5
Al finalizar el día, el dolor de cabeza de Inés había dejado de ser una excusa para convertirse en una pesada realidad. Su vida se había convertido en una sucesión de emociones desagradables a las que no era capaz de sustraerse. Había discutido con su hermana, había discutido con el francés, y aunque había examinado ambos momentos en busca de sus propias faltas, intentando ser justa, el recuerdo de los terribles relatos de saqueos y atrocidades que encogían su alma aparecía para reafirmar su convicción de que aquella ocupación era injusta, cruel e inmoral, y que ella no podía permanecer impasible ante todo ello.
Se levantó de la cama cuando aún faltaba una hora para el amanecer. Se había despertado de madrugada, inquieta y desasosegada, y a pesar de que había dado vueltas sobre el colchón una y otra vez, no había conseguido volver a dormir. El aire fresco de la noche agitaba la diáfana cortina que protegía la puerta entreabierta del balcón. Tomó su chal y salió al exterior, cerrando la puerta con sigilo tras ella.
El contacto de sus pies desnudos con la fría baldosa le produjo un estremecimiento. Se agachó, ovillándose contra la pared, envuelta en el chal. La calle estaba desierta de madrugada; la luna bañaba los tejados de un tenue reflejo blanquecino, y ella se sentía sola y desamparada.
Durante la cena apenas había hablado, escudada en su renacido dolor de cabeza. Clara y su tía habían descrito con todo detalle su visita a los Zárate, y para mayor mortificación, aquella noche el francés había decidido cenar allí. Aunque no sabía para qué, ya que no había abierto la boca. Ella solo había necesitado sonreír de vez en cuando para mantener una apariencia de normalidad, pero se había sentido asfixiada, prisionera en su propia casa. Odiaba estar disgustada con su hermana, y odiaba que aquel hombre frío y adusto estuviera cerca de ella. Había algo poco claro alrededor de él; a Inés no le parecía el sensato y respetable doctor que todos parecían creer. No había habido nada de casual en el hecho de que la abordara a la salida del convento, ni los músculos acerados que había conocido al caer sobre él o su aire de peligrosa calma encajaban con aquello. Desde el primer momento la había contemplado con enojo y disgusto; nada de la contenida cortesía que empleaba con sus tíos o su hermana le había dedicado a ella, aunque tampoco creía haber hecho nada para merecer su desprecio.
En algún lugar un gato maulló. Inés se envolvió aún más en el chal. A pesar de su amenaza, no creía que aquella noche el francés hubiera hablado a sus tíos de sus visitas al convento. Su tía la había tratado con la calidez y el buen humor de costumbre, y hasta su tío Tomás había bromeado sobre su éxito en el baile. Y en las pocas veces en que sus miradas se habían cruzado, el médico la había contemplado con la misma desdeñosa indiferencia de siempre, sin rastro de satisfacción o triunfo. Pero a ella le daba igual que aquel hombre la desdeñara; incluso era preferible recibir su mirada despectiva a la cálida sonrisa que había obtenido su hermana al relatar su visita a la tienda. Era francés, era el enemigo.
Entonces, ¿por qué no era capaz de poner nombre a la emoción que su presencia provocaba en ella?
Debería ser sencillo: repulsa, odio, desprecio… Incluso miedo sería entendible.
Pero no lo era. No había una sola palabra que describiera la amalgama de sentimientos que experimentaba ante él.
Alzó la cabeza hacia las nubes que se deslizaban con calma ante la luna. Un ruido metálico sonó en la plaza; el gato tampoco parecía dormir.
Padre… Madre…
Dejó caer la cabeza entre sus brazos; su cuerpo se agitó en un sollozo trémulo, y sus lágrimas comenzaron a caer, silenciosas pero incontenibles, creando un cerco en el hermoso chal que había pertenecido a su madre.
Sumergido en la oscuridad que la casa proyectaba sobre los establos de la plazoleta, Adrien se detuvo paralizado.
Ella estaba llorando.
Lo sabía tan bien como si la tuviera delante de sí.
Así pues, algunas cosas sí que la afectaban.
