16
Después de levantarse muy temprano, acercarse al corral, obtener leche fresca y batir la nata que Elvira había colocado la noche anterior en la fresquera, Inés encontró que lo único que le quedaba por hacer era desayunar.
Algo extrañada porque la mujer aún no hubiera bajado, preparó el chocolate y cortó varias rebanadas del pan que reposaba colgado de la alacena. Supuso que Pascual debía de haber pasado mala noche y que la anciana estaría agotada. Aquel pensamiento le hizo asumir que el día, que había amanecido envuelto en jirones de niebla blanquecina y húmeda, no sería muy alegre. Y discutir con su hermana, como intuía que acabaría sucediendo, no lo iba a mejorar. No albergaba ninguna duda de que Clara había acudido a Albizu para ver a Martín, y sabía lo difícil que iba a ser que comprendiera que, en las circunstancias presentes, lo mejor era dejar de pensar en el joven. Y aunque al día siguiente volvería a la ciudad, estaba segura de que no por ello dejaría de buscar alguna manera de volver a verlo.
En fin, razonó, mientras escudriñaba la cocina en busca de la bandeja, de esa segunda parte ya se preocuparía en la ciudad. Ahora lo importante era conseguir que al día siguiente su hermana se fuera, sin protestas ni triquiñuelas para alargar la estancia.
La bandeja no estaba en ningún sitio a la vista. Inés estaba a punto de volver a la fresquera cuando recordó que la noche anterior Labat había insistido en cenar solo. Y ella, aturdida al comprender la inconveniente atracción que sentía por él, había evitado acudir a recogerla.
Sin atender la manera en que su corazón se aceleró al recordar aquello, colocó una rebanada de pan en un plato y sirvió un vaso de chocolate. Pero cuando llegó ante la puerta de la habitación, vaciló. La noche anterior verlo mientras intentaba vendarse la herida había resultado tan turbador… Decidió que, si aún dormía, no quería que despertara, y colocó el plato en el suelo para abrir la puerta despacio. La habitación estaba casi a oscuras, y tomando de nuevo el plato entró de puntillas. Depositó los alimentos en el escritorio de su tío, y al volverse hacia la cama frunció el ceño. Sus ojos ya se habían hecho a la penumbra, y pudo distinguir la cuchara caída en el suelo y, junto a ella, derramado, parte del contenido del cuenco. El médico no había tomado prácticamente nada del mismo.
«Porque su maldito orgullo le impidió aceptar mi ayuda».
Aquella constatación irritó a Inés. Que la mirara con frialdad, con desdén o con furia era una cosa; que prefiriera prolongar su debilidad con tal de no admitir su ayuda era otra, mucho más humillante.
Con cuidado de no pisar el alimento caído, se acercó al cabecero y colocó la mano sobre su frente. Seguía teniendo bastante fiebre, pero ya no parecía algo desesperado. Y viendo su arrogancia de la víspera, estaba claro que se recuperaba con normalidad.
Lo observó respirar con tranquilidad, así dormido. Tenía el cabello revuelto y la escasa barba que había crecido en aquellos días le daba un aspecto algo salvaje. La sábana solo le tapaba un poco por encima de la herida, y la piel de su pecho subía y bajaba con una cadencia hipnotizadora. Inés sabía que no debería contemplarlo de aquella manera, así que levantó el brazo del hombre que colgaba a un lado, lo colocó sobre el colchón, y abriendo las contraventanas de la habitación de par en par, dejó que la luz del amanecer y el olor de la hierba humedecida por la niebla inundaran la habitación.
El efecto que aquella acción tuvo sobre Labat fue inmediato. Primero emitió un gruñido, luego estiró los brazos por encima de su cabeza, y tras un quejido de dolor que le hizo doblarse en dos, abrió los ojos con lentitud.
Por un momento, Inés pensó lo perturbadoramente íntimo que resultaba estar allí, aprendiendo cómo era Adrien Labat cuando despertaba por las mañanas. Pero entonces se recordó que si estaba allí era para asegurarse de que aquel hombre se iba a recuperar y a salir de su vida cuanto antes.
—Buenos días —dijo con calma cuando los ojos del hombre la descubrieron, erguida tras la silla. Entonces, segura de tener su atención, se agachó para recoger la cuchara y la depositó en el cuenco—. Si no podía hacerlo usted mismo, debió dejar que le ayudara.
