7

Al día siguiente, fue Clara quien intentó que Inés cejara en su empeño de volver al hospital. Su hermana se acercó a ella después del desayuno y tras preguntarle por sus planes para aquel día, musitó que tal vez el hospital no era un lugar adecuado y que prefería que las acompañara en sus visitas.

Inés la contempló con incredulidad, y contestó con calma pero cierta tirantez que era ella quien había comenzado todo aquello, sin siquiera explicarle por qué había acudido con Labat la primera vez. Entonces Clara, la viva imagen de la culpabilidad, había balbuceado una disculpa y dejado de insistir.

Para Inés resultaba claro que solo le había hablado de aquello a petición de su tía; en realidad, Clara seguía pareciendo satisfecha con su situación. Sin embargo, y a pesar de saberla feliz, Inés sentía remordimientos porque apenas se ocupaba de ella, y aunque se reafirmó en acudir aquel día al hospital, le prometió que el viernes asistiría con ellas a la misa de San Miguel en honor de la Virgen Blanca, de quien su tía era devota.

Una vez en el hospital, la mañana adoptó pronto un tinte de rutina; acompañó a Cecilia en sus labores, visitó a aquellos soldados que le habían pedido ayuda, y cuando pudo tomarse un descanso fue en busca de la mujer que había conocido la tarde anterior.

La encontró junto al cuerpo de su esposo. Inés había preguntado a doña María sobre su estado, y ella había meneado la cabeza dando a entender que no había esperanza. La mujer, que dijo llamarse Francisca Ibarra, estaba acunando a su bebé, y cuando ella llegó la recibió con tanto agradecimiento que se sintió avergonzada. Tenía los ojos enrojecidos y era evidente que no había dormido apenas. Inés le propuso que descansara un poco mientras ella paseaba a su bebé, y aunque Francisca intentó protestar y decir que no debería molestarse por ella, Inés rechazó sus palabras con una sonrisa, asegurando que adoraba los bebés.

Aquello no era verdad, por la sencilla razón de que no recordaba haber tenido uno en brazos más allá de los escasos segundos en que había acunado a los bebés que los arrendatarios de sus tierras le presentaban. Pero tomó al bebé con dulzura mientras su madre se acomodaba junto a su marido, y bajó las escaleras; tal vez no acostumbrara a acunar bebés, pero sí sabía que el aire fresco sería más saludable para él que el viciado y lleno de miasmas de un hospital.

Estaba a punto de llegar abajo cuando unos pasos imperiosos resonaron en las losas de la entrada. Inés alzó la cabeza para ver a los recién llegados, y al reconocer el rostro de quien los comandaba, sintió que el alma se le caía a los pies: parado en medio del grupo de oficiales que cruzaban el vestíbulo, Mouret la miraba con fijeza.

Inés sabía, por algunos comentarios de su tía, que el coronel había estado unos días fuera de la ciudad. Aquella ausencia había supuesto un gran alivio para ella, puesto que le había permitido apartar de su mente lo sucedido en el baile. Pero ahora aquel recuerdo se hizo presente con dolorosa nitidez, y aunque se negaba a sentir temor, no pudo evitar un escalofrío.

No podía salir del recinto sin pasar por su lado, y decidió quedarse donde estaba, esperando que él continuara su camino. Pero cuando todos los oficiales se perdieron en el interior de la sala, ambos quedaron frente a frente.

—¡Qué encantador encuentro, mademoiselle! —comenzó el hombre, esbozando una sonrisa precavida que no alcanzó sus ojos.

—Coronel —saludó con cautela.

Mouret la miró con mayor fijeza aún. Transcurrieron algunos segundos antes de que hablara de nuevo.

—Supongo que es inevitable cierta, eh… tirantez, después de nuestro pequeño malentendido.

La simple mención del hecho provocó el malestar de Inés, pero no estaba dispuesta a dejarse acobardar. Subida como estaba al escalón, podía mirarlo frente a frente. Controló cuidadosamente su tono al contestar:

—No sabía que llamaran así en Francia al acto de forzar las atenciones de una mujer.

Eh, non, non, mademoiselle! —protestó él, horrorizado, alzando las manos—. Esas son palabras duras e inmerecidas. Tal vez yo interpreté mal algunas cosas… Me temo que usted alentó… sin darse cuenta, por supuesto, pero hubo señales… Su temperamento es tan ardiente… Y, además, su belleza volvería loco al más cuerdo de los hombres, y es difícil culparme de haber sucumbido a su embrujo. En fin, no estoy orgulloso de lo sucedido, y no quiero incomodarla volviendo sobre ello. Lamento mucho haberla asustado. Aunque, por otro lado, no me pareció que se acobardara demasiado… —Sonrió en un intento de broma, pero como ella no dijo nada, cambió de tema apuntando un dedo hacia el bebé—. Veo que está ocupada… ¿El hijo de alguna amiga, tal vez?

Sin saber por qué, Inés apretó al bebé contra su pecho.

—No. Es hijo de un enfermo. Lo he tomado para que la madre descanse.

—No me diga que ayuda aquí.

Inés se envaró ante el rastro de incredulidad en su voz.

—Vengo de vez en cuando para echar una mano.

—¡Ah, ese corazón tan compasivo para todos y tan duro como el pedernal para su humilde admirador! —contestó, colocando la mano sobre el pecho con fingido dolor—. ¡Es tan injusto! Pero yo mantengo la esperanza de que algún día se ablande y me mire con la benevolencia con que ha mirado a ese bebé.

Pero su intento de desdramatizar lo sucedido no halló eco en Inés.

—Discúlpeme, coronel, ahora… —Trató de moverse, pero él dio un nuevo paso a la derecha, dejándola sin posibilidad de escape. Sorprendida ante su movimiento, Inés alzó la mirada. A pesar de que el semblante del coronel parecía relajado, un brillo extraño alumbraba sus ojos.

—No puede irse aún, Inés. Necesito que acepte mis disculpas. Estoy seguro de que puedo hacer que ya no encuentre tan repulsivos a los… eh, ¿cómo nos llamó? Malditos franceses, creo recordar…

Estaba muy cerca de ella. Inés podía sentir su calor, su aliento, la transpiración de su piel… Por un momento, la atención con que la observaba le hizo pensar en un depredador que espera con calma el momento en que su víctima se despiste para abalanzarse sobre ella. Pero, obligando a su sentido común a imponerse, se dijo que aquello era una tontería. Mouret no era ningún depredador; tan solo un oficial francés, tan presuntuoso y arrogante como solo los franceses podían ser. El día del baile su atrevimiento y osadía habían indignado a Inés hasta el punto de hacerle olvidar la precaución; pero ahora, a la luz del día, en aquel árido espacio lleno de dolor y enfermedad, comprendía bien que tener como enemigo a un hombre así sería una estupidez por su parte.

Ella tenía que ser inteligente y cauta. Y si para ello debía doblegar su orgullo, podía hacerlo.

—No debí insultarle, coronel —admitió con tono neutro, bajando la mirada hacia el bebé—. Reconozco que fui insolente, pero estaba asustada.

Las comisuras de la boca del hombre se alzaron casi imperceptiblemente. Inés comprendió que, a pesar de que su excusa había sonado más bien endeble, su sumisión había satisfecho al coronel.

—Y yo lamento haber sido la causa de su miedo. Empezamos con mal pie, pero si admite mis sinceras disculpas, sé que podemos comenzar de nuevo. Así que, ¿qué me dice, Inés? ¿Estoy perdonado?

El bebé se agitó en los brazos de Inés. La mano de la joven acarició brevemente su cabeza. «Hazlo de una vez. No te conviene su enemistad».

—Claro, coronel.

La sonrisa del hombre se amplió. Hizo una reverencia, y al incorporarse sus ojos brillaban de satisfacción.

—Le aseguro que no se arrepentirá. Confieso que usted desafía lo que creía saber de las mujeres, e intentar descifrarla sería un reto delicioso. Tal vez aún no ha llegado el momento, pero no descarto que algún día usted y yo podamos entendernos de manera más… íntima. Bien, que tenga un buen día, Inés. Espero que la próxima vez que la encuentre pueda disfrutar con más calma del placer de su compañía. Au revoir.

Inés correspondió su saludo con una leve inclinación de cabeza, y en cuanto el coronel abandonó la sala, salió apresuradamente a la calle. Algunas nubes cubrían el sol y el aire en la sombra era fresco. Inspiró hondo y tragó saliva, intentando deshacer el malestar que se había apoderado de su interior. No había nada de malo en disimular ante aquel hombre, se dijo. Solo era prudencia. Lo que su tío Germán le había aconsejado.

Miró al bebé que dormitaba ajeno a todo, y depositó un beso sobre su frente con ternura. Él no tenía culpa de nada, pero había llegado en mal momento a una mala época. Una época donde la maldad campaba a sus anchas, y en la que ella ya no era capaz de saber dónde residía la verdad.

Después de que el bebé empezara a berrear como loco, Inés había llegado a la conclusión de que estaba muerto de hambre, así que lo había llevado junto a su madre. Francisca seguía pareciendo agotada, y el estado de su marido no solo no mejoraba, sino que le había acometido una fiebre muy alta que no presagiaba nada bueno.

El mundo era un lugar extraño, cruel y triste a veces, pero nadie parecía querer abandonarlo. A pesar de tener todo en su contra, aquel hombre se aferraba con todas sus fuerzas al hilo de vida que le quedaba, y su esposa a la esperanza de que se obrara un milagro.

Inés apoyó los brazos en la mesa del desierto comedor, pensativa. Aquella semana había sido tan extraña… Sus creencias y convicciones se habían tambaleado tan solo porque un muchacho francés que le había dirigido algunos halagos admirados había fallecido ante sus ojos.

¿O tal vez eso no era todo?

Odiaba aquella desorientación. Ella siempre había tenido muy claros sus objetivos en la vida, lo que le gustaba y lo que no, lo que detestaba y lo que perseguía. Pero ahora se sentía como si estuviera en la poza del río de Albizu, y sus brazadas no consiguieran acercarla a la orilla. Como si necesitara que alguien le tendiera la mano para ayudarla a salir de allí.

«¿Alguien como Adrien Labat?».

Aquella idea pareció surgir de la nada, e Inés se sobresaltó primero, y se enfureció después, por pensar en él de aquella manera. Todo aquello era por su culpa, y ni siquiera lo había vuelto a ver desde el ataque. La había acompañado a casa, le había hablado con amabilidad… y había desaparecido sin dar señales de vida. Ese era Adrien Labat, un hombre extraño, frío e incomprensible.

Pero no se trataba de él, se dijo meneando la cabeza con pesar. Labat era un enigma y un fastidio, seguramente, pero no tenía que ver con que ella se sintiera como un barco a la deriva. Odiar aquella ocupación pero compadecerse de la suerte de un soldado francés había creado una grieta en la férrea decisión de su alma. Y eso era algo que no podía permitir. Se obligó a recordar lo sucedido en Laminiz la semana anterior, cuando un destacamento de soldados entró en el pueblo, exigiendo que les entregaran a dos de sus vecinos, en venganza porque cerca de allí una partida de patriotas había atacado el correo. Cuando ellos se negaron, se llevaron al herrero y a su hijo, los ejecutaron y colocaron sus cabezas sobre dos picas en el camino, para que sirviera de escarmiento al resto. Ni siquiera habían permitido que tuvieran un entierro digno. Cada vez que recordaba ese tipo de historias, Inés no podía evitar que las lágrimas asomaran a sus ojos.

Quienes cometían tales barbaridades no merecían su compasión ni indulgencia. Y quienes estaban en su bando, tampoco. Aunque demostraran comprensión, aunque la hubieran tratado con dulzura, aunque sus ojos sombríos despertaran en ella extrañas fantasías, mientras existiera aquella ocupación seguirían siendo el enemigo.

—Mañana a primera hora partirán dos de los batallones acantonados en Orduña para reforzar las tropas de Merlín en Burgos.

—¿Estás segura de haber escuchado eso?

—Sí, por supuesto —replicó Inés, arrodillada ante el confesionario.

—Entonces, alrededor de Bilbao quedarán muy pocas tropas de refuerzo —murmuró el cura, más para sí mismo que para ella—. Interesante… ¿Algo más?

—No. Los oficiales que acuden de visita al hospital son más discretos de lo que pensaba.

Se escuchó un breve sonido de conformidad, y tras él un crujir de tela hizo a Inés comprender que el cura se disponía a abandonar el confesionario.

—Padre, espere un momento. Quería también consultarle un tema.

El movimiento tras la celosía se detuvo.

—Tú dirás.

—Es… Es sobre lo que hacemos.

—¿Lo que hacemos?

—Sí. —Inés trató de desechar su vacilación—. Deseo de corazón que los franceses se vayan, y estoy incluso dispuesta a arriesgarme lo que sea necesario si con ello consigo ayudar. Pero cuando veo esos soldados muertos, tan jóvenes, a veces apenas unos niños…

—Dios los acogerá en su seno si se arrepintieron, hija mía —contestó el cura con tono monótono.

—Lo sé. Pero cuando pienso que lo que yo hago puede estar ayudando a que mueran, tengo dudas…

Una exclamación de asombro llegó desde el otro lado de la celosía.

—En nombre de Dios, hija, ¿es posible que pongas a la misma altura sus vidas que las de tus hermanos?

—No, no —protestó, frunciendo el ceño ante el tono acusatorio del párroco—. No es eso, pero no puedo evitar preguntarme…

—Jesús, José y María —se santiguó el cura, escandalizado—. ¿Es que acaso esos salvajes han logrado cegarte? Dios está con los justos. Nuestros ejércitos avanzan y el enemigo retrocede, a mayor gloria de nuestro Señor, y la victoria de Bailén es la prueba.

El ceño de Inés se hizo más profundo. Había acudido con el corazón lleno de dudas para que un hombre de Dios las aplacara, pero la pequeña mecha de rebeldía que siempre habitaba en su corazón se encendió ante aquella respuesta tan poco satisfactoria para su intelecto. Si la victoria de Bailén lo probaba, ¿qué probaba entonces la terrible derrota de Rioseco? Así que antes de darse cuenta de que aquella respuesta era precisamente la que buscaba al venir a él, replicó:

—Ellos también son hijos de Dios.

—¡No! ¡Claro que no! ¡Esos infieles que tiñen esta tierra de sangre no son hijos de Dios, sino de Satanás! Cada hombre elige su camino, y muchos caminan al lado del maligno. Dudar de la justicia de nuestra causa es dudar de Dios. No malgastes tu compasión en la muerte de franceses. Piensa que ellos pudieron elegir, y decidieron unirse a esta iniquidad. Nosotros, en cambio, no elegimos nada.

A pesar de sus recelos, Inés tuvo que admitir que aquella sí que era una razón de peso. Roux, y los demás como él, pudieron quedarse en sus casas, en sus granjas, junto a esa familia a la que tanto añoraban, en vez de venir a asolar un país que los aborrecía. Pero, aunque las palabras del cura tenían su valor, y creía compartirlas en su corazón, una pequeñísima parte de su alma no conseguía sentirse tranquila. Sin embargo, comprendió que aquella visita no iba a aplacar sus dudas morales y, de repente, las ganas de salir a la luz del sol se hicieron insoportables.

Se santiguó y se puso en pie.

—¿Continuarás trayendo información? —preguntó el cura al ver que se iba.

Ella se detuvo. Su vista se posó en el hueco central del altar, donde la figura de la Virgen, envuelta en un manto azul, alzaba a su hijo en su brazo izquierdo. La serena sonrisa del rostro no alcanzaba los ojos apenados.

«El dolor de una madre que sabe lo que sucederá —pensó estremecida—. Y no puede hacer nada por evitarlo. A veces no hay nada que hacer».

Se volvió.

—Claro. —Y en voz baja, más para sí que para él, musitó—: Y roguemos a Dios que esto acabe cuanto antes.

El viernes aún no había amanecido cuando Inés, su hermana y su tía salieron de casa para dirigirse a la iglesia de San Miguel, donde se veneraba a Nuestra Señora de la Blanca. La devoción que se profesaba a aquella Virgen estaba bien extendida en la ciudad. Cuatro eran las cofradías consagradas a su nombre, y cuatro los días consecutivos en que se celebraban solemnes funciones religiosas, seguidas de brillantes festejos. Aquel día, el primero de los cuatro, se conmemoraba la nevada que, en pleno agosto y en tiempos del papa Liberio, había caído sobre el monte Esquilino, y sobre la que había aparecido delineada, milagrosamente, la planta de una basílica. Cierto que tal milagro había sucedido en Roma, pero la devoción a la Señora de las Nieves —que tal fue el nombre dado a la basílica construida en aquel lugar— llevaba siglos arraigada en la ciudad.

Los primeros rayos de sol aparecieron sobre los tejados del este cuando el rosario que se celebraba ante la hornacina de la Virgen concluía. Tomás Acedo y Teresa Mendoza aprovecharon para saludar a los conocidos y charlar sobre las últimas noticias de la ciudad antes de que las campanas repicaran llamando a los feligreses a misa.

Inés había estado en aquella celebración hacía años, cuando era pequeña, pero comprobó que su memoria no la traicionaba al recordarlo como un día lleno de bullicio y alegría. Al finalizar la misa y el solemne tedeum, la multitud de devotos feligreses salió a la explanada que se abría como un enorme balcón sobre la plaza Vieja. Un grupo de tamborileros tocaba el chistu, y la alegre música hizo que se formaran grupos espontáneos de bailarines, mientras en la plaza a sus pies numerosos jóvenes intentaban trepar la cucaña que se había instalado junto a la fuente.

Unas muchachas a las que ni siquiera conocía llegaron en busca de Clara para rogarle que las acompañara a pasear por los Arquillos. Las jóvenes extendieron su invitación a Inés, pero esta se excusó diciendo que prefería permanecer con su tía. Su tío Tomás se había dirigido con unos amigos al frontón situado en la zona alta de la ciudad, donde se celebrarían partidos de pelota, y no quería dejarla sola.

—Celebro que te quedes, cariño —le agradeció Teresa, palmeando su mano, cuando se quedaron a solas—. Esta semana tan solo te he visto en las cenas. Cuéntame, ¿qué tal en el hospital?

Sin querer exponer sus dudas y vacilaciones, Inés la tomó del brazo y habló de los soldados heridos, de la historia de Francisca Ibarra, de su relación con Cecilia, mientras ascendían las escaleras laterales para subir a la plaza del Machete. La explicación hubo de ser interrumpida cuando, al llegar a ella, un grupo de oficiales franceses acudieron a presentarles sus respetos. Inés los había visto en los primeros bancos de la iglesia, junto al alcalde y al corregidor; era evidente que pretendían aprovechar aquellos actos populares para congraciarse con el pueblo que los hospedaba; habían permitido que la misa se oficiara en el interior de la iglesia —a pesar de que también aquel edificio estaba ocupado por tropas—, aquella tarde acudirían a ver la corrida de toros que se oficiaría en la plaza Nueva, y se esperaba la presencia de numerosos soldados en el baile popular que se celebraría tras aquella.

Saludaron al general Barrere, que respondió con su habitual afabilidad, y cuando fue el turno de Mouret, de nuevo Inés sintió que la mirada del hombre no se apartaba de ella. Con tono galante, alabó lo hermosa que estaba, y se interesó por saber si acudiría al baile de la tarde, puesto que, en tal caso, se sentiría honrado de bailar con ella.

Con una sonrisa de compromiso, Inés contestó que aún no lo había decidido. La idea de cuán diferente era su interés al de Labat surgió de la nada, y al momento Inés se sobresaltó. ¿Por qué había acudido a su mente el recuerdo del médico? Debía ser curiosidad, se dijo. Era normal sentir curiosidad; desde hacía unos días, era como si al médico se lo hubiera tragado la tierra. No había vuelto por el hospital ni había dormido en la casa, aunque lo cierto era que a nadie parecía extrañarle. Cecilia le había dicho que pasaba muchos días en los demás hospitales, y también solía acudir donde le reclamaran para ayudar a algún enfermo. Era habitual que pasaran varios días sin saber de él.

«Mejor para mí si está ausente», intentó convencerse.

Tras un breve intercambio de frases, se despidieron de los oficiales, que tenían un compromiso en el Ayuntamiento. Continuaron su ascenso hacia el Campillo, donde estaba el frontón, y cuando el partido terminó fueron en busca de Clara para volver a casa, donde les esperaba una suculenta comida a base de cordero, verduras estofadas y dulces variados.

Por la tarde, y después de que su tía disfrutara de una siesta reparadora, acudieron a la casa que los Zárate poseían en la plaza Nueva, desde cuyos balcones, que en ocasiones alquilaban, podían seguir la corrida de toros. Las jóvenes que habían saludado a Clara aquella mañana eran las hijas de los anfitriones, y entre muchos otros invitados, también los Sarriegui estaban en la casa.

—Hacía muchos días que no nos encontrábamos —la saludó Beatriz con una sonrisa traviesa nada más verla. Ambas ocuparon uno de los balcones más estrechos del extremo del salón—. El otro día no viniste a rezar.