Aquella noche Adrien se había despertado a las cuatro y no había sido capaz de dormirse de nuevo. Una inquietud sin aparente causa se había adueñado de él, y había decidido acercarse al hospital antes de partir hacia Mondragón. Iba a entrar en el establo cuando un crujido sonó sobre su cabeza. Más por costumbre que por temor, se pegó a la puerta, oculto por las sombras. Entonces la vio salir al balcón, con la luz de la luna revelando sus esbeltas piernas bajo la fina tela de su camisón blanco, y el cabello negro trenzado rozándole la cintura.
Solo por un instante atisbó su rostro, antes de que ella se deslizara contra la pared y quedara oculta a su vista. Pero fue capaz de comprender su desolación tan claramente como si la tuviera entre sus brazos.
A lo largo de la cena, a la que Adrien había asistido sin tener en realidad ningún motivo, ella no lo había mirado ni una sola vez. Él no podía ignorar que ella le detestaba; todos sus gestos —por casuales e inintencionados que parecieran— se lo demostraban. Seguía sin comprender por qué, pero se decía que no era importante. Si ella le odiaba o no, nada cambiaba su vida; él tenía su misión, su deber, su honor; el resto no era necesario.
Se decía aquello cada vez que recordaba cómo sus ojos azules se habían alzado hacia él, tras chocar en el pasillo. Se lo repetía cada vez que rememoraba la grácil elegancia con que se deslizaba por el salón de baile de los marqueses, y en todos los momentos en que su risa grave y contagiosa resonaba en sus recuerdos. Insistía en saberlo, en sentirlo, en jurarlo. Un millón de veces se lo había repetido, desde la primera vez que la había tenido entre sus brazos.
Entonces, ¿por qué no era capaz de alejarse en aquel mismo instante, sin importarle que se sintiera desolada?
El sonido de la puerta del balcón hizo que ella se moviera. La voz preocupada de su hermana llegó hasta Adrien en un susurro.
—¿Qué te pasa, Inés, qué sucede?
—Nada —contestó ella en tono casi sereno. Solo una mínima nota de dolor delató su anterior angustia, pero Adrien la sintió tan clara y real como la luna que iluminaba la ciudad.
—¿Estabas llorando?
—No —mintió; y su mentira hizo sonreír a ambas.
—¿Sigues enfadada conmigo?
Inés pasó el dorso de su mano por su rostro.
—No. No estoy enfadada contigo. Estoy preocupada por ti. Sé que esta mañana fui injusta contigo. Por favor, perdóname.
Su hermana se arrodilló junto a ella y la abrazó con cariño.
—Claro que te perdono. Yo tampoco fui muy paciente que digamos. También estoy preocupada por ti.
La mano de Inés se alzó para acariciar el rostro de su hermana con afecto.
—Pero no tienes motivos para estarlo. Yo sé cuidar de mí misma.
—Eso dices siempre. Pero desde que vinimos aquí has cambiado. Estás… diferente. Antes siempre estabas alegre, y ahora…
Se detuvo, titubeante, pero su silencio estaba cargado de significación. Inés apretó la mandíbula para evitar un nuevo acceso de lágrimas. Era normal haber cambiado. Todo era diferente desde que los franceses habían comenzado a cruzar el Bidasoa en masa y se habían extendido por su tierra como una mancha de aceite. Ya no podía pasear por sus amadas montañas, ni comentar por las noches con su tío las últimas noticias de la capital, ni visitar a sus arrendatarios para proponer mejoras en sus tierras. Sentía que ya no era dueña de su vida, y aquella impotencia la estaba amargando.
—Es la preocupación —insistió, haciendo un esfuerzo por desechar aquellas deprimentes ideas—. Ya sé que los oficiales franceses parecen educados y honorables, cariño, pero… —Dudó un instante; nunca había querido hablar a su hermana de cómo los franceses tomaban represalias sobre civiles inocentes, de cómo abrasaban pueblos que no se habían resistido, de cómo ni siquiera las monjas de los conventos asaltados veían respetada su virtud. Nunca había querido que su hermana comprendiera lo cruel que podía ser la vida, y no sabía si debía empezar a hacerlo ahora—. Pero la situación es delicada, y preferiría que no confraternizaras tanto con ellos. Ya sé que es difícil cuando estamos rodeadas de franceses, pero me siento más tranquila cuando sé que estás en casa.
—Yo podría decir lo mismo —susurró su hermana con semblante serio—. Sé que no vas a querer hablar de ello, pero no me gusta que salgas sola por las mañanas. Te conozco, y sé que no eres capaz de cruzarte de brazos. Tengo miedo por ti. Tengo miedo de lo que se te ocurra hacer.
—¿Miedo por mí? —se sorprendió—. Pero tú no debes preocuparte por mí, Clara. Sé cuidarme, y no va a pasarme nada.
—¿Lo ves? Ni siquiera niegas que algo se te haya ocurrido. Sé cuánto odias esta situación, Inés, pero por lo que más quieras, no te metas en líos. Por favor.
La seriedad del tono de su hermana desconcertó a Inés.
—No voy a meterme en líos.
—¿Puedes prometérmelo?
—No tengo que prometerte nada. Sé cuidar de mí misma, y tú no debes preocuparte por ello.
—Ya no soy una niña, Inés. Tendrás que comenzar a asumir que no puedes mantenerme al margen de todo. No podrás protegerme siempre.
Su hermana la miró con severidad.
—Claro que ya no eres una niña. Pero no me pidas que deje de intentar protegerte. Juré sobre la tumba de padre que cuidaría de vosotras. Y ahora que madre ya no está, solo me quedas tú. Eres mi familia, Clara, eres mi sangre; daría mi vida por evitarte cualquier dolor.
—A veces suenas tan anciana… —musitó su hermana con un estremecimiento—. Solo tienes veinticinco años, Inés; no es justo para ti. Al fin y al cabo, ahora soy mucho mayor de lo que tú eras cuando falleció nuestro padre. Pero te empeñas en seguir tratándome como si fuera una niña.
—Tenía diez años cuando juré que te protegería con mi vida, si hacía falta. Gracias a Dios, no ha hecho falta llegar a esos extremos, pero no voy a renunciar a ese juramento por muchos años que cumplas.
Se apoyó en el suelo para incorporarse y luego tendió la mano a su hermana.
—Pues yo tampoco pienso renunciar a protegerte si creo que puedes necesitarlo —contestó Clara con decisión, aceptando la mano e incorporándose.
Inés dejó escapar una suave risa y entrelazó su brazo con el de su hermana.
—El mundo tiene que dar muchas vueltas antes de que seas tú quien deba protegerme a mí. Y ahora volvamos dentro. Todavía podemos dormir una hora antes de que amanezca.
Conteniendo la respiración, Adrien las vio desaparecer dentro del edificio. Se sentía tan aturdido como si hubiera recibido un golpe en la cabeza.
Jurar proteger a alguien era fácil. Ser capaz de cumplirlo, sin embargo, era otro cantar.
La antigua desolación se extendió por todo su ser como un veneno imparable. Maldijo la impotencia que había sentido entonces, como la había maldecido un millón de veces desde aquel aciago día. Recordó el amado rostro de Aimée, confiado y alegre, y tuvo que apoyarse en la puerta del establo para evitar caer de rodillas, postrado por aquel viejo dolor que lo dejaba exhausto y sin fuerzas.
El coraje de Inés de Mendívil lo había llenado de recuerdos y aflicción. Se vio a sí mismo reflejado en su decisión, en sus palabras. Por desgracia, él sabía que aquello no era suficiente. Nadie debería jurar lo que no está en su mano conseguir.
Pero el amor de Inés por su hermana había alcanzado el corazón de Adrien con la precisión de un cuchillo, y ahora que la había escuchado, que había obtenido un atisbo de lo que conmovía su alma, comprendía con lúcida certeza que, si ella quería cumplir su promesa, necesitaría ser protegida de sí misma.
Entró en los establos con sigilo y se dirigió a la caballeriza donde alojaba a su caballo. El mozo que dormía allí comenzó a incorporarse, desorientado, pero con un gesto seco Adrien le indicó que no se levantara. El muchacho obedeció sin vacilación, y Adrien tomó la silla para colocarla sobre su montura. Aquella noche ella le había mostrado un flanco vulnerable, reflexionó, y él aprovecharía aquel afán de proteger a su hermana para matar dos pájaros de un tiro. Y de esa forma, pensó con dolorido sarcasmo saliendo de los establos, cuando ella decidiera demostrarle su desprecio, al menos sería porque él le habría dado sobrados motivos para hacerlo.
Tres días después, Inés bajaba por la calle Herrería en dirección a la plaza Vieja hecha una furia. Había prescindido del parasol para poder avanzar más deprisa, y a cada paso que daba su cólera se hacía mayor. ¡Aquel maldito idiota entrometido!
Aquella mañana había vuelto del convento temprano; la noticia de la victoria de Bailén era ya oficial, y la ciudad estaba llena de rumores que afirmaban que la Corte había abandonado Madrid, rumbo al norte. La única novedad que el cura aportó fue que se esperaba el desembarco de fuerzas inglesas en Portugal en cualquier momento. Cuando todos se hubieron ido, Inés se acercó al confesionario; don Antonio le confirmó que el escondite propuesto parecía idóneo, y que aquella misma semana haría la primera entrega.
Inés había salido del convento satisfecha, pero al llegar a su casa la recibió la noticia de que su hermana había ido a trabajar al hospital con el doctor Labat. Aquello la dejó privada de palabra por unos instantes, pero al momento una sorda furia reemplazó la sorpresa inicial. ¿Cómo se atrevía aquel hombre a llevar a su hermana a un sucio hospital, lleno a rebosar de franceses heridos y enfermos? ¿Y cómo se le ocurría a ella aceptar algo así?
Apretó el paso para atravesar la plaza; un grupo de soldados ensayaba allí sus movimientos, con las bayonetas al hombro, sudando por el peso de sus macutos bajo el sol. Inés sabía que era una locura exponerse de aquella manera al calor, pero en su mal humor pensó que ojalá reventaran todos. Fue objeto de miradas admirativas, algún silbido, e incluso un grito en francés coreado por las risillas de algunos soldados y contestado por el grito indignado de un oficial. Pero una maliciosa satisfacción le hizo sonreír al comprender que, salvo esa excepción, el ánimo de los soldados franceses no parecía el mejor, después de las noticias recibidas. Pasó junto a las casas de la plaza Nueva, dejó a su derecha el mercado de la leña y enfiló hacia el callejón de acceso al hospital de Santiago.
Empujó la puerta con decisión y entró.
—¿Dónde está el doctor Labat? —preguntó sin preámbulos a la primera persona con la que se cruzó, una mujer de rostro enjuto y taciturno, con una palangana en las manos cuyo olor hizo que Inés arrugara la nariz.
Sin hablar y casi sin mirarla, la mujer indicó con la cabeza algún lugar tras la puerta a su espalda y salió al exterior. Inés se asomó a la puerta: la enorme sala, mal iluminada pero bien ventilada, estaba repleta de camas apiñadas a lo largo de las paredes.
A pesar de su firme decisión, se detuvo en el umbral, dudando. No veía al doctor Labat ni a su hermana, pero se daba cuenta de que en aquella sala solo había soldados franceses.
—Está en la otra sala —le dijo la mujer al volver, empujándola al pasar por su lado para entrar en la habitación—. Vaya de una vez, no se la comerán.
Antes de que el acre olor a enfermedad que flotaba en la sala le hiciera perder el ánimo, Inés entró tras ella y, sin mirar a ninguno de los hombres tendidos, cruzó la habitación en dirección a la puerta que se abría en el otro extremo.
«Lo voy a matar cuando lo encuentre, por traer a mi hermana a este lugar», pensó apretando los dientes y avanzando con rapidez, sin prestar atención a la evidente curiosidad con que los hombres que estaban despiertos la miraban.
Un pasillo oscuro conducía a otra sala cuadrada, más pequeña que la anterior y ocupada por menos camas. No había en ella el hacinamiento anterior, pero en los rostros exhaustos y macilentos de aquellos hombres, en sus expresiones derrotadas, vio que se trataba de los enfermos más graves. Con un violento estremecimiento atravesó con rapidez la habitación; recordaba demasiado bien el olor de la muerte como para no reconocer su presencia.
El nuevo pasillo que encontró desembocaba en un conjunto de cubículos estrechos con aspecto de ser utilizados como despachos o salas de curas. Se acercó al último, que estaba iluminado, y los horrores de aquel lugar traslucieron en su voz al increpar desde la puerta con acritud:
—¿Se puede saber qué pretende ahora, maldita sea?
Aunque llevaba esperando su llegada mucho tiempo, Adrien no pudo evitar asombrarse ante aquella expresión. La miró un instante, antes de volver de nuevo la vista hacia los papeles que sostenía en la mano.
—Las damas de este país tienen una educación ciertamente original.
—¿Cómo se atreve a traer a mi hermana a este lugar lleno de piojos y chinches? —preguntó sin atender su sarcasmo, con los ojos llameantes de furia.
—Fue ella quien se ofreció.
—¿Por qué? —espetó con brusquedad.
—No la comprendo —dijo Adrien sin inmutarse ni levantar la vista.
Inés inspiró hondo, conteniendo las ganas de arrojarle algo a la cabeza. El tono pragmático e indiferente de aquel hombre la irritaba más que cualquier cosa que hubiera escuchado en su vida.
—¿Por qué mi hermana —arrastró las palabras con lentitud entre dientes—, que estos días ha estado feliz comprando vestidos y acompañando a mi tía a reuniones sociales, decide de pronto, tras desayunar con usted esta mañana, que lo que en realidad quiere es ayudar en el hospital? ¿Qué diablos le ha dicho usted?
Las hojas crujieron cuando Adrien las depositó sobre la mesa con cuidado. Se cruzó de brazos y se recostó en la silla, antes de enfrentar su mirada.
—¿Piensa seguir hablando así? Tal vez entonces tengamos que celebrar esta entrevista en una taberna.
Su ironía no hizo mella en la determinación de Inés.
—Lamento herir su fina sensibilidad —contestó con mordacidad—, pero no pienso irme sin una respuesta. ¿Por qué está haciendo esto?
Los ojos grises de Adrien la contemplaron con displicencia.
—No me ha dejado más remedio.
Por un instante Inés creyó haberle escuchado mal. Pero él sostenía su mirada con tal tranquilidad que comprendió que no era así.
—¿Que yo no…? Pero ¿qué dice? —protestó, irritada más allá de lo que hubiera creído posible—. ¿Qué pretende?
Pero su crispación no alteró en lo más mínimo la calma de Adrien.
—El otro día le dije que se alejara del convento y no me hizo caso. Bien, pues si no lo hace por su propia voluntad, lo hará por su hermana. —Se levantó y se acercó a ella. Inés no era baja precisamente, pero tuvo que alzar la cabeza para sostener su mirada—. Clara es una joven muy compasiva y de gran corazón; en cuanto le expliqué la situación en que se hallan muchos de estos hombres, sin nadie que les escuche o les tome la mano cuando van a morir, estuvo de acuerdo conmigo en lo cristiano que sería cuidar de ellos.
—Aquí ya hay enfermeros —replicó entre dientes, estirando y flexionando los dedos de las manos para contener las ganas de abofetearlo.
—Pero yo hablo de otro tipo de cuidados, mademoiselle. Los enfermeros se ocupan de sus cuerpos, pero ¿quién se ocupa de sus almas? De escuchar sus miedos, de tomar su mano para ofrecerles consuelo…
—Para eso están los curas.
—¿Y qué hay del resto de cosas? —continuó Adrien con aquella calma indolente que hacía que ella deseara zarandearlo—. Quién mejor que una joven de la educación y la sensibilidad de su hermana para ayudarles a escribir la carta que espera una madre o una esposa. Para escucharles hablar de las ilusiones que tal vez ya nunca se hagan realidad. Para que se lleven con ellos el último recuerdo de una hermosa sonrisa, al morir.
Un ligerísimo alivio entrecruzó la vehemente indignación de Inés; al menos no pensaba poner a su hermana a vaciar orinales. Pero aún así, lo que estaba diciendo era aberrante; de ninguna de las maneras iba a permitir que su querida y dulce hermana pasara por el trance de tener que dar la mano a soldados moribundos o que, en sus últimos estertores, la confundieran con su esposa.
—Mi hermana no va a volver aquí, monsieur. Tenga eso muy claro.
—Naturalmente, yo podría decirle que no es necesario que vuelva por aquí…
Inés dejó escapar un bufido de indignación.
—Yo le diré que no vuelva.
Adrien se encogió de hombros con indiferencia.
—Inténtelo si quiere, pero le recuerdo que es ella quien ha decidido venir. Si sigue tratándola como a una niña, ¿cuándo cree que dejará de obedecerla? Su hermana tiene ya diecinueve años; puede tomar sus propias decisiones.
—No hable de mi hermana —dijo entre dientes—. Usted no la conoce.
—¿No? Pero según usted, soy yo quien ha conseguido que venga hoy aquí, ¿no es cierto?
Inés apretó los puños junto a su cuerpo, hirviendo de frustración. Aquel maldito hombre era detestable, pero no podía negar la verdad de sus palabras. En los últimos tiempos, Clara parecía cada vez menos dispuesta a acatar las resoluciones de Inés sin discutir. Casi desde que recordaba era Inés quien había solventado cualquier asunto que les concerniera a ambas. Aunque desde hacía algún tiempo, Clara parecía querer tomar sus propias decisiones. Y aquella tendencia se había agravado al llegar a la ciudad. Si ahora volvía a discutir con Clara, nada garantizaba que obedeciera. Incluso aunque el hospital acabara por desagradarle, se sentiría obligada a continuar allí, para reafirmarse en su decisión y su autonomía respecto a su hermana. Pero una cosa era charlar con franceses en un baile, y otra muy diferente atenderlos en un hospital. Inés no iba a permitir aquello.
—Muy bien, supongamos que mi hermana está decidida a permanecer aquí. ¿Qué quiere a cambio de convencerla para que no vuelva? —preguntó con rabia contenida, intentando ganar algo de tiempo para pensar sobre sus opciones.
Él la miró con decisión. Consciente de que estaba a punto de derrotarla, Inés esperó su burla, pero esta no llegó; y por un instante, hubiera jurado que una sombra de lástima había cruzado aquellos ojos duros y fríos. Él no se reía cuando contestó:
—Que usted ocupe su lugar.
El pulso latía en sus oídos con un ritmo sorprendentemente rápido, pensó Inés inspirando hondo. Un montón de preguntas asaltaban su mente: por qué, para qué, qué pretende, por qué yo… Y de todas ellas, solo una escogieron sus labios.
—¿Está loco?
Incluso para su propia sorpresa, lo preguntó sin rabia ni rencor, con los ojos muy abiertos, observándolo con sincera curiosidad. Porque de veras creyó por un momento que eso lo explicaba todo. Eso era lo único que podía aclarar aquella extraña farsa: aquel hombre estaba loco.
Y entonces, sucedió algo sorprendente; una amplia sonrisa, deslumbrante e irresistible, iluminó el rostro del hombre y ascendió hasta sus ojos, que adquirieron la tonalidad del humo, mientras su risa parecía impregnar el desnudo despacho de calidez.
Instintivamente, Inés dio un paso hacia atrás; no porque tuviera miedo o quisiera huir de él, sino porque su risa, inesperada y acogedora, y que nunca antes había escuchado, le había provocado un súbito, inconcebible y aterrador anhelo de acercarse más a él.
La risa se desvaneció, llevándose con ella la rabia de Inés y dejando en su lugar una honda confusión.
—No, Inés, no lo estoy —contestó él con suavidad, recuperando la gravedad—. Pero quiero que venga al hospital.
—¿Por qué?
La duda de Adrien fue muy breve; no tenía sentido inventar excusas que ella no creería.
—Porque no deseo que se meta en líos, y aquí puedo vigilarla.
Los azules ojos de Inés se abrieron aún más. «¿Qué se podía decir ante algo tan inesperado?».
—Doctor Labat, los líos en los que yo me pueda meter no son de su incumbencia. ¿Por qué habrían de importarle?
—Tengo mis motivos.
—Que no me dirá, claro.
—No.
Inés dio un nuevo paso atrás, pensativa; una respuesta seca y frustrante. Como era él. Solo había hablado dos veces con aquel hombre en su vida; la primera, le había intentado amenazar para que no volviera al convento. La segunda, le chantajeaba directamente. No parecía resultarle simpática ni pretendía serlo él; era evidente que se había empeñado en que ella no acudiera al convento, y no cejaría hasta conseguirlo. La razón de su interés o los motivos que lo guiaban eran un completo misterio para Inés, pero supo con certeza que sería inútil preguntar por ellos.
Intentó sopesar sus posibilidades con la mente fría. Si Clara estaba de verdad decidida a acudir, no eran muchas.
El resquemor que le provocaba pensar en rendirse tiñó su voz al hablar.
—Bien, suponga que acepto venir. ¿Cuáles serían las condiciones?
Adrien apoyó la cadera contra la mesa y se cruzó de brazos.
—Ha de estar aquí mañana y tarde, en los horarios de visita, hasta que haya de volver a su casa para la cena. Podrá dedicarse a lo que prefiera: leer a los enfermos, atender a familiares, escribir cartas… Usted elige. Pero tenga por seguro que si no lo hace, será su hermana quien permanezca aquí.
La prepotencia de aquel hombre era de lo más irritante. Pese a todo, Inés se resistía a claudicar. No estaba acostumbrada a que nadie le dijera lo que debía hacer o dónde podía acudir. Y desde luego, no pensaba renunciar a sus actividades solo porque aquel hombre supiera más de lo debido y pretendiera alejarla de ello sin darle ni una explicación.
Pero la arrogante seguridad del hombre estaba consiguiendo su objetivo. Inés quería alejar a su hermana de la enfermedad, el dolor y la crueldad, al menos mientras pudiera hacerlo, y no iba a arriesgarse a que decidiera pasar un solo día más allí. Elevó la barbilla y continuó:
—Si acepto, ¿usted dirá a mi hermana que no venga?
—Eso es.
—Ya. Y ella le obedecerá a usted y no a mí, porque…
—Las razones las dejo a su imaginación, Inés. Existen, y son poderosas, pero no voy a decírselas. Y ahora, supongo que deseará que su hermana abandone esto cuanto antes, ¿no es así?
Empujó la puerta y la mantuvo abierta para que saliera ante él, pero Inés no se movió. La mención de que existían poderosas razones que no iba a explicarle volvió a sumergirla en un estado de desconfianza e inquietud. ¿Por qué una joven de diecinueve años inocente y alegre obedecería tan a ciegas a un hombre como aquel? ¿Qué tipo de influencia había conseguido sobre ella a espaldas de Inés, que no había captado siquiera que tuvieran ninguna relación?
La combinación de furia y desasosiego que aquella idea le provocó estuvo a punto de echar por tierra su aceptación. Él seguía con la mano en la puerta, esperando.
Pero no se le ocurrían muchas más salidas. Finalmente, y para su despecho, tuvo que aceptar que, en aquella ocasión, el francés había ganado. Pero estaba más que dispuesta a que aquella ocasión no volviera a repetirse.
Se irguió cuanto pudo para salir ante él con dignidad. Adrien la condujo escaleras arriba, hasta una pequeña sala donde cuatro mujeres charlaban y cosían con animación. Al verla, Clara acudió a su encuentro sonriente, dejando a un lado la sábana que estaba remendando. El alivio recorrió a Inés al comprender que su hermana no se había acercado a los enfermos que yacían escaleras abajo, pero el resentimiento que sentía contra el médico no disminuyó un ápice, y se prometió a sí misma que el francés se arrepentiría de haberla manipulado.
Sonrió a su hermana con aparente tranquilidad; al menos hasta que estuvieran fuera de la vista del hombre, pensaba dar la impresión de que todo aquello no le afectaba en absoluto. Pero en cuanto salieran de allí, Clara iba a tener que ofrecerle una buena explicación sobre su comportamiento.
Aún tuvo que esperar unos minutos hasta que pudieron abandonar el hospital en dirección a su casa, atravesando la plaza Nueva, llena de comerciantes, bullicio y militares que se resguardaban del sol del verano bajo los arcos. En un par de ocasiones, Inés interrogó a su hermana, tratando de que le explicara qué mosca le había picado para acudir al hospital, pero no consiguió que Clara abriera la boca.
Cuando llegaron a la casa, Inés estaba casi más confundida que enfadada por el tozudo mutismo de su hermana. Nada más entrar, Clara la dejó a solas con la excusa de saludar a su tía. Inés se dirigió a su habitación tratando de encontrar un motivo que explicara el súbito altruismo de su hermana, pero no fue capaz de hallarlo. Cualquier explicación que se daba era poco creíble. Y entonces, mientras apoyaba la espalda en la puerta de su habitación, una idea inesperada, aún más inquietante y turbadora, la dejó sin aliento.
Porque para su eterna mortificación y desconcierto, acababa de comprender que una pequeñísima parte de sí misma no había temblado de rabia en la presencia del francés, sino de expectación; y que la idea de verlo todos los días en el hospital no le resultaba lo despreciable que debería estar resultándole.