Adrien entornó los párpados un segundo, y luego los cerró. La noche anterior había tratado de llevar la cuchara a su boca hasta tres veces, pero su mano temblaba de tal manera que las tres veces el contenido de la cuchara había caído al suelo. Entonces había lanzado un juramento y soltado el cubierto. Tampoco había sido capaz de vendarse.
—Ya se había ido —gruñó a modo de excusa, sintiendo la boca seca.
—Pudo haberme llamado —insistió Inés, y con un atisbo de ironía, añadió—: si su orgullo lo hubiera permitido, claro.
Con un gesto de dolor, Adrien recostó la cabeza y volvió a cerrar los ojos. Así que al final, y a pesar de todos sus esfuerzos, ella había comprendido su debilidad. Maravilloso.
—No tenía hambre.
A pesar de su inicial enojo, las huellas del cansancio y el dolor en el rostro del médico eran tan evidentes que Inés se suavizó. Dejó escapar un suspiro al contestar:
—Estaba segura de que diría algo así.
Aquel sonido tenue y apacible hizo que Adrien girara la cabeza hacia la izquierda y abriera los ojos para observarla. Seguía vistiendo con aquella sencillez que le llenaba de perplejidad, acostumbrado al gusto ostentoso de las mujeres que conocía: una blusa blanca con bordados, un jubón de rayas ocres y negras, una falda ocre más corta de lo habitual, de manera que los tobillos resultaban visibles bajo ella, unas sencillas zapatillas negras con suela de esparto, un delantal también negro, y un pañuelo ocre anudado con sencillez en la nuca, y que no podía contener los mechones negros que escapaban de las sienes.
Y aquellos ojos azules, que ahora en la penumbra, vuelta de espaldas a la ventana, parecían extrañamente violetas…
Siguió mirándola un buen rato, distraído, ajeno al resto de cosas que lo rodeaban, preguntándose si alguna vez había contemplado una imagen tan atrayente como la que ella ofrecía en aquellos momentos, erguida y un punto retadora, respirando por la boca entreabierta, contemplándolo con ojos tan brillantes…
Y entonces, como si la luz del sol hubiera penetrado de golpe en una oscuridad que él ni siquiera sabía que existía, ella esbozó un amago de sonrisa, y aquel gesto derritió el último resguardo de frialdad que Adrien había conseguido mantener.
A punto de sonreír sin pensar —aliviada porque, a pesar del mal humor del hombre, la firmeza de su voz denotaba que recuperaba las fuerzas—, Inés contempló el fascinante cambio que se operó en la mirada habitualmente reservada de aquel hombre; y su sonrisa murió sin llegar a nacer, pues al perderse en sus enigmáticos ojos grises se sintió como si hubiera comenzado a deslizarse por un túnel resbaladizo del que jamás podría volver.
Pero se esforzó en que su voz, al hablar, no delatara nada de la vacilación que sentía.
—No hay nada de malo en aceptar ayuda cuando se necesita, Labat. Todos necesitamos a los demás alguna vez. Yo me siento responsable de lo que sucedió, y ayudarle es mi manera de darle las gracias. No le pido nada a cambio. No me deberá nada.
Adrien la contempló en silencio. Quiso pensar que eran el hambre, la fiebre y su debilidad los que habían causado el extraño nudo que acababa de instalarse en su garganta; pero engañarse a sí mismo no era su costumbre. Cuando ella añadió: «¿Me dejará que lo haga hoy, Adrien? ¿Me dejará que le ayude?», tuvo que reconocer lo que sucedía: ella le importaba, así de simple y de absurdo. Tal vez fueran su coraje, su arrojo o su valentía, o su contagiosa pasión de vivir… Tal vez fuera solo que él se iba haciendo mayor, que las batallas y las muertes le estaban agotando, que estaba cansado de obligarse a no desear una vida diferente a la que su deber imponía.
Su mente decía que tenía que alejarla. Su corazón quería la oleada de calidez que su presencia ocasionaba en él.
Su mente gritaba que nunca existiría el tiempo para ellos. Su corazón le ordenaba tirar de su mano para estrecharla entre sus brazos y aspirar el familiar olor de su piel.
Su mente sabía que aceptar su ayuda tendría consecuencias, pero su corazón no sabía cómo resistirse al fuego que su presencia provocaba en él.
Trató de resistirse a aquella lucha y ganar tiempo. Le dolía la cabeza y tenía la boca seca. Y lo peor era que comenzaba a temer que, en la pugna que se desarrollaba en su interior, su sentido común acabaría por ser vencido.
