24

Al día siguiente, el cansancio ocasionado por la velada de la noche anterior no evitó que las habitantes de la casa tuvieran que ocuparse de su huésped. La señora Duval, a pesar de la poca estima que le ocasionaba el carácter de sus nuevos conciudadanos —porque todas ellas comprendían bien que cuando la mujer los describía como pintorescos quería decir salvajes, cuando hablaba de ropas vistosas quería decir vulgares, y «costumbres animadas» significaban «conductas bárbaras»—, había solicitado a su anfitriona que la acompañara a visitar lo que mereciera ser visto en la ciudad. Pero su tía, que además de estar cansada, encontraba la altanería de aquella mujer profundamente irritante, había rogado a sus sobrinas que no la dejaran a solas con ella. Así que habían pasado la mañana recorriendo calles, paseos y poco más, porque a excepción de algunos nobles y hermosos palacios, la mayoría de edificios que hubieran podido enseñarle estaban ocupados, de una manera u otra, por el ejército y la intendencia franceses.

Así pues, no fue hasta aquella tarde cuando Clara, que durante toda la jornada había contenido su frustración por no poder hablar a solas con su hermana, pudo dirigirse a ella con discreción.

Estaban en su cuarto, tumbada cada una en su cama, con las contraventas entornadas lo suficiente para que la habitación se sumergiera en una tenue penumbra, pero ninguna de las dos dormía. Inés contemplaba el techo, distraída, y su hermana, tendida sobre un costado y con la cabeza apoyada en el antebrazo, la contemplaba a ella.

—¿Vas a dormir? —preguntó al fin, porque de alguna manera tenía que empezar la conversación.

Inés volvió la cabeza.

—No.

—Pensé que tal vez tenías sueño.

—No.

—Es que esta noche me ha parecido que te levantabas y bajabas las escaleras… He supuesto que no has podido dormir bien.

Clara creyó percibir una ligerísima vacilación en su hermana, pero su voz sonó tan serena como solía.

—Me he desvelado y he bajado a beber un poco de agua, pero he dormido bien.

—No sé, tienes aspecto de estar fatigada. O inquieta.

Los ojos de Inés se clavaron en su rostro con indiferencia.

—Habrá sido el paseo de esta mañana. Esa mujer es tan irritante como un baño de ortigas.

Clara desvió la mirada, posándola en la jarra que descansaba sobre el tocador; no sabía bien cómo insistir, pero tampoco estaba dispuesta a ceder.

—Si sucediera algo importante, me lo dirías, ¿verdad? —comenzó de nuevo, intentando no mostrarse ansiosa.

Inés giró sobre su costado, imitando la postura de su hermana.

—¿Qué te preocupa, Clara?

—¿A mí? Nada. No es a mí a quien le preocupa algo. O bueno, tal vez sí… Me preocupas tú.

—¿Yo? ¿Por qué iba a preocuparte yo?

—Porque estás triste. Porque estás como ausente. Porque no me quieres decir lo que te pasa.

—Porque no me pasa nada.

Pero Clara, una vez que se había decidido, no pensaba dar su brazo a torcer.

—Es por Labat, ¿verdad? Entre vosotros dos pasa algo.

Aquella vez Inés no pudo permanecer impasible ante el comentario. Se incorporó en la cama sin dejar de mirarla, pero sus mejillas se habían encendido.

—No sé a qué tipo de «algo» te refieres.

Aunque Clara era muy capaz de decirle qué era ese algo, acostumbrada como estaba a sentir por su hermana una admiración rayana en el respeto reverencial, no fue capaz de encontrar las palabras adecuadas. Bajó la vista hacia su mano, que jugueteaba con el borde de la colcha.

—Te… gusta, ¿no es así?

Transcurrieron varios segundos sin respuesta en los que Clara no se atrevió a levantar los ojos. Había hablado de gustar, pero las turbulentas emociones que captaba en su hermana le decían que aquello era mucho más profundo.

Cuando Inés contestó, sus palabras sonaron tan tensas y forzadas que parecían arrancadas de su garganta.

—Depende de a lo que te refieras por gustar.

En esta ocasión fue Clara quien enrojeció.

—Pues… no lo sé. Imagino que te resulta atractivo, y te gusta su compañía. En Albizu te vi mirarlo algunas veces… Nunca te había visto mirar así a un hombre.

Inés no contestó, pero Clara siguió con la mirada fija en su propia mano.

—Incluso he llegado a pensar que hay algo más, que sientes algo por él. —Y alzó la vista para mirar a su hermana con precaución—. Pero no me has dicho nada, ni una palabra… Y yo no puedo evitar preguntarme si es así. Sé que dirás que no es de mi incumbencia, y tal vez sea verdad; y si te viera feliz no diría nada. Pero la verdad es que no pareces feliz. Y quiero ayudarte.

Las palabras de su hermana agitaron de tal manera el cúmulo de emociones que atenazaba el corazón de Inés que estuvo a punto de echarse a llorar. No, no era feliz, pero confesar en voz alta lo que sentía no iba a hacer que eso cambiara. Por otro lado, tampoco era capaz de mentir a Clara abiertamente, negando algo que su rostro y su voz delatarían. Dejó transcurrir varios segundos antes de contestar.

—¿Y de qué serviría admitir lo que siento, si él no puede corresponderlo?

Y a pesar de sus intentos de mantener la firmeza de su voz, el dolor brotó en sus palabras como el agua clara brotaba en un manantial.

Clara, que apenas había visto nunca a su hermana perder la serenidad, se sintió consternada. Se levantó de la cama y se sentó junto a ella, abrazándola con afecto.

—¿De veras crees que él no te corresponde? Ayer en casa de los Sarriegui lo vi mirarte mientras bailabas con Arnaud. Tú no te diste cuenta hasta que chocaste con él, pero llevaba un buen rato sin quitarte ojo. Y tal vez yo sea joven, pero no soy tonta; te garantizo que le costó un triunfo no arrancarte de los brazos de Arnaud en ese momento.

—No se trata de eso, Clara —suspiró con pesar, acariciando distraída el brazo que su hermana aún mantenía alrededor suyo—. No importa lo que sienta por mí, va a anteponer su deber a sus sentimientos.

Clara frunció el ceño.

—Supongo que eso es muy loable, pero no acabo de entender que admitir lo que siente por ti pueda interferir en su trabajo como médico.

Inés negó con la cabeza.

—No se trata de eso —repitió. Y al instante pensó que ese era el problema: que nunca se trataba de nada, porque las explicaciones de Adrien eran tan vagas, tan evasivas, que ella misma no las llegaba a comprender.

—¿Por qué no iba a poder cumplir con su deber aunque se casara contigo?

—¡Clara, por favor! —suplicó Inés, a quien el tema resultaba demasiado doloroso—. No hables de eso, está fuera de lugar. Nosotros no hemos hablado de eso…

—Luego habéis hablado —insistió su hermana con terquedad—. Habéis hablado, pero tú no me vas a convencer de que estás de acuerdo con lo que sea que haya propuesto.

—No tengo que convencerte de nada.

—Así que tú le amas, él te ama —cortó con la mano la protesta de Inés—, pero estáis los dos sufriendo como una pareja de bobos. Y lo peor de todo es que tú no eres capaz de dar una respuesta lógica a por qué estáis así.

—¡Basta ya, Clara! El amor no tiene nada que ver en esto. El amor está muy bien en esas noveluchas que Beatriz te ha prestado a escondidas de nuestra tía, pero la vida real es otra cosa. Eso de que el amor lo puede todo y esas tonterías… desengáñate. La vida es dura y difícil. Y muchas veces amarga. Y nadie se muere por eso. —Se puso en pie—. Y, ahora, basta ya de tonterías. Si no tienes sueño, puedes ayudarme a terminar de devanar las madejas de lana.

Clara habría seguido protestando, pero comprendió que el dolor de su hermana era todavía mayor de lo que había creído, y pudo intuir que el hecho de insistir no la ayudaría. Inés se había levantado para tomar una pequeña cesta de mimbre llena de madejas que reposaba junto al tocador. Clara intentó encontrar la mirada de su hermana mientras tendía la mano para aceptar la madeja, pero Inés no apartó los ojos de la cesta. Cuando acercó la silla para sentarse y comenzar el proceso, Clara ya había tomado su decisión: si su hermana no estaba dispuesta a hacer lo posible para convencer a Labat de que ambos estaban haciendo una perfecta majadería, sería ella quien se lo dijera, lisa y llanamente.

—¿De quién se trataba?

DuMarin apretó los labios, hosco. De buena gana callaría la respuesta. En cualquier circunstancia, andar preguntando a los amigos de un hombre a quien ni siquiera conocía por sus amores era bochornoso; pero tener que cabalgar casi hasta Alsasua para encontrarlos, hacerles aquella pregunta acogida con sorpresa y malestar, para explicarles a continuación que su amigo estaba al borde de la muerte, había sido indigno.

Luego, a pesar de su cansancio tras la cabalgada —por no hablar del riesgo que había corrido al acudir solo—, había tenido que buscar a los soldados que auxiliaron a Durand tras el ataque para interrogarlos, lo que había sido muy mal recibido por los hombres.

Y al coronel solo se le ocurría reprenderle por no haber tenido disponible la información a la hora solicitada…

—De la hija de sus anfitriones, Beatriz Sarriegui —contestó, malhumorado.

La expresión del rostro de Mouret se mantuvo imperturbable, pero un destello de satisfacción cruzó su mirada mientras abandonaba el lugar que ocupaba junto al archivador y tomaba asiento ante su mesa.

—Muy poco original. Bien, DuMarin, vaya a buscar al doctor Aguirre y tráigalo aquí.

DuMarin, que llevaba ya unos minutos pensando en el cómodo colchón que le aguardaba en la confortable casa de sus anfitriones, no pudo evitar que la contrariedad se reflejara en su tono.

—¿Ahora mismo? Pero es casi de noche.

—Como si es el fin del mundo.

Conteniendo a duras penas su fastidio, su ayudante salió del despacho, camino de la vivienda del doctor Aguirre. Pero cuando, diez minutos después, llegó al primer cantón de la calle Cuchillería, donde se hallaba la casa del hombre, su irritación aumentó hasta límites insospechados: su llegada, solicitando al doctor que lo acompañara en aquel mismo momento, no fue bien recibida en absoluto. El doctor protestó vivamente contra aquella intromisión entre el caldo que acababa de terminar y el guiso de carne que aún no había comenzado. En cualquier otro momento, DuMarin podría haber simpatizado con cualquier hombre que se quejara de la prepotencia de Mouret; pero aquella noche su estómago le recordaba ruidosamente que, desde el mendrugo de pan y el tazón de legumbres que había tomado en una venta del camino de Alsasua, no había tenido ocasión de ingerir nada, y las protestas del doctor solo acentuaron su mal humor. A punto de perder la paciencia, le conminó a dejarse de excusas y acudir con él al cuartel.

Así que un cuarto de hora después, la única persona satisfecha de las que se hallaban en el despacho de Mouret era él mismo. Aguirre, sentado ante la mesa del coronel, protestaba acalorado por la falta de respeto que suponía arrancarle de su casa a aquella hora tan intempestiva, y DuMarin, de pie junto a la puerta, solo esperaba que el coronel le pidiera que se fuera y los dejara a solas. Y cuando eso al fin sucedió, salió tan rápido como pudo, aliviado de no tener que volver hasta el día siguiente.

—Pues usted dirá —refunfuñó el doctor Aguirre cuando ambos quedaron a solas.

—Quería saber qué familiares jóvenes y varones tiene Beatriz Sarriegui.

—¡¿Me ha sacado de mi casa a estas horas para preguntarme por los familiares de una muchacha?! —preguntó Aguirre con incredulidad.

—Usted conoce a todos los notables de la ciudad y a muchos de la provincia —continuó Mouret sin inmutarse—. Sé que los Sarriegui no tienen hijos, pero ¿tienen algún sobrino, primo o hermano joven?

—¿Me lo está diciendo en serio? ¿De veras me ha hecho dejar mi guiso de carne por eso? —El doctor se inclinó hacia delante en la silla con tanto ímpetu que sus gafas resbalaron sobre su nariz.

—«Eso» es algo importante. ¿Piensa contestarme o no?

Pasmado, Aguirre decidió tomarse su tiempo; algo había escuchado sobre la debilidad del coronel por las mujeres hermosas, pero sacarle de su casa a aquellas horas de la noche para cotillear acerca de una de ellas era intolerable. Se quitó las gafas, extrajo un pañuelo de su bolsillo, las limpió cuidadosamente y se las volvió a colocar sobre la nariz.

—Ahora mismo no recuerdo…

El puño de Mouret golpeó la mesa con violencia, haciendo que la botella y los vasos que descansaban sobre ella se tambalearan.

—No me tome por idiota, Aguirre. ¿Qué parientes jóvenes tiene Beatriz Sarriegui?

La grosera reacción del coronel indignó al doctor, pero también lo acobardó un tanto.

—Bastantes —contestó a regañadientes—. Su padre tiene otros tres hermanos, y su madre tenía cuatro hermanas y dos hermanos. Y todos ellos tienen varios hijos. Son una familia extensa.

—¿Todos viven en los alrededores de Vitoria? ¿Alguno vive cerca de Subijana?

—No estoy seguro. Uno de los Sarriegui vive en Zaragoza y otro en Campezo. Todavía mantiene una casa pequeña en la ciudad, pero apenas viene. El otro sí, vive aquí con sus dos hijas. Unas muchachas encantadoras, aunque algo calladas. La madre, que es una Abando, está empeñada en que hagan unos matrimonios brillantes. No es que yo crea… —Se interrumpió al observar que el rostro del coronel enrojecía de furia—. En cuanto a la familia de la madre… déjeme pensar… son bastantes… El hermano mayor, Carlos…

Exasperado, Mouret resopló con irritación. Tenía que resultar que aquella fuera una de las familias más extensas de la ciudad. Decidido a cortar la cháchara insufrible del médico, iba a exigirle que aquel árbol genealógico se lo pusiera por escrito cuando una de las palabras llamó su atención.

Levantó la cabeza de golpe.

—¿Qué ha dicho?

—Digo que fue una pena que murieran tan jóvenes, pero el abuelo…

—No, después de eso. ¿Qué nombre ha dicho?

—Martín de Artola.

Mouret volvió a bajar la cabeza. Cuando el doctor había comenzado aquel nombre, hubiera jurado que… Pero no, no tenía ni idea de quién era.

—Era el apellido del padre —continuó Aguirre, disfrutando tanto de la oportunidad de exponer sus conocimientos que a aquellas alturas había olvidado su justa indignación—. Su madre, Felisa Ochoa, falleció en el parto. Luego el padre se volvió a casar con una mujer de Emaiza, y se fueron a vivir allí, a un caserío que tenían al pie del monte, cerca del pueblo. Pero el padre murió al poco tiempo, y Felisa lo cuidó como si fuera su propio hijo. Luego también ella falleció hará dos o tres años y él heredó la casa y la tierra. Por eso al crío le llaman con el apellido de la familia de ella, aunque sea un Artola.

Antes de que continuara su explicación, Mouret alzó la mano para detenerlo. Sus ojos brillaban con expectación.

—¿Cómo lo llaman?

Incluso antes de escuchar la respuesta, sabía que había encontrado lo que estaba buscando.

—Aramburu. Le llaman Martín de Aramburu.

El primer día de septiembre había amanecido grisáceo y fresco. Las nubes se arremolinaban en las cimas de las montañas que rodeaban la ciudad, y los adoquines de la calle aún reflejaban el rastro de la fina llovizna que había caído al amanecer. Clara soltó la cortina de la ventana y volvió la cabeza hacia la puerta al oír los pasos que se acercaban.

—La tía me ha dicho que vas a ir de compras con las Zárate —dijo Inés al entrar, mirándola de reojo mientras tomaba la labor que había comenzado la víspera.

Clara se volvió para mirarla, apoyándose en la pared.

—Sí. Elena necesita un chal nuevo, y me pidió que la acompañara. Pero si prefieres que me quede contigo…

—¿Yo? —Inés la miró de soslayo, sorprendida. Luego se acomodó en la silla y colocó el bastidor sobre las rodillas—. Sé cuánto te diviertes con ellas, y no se me ocurriría fastidiarte el plan.

—Pero si no quisieras estar sola… —insistió Clara.

—En realidad no tenía pensado quedarme en casa. —Tensó el hilo que había introducido por el ojo de la aguja y, tomando los extremos, hizo un rápido nudo—. Quiero saber qué tal está Juanillo.

—¿Quién?

—Juanillo. El hijo de Francisca, la mujer del hospital. —Inés clavó la aguja en la tela y tiró de ella hacia arriba—. Quiero ver qué tal le va.

Esperanzada, Clara se apartó de la pared y colocó sus manos sobre el respaldo del sofá.

—Entonces, ¿vas a ir al hospital?

Inés negó con la cabeza, mientras la aguja volvía hacia abajo.

—No, ella ya no está en el hospital. Viven en el cuartel, ¿recuerdas?

—Así que no vas a ir al hospital —musitó Clara, disfrazando su decepción.

—No. —Inés no aparto la vista de su labor, y sus puntadas se volvieron más enérgicas—. ¿Para qué iba yo a ir al hospital?

Clara la contempló con impotencia; su hermana fingía estar concentrada en su labor para no contarle nada, era evidente.

—Eso, ¿para qué? —murmuró mientras tomaba el sombrero que había dejado sobre una silla y se acercaba al espejo.

Algo en su tono hizo que Inés por fin levantara la vista de la labor.

—¿Te vas ya?

—Sí. ¿Quieres algo?

A través del espejo las miradas de las hermanas se cruzaron unos segundos. Inés negó con la cabeza y volvió a inclinarse sobre su labor. Clara se colocó los guantes y se acercó a la puerta.

—Llévate paraguas —aconsejó Inés cuando ella ya salía, sin volver a mirarla.

En el quicio de la puerta, Clara se detuvo y se giró para contemplarla. En realidad, ningún observador ajeno que mirara en aquellos momentos a su hermana encontraría otra cosa que sosiego, pero Clara la conocía. La conocía muy bien. Dos finas líneas se marcaban alrededor de su boca, y aunque había sonreído en varias ocasiones, en ninguna de ellas la sonrisa había alcanzado sus ojos. Podía decirle que estaba estupendamente, que lo que más le apetecía en el mundo era hablar con Francisca, o cualquier otra ocurrencia que tuviese, pero Clara sabía que no era así, y que su orgullo le impediría hacer algo para solucionar lo que le dañaba. Pero si Inés no sabía lo que le convenía, ella sí. Bajó las escaleras con rapidez, y sin esperar a que Flora apareciera para acompañarla, salió a la calle, segura por completo de lo que debía hacer.

Adrien se detuvo, disgustado. No tenía ninguna gana de discutir en aquellos momentos con Mouret.

—Solo será un momento —insistió el coronel—. Aunque si lo prefiere, estoy dispuesto a hablar aquí.

Hizo un gesto ampuloso con la mano, indicando el espacio que los rodeaba.

Adrien no necesitaba mirar para saber que los heridos que estaban conscientes los estarían mirando con curiosidad. Y aunque hablar con Mouret no tenía lugar en su lista de prioridades, comprendía que sería imposible evitarlo.

—Está bien, vayamos a mi despacho —aceptó con cierto tono de hastío.

Salió de la sala hacia la puerta del fondo, seguido por Mouret. Su instinto le avisaba de problemas, y su instinto jamás se había equivocado. En fin, pensó al empujar la puerta para pasar, siempre había sabido que Mouret podía complicarle la vida, y parecía que el momento había llegado. Se sentó tras la mesa del despacho, sin ofrecerle a Mouret que hiciera lo mismo.

—Usted dirá —comenzó con frialdad, recostándose en la silla.

Pero incomodar al coronel no era fácil. Con calma, Mouret echó un vistazo en derredor y tras observar sus posibilidades, se dirigió al armario de las medicinas para tomar la silla que se apoyaba contra su puerta. En cuanto lo hizo, la puerta comenzó a crujir y abrirse con lentitud.

—La silla estaba para eso —comentó Adrien con sorna.

—Claro, mejor una silla que repararla —respondió Mouret con desprecio, colocando la silla ante la mesa.

—Si esa puerta fuera la única cosa rota de este hospital no dude que ya la habría reparado. Pero dudo que haya venido a discutir el presupuesto de que dispongo. Hace solo un par de meses me dejó claro que tendría que arreglarme con mis dificultades.

—Tiene razón. No he venido para hablar de eso. He venido para hablar del ataque que sufrió en Albizu.

Si aquello le sorprendió, Adrien se cuidó mucho de demostrarlo.

—Hable entonces, Mouret. Yo le escucho.

A pesar de su determinación de no dejar que aquel hombre lo provocara, Mouret no pudo evitar que un destello de odio se reflejara en su rostro.

—Celebro que todo esto le importe tan poco —contestó con gelidez—. Sorprendente, si tenemos en cuenta que estuvieron a punto de matarle, según dijo.

—¿Según dije? ¿Así que no cree que estuve a punto de morir? —Adrien se puso bruscamente en pie, mientras sus labios esbozaban una mueca despectiva—. Bien, ambos somos hombres ocupados y no tenemos tiempo para tonterías, así que dígame de una vez qué quiere de mí.

El súbito e inesperado cambio en el rostro de Adrien sorprendió a Mouret, desconcertándolo, pues los ojos habitualmente impasibles del médico se habían oscurecido, adquiriendo un brillo frío y despiadado. Rehaciéndose, se puso en pie para igualar al menos la desventaja de la altura.

—El otro día hubo un ataque a un correo y su escolta cerca del paso de Subijana. Uno de los oficiales sobrevivió.

—Lo sé. Lo trajeron al hospital, ¿recuerda? Pero hace apenas media hora que ha fallecido.

—Qué conveniente… —replicó con sarcasmo—. Menos mal que ayer pudo decirme el nombre del cabecilla de los brigantes que les atacaron.

—Al margen de que su comentario revele su nula sensibilidad, el hecho de que tenga al fin un nombre me parece muy bien —contestó Adrien, impasible—. Ya era hora de que consiguiera algún resultado en su lucha contra los bandoleros. En algunos círculos se comentaba que Barrere estaba pensando realizar algunos cambios… Y eso que arrancó a un herido de mi hospital para torturarlo salvajemente…

—¿No tiene siquiera una mínima curiosidad sobre el nombre que reveló? —preguntó Mouret, intentando disimular la rabia que la indiferencia de Labat le provocaba.

—Si quiere que sea sincero, en absoluto. Mi labor es salvar vidas, la suya detener a los hombres que hostigan y agreden al ejército. Yo no he podido salvar a Durand, ni pude evitar que usted matara a aquel brigante, y eso es lo único que me incumbe.

—¿Ah, sí? —preguntó Mouret, cada vez más irritado—. ¿Y no le incumbirá, ni aunque le diga que el cabecilla es Martín de Aramburu?

La mirada de Mouret se clavó en los ojos de Adrien con satisfacción, dispuesto a disfrutar de su triunfo, pero para su desconcierto la reacción de Adrien no fue la esperada.

—¿Martín de Aramburu? ¿El hombre que vino a Albizu el día que me atacaron? —preguntó con tranquilidad.

—El mismo.

—Vaya por Dios… Quién lo iba a decir.

Adrien meneó la cabeza en un gesto de incredulidad, pero no dijo nada. Ambos hombres se quedaron en silencio. La impaciencia de Mouret iba en aumento.

—Mañana enviaré un destacamento para detenerlo. Saldrán de la ciudad al amanecer.

Adrien lo contempló con aprobación.

—Me parece muy bien, Mouret, ahora comienza a hacer lo que Barrere le encargó. Lo que no sé es por qué me cuenta todo esto.

—Ese hombre se interesó mucho por usted, según dijo.

—Sí. ¿Qué tiene eso que ver?

Mouret jugueteó con el extremo de su cuidado bigote.

—Resulta curioso que siendo un brigante, y habiendo acabado con tantos soldados, sin embargo a usted le permitiera seguir vivo.

Adrien enarcó una ceja con frialdad.

—¿Sí? A mí no me lo parece. En primer lugar, estaba herido. Y en segundo lugar, soy un civil, no un soldado. Y tal como están las cosas en estos momentos, un civil especialmente necesario.

—¿Sí? —Los ojos de Mouret brillaron de cólera—. ¿Porque atiende a los brigantes? ¿Porque los ayuda sin dar cuenta de su paradero? Eso puede estar muy cerca de la traición.

Para su sorpresa, Adrien dejó escapar una carcajada.

—Conque de eso se trata… ¿Ahora soy sospechoso de ocultar a los brigantes? Por Dios, Mouret, cierto que jamás me ha resultado simpático, pero hasta ahora le tenía por un hombre inteligente… Mi trabajo es atender a cualquier herido que solicite mi ayuda. Si así no lo hiciera estaría violando el juramento que hice al ordenarme en esta profesión. Pero no se confunda, no solo es mi deber, o el de cualquier cirujano francés presente en este país en estos momentos, como bien podrían explicarle Larrey o Percy; es también cosa de sentido común. Teniendo en cuenta que debemos depender casi en exclusiva de los medios locales para ejercer nuestro oficio, ya debería saber que estar en buenos términos con los habitantes de la región es vital. No conozco otra manera de acceder a las medicinas que necesitamos, y es la única posibilidad de que podamos hacer algo por los cientos de soldados heridos y enfermos con que nos encontramos cada día. Dejar morir a un español es algo que no haré si puedo evitarlo, sea cual sea su delito; y si lo hiciera, tenga por seguro que no sería capaz de lograr de nuevo esas medicinas tan necesarias que ahora a duras penas consigo encontrar. Pero —su rostro se tensó, y dio un paso adelante—, si lo que está sugiriendo es que, además de curar a cualquier herido, escondo a los brigantes de las autoridades competentes, lo que tiene que hacer es detenerme, en lugar de venir aquí a hacerme perder el tiempo, intentando sonsacarme Dios sabe qué información.

Ambos se contemplaron desafiantes. Mouret apretó los puños para contener su ira. El maldito médico estaba muy seguro de sí mismo; sabía perfectamente que detenerlo sin pruebas, sabiendo cuánto lo apreciaba Barrere, sería una locura. Intentó recuperar el terreno perdido.

—¿Va a negar que conoce a Martín de Aramburu?

—¿Negarlo? Cómo voy a negarlo… ¿Acaso no le he dicho nada más mencionarlo usted que el hombre vino a Albizu?

Mouret inspiró hondo, decidido a insistir, a pesar de que su seguridad comenzaba a resquebrajarse.

—Y allí debieron de tener ocasión de verse a menudo.

Adrien lo miró con fastidio.

—Mire, Mouret, si no tuviera obligaciones que atender, podría seguir esta curiosa charla, pero las tengo, y muchas. Haga lo que tenga que hacer; si cree que debe detenerme, hágalo. En cuanto a Martín de Aramburu, aunque es cierto que allí pude conocerlo, no pienso impedir que vaya a detenerlo. Su obligación es arrestar a los brigantes, así que hágalo de una vez, y déjeme en paz. ¿Satisfecho?

Mouret le dedicó una mirada de odio. No, no estaba satisfecho en absoluto. Pero aún no había dicho la última palabra.

—¿Y ella?

Adrien había vuelto junto a la mesa y comenzado a ordenar unos papeles.

—¿Ella? ¿Qué «ella»? —preguntó sin levantar la vista del fajo.

—Ella. Inés de Mendívil.

Adrien detuvo el movimiento de las manos, y sin apenas levantar la cabeza miró a Mouret.

—¿Qué pasa con ella? ¿Es que le ha vuelto a golpear?

—Ella conoce a Aramburu —contestó Mouret con crispación, a punto de perder la paciencia.

—Como mucha otra gente, imagino.

—Aramburu estuvo en casa de la muchacha.

—Sí. Él y yo. Según usted, hombres afortunados, ¿no es así? —Sonrió con sarcasmo, y volvió a ocuparse de los papeles.

—Tal vez ella tenga que ver con los brigantes… Demasiada casualidad que le ataquen a usted, ella le encuentre y uno de los insurgentes sea asiduo a su casa.

—¿Sí? —inquirió con calma—. Las casualidades existen, pero en este caso me temo que voy a decepcionarle; si él acudió a la casa fue porque la muchacha le gusta. Sí, Mouret, también él. Pero cuando comprobó que Inés se dedicaba por completo a mi cuidado, se indignó y se marchó. Una tontería por su parte, porque era lógico pensar que ella me cuidaría. ¿No le parece lógico, Mouret?

Levantó la cabeza y su mirada se posó en su adversario con seguridad.

—Al fin y al cabo, nos hemos visto en múltiples ocasiones en casa de sus tíos, y yo diría que no le soy indiferente. Veo por su expresión que esto le disgusta, Mouret, pero ¿acaso no habría usted hecho lo mismo en mi caso? Una hermosa enfermera, sí… Altiva y orgullosa por fuera, pero dulce y complaciente si se la sabe manejar… Porque puedo garantizarle que cuando su corazón se conmueve es complaciente, Mouret. Pero usted es un hombre demasiado vehemente, ella no aprecia su falta de romanticismo. Debe cambiar sus modales y tener más paciencia, si quiere aspirar a un premio así… Debe aprender a halagarla, a intrigarla… Yo podría decirle cómo…

Mouret sintió que una llamarada de celos subía por su pecho.

—Maldito idiota, ella ni siquiera le importa.

Adrien dejó escapar una suave risa mientras guardaba algunas de las hojas en el cajón, pero sus ojos se endurecieron al posarse sobre el coronel.

—¿Importarme? ¿En qué está pensando, Mouret? Aquí estamos solo de paso, hasta que el emperador se decida a enviarnos los refuerzos que le han reclamado con insistencia. Luego nos espera un difícil camino hasta Madrid, y en él no habrá tiempo de pensar en las jóvenes que hayamos conocido, por deliciosas que sean. Pero no se preocupe, estoy seguro de que allá encontraremos a otras tan hermosas como ella, y seguramente más sofisticadas. —Lo miró de hito en hito, y la cínica sorpresa que reflejó su mirada se fue tornando en burlona compasión—. Pero, hombre, no me irá a decir que sus intenciones eran más serias…

La cólera que hervía en Mouret le impidió contestar. Apretó los dientes, dedicó una mirada cargada de odio a Labat, dio media vuelta y salió de la sala a grandes pasos.

Un par de segundos después de quedarse a solas, la sonrisa cínica de Adrien desapareció, y en su semblante se reflejaron con claridad la inquietud y la preocupación. No dudaba de que Mouret no tenía pruebas de nada y por ello no iba a arrestarlo, pero tampoco dudaba de que si aquel hombre necesitaba pruebas, pruebas pensaba obtener.

Aún permaneció unos momentos pensativo. Luego apretó los labios y con firme determinación siguió el camino que había tomado el coronel, cerrando la puerta a sus espaldas.

Instantes después, la puerta del pequeño cuarto que se utilizaba para guardar sábanas se abrió poco a poco. Parpadeando después de permanecer en la oscuridad, y apartando con la mano las lágrimas que corrían libres por su rostro, Clara se acercó de puntillas a la puerta y la abrió con precaución. Miró a ambos lados del pasillo, y cuando estuvo segura de que no había nadie, echó a correr por él y no se detuvo hasta que alcanzó la calle. El miedo había colocado un nudo en su estómago, pero tenía que obligarse a ser valiente. Con el corazón latiendo alocado en su pecho, se dirigió a su casa, a ratos andando, a ratos corriendo. Toda su mente estaba centrada en lo que había escuchado en aquel despacho, y ahora la suerte de aquel a quien amaba dependía de ella.