que no tiene por qué arrugar la nariz ante nosotros.
—Muchas gracias, cariño. En fin, ya está hecho y no tiene vuelta atrás. —Su tía le palmeó el brazo con afecto—. Tal vez no debería decir esto, pero confieso que me gustaba tener aquí a Labat. Era un huésped educado y agradable, a pesar de su carácter reservado, y a tu tío le gustaba intercambiar puntos de vista con él. Mucho me temo que las cosas serán muy diferentes ahora con los Duval. Esperemos que su estancia no necesite prolongarse demasiado…
Las palabras de su tía reavivaron el dolor del corazón de Inés.
—¿Y qué será de Labat, tía? ¿Dónde se alojará cuando regrese?
—Barrere no me lo dijo, pero no te preocupes por eso, hija mía. Cualquiera de los edificios ocupados, o incluso el mismo hospital, le servirán. Es un hombre apreciado en la ciudad, e imagino que no le faltarán ofertas de alojamiento.
El súbito recuerdo de la forma en que la tal Louise se apoyaba contra él en la plaza, el día del baile, atravesó los pensamientos de Inés con la precisión de un rayo. Era evidente que no le faltarían ofertas, pensó con amargura. Aduciendo que se hallaba algo cansada, se levantó y pidió permiso a su tía para retirarse. Sabía que no tenía sentido experimentar aquella desazón; pero por mucho que su cabeza dijera que no lo tenía, todo su interior se revolvía rabioso al pensar en él junto a otra mujer.
Pero en vez de subir a descansar, sus pasos se dirigieron a la habitación vacía. Abrió la puerta con precaución y entró. Las criadas ya habían hecho parte del trabajo; la mesa y la estantería estaban vacías, la alfombra arrinconada, el colchón desnudo. En el centro de la estancia, un baúl de cuero descansaba junto a una caja llena de libros y otros bultos más pequeños. No era que Adrien viajara con mucho equipaje, pensó con tristeza. Tal vez porque no tenía mucho a lo que agarrarse en esta vida. Eso era lo que él había dicho. Abstraída, pasó una mano por el rugoso cuero con lentitud.
«Pero había estudiado en Prusia…».
Inés frunció el ceño, mientras rodeaba aquel sencillo equipaje que no hacía honor a la complejidad de aquel hombre. Quería entender algo del misterio que él era y no lo conseguía. Si a los catorce años toda su familia había desaparecido, ¿cómo había conseguido sobrevivir y estudiar medicina? ¿Y es que era posible eso, estar absolutamente solo en el mundo? Había deducido que su familia había desaparecido represaliada por los revolucionarios jacobinos, pero si su madre era inglesa, como le había dicho, ¿era posible que tampoco en aquel país quedara nadie que se preocupara por él? ¿Y por qué motivo había venido a esta tierra, donde tampoco nada parecía retenerle? La ligera sensación de que había algo que se le escapaba recorría su interior. Esa misma sensación, turbadora y extraña, que se había instalado en su ser desde el mismo momento de conocerle.
¿Quién eres, qué eres, Adrien?
Pero el vacío no iba a contestarle. Giró sobre sí misma, dirigiendo una última mirada a sus pertenencias, a aquella habitación solitaria que las criadas arreglarían para el matrimonio Duval. Lo único seguro era que en aquella estancia desocupada y ahora impersonal no encontraría la respuesta a sus preguntas. Con un suspiro apenado, volvió sobre sus pasos, cerró la puerta a su espalda con sigilo y se fue.
El domingo el tiempo cambió y el viento del norte arrastró oscuras nubes cargadas de lluvia. El día, además de desapacible y grisáceo, resultó tedioso, ya que la única distracción que la familia se permitió fue la asistencia a la misa de la colegiata. El resto del tiempo lo pasaron en casa, para fastidio de Inés que, a aquellas alturas, ya sabía a la perfección que lo último que debía hacer era precisamente encerrarse en casa, donde su pensamiento no conseguía apartar el recuerdo de Adrien.
Así que, cuando el lunes se asomó a la plazoleta y vio que había dejado de llover, ni las plomizas nubes ni las súplicas de su tía, recordando su reciente enfermedad, la arredraron. Se había despertado decidida a retomar las riendas de su vida, y eso era lo que pensaba hacer.
La primera de todas aquellas cosas sería acercarse al hospital para comprobar qué tal les iba a Francisca y su bebé. Pasó la mañana intentando concentrarse en el bordado que había comenzado, pero en cuanto sonaron las tres en la torre de San Pedro, se colocó la basquiña negra, un jubón ribeteado de encaje y un chal bordado y, satisfecha por la imagen que el espejo le devolvía —ropa sencilla, pero con ella disimulaba el peso que había perdido durante su enfermedad—, se encaminó hacia el hospital.
Sin embargo, allí le esperaba una sorpresa. Con cierto disgusto, la hospitalera le explicó que no era allí donde debía buscar a Francisca, sino en el campamento de los franceses. Al principio Inés creyó que había entendido mal, pero cuando insistió, su sorpresa fue aún mayor: doña María le dijo que la mujer vivía amancebada con un francés.
Aquella era la última respuesta que Inés esperaba escuchar. Los franceses habían quemado su casa y el marido de Francisca había muerto por su culpa. Era imposible que ahora viviera con ellos. Pero doña María, algo impaciente, le dijo que no sería la primera ni la última que se arrimaba al oro francés, y aduciendo que sus deberes la esperaban, se despidió y la dejó en el vestíbulo, boquiabierta.
Su criada, viendo el semblante pensativo de Inés, trató de convencerla para regresar a casa. Solo hacía un par de meses que la conocía, pero ya había comprendido que el comportamiento de la joven podía ser a veces muy poco ortodoxo. Pero su fracaso fue patente cuando alcanzaron el mercado de la leña, pues desde allí Inés —para desmayo de la mujer— encaminó sus pasos hacia el cuartel general de los franceses.
Pocos minutos después, de pie ante la entrada de aquel edificio, Inés alzó la barbilla, dispuesta a no demostrar que la abundancia de soldados franceses deambulando por sus inmediaciones la intimidaban ligeramente. Con pasos firmes, enfiló la puerta principal del edificio, sin atender las protestas de Flora, que repetía una y otra vez que sus señores la iban a matar por permitir que la joven acudiera a un sitio como aquel.
El centinela que atendía la puerta, un hombre alto y grande de cabello rojizo, la miró con sorpresa cuando ella pasó por su lado, y no fue hasta que estuvo dentro que su voz llegó hasta Inés.
—Mademoiselle, mademoiselle —la llamó con agitación entrando tras ella—. No puede entrar sin mostrar los papeles. ¿Puedo ayudarla en algo?
Aliviada al percibir el tono ansioso, pero no hostil, del hombretón, Inés se volvió hacia él.
—Estoy buscando a una mujer. —Sonrió con todo el encanto que su agitación le permitía, y el hombre parpadeó, azorado—. Me han dicho que trabaja ahora para el ejército francés, tal vez como lavandera o en las cocinas. Es una antigua doncella con la que necesito hablar —añadió a modo de explicación, por si aquel hombre se preguntaba por qué una dama como ella iba en busca de una lavandera.
La explicación resultó eficaz. Con tímida torpeza, el soldado le dijo que encontraría quien pudiera ayudarla.
Procurando no hacer caso al sinfín de miradas curiosas que se posaban sobre ella, Inés esperó en el vestíbulo mientras el hombre recorría la galería, iluminada por altísimas ventanas de cuarterones frente a las que se abrían pequeños aposentos utilizados como despachos. Cuando el hombre encontró lo que buscaba, volvió corriendo hasta donde Inés se hallaba, y con gran satisfacción le solicitó que lo acompañara.
Seguida de cerca por Flora, Inés cruzó el corredor con paso firme hasta el despacho indicado. Su sorpresa no fue menor que su alivio al ver tras la mesa una cara conocida.
—¡Oh, capitán Arnaud! Cómo me alegro de que esté aquí.
Y su satisfacción fue tan sincera y manifiesta que el capitán, no menos sorprendido que ella, sonrió embelesado. Evidentemente dichoso de verla allí, salió de detrás de la mesa y, tomando la mano de Inés, se inclinó sobre ella con algo más de fervor del que resultaba correcto. Luego, como si él mismo fuera consciente de haber sobrepasado las reglas de la cortesía, se retiró para buscar una silla, y hasta que ella no estuvo sentada y comenzó a hablar, no volvió a mirarla.
—No imaginaba que esto pudiera ser tan grande —comenzó Inés para romper el hielo—. Estoy buscando a una persona, pero tal vez ni siquiera esté aquí. No sabía a quién dirigirme, pero gracias a Dios le he encontrado a usted. ¿Cree que podría ayudarme, capitán Arnaud?
—Solo dígame de quién se trata y yo lo encontraré —contestó con gentileza, procurando ocultar la desilusión que le causaba pensar que la joven buscaba a un hombre en aquel cuartel.
Por eso, al escuchar que la persona que deseaba encontrar era una criada, una amplia sonrisa ensanchó su rostro y se levantó al momento para buscar cuanta información pudiera sobre su paradero.
Hasta que Inés no se quedó a solas con Flora —que si no conforme, al menos parecía ya resignada a lo que sus señores quisieran hacer con ella—, no cayó en la cuenta de que no sabía bien qué pretendía hacer cuando encontrara a Francisca. La sorpresa de que hubiera dejado el trabajo del hospital para dedicarse a servir a los franceses la había impulsado a buscar una explicación, pero cuando la consiguiera, ¿qué iba a hacer? ¿Qué podía decir a una mujer que, a pesar de que los franceses hubieran quemado su casa, decidía servirlos llevando con ella a un bebé de dos meses? Estaba reflexionando sobre aquello cuando el capitán Arnaud volvió acompañado por Francisca.
—Aquí está la mujer que buscaba, mademoiselle. Las dejaré solas para que charlen de sus cosas, y esperaré fuera para acompañarla a su casa.
—No es necesario que se moleste, capitán.
—Nunca es tiempo perdido el que tan placentero resulta, mademoiselle. Para mí será un honor acompañarla.
Con esas palabras y una sonrisa, el capitán se retiró. Inés se volvió hacia la mujer, dudando cómo abordar el tema.
—Buenas tardes, Francisca. ¿Qué tal estás?
—Bien, bien… —La mujer se rascó la cabeza, perpleja—. El capitán me dijo que usted me andaba buscando, pero pensé que se había confundido.
—Pues no, ya lo ves. He estado un par de semanas ausente, pero tenía muchas ganas de saber qué tal estabas. Cuando hoy he acudido al hospital para preguntar por ti me han dicho que te habías ido, y que estabas con los franceses, pero no creí… Pensé que debía de ser una confusión y…
Se detuvo, y el silencio resultó extraño, desconcertante.
—Le informaron bien, señorita —dijo al fin la mujer en tono tranquilo—. Ahora vivo aquí.
—Pero ¿por qué, Francisca? ¿Acaso no te trataban bien en el hospital? ¿Te disgustaba el trabajo? Sé que en un sitio así hay cosas que revuelven el estómago, pero…
—No se trata de eso —cortó la mujer—. Yo tengo un estómago fuerte y no me asustan las enfermedades.
Su laconismo confundió aún más a Inés.
—Entonces, ¿qué sucede? No acabo de entenderlo. Sé que necesitabas un trabajo para vivir, pero si no querías el hospital hay otras cosas que podríamos haber intentado.
La mujer la miró con calma, y una sonrisa se insinuó en su rostro.
—Ya he encontrado lo que necesito, señorita, así que no tiene que preocuparse más por mí. Le agradezco mucho lo que hizo el día que murió mi marido; fue usted muy amable y caritativa, y no lo olvidaré jamás, pero ya está todo resuelto.
La mujer cruzó las manos ante la falda, como dando por terminada la conversación. Pero Inés se sentía demasiado perpleja para dejar el tema.
—¿Resuelto? Pero no puede ser… Tú no puedes trabajar para los franceses, no después de que quemaran tu casa.
La mujer abrió unos ojos como platos.
—¿Que los franceses quemaron mi casa? ¿De dónde ha sacado usted eso?
—¿Que de dónde lo he sacado? —preguntó Inés, aún más sorprendida que la mujer—. ¿Acaso no me dijiste tú misma que quemaron tu casa después de llevarse a tu marido?
—¡Pero no los franceses! Mi casa, señorita, la quemaron esos malditos vecinos que se llaman a sí mismos patriotas. Como era la segunda vez que los franceses se llevaban a mi marido como guía, les dio por decir que éramos traidores, que nos habíamos pasado a los franceses. Usted no sabe la de veces que discutí con la mujer del alcalde, y la de ellas que tuvieron que separarnos cuando ya nos habíamos enganchado por los pelos. «Que yo soy más patriota que tú y tu marido juntos», le gritaba, pero nada; esa es de las que siempre anda a la greña. Así que el día que mi marido se fue, debió de ver el cielo abierto; les calentaría los cascos a unos cuantos, y allá que se fueron los vecinos con unas teas para dejarme con lo puesto.
Aquella revelación dejó a Inés estupefacta.
—Aun así… —reaccionó al cabo de unos segundos—. Aun así, vivir con los franceses, seguir a su ejército… No puedes criar así a tu hijo.
—¿Ah, no? —Sus ojos brillaron con burla—. ¿Y sería mejor criarlo en un pueblo donde lo señalarían y nadie lo defendería cuando los demás muchachos lo atacaran a pedradas?
—No, no, eso no. Comprendo que ya no quieras volver a tu pueblo, pero trabajar para ellos no…
—No trabajo para ellos —espetó con orgullo—. Ni tampoco me he amancebado, como seguramente le habrán dicho. Me he casado. Ahora soy madame Renard —concluyó, elevando la barbilla con jactancia.
Cuando Inés creía que no podría sorprenderse más, llegaba aquella increíble declaración. Su total desconcierto suavizó a Francisca.
—Mire, señorita, le agradezco la ayuda que me prestó, pero yo ya he resuelto mi vida. Renard es un buen hombre. Lo conocí en el hospital cuando vino a visitar a un amigo herido. Yo estaba con Juanillo descansando junto al roble, y él se acercó para hacerle unas gracias al chiquillo. Comenzamos a charlar y me contó que su mujer y su hijo fallecieron de fiebres hacía un año y él decidió alistarse. Un tema llevó a otro, y luego a otro… Vino todos los días durante una semana, y al final me propuso matrimonio. Tiene una granja en algún lugar cerca de Nantes de la que ahora se ocupa un hermano menor, pero está deseando volver allí, ¿sabe? A mí me parece bien irnos, porque total no tengo familia y él se va a ocupar de que mi hijo sea un hombre de provecho. Usted me dirá que es francés, y yo le diré que sí; pero la culpa de esta guerra no la tienen los hombres como él, sino esos grandes políticos y generales llenos de sueños de grandeza y ambición, que contemplan las batallas desde unas Cortes o desde los cerros donde nunca llega la pólvora. Y de esos los hay tanto entre los franceses como entre los españoles. Y en cuanto a la vida del ejército, no es más dura que la que llevaba en mi casa, y la prefiero con mucho a trabajar encerrada entre cuatro paredes en un hospital. Así que, ea, felicíteme si quiere, y si no quiere no lo haga, pero sepa que yo estoy contenta, y si yo lo estoy nadie más tiene nada que decir.
Sin salir de su asombro, Inés asintió.
—Discúlpame, Francisca, tienes razón. Es solo que no lo esperaba. Tu marido falleció hace tan pocos días que no… Que no comprendo cómo tu afecto puede ya corresponder…
—¿Afecto? —La mujer rio como si hubiera escuchado una broma—. Yo no me puedo permitir esos remilgos, señorita. Si quiere saberlo, y aunque no tengo por qué decírselo, mi marido era un hombre de mal temperamento y con la mano muy larga, así que… —Se encogió de hombros—. Y, además, eso de enamorarse de un hombre hasta el tuétano nada más verlo es cosa de cuentos. Si me quedara sentada esperando encontrar un hombre que me volviera loca podía morirme esperando. Esas cosas no pasan. Y si alguna vez pasaran, ni siquiera estoy segura de que sea cosa buena. Yo ya tengo un padre para mi hijo, y ahora, si no le importa, me vuelvo con el Juanillo, que lo dejé a cargo de una compañera para venir aquí y la estará volviendo loca.
—Por supuesto, Francisca. Ya que tienes las cosas tan claras, solo me queda desearte que tengas mucha suerte. —Inés se puso en pie para despedirse—. Cuídate.
—Usted también, señorita. Y si alguna vez conoce a un hombre que la convenga, láncese sin dudar. La vida son dos días, y uno lo pasamos esperando.
Hizo una reverencia y salió de la sala sin entretenerse más. Inés se quedó pensativa, contemplando el hueco por donde había desaparecido, hasta que el capitán Arnaud volvió a buscarla.
La conversación con la mujer le había dado mucho sobre lo que pensar. Tomó el brazo del oficial y se encaminaron a la salida del cuartel seguidos por Flora, mientras él le explicaba una anécdota que acababa de suceder en la cantina y ella reía por cortesía, algo distraída.
El aire era fresco y había comenzado a caer de nuevo una lluvia finísima pero molesta. Arnaud abrió por ella su paraguas y se lo entregó. Inés le sonrió, agradeciendo su gesto galante, y tomó otra vez el brazo ofrecido.
Entonces lo vio. Allí, parado en medio del camino de entrada. Tan imponente y perturbador como siempre, pero rígido, sorprendido y desolado.
Casi tan desolado como ella.