—Tiene razón, Inés —pronunció con dificultad—, pero ahora no deseo hablar de ello. Solo tráigame un vaso de agua. Me duele la cabeza y creo que dormiré un poco.
Inés se acercó a él y colocó una mano sobre su frente.
—Está ardiendo otra vez.
—No se preocupe.
—Pero no puedo dejarle así.
—Solo un vaso de agua, por favor.
Encogiéndose de hombros, Inés se levantó y se dirigió al escritorio, donde reposaba la jarra de agua. Mientras vertía un poco en un vaso, dijo con suavidad:
—Cuando estaba inconsciente refresqué su cuerpo con agua y vinagre. Creo que fue eficaz.
—¿Y se está ofreciendo a hacerlo de nuevo? —preguntó Adrien, mordaz, antes siquiera de darse cuenta de lo que preguntaba.
Sin levantar la vista del suelo, Inés se acercó a Adrien, y colocó el vaso ante sus labios. Solo cuando él acabó la bebida ofrecida, dijo con calma:
—Sí, si quiere que lo haga.
Adrien cerró los ojos, pero esta vez no fue por dolor o cansancio. La tentación de abandonarse a su cuidado, ahora que la fiebre lo hacía sentir débil e incómodo, era fuerte. Pero si dejaba que ella lo tocara no estaba seguro de controlar sus reacciones. Con un esfuerzo ímprobo de voluntad, obligó a su sentido común a retornar.
—Muchas gracias, pero podré hacerlo yo mismo, si me trae una palangana y una esponja.
El tono suave que matizó aquella negativa envió pequeñas descargas a través de la columna de Inés. A pesar de la aparente firmeza del hombre, supo por instinto que se había creado una brecha en su determinación. Salió de la habitación, para volver al poco con un recipiente lleno de agua y varios paños. Colocó el recipiente en la mesilla y se sentó de nuevo.
—No es necesario que se quede —comentó Adrien, viendo cómo ella introducía uno de los trapos en el recipiente y lo escurría con ambas manos.
—No. Pero quiero hacerlo.
Y antes de que él pudiera decir nada, Inés apoyó el trapo sobre su frente con suavidad, deslizándolo en pequeños toques.
Tomado por sorpresa, Adrien apretó los dientes. El alivio que el líquido produjo en su piel ardiente se entremezcló con una brusca inquietud. Estaba a punto de decirle que se detuviera cuando ella apoyó la tela en su pecho, deslizando con lentitud, y las palabras murieron en sus labios.
La respiración de Adrien se entrecortó; dudando si era una mala pasada de su estado febril o aquello estaba sucediendo realmente, la miró con gesto desencajado. Los movimientos de su mano creaban una ligera brisa que le provocaba escalofríos allá donde la tela había humedecido la piel, y ni siquiera el sordo malestar que la fiebre había extendido por su cuerpo pudo evitar la erección que sintió cuando el paño se deslizó por su abdomen, bajo su ombligo.
—Basta ya —jadeó, agarrando su muñeca con tanta fuerza que Inés dejó escapar un quejido—. Estoy bien, muchas gracias.
Los ojos azules de Inés se posaron en los suyos sorprendidos, y de un tirón liberó su mano.
—¿Se puede saber qué le pasa? No iba a tocarle la herida aún.
La extraña mezcla de calor, excitación y dolor que Adrien sentía le impedía expresar con claridad lo que realmente le pasaba. Costaba creer que ella ignorara de verdad el efecto que el tacto de su mano deslizándose por el vientre podía causar en cualquier hombre, y por un momento, dudó si se estaba burlando de él.
—Está bien. —Inés se levantó y fue de nuevo al escritorio, donde se hallaba la botella de vino que había utilizado aquellos días, y volvió con ella—. Limpiaré ahora la herida y la vendaré, y luego podrá descansar lo que quiera.
Esta vez, el roce de su mano no fue placentero en absoluto. Adrien apretó los dientes cuando la joven comenzó a limpiar alrededor de la herida con pequeños toques. La operación le provocaba agudas punzadas de dolor, y Adrien cerró los ojos y apretó los puños sobre la sábana para evitar moverse.
Mientras procuraba emplear la mayor suavidad posible, Inés miró de soslayo su rostro tenso; los tendones del cuello se marcaban con claridad y su frente aparecía perlada de sudor. Un acceso de aprensión atenazó su garganta, pero se obligó a tragar saliva y continuar concentrada en lo que hacía. De nada le valdría que ella se acobardara.
Al cabo de unos minutos que a ambos se les hicieron eternos, Inés se incorporó y soltó el paño en la palangana con alivio. Luego alargó la mano para tomar el rollo de lienzo y se inclinó sobre Adrien para pasarlo alrededor de su abdomen, rozando su piel al hacerlo. Se obligó a concentrarse en la blanca tira de tela, en la forma en que debía acomodarla con suavidad; se obligó a no prestar atención a la respiración intranquila del hombre que agitaba el mechón de cabello que caía sobre su sien y caldeaba la delicada piel bajo su oreja.
Cuando al fin acabó, irguió la espalda y cruzó las manos ante su falda, esperando, pero Adrien no dijo nada.
Porque no era capaz de decir nada…
¿Qué podría decir, cuando el efecto que ella causaba en él era tan demoledor? Adrien entrecerró los ojos, intentado que ella no comprendiera lo profundamente que le afectaba, y la observó con intensidad, con ardor, casi con dolor.
De pie ante él, Inés parecía incapaz de moverse. Aún estuvieron así un largo rato, en silencio, hasta que un suspiro amargo e involuntario escapó de los labios de la joven, que dio un paso atrás, sintiéndose expuesta.
—Gracias por dejar que cuidara de usted.
Pero no hubo ninguna respuesta a sus palabras. Y salió de la habitación.
—No te entiendo, Inés. De veras que no —negó Clara, deteniendo el columpio.
Su hermana suspiró, apoyada en el tronco del enorme roble que marcaba el fin del jardín de la casa y el comienzo del huerto.
—Solo digo que tenemos que tener cuidado, cariño, eso es todo.
—Estás hablando de Martín. ¡Pero si le conocemos desde siempre!
Inés contempló a su hermana con impotencia. Al parecer, no había sido muy convincente planteando el tema.
—Lo sé, pero aun así, Clara, los tiempos están tan confusos que es difícil saber en quién podemos confiar. Solo te pido que tengas prudencia.
—¡Prudencia! —bufó su hermana, balanceando el columpio hacia atrás sin levantar los pies del suelo—. Y eso lo dices tú, que viniste sola con un hombre sin decirnos nada a nadie…
—Eso es diferente.
—Por supuesto, es mucho peor —replicó.
Inés abandonó el apoyo del tronco para colocarse frente a su hermana.
—Pero no hablamos de mí sino de ti. De por qué insististe tanto en venir que la tía al fin cedió, cuando tú y yo sabemos que prefieres con mucho la ciudad al pueblo.
—Sí, claro, pero si todos me dejáis sola…
—No ibas a quedarte sola. Ibas a estar con los tíos, a conocer a la mayoría de los mariscales y generales del ejército imperial y, seguramente, a cenar con el rey.
—¿Y preferías eso a tenerme aquí? ¡Cuánto debes estar cambiando entonces!
La beligerancia del tono de su hermana estaba dejando a Inés sin respuesta. No estaba acostumbrada a que Clara le replicara, y mucho menos a que se mostrara tan rebelde. Cruzó los brazos para disimular su desconcierto.
—No seas niña, Clara. Hablemos en serio. Si has venido hasta aquí siguiendo a Martín, me dolerá tener que recordarte que ese hombre ha tonteado con todas las chicas de la comarca desde que lo conocemos.
—Pero no es eso lo que me has dicho al principio, ¿verdad? Tú has hablado de bandos, de simpatías…
—Sí, pero esto que te digo ahora también es cierto y lo sabes. Martín siempre ha sido un joven admirado y mimado por las mujeres, y temo que sus intenciones no sean las que tú querrías. Pero, además, es cierto, no acabo de estar segura de hacia dónde se dirigen sus simpatías.
Con una carcajada sin humor, Clara volvió a balancear el columpio una vez hacia atrás y lo detuvo.
—¿Y tú? ¿Estás segura de que tú sí que sabes hacia dónde se dirigen las tuyas?
Por un momento, Inés creyó que había escuchado mal. Pero la manera fija y retadora en que su hermana la miraba no dejaba lugar a dudas.
—¿A qué viene eso? —preguntó, bajando la voz y mirándola con los ojos muy abiertos—. ¿Cómo puedes dudarlo?
—¿Y cómo puedes tú dudar de Martín? Al fin y al cabo, él no aloja a ningún francés herido ni se dedica horas y horas a atenderle, como al parecer has estado haciendo tú, a pesar de lo que dices detestarlos.
—Eso no tiene nada que ver.
—¿Ah, no? