3
Cuatro días después, Inés, seguida por una de las criadas de su tía y protegida por un parasol, ascendía la colina por el cantón más cercano a su casa. Aunque el camino era algo más empinado y estrecho que el que discurría junto a la colegiata, quería evitar los lugares en que los franceses habían establecido depósitos de armas y sitios de intendencia o vigilancia.
Alcanzó el punto más alto de la colina y se detuvo un instante para tomar aliento. La vista desde aquel lugar era privilegiada; por encima de la muralla interior y los tejados de las casas apiñadas sobre la ladera podía divisar los montes que conducían hacia Treviño y, más al oeste, hacia Castilla. Sonrió con algo de tristeza, imaginando que su vista alcanzaba su casa, oculta en los montes del Sur. Los últimos jirones de niebla matinal se desvanecían con rapidez, y el sol comenzaba a calentar con la fuerza del verano. Antes de ponerse en marcha de nuevo, inspiró con satisfacción el aire ya tibio. A pesar de estar en julio, desde su llegada a la ciudad era el primer día que veían el sol. La incesante lluvia las había mantenido prácticamente recluidas en casa, en una monotonía solo rota por las frecuentes visitas de las amigas de su tía, y las incluso más frecuentes visitas de los oficiales franceses.
Con ánimo renovado, comenzó a descender hacia el este, y en apenas doscientos metros llegó al convento de Santa Ana. Beatriz no le había dicho dónde la esperaría con exactitud. A esa hora aún temprana la calle ya bullía de actividad, e Inés tuvo que apartarse de un salto al paso de un carro cargado de lana. Se arrimó a la pared, y contempló el sólido muro que cerraba el contorno del convento. En un extremo del mismo, un arco de medio punto daba acceso a la iglesia. El sol bañaba la calle, evaporando la humedad que la niebla había depositado sobre los adoquines del suelo. El sonido de un telar comenzó en algún lugar a su espalda, y el estridente chirrido de una piedra de afilar lo acompañó desde otra dirección. Poco acostumbrada a la ruidosa vitalidad de la ciudad, Inés decidió esperar a su amiga dentro de la iglesia.
Al cabo de pocos minutos, mientras, sentada en un banco, contemplaba distraída el barroco retablo mayor, Beatriz entró en la pequeña nave, parpadeando al pasar de la luminosidad de la calle al oscuro interior. Inés la saludó, y su amiga acudió junto a ella.
—¡Cómo me alegro de que hayas venido! ¿No has tenido ningún contratiempo en el camino?
—Ninguno en absoluto. No deben ser más de quinientos metros los que hay desde la casa de mi tía.
—¡Qué afortunada eres! —suspiró su amiga con envidia—. Mi madre no me habría dejado acudir sola hasta tu casa. Si me deja venir aquí es solo porque vivo dos manzanas más allá.
—No he venido sola —replicó Inés—. Me ha acompañado Flora. —Señaló con la cabeza hacia la mujer que se sentaba tras ellas, junto a la puerta.
Su amiga se volvió, y luego susurró:
—Puedes despedirla. Yo suelo hacerlo con mi criada. Que venga a buscarte dentro de una hora. Es lo mejor.
Inés no veía la necesidad de hacerlo, pero como la joven insistió, se levantó para hablar con Flora. La mujer aceptó de buen grado el permiso, y pronto ambas se quedaron solas de nuevo en la iglesia.
—Creí que habría más gente —comentó Inés entre los bancos desiertos, volviendo junto a Beatriz.
Aquello provocó una pequeña risita en su amiga, que se levantó al momento.
—Y la habrá. Vamos —conminó con una sonrisa misteriosa, dirigiéndose a una puerta situada a la derecha del altar.
Aún escéptica, Inés la siguió. La puerta daba a un pasillo alargado y estrecho, al final del cual otra puerta desembocaba en un huerto rectangular, donde algunas mujeres vestidas con tocas blancas trabajaban la tierra, arrodilladas. El sol refulgía sobre sus níveas figuras, y en los frutales que casi tapaban el muro que las separaba de la calle se escuchaba trinar a los pájaros. La sensación de paz que se respiraba hizo que, por un instante, Inés se sintiera llena de tranquilidad y sosiego. Pero entonces las campanas de la colegiata comenzaron a repicar y el encanto del momento se desvaneció.
—¡Vamos, Inés! —la apuró su amiga al otro lado del terreno—. Ya es la hora.
Beatriz desapareció tras una puerta, y ella la siguió. Tras ascender un pequeño trecho de escalones se encontró en una sala de desnudas paredes de piedra sin encalar, sin ventanas ni más aberturas que la pesada puerta por la que entraron. El único mobiliario eras las toscas sillas de madera sobre las que varias mujeres se hallaban sentadas, aparentemente rezando.
Beatriz tomó una silla apoyada en la pared y la acercó al grupo, e Inés la imitó. Al cabo de pocos segundos, unos pasos se acercaron desde sus espaldas, y la puerta se cerró tras ellos.
Inés no rezaba, así que elevó la mirada hacia el recién llegado. Vestido con una sotana remendada en varios sitios, el hombre permaneció de pie observando a las presentes. Cuando sus ojos encontraron la mirada curiosa de Inés, una nota de desconcierto se reflejó en ellos, pero se recompuso al instante y se sentó sin prestarle más atención. Luego agachó la cabeza y juntó las manos en actitud piadosa. Inés lo observó con detenimiento; tenía la coronilla rala, cierta papada que daba a su rostro un aspecto abotargado, y una tripa prominente, pero a pesar de ello era muy posible que no tuviera más de treinta años.
¿Tal vez parecido al médico francés?
Aquella repentina —y absurda— asociación de ideas hizo que Inés se enfureciera consigo misma. Comenzó a rezar con resolución mientras intentaba sacar de su cabeza el recuerdo del hombre. La voz del cura proponiendo nuevas oraciones la ayudó a concentrarse en algo diferente. Rezó y rezó, pero su rezo fue bastante mecánico y poco devoto, y su mente acabó preguntándose qué demonios hacía ella allí sentada, mientras su tío estaría luchando a lomos de un caballo en las frías y solitarias montañas de Asturias.
Aún estuvieron así un buen rato, hasta que el cura dijo que podían comenzar la reunión.
A pesar de su escepticismo, Inés se mantuvo en un respetuoso silencio. No la habían presentado y nadie había preguntado nada. El grupo era heterogéneo: la mujer a su izquierda, de avanzada edad, tenía cabello blanco y semblante distinguido; la de la derecha, una mujer robusta y rubia, con grandes perlas alrededor de su grueso cuello, mostraba el inconfundible aire de una comerciante enriquecida. Otras dos parecían respetables matronas burguesas, tal vez familiares a juzgar por su parecido. Luego estaban Bea y ella, las más jóvenes.
Desde luego, una heterogénea mezcla de feligresas.
—Bien, escuchemos las últimas noticias —dijo el cura, desdoblando el papel que extrajo de la sotana—. El ejército de Dupont que entró en Andalucía se retiró tras saquear Córdoba. En algún punto del camino a Madrid se ha topado con parte de los ejércitos patriotas. No sabemos de cuántos hombres hablamos ni quién los comandaba, pero el encuentro se ha producido.
Las mujeres asintieron sin hablar, mientras Inés estuvo a punto de caerse de la silla por la sorpresa. ¿Lo había oído bien? ¿Aquel grupo de respetables y sosegadas mujeres compartía con el cura una información de los campos de batalla tan reciente como la que pudieran tener los propios oficiales franceses en aquel momento?
El cura continuó:
—En Zaragoza nos informan que…
Con la boca abierta, se giró hacia su amiga. Beatriz la contemplaba con expresión divertida y un brillo travieso en la mirada. Inés la miró con incertidumbre; evidentemente, había estado muy confundida sobre el carácter de aquella reunión.
Media hora más tarde, cuando salieron al cálido mediodía de julio, la sonrisa satisfecha de Beatriz lo decía todo.
—¿Qué piensas ahora? Te has quedado como muerta de la sorpresa.
—Sí —admitió Inés, todavía bastante confusa—. Lo reconozco, no pensé que hicierais nada más útil que rezar.
—Y rezamos.
—Sí, ya lo he visto. Pero no creí que hicierais otras cosas, como recaudar dinero.
—O coser capas.
—Sí. O coser capas. Muchas capas, por lo que he visto.
Su amiga se echó a reír.
—Serán muy útiles en cuanto pase agosto, te lo aseguro. Y ahora que lo has visto, ¿crees que querrás venir algún otro día?
La vacilación de Inés fue palpable. Aquello no era hablar mal de los franceses, pero no creía que aquella explicación fuera a convencer a su tía, si alguna vez se enteraba.
—Puede ser —manifestó al fin, sin comprometerse.
—Claro que vendrás. Será estupendo, ya lo verás —aseveró Beatriz comenzando a despedirse—. Y ahora me voy rápido, antes de que mi madre se ponga nerviosa. Si no nos vemos mañana después de misa, hasta la noche en el baile, ¿de acuerdo?
Hizo un gesto con la mano, y giró para alejarse calle abajo, seguida por su criada.
Inés abrió el parasol, hizo una señal a Flora, que la esperaba junto a una confitería, y con un suspiro tomó la dirección opuesta a aquella por la que había desaparecido Beatriz. Si podía escabullirse sin despertar las sospechas de su tía, volvería, claro; tanto para rezar como para coser. Nada de eso era lo que su temperamento pedía a gritos, pero al menos era algo.
Volvió la cabeza hacia el convento antes de girar por el cantón que ascendía la colina. A su temperamento le cuadraba mejor ser el correo que trajera aquellas cartas del campo de batalla o entregara las recaudaciones en las montañas. Al fin y al cabo, cabalgar y recorrer sus tierras era algo que llevaba haciendo desde que tenía diez años. Pero, siendo realista, tendría que conformarse con la aguja y los rezos.
Y ya era mucho más de lo que su tía le permitiría hacer, si se enteraba.
Entonces recordó que Beatriz había mencionado el baile y su ánimo se oscureció. Lo último que ella necesitaba era un baile lleno de franceses brindando a la salud de José Bonaparte. Un ramalazo de rabia la recorrió, y enfiló la subida con sombría determinación, pisando con fuerza el empedrado del camino, mientras una sonrisa amarga asomaba a sus labios; al menos podía imaginarse que estaba en el baile, y los adoquines eran los pies de los franceses con los que estaría obligada a bailar.
—Las medicinas de Durango llegarán el martes. ¿Estás conforme?
El boticario alzó las cejas en un gesto inquisitivo. Adrien repasó mentalmente las fechas.
—Perfecto.
El hombre asintió y continuó triturando en el almirez la mezcla de hierbas que estaba preparando. Al cabo de unos segundos, elevó de nuevo la mirada hacia Adrien.
—¿Y quién vendrá esta vez a ocuparse de la entrega? Supongo que el Rojo ya no podrá…
Adrien sostuvo su mirada con calma; no le había pasado desapercibida la ligera aprensión de su voz.
—No, me temo que el Rojo no podrá acercarse a la ciudad en mucho tiempo, después del último encontronazo en Oñate… Pero no te preocupes, será alguien de confianza. Lo reconocerás del modo habitual. —Y tras observar varios segundos al hombre mayor que, desde el otro lado del mostrador, lo contemplaba con estoicismo, añadió en tono persuasivo—: Sé que estás asumiendo un gran riesgo, Orive, pero necesitamos esos mapas.
—No tengo miedo por mí, francés —replicó el hombre tras encogerse de hombros, volviendo a su preparado—. Pero si nos encuentran puede caer mucha gente. Y esta semana la patrulla ha pasado dos veces ante la puerta.
Adrien depositó un saquito con monedas sobre el mostrador.
—No les interesa este sitio, sino el convento.
Mientras su interlocutor abría una tinaja a su espalda para esconder el saquito, Adrien se acercó al ventanuco situado junto a la puerta, desde donde se podía divisar la entrada al convento de Santa Ana. Mouret sospechaba de aquel convento, el único intramuros que no había sido ocupado por el ejército, pero aún no se había decidido a registrarlo. La abadesa, hermana de uno de los hombres que habían aceptado la llamada de Napoleón para redactar la Constitución de Bayona, estaba bien relacionada; y si las patrullas entraban en el convento y no encontraban nada, Mouret sabía que Barrere resolvería el escándalo mandándolo a proteger algún puente insignificante en algún lugar dejado de la mano de Dios.
Iba a girarse para regresar al mostrador y dar por terminada la visita cuando la vio.
Un gesto de desagrado se reflejó en el rostro de Adrien. Inés de Mendívil acababa de salir del convento con la hija de los Sarriegui, y en aquel lugar y en aquella compañía, era evidente que la arrogante joven había decidido meterse en líos.
La joven abrió el parasol, ocultando su rostro, y Adrien no pudo reprimir un sentimiento de inquietud. Si las investigaciones de Mouret seguían adelante, la ingenua insurgencia que se gestaba en aquel convento acabaría por ser desmantelada. Adrien todavía iba un paso por delante del coronel, pero no siempre podían salvarse todos los peones de una partida. Era posible que aquel convento acabara siendo uno de los sacrificados en favor de un bien mayor. Tal vez lo mejor que podía pasarle a la joven era que todo saliera a la luz antes de que se hubiera implicado más.
Y él podía hacer que eso sucediera.
Dudó un instante, a punto de salir de la tienda y seguirla, pero entonces recordó su firme propósito de no inmiscuirse en los asuntos de Mouret: ni militares ni sentimentales. El coronel tenía su misión y Adrien la suya, y no pensaba hacer nada que la retrasara o complicara. Cuando el boticario terminó el preparado, Adrien tomó el pequeño paquete, se despidió del hombre y salió a la calle para descender el cantón camino del hospital.
Pero a punto de doblar la esquina, giró sobre sus talones para contemplar de nuevo la figura bajo la sombrilla azul, que, tras ascender a buen ritmo la colina, comenzaba a desaparecer tras el arco que daba acceso a la zona más alta de la ciudad.
Un desconocido malestar se le instaló en el pecho.
Sabía lo que sucedería si era descubierta.
Pero no era su problema.
Adrien tenía ya suficientes problemas y preocupaciones sin tener que pensar en la sobrina de sus anfitriones. Que, al fin y al cabo, era suficientemente mayor y resuelta como para vagar a sus anchas por la ciudad y meterse en líos a los que nadie la obligaba.
Con su belleza y su carácter podría haber tenido a sus pies a todos los notables y oficiales de la ciudad, y su situación sería cómoda y segura. Incluso si era descubierta, sus extraordinarios ojos, su porte y sus relaciones la ayudarían a salir casi indemne de aquello, tal vez conducida a Bayona o ni siquiera eso, tan solo retenida en San Sebastián.
La figura desapareció de la vista.
Adrien giró la esquina y avanzó por la calle, camino del hospital, intentando sacar a la joven de su mente.
No debía pensar en lo que podría pasarle o no. Solo tenía que preocuparse de llevar adelante su misión. Además, tal vez ella acabara recapacitando y comprendiera lo peligroso que podía ser mezclarse en una conspiración contra el ejército francés.
Pero, en cualquier caso, se reprochó con ardor, divisando la trasera del hospital, que recapacitara o no lo hiciera no era un asunto de su incumbencia. Daba igual que por unos instantes aquel maldito aroma de violetas hubiera puesto su mundo patas arriba. Por fortuna, aquel extraño momento había pasado y todo estaba otra vez en su sitio.
Y definitivamente, se dijo de nuevo, ella no era su problema.
Poco antes de la medianoche del domingo, el baile de celebración estaba en todo su apogeo. Inés desplegó de nuevo el abanico. Las puertas cristaleras que daban al hermoso jardín del palacio de Montehermoso estaban abiertas de par en par, y la suave brisa de la noche hacía revolotear las delicadas caídas de tela que las cercaban. En realidad, a pesar de que se abanicaba como si estuviera sofocada, no tenía calor, pero aquella era su excusa para rechazar algunas de las muchas invitaciones a bailar recibidas, y poder reflexionar un poco.
Le habría gustado salir a la terraza exterior, envuelta en los plateados reflejos que la luna creciente derramaba sobre la ciudad. Pero mientras Mouret rondara por allí no iba a salir sola; y Clara, Beatriz, incluso su tía, parecían estar disfrutando tanto del baile que no se sentía capaz de aguarles la noche.
Tampoco era extraño disfrutarlo, pensó con amargura, si uno era capaz de olvidar lo que sucedía más allá del lujoso salón de paredes tapizadas en azul y oro. La subyugante música, la infinidad de pequeñas llamas reflejadas hasta el infinito en los grandes espejos dorados y el picante dulzor del champán servido en delicadas copas de cristal labrado hacían que fuera fácil olvidar que, fuera de los muros, un país saqueado y ocupado se desangraba lentamente.
Pero Inés no podía olvidarlo. Su tío Germán no estaría en aquellos momentos disfrutando de un baile; ni siquiera, probablemente, de una cama confortable. El hombre que la había criado lo había dejado todo para luchar contra los franceses, y ella no iba a olvidarlo.
Y, sin embargo, a pesar de su voluntad, de su determinación, los sentimientos de Inés eran menos inflexibles de lo que ella misma hubiera deseado; porque, a pesar de decirse una y otra vez que odiaba aquello, había tomado un par de copas de champán y había bailado varias veces con hombres que, de no ser franceses o partidarios de ellos, tal vez le habrían agradado. Tal vez. Y no quería sentirse así; era preferible saber que todos los franceses eran el enemigo, en vez de conocer sus nombres, el tono de su voz o escucharlos hablar de la familia que los aguardaba.
El joven oficial rubio de aspecto infantil que había bailado con ella se acercó con la copa de champán que le había solicitado. Inés no le ofreció sentarse junto a ella. Confraternizar tanto con el enemigo no estaba siendo buena idea, aunque no supiera bien cómo evitarlo en mitad de un baile repleto de ellos sin poner en evidencia a sus tíos.
Ni siquiera había acertado en la elección del atuendo. En un gesto que había pretendido ser desafiante, había colocado sobre su cabello una mantilla, en vez del tocado con una pequeña pluma que su tía había seleccionado. Tampoco aceptó lucir ninguna joya, ni adornos que engalanaran su sencillo vestido de seda blanca. Pero, ajena como era a su propio aspecto, no había tenido en cuenta que, de aquella manera, su belleza destacaba aún más en el conjunto de jóvenes damas ataviadas con recargados vestidos y complejos tocados, conforme al gusto francés imperante. Y para su consternación, solo había conseguido recibir múltiples halagos y requiebros alabando su exquisita presencia y su resuelto temperamento.
El joven oficial la contemplaba con bobalicona admiración. Lo peor de todo era que, en su fuero interno, una pequeñísima parte de sí misma se sentía satisfecha. Inés rechazaba aquel inoportuno sentimiento con todas sus fuerzas, pero no por ello desaparecía. Recordó las palabras de su tía al mencionar su desconocimiento del mundo en que se hallaban, y supo que eran ciertas, y que sería necesario emplear toda su sensatez para no perder la cabeza ante las lisonjas y adulaciones. Era solo que ella tenía su corazoncito, y ser admirada de aquella manera, que los hombres alabaran una belleza de la que nunca había sido consciente, no podía dejarla indiferente.
Aunque no todos lo hicieran, se dijo con ironía al ver entrar en la sala al médico francés. Era la primera vez que lo veía desde el día de la cena, hacía una semana. Su aspecto era aún más formidable de lo que recordaba, y la tranquila autoridad que emanaba de él, desconcertante. Su figura, sobriamente vestida con casaca negra, pantalón blanco y chaleco en tono aguamarina, pareció opacar la de los oficiales con los que charlaba, a pesar de los espléndidos uniformes de gala que estos vestían.
Inés agitó su abanico con energía; había algo en aquel hombre que la incomodaba profundamente. Siempre la miraba con dureza, como si censurara todo cuanto ella hacía. Sin embargo, caer sobre él había sido un accidente. Y en cuanto al día en que se interpuso entre ella y los soldados franceses, ¿acaso era su culpa que aquel ejército estuviera lleno de patanes y borrachos?
Su conversación interior fue interrumpida por la llegada de uno de los oficiales con los que había estado charlando hacía un rato. El joven le solicitó el siguiente baile, e Inés dudó; le costaba aceptar con naturalidad aquella actividad frívola, le costaba charlar con franceses como si fuera de aquel salón nada estuviera sucediendo. Pero sabía que comportarse como el resto de los asistentes era la mejor manera de pasar desapercibida, así que aceptó la invitación.
Émile Roux era un joven tímido, algo ingenuo y poco hablador; desde luego, no sería uno de aquellos oficiales a quienes las damas requerían en sus salones por el ingenio de su charla o lo atrevido de sus aventuras. Sin embargo, las pocas cosas que dijo acabaron por perturbar a Inés. A falta de temas mundanos sobre los que charlar, el muchacho comenzó a hablar de su familia, e Inés no se sintió capaz de mostrar altivez cuando acabó por narrarle varias anécdotas sobre su traviesa hermana pequeña, a la que adoraba.
Cuando el baile concluyó, Roux la condujo hacia una silla. Se ofreció a traerle una copa e Inés aceptó casi sin pensar. Se alegraba de que la dejara a solas, pues se hallaba desconcertada. La dulzura con que el joven había hablado de su familia, la sencillez con que le había contado cuánto les echaba de menos, habían acabado por conmoverla. ¡Pero si incluso había reído cuando él, entre bromas, le contó que la muchacha con la que pretendía desposarse le había dejado por un hombre que había heredado una vaquería!
Aquello no podía ser. Su mirada vagó por la sala, en busca de su hermana o de su tía, pero no las vio. Al único que vio fue de nuevo a Adrien Labat, que seguía charlando, perfectamente ajeno a ella. Un súbito malestar recorrió su cuerpo al recordar la mirada agria que le había dirigido al entrar en la sala. Entonces, como si hubiera leído su pensamiento, el médico alzó la vista hacia ella, y el malestar de Inés se transformó en opresión. Y cuando los ojos grises se detuvieron en ella, severos e inflexibles, sintió que si seguía allí gritaría. Cerró el abanico con un golpe seco de muñeca y buscó alguna escapatoria. Descartado salir a la terraza, vio el corredor que se abría a la derecha de la sala, se levantó y salió apresuradamente.
Adrien siguió su partida con una extraña mezcla de rabia y alivio. Había llegado hacía menos de media hora al baile, y al poco de entrar en la sala su mirada la había encontrado sin pretenderlo; bailaba con un oficial que la contemplaba admirado, pero ella mantenía la misma pose fría y distante que solía emplear. A pesar de ello, se había quedado mirándola un largo rato, como muchos de los presentes, pues su presencia era realmente cautivadora. Pero cuando uno de los oficiales que había acudido a investigar el último ataque de los brigantes en la zona cercana a Oñate lo había llamado, se había dado media vuelta y acercado al grupo sin pensar más.
Sin embargo, después de un buen rato de conversación había sucedido algo: ella había reído. Incluso desde la distancia a la que se encontraba, había sabido que se trataba de ella; su risa grave, contagiosa, profunda como un abismo le había alcanzado con la precisión de un rayo. Y se había enfurecido.
Desconcertado por su propia reacción, que no tenía ningún sentido, se había mantenido obstinadamente fijo en la charla de aquel grupo. Pero después de mucho resistirse, la tentación había vencido, y había levantado la cabeza para encontrarla a través de la multitud, sentada con su sencillo vestido de seda blanca y una mantilla por todo adorno, erguida y orgullosa. Y al darse cuenta de que él la miraba, ella se había levantado con presteza y había abandonado la sala.
Una extraña emoción se extendió por el interior de Adrien. Se dio cuenta de que sabía lo esbelta que era su cintura, cómo el ligero peso de su cuerpo se amoldaba al suyo o que su piel olía a violetas, pero no sabía lo que era recibir una palabra suya. Jamás le había dirigido la palabra.
«Y qué más da si me detesta», se dijo con desapego al ver que Mouret, echando un vistazo disimulado sobre su hombro, seguía el camino que ella había tomado. El coronel estaba con el general Barrere cuando Adrien había llegado al palacio; le había visto beber dos copas rebosantes de oporto en exactamente cuatro tragos. Aquella noche lucía sus mejores galas, y parecía exultante y muy seguro de sí mismo.
Adrien continuó contemplando la puerta por la que ambos habían desaparecido. Si ambos tenían una cita no era de su incumbencia.
Y si no la tenían, tampoco lo era.
Se recordó con vehemencia su firme propósito de no inmiscuirse. Sus motivos eran importantes y su misión requería toda su atención. No había en su vida nada más trascendental que el cumplimiento de su deber. Apretó la mandíbula con decisión al recordar la risa grave de la joven, y se giró hacia el grupo que solicitaba su opinión.
Definitivamente, y de una vez por todas, ella no era su problema.
Inés empujó la puerta con suavidad y al comprobar que la salita estaba vacía se deslizó dentro. Era extraño encontrar un rincón que no estuviera invadido por invitados riendo alegres. Pero, sobre todo, era un alivio.
Se acercó a la ventana, sorteando el bastidor que sostenía una tela a medio bordar. El cristal reflejaba la luz de las lámparas que alumbraban la habitación, reduciendo el exterior a una oscuridad impenetrable. La misma oscuridad que parecía haberse adueñado de su mente.
Había salido corriendo de la sala. Huyendo, rectificó con sinceridad y un toque de resignación. Pero ¿por qué? ¿Qué le había sucedido para necesitar irse así? No era capaz de entenderlo.
Pero el pequeño diablillo que anidaba en su conciencia se rio a carcajadas: claro que era capaz de entenderlo. Las cosas no estaban saliendo como ella esperaba. Seguía detestando la ocupación francesa sin ninguna duda. Pero cuando el joven Roux había comenzado a hablarle de la granja de su familia, de sus deseos de volver para abrazar a su hermana pequeña, de sus sueños de futuro, por un fugaz instante había dejado de ver al enemigo francés para reparar en el joven segundón que, esperanzado, había optado por el ejército en busca de un porvenir honorable. Igual le había sucedido con Durand y el evidente y desesperado anhelo con que miraba a Beatriz. Era como si, con sus primeras palabras, todos ellos eclosionaran desde la masa de casacas azules, anónima e ignorada, para surgir como individuos, como personas, como seres humanos únicos y reconocibles que apelaban a la conciencia de Inés. Y eso era algo que ella no iba a permitirse. No quería. No podía.
Un suspiro de derrota escapó de sus labios.
Se le pasaría, se dijo.
Tenía que pasársele.
Distraída en sus reflexiones, no se percató de que alguien había entrado en la sala hasta que Mouret cerró la puerta a su espalda.
—La belle Inés… —murmuró el coronel con una sonrisa, acercándose a ella con lentitud.
Inés se giró sobresaltada. Al ver al recién llegado se le cayó el alma a los pies. Lo último que necesitaba en aquellos momentos era ser objeto de su galantería.
—Coronel Mouret —intentó sonar despreocupada, pero no consiguió sonreír—. Ahora precisamente iba a volver al baile.
Trató de pasar con agilidad por su lado, pero él la detuvo tomando su brazo.
—No tenga prisa, mademoiselle. Hace mucho que espero la oportunidad de encontrarla a solas, y al fin mi sueño se ha cumplido. Tal vez ahora pueda expresarle la profunda admiración que siento por usted.
Cuando el hombre se inclinó para besar su mano con fervor, el aroma dulzón del oporto alcanzó de lleno a Inés. No fue capaz de ocultar su inquietud.
—Esto no es adecuado en absoluto, coronel.
Su protesta curvó los labios del hombre en una lenta sonrisa.
—Nada de lo que usted y yo hagamos será nunca inadecuado.
Dio un paso hacia ella, que retrocedió alarmada.
—Coronel, debo volver al baile. Déjeme salir.
Pero su petición no fue atendida. En un gesto rápido y certero, Mouret la tomó por la cintura, e Inés estuvo a punto de perder el equilibrio. Apoyó las manos en el pecho del hombre e intentó apartarlo, pero la fortaleza con que la sujetaba era muy superior a sus fuerzas.
—¡Suélteme! —protestó furiosa, mientras seguía intentando separar al hombre—. Coronel, si no me suelta gritaré.
Una risa complacida fue la recompensa de todo su esfuerzo.
—Eres como una hermosa fiera, tan peligrosa como bella, tan apasionada e indomable… —susurró junto a su oído.
Y acercándola más a sí, se inclinó sobre ella.
El suave contacto de su boca pilló a Inés desprevenida. Intentó liberarse, apartar la cara, pero fue inútil. El brazo del coronel sujetaba su espalda y ella no tenía fuerzas para quitárselo de encima.
Cuando él se separó por fin, sus ojos tenían un brillo satisfecho y posesivo. Inés lo contempló colérica, con los ojos muy abiertos por la furia, y mantuvo la vista clavada en él con decisión cuando levantó la mano para abofetearlo con todas sus fuerzas.
—¡Jamás vuelva a hacer eso! —siseó entre dientes con rabia, mientras él, sorprendido y ligeramente divertido, se tocaba la mejilla golpeada—. ¡Jamás vuelva a tocarme! ¡Malditos franceses! Yo no soy un trozo más de esta tierra con el que pueda hacer lo que le venga en gana sin encontrar quien le pare. En su arrogancia se han creído que pueden insultarnos y humillarnos, y que nosotros nos doblegaremos sin luchar, pero pronto descubrirán que están muy equivocados, y que el infierno es un lugar más agradable que esta tierra que pretenden ocupar.
La rabia que destilaba la voz de Inés hizo que Mouret se sintiera desafiado, y su inicial diversión se trocó en una firme determinación de someterla. Agarró los brazos de la joven y los mantuvo a su espalda mientras de nuevo posaba los labios sobre su boca.
El grito de Inés murió en su garganta, ahogado por la presión de aquella boca implacable, pero ella no se dio por vencida. Contando hasta tres, cerró los ojos y reunió todas sus fuerzas para inclinarse hacia él y levantar la rodilla con violencia. En el mismo instante en que la puerta se abría, el extraño sonido que escapó de la garganta de Mouret le hizo comprender que había impactado en su objetivo. Entonces él se dobló hacia delante, soltándola, e Inés aprovechó para salir corriendo de la habitación, sin detenerse a contemplar a los recién llegados, que desde el umbral de la puerta la vieron alejarse con sentimientos muy diferentes; con asombro, fastidio y contrariedad, el general Barrere, y con renuente admiración, Adrien Labat.