—No pude. Estuve en el hospital.

—Tu hermana me lo dijo. Pero me costaba creerlo. ¿Cómo se te ha ocurrido hacer algo así?

Inés se encogió de hombros.

—No lo sé —mintió—. Pensé en hacer algo útil.

—Mi madre jamás me lo habría permitido. Allí hay tantos hombres…

—Hay enfermos —corrigió al notar el recelo en la voz de su amiga—. Y enfermas. Pero yo no los atiendo, si eso es lo que te preocupa.

—No, no es eso. Ya imagino que tú no limpiarás… Bueno, nada de lo que haya que limpiar en esos sitios. Es solo que no comprendo por qué se te ha ocurrido… —Sus ojos se entrecerraron al contemplarla, sopesando la idea que acababa de ocurrírsele—. A menos que…

—A menos que nada, Bea. —Inés no pudo evitar un gesto de incomodidad—. No tiene importancia.

Pero a pesar de su negativa, el rostro de su amiga se iluminó con una súbita comprensión.

—¡Oh, ya lo entiendo! ¡Qué astuta eres! —Bajó la voz, pero el entusiasmo se filtró en su entonación—. Seguro que estás espiando a los franceses. ¡Oh, es una idea estupenda! Hay allí tantos oficiales…

—No hay tantos, Beatriz —cortó con algo de sequedad—. Y no quiero hablar de eso. Cualquiera podría oírnos.

Pero su amiga no pareció escucharla.

—Por un momento, creí que habías cambiado de opinión sobre la… situación. Pero has tenido una idea estupenda, ¿quién iba a sospechar de ti?

—Aquí no, Bea —insistió—. ¿Y cómo has podido pensar que cambiaría de opinión?

—No lo sé —rio su amiga, con sincero alivio—. No es que yo creyera algo así, pero me resultó tan chocante que ayudaras a los franceses… Además, ahora que las cosas se van a poner interesantes —concluyó con aire misterioso.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé con exactitud. —Miró a ambos lados, y se retiró un paso hacia el interior de la sala, bajando más la voz, hasta que fue un susurro—. Pero después de rezar el otro día, se comentó que era más importante que nunca hacer llegar el dinero recaudado a su destino, porque hay algo importante en marcha.

—¿El qué? —preguntó con recelo, atenta al menor movimiento de los presentes. Pero todos parecían estar en el resto de balcones, alejados de ellas.

—Ya te digo que no lo sé. Pero es algo que va a pasar pronto —añadió con aire de triunfo.

Inés dejó escapar un suspiro de impaciencia. Por mucho dinero que pudieran recaudar —lo que por otra parte estaba por verse—, no imaginaba que fuera a ser de mucha ayuda para nada. Se había confirmado que la Corte se asentaría en Burgos, y se esperaban nuevas tropas desde Francia en cualquier momento.

—Te digo que es muy importante que todo salga bien —insistió Beatriz, percatándose de la expresión escéptica de su amiga.

Sin ganas de discutir, Inés se asomó de nuevo al balcón.

—Bueno, pues rezaremos para que todo salga bien, aunque no sepamos de qué se trata. Pero ahora deberíamos ver algo del espectáculo, Beatriz; si nos ven cuchicheando de esta manera, van a sospechar algo.

—No lo creo. Y de todas formas, yo no soy muy aficionada a estos espectáculos. ¿Y si bajáramos para dar una vuelta por la plaza? Cuando hemos venido había unos cómicos preparándose en la plaza Vieja.

—No sé, no creo que a mis tíos les guste…

—¿Te pasas el día sola en un hospital y crees que si das una vuelta conmigo les va a disgustar? —bromeó su amiga, tomando una copa de champán de la bandeja que una doncella les ofreció—. Venga, toma tú también una copa y vayamos a preguntarles…

Inés rechazó con amabilidad el ofrecimiento de bebida, pero aceptó preguntar a sus tíos, y cuando estos le concedieron el permiso, sin apartarse del balcón donde veían la lidia con los Sarriegui, ambas jóvenes bajaron a la plaza.

Un cercado de madera, rodeado de tablados, acotaba la zona de lidia. Los asistentes, entre los que se encontraban numerosos soldados franceses, parecían disfrutar del espectáculo, a juzgar por las exclamaciones admiradas que escapaban de vez en cuando de la multitud. Después de sucesivas prohibiciones, resultaba realmente extraño que fueran los franceses quienes hubieran autorizado aquellos festejos. Había sido su manera de intentar granjearse la simpatía del pueblo. Los tablados estaban a rebosar de mujeres vestidas con basquiña y mantilla, y de hombres que lucían sus mejores casacas, a pesar del calor. Y fuera de aquellos, en unos y otros rincones de la plaza, se formaban grupos que discutían los méritos o deméritos de los figurantes.

Beatriz y ella dieron la vuelta a la plaza, paseando sin prisa hacia la arcada que comunicaba con la plaza Vieja. Allí pudieron disfrutar del grotesco espectáculo de los cómicos ambulantes, coreado y silbado por la gente que se detuvo a verlos. Luego deambularon saludando a los conocidos que encontraron, se detuvieron a contemplar los puestos de venta de útiles de madera, y escucharon a un bertsolari cantar las hazañas del Gigante de Loidi, que unos minutos después desafiaría a quien quisiera atreverse a levantar una gran piedra de veinte arrobas.

Estaban observando cómo se acercaban los músicos desde el Ayuntamiento, escoltando al alcalde, cuando un grupo de oficiales se aproximó desde el comienzo de la plaza. Beatriz puso los ojos en blanco al verlos.

—Ya está aquí Durand —susurró al oído de Inés—. Verás que sigue tan necio como te dije.

Inés miró con disimulo a los hombres que se acercaban. Los primeros repiques del tamboril acababan de comenzar a sonar en la plaza, y los hombres casados que iban a tomar parte en el baile inicial se prepararon formando una fila ante los músicos.

—Buenos días, mademoiselle Beatriz —saludó Durand al tiempo que los chistus arrancaban sus primeras notas y los hombres comenzaban a moverse—. Ha venido, finalmente.

Inés vio a su amiga suspirar de impaciencia.

—Sí, capitán Durand, he venido.

—Entonces —sus ojos brillaron con adoración—, ¿podré tener el honor de que me conceda alguno de los bailes de esta tarde?

—No, capitán —negó ella sin conmoverse en absoluto—, porque ustedes no conocen nuestros bailes y mucho me temo que acabaríamos haciendo el ridículo. Si pretende bailar esta música como baila en los salones, seríamos el hazmerreír de la ciudad. Pero no me opongo a que me observe bailar, si lo desea.

Inés hizo un esfuerzo por permanecer impasible, pero la pomposa altanería de su amiga y la evidente desilusión de Durand estuvieron a punto de hacerla reír.

Y, en efecto, cuando acabó el baile de los hombres casados y fue el turno de las jóvenes solteras, Beatriz la tomó de la mano y la condujo al centro, sin que las asombradas protestas de Inés consiguieran disuadirla.

En realidad, y a pesar de lo que una vez había dicho a Mouret, Inés adoraba la música. En las romerías y fiestas a las que solían acudir era habitual que estuviera en el grupo de bailarines, bien danzando, bien aplaudiendo a los que danzaban. Pero en la ciudad, y ante tantos franceses, tomar parte en un baile público no parecía muy sensato. Sin embargo, Beatriz no le permitió retirarse de su lado, y cuando vio que algunas muchachas que conocía se disponían a tomar parte en el baile, sus recelos se aplacaron un tanto, y decidió tratar de disfrutar del momento.

La alegre música comenzó, y con ella los giros, saltos y quiebros de las muchachas, y las risas de los asistentes. Era un baile enérgico, veloz, jubiloso… Las muchachas se tomaban de la mano para moverse hacia la izquierda, rompían el círculo para girar, moviendo los pies con agilidad, y lo recomponían para volver trotando hacia la derecha. Con la respiración entrecortada, el rostro sofocado y expresión risueña, Inés vio al girar que Durand no quitaba ojo a su amiga, que parecía disfrutar incluso más que ella misma. Ejecutó un nuevo giro, tomó las manos de las otras muchachas para cerrar el círculo y el baile la condujo de nuevo hacia la derecha. Una sensación de libertad largamente añorada comenzó a expandirse en su interior. Los giros veloces, las risas de sus compañeras, la brisa que agitaba su cabello en cada salto y vuelta… A pesar de sus iniciales recelos, bailar la llenaba siempre de alegría, y cuando las jóvenes ejecutaron un último giro, no pudo evitar desear que aquel baile continuara para siempre.

Pero la música, al fin, cesó. Mientras el público aplaudía, y Beatriz era retenida por el inasequible al desaliento Durand, Inés se apartó un poco del grupo, tratando de recuperar el ritmo de su respiración. No quería perder la satisfecha sonrisa que ocupaba su rostro, no quería que la sensación de libertad que había disfrutado por unos momentos se desvaneciera.

Unos pasos a su espalda, varias de las muchachas se habían acercado a la fuente que presidía la plaza. Mujeres casadas comenzaban a conquistar el espacio que ellas habían ocupado con anterioridad, e Inés decidió refrescarse mientras esperaba que Beatriz se librara de Durand.

Avanzando hacia las jóvenes, pasó la mano por su cabello para retirar los mechones que, liberados por el baile, se pegaban a sus mejillas y sienes. El espacio junto a la fuente estaba lleno de numeroso público, y tuvo que sortear a varias personas antes de encontrar un hueco por el que colarse. Pero cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo, un hombre surgió de la multitud para cerrarle el paso. Inés dio un respingo y retrocedió alarmada… hasta que comprendió a quién pertenecían aquellos ojos severos que la miraban con desaprobación.

—¿Es que siempre tiene que exponerse en público?

La evidente y ruda censura del hombre la tomó por sorpresa, pero no estaba dispuesta a dejarse avasallar.

—Yo no me he expuesto de ninguna manera —replicó con osadía—. Es un baile popular. Una costumbre nuestra.

El sutil desafío contenido en sus palabras acentuó el mal humor de Adrien.

—Una costumbre poco respetable.

La inicial sorpresa de Inés se trocó en indignación. Aquello ya era el colmo.

—En su opinión, por supuesto.

—En mi opinión, sí. Y en la de cualquiera que la haya visto exhibirse de esa manera.

—¿Exhibirme? ¿Que yo me he exhibido? —El rostro de la joven se encendió de enojo—. ¿Se puede saber qué le pasa? ¿Qué parte no ha escuchado de lo que le he dicho? Los bailes públicos son una costumbre que nadie censura. Salvo usted.

—¿Ah, sí? ¿Y qué necesita usted para comprender…?

—Adrien…

Una voz suave los interrumpió. Inés se volvió hacia la procedencia del sonido, y no pudo ocultar su sorpresa al ver cómo una llamativa mujer rubia, hermosa como una porcelana, se abría paso entre la gente para colgarse del brazo de Adrien.

—Perdona, mon chéri, me han entretenido —dijo al llegar, dedicando a Adrien una mirada sensual. Luego giró la cabeza para contemplar detenidamente a Inés—. ¿No nos presentas?

A pesar de la irrupción de la mujer, Inés se dio cuenta de que la mirada malhumorada de Adrien no se había apartado de ella ni un instante. Como si ni siquiera se hubiera percatado de la manera en que la mujer del exquisito vestido lavanda y hermosos rizos dorados descansaba su opulenta figura contra él.

—Es una de las sobrinas de mis anfitriones, Louise, pero ya estábamos despidiéndonos. Que tenga un buen día, mademoiselle Mendívil.

Con una inclinación seca de cabeza, Adrien dio su encuentro por finalizado, y con la mujer rozando aún más su cuerpo contra su brazo, se dio la vuelta para desaparecer entre la multitud.

Como una tonta, Inés se quedó allí parada, contemplando cómo el sol de la tarde arrancaba destellos de bronce del oscuro cabello del hombre, mientras la mujer se contoneaba provocativamente junto a él, y todo lo que los rodeaba parecía desvanecerse: el bullicio, la música, los asistentes que aplaudían…

—¿Qué te sucede? —le gritó sonriente Beatriz cuando llegó a su altura, siguiendo la dirección de su mirada sin encontrar nada digno de atención.

—Nada —contestó Inés con presteza, volviéndose hacia su amiga.

Beatriz frunció el ceño al ver su expresión confusa.

—¿Estás bien? ¿De veras no te sucede nada?

Inés negó con la cabeza y se esforzó en sonreír.

No le sucedía nada. No podía sucederle nada.

Pero el acelerado tamborileo de su corazón se burlaba de ella, y las punzadas que irritaban su humor acompañaron la voz interior que gritaba dentro de su cabeza, mordaz y cruel: «¿Estás segura de eso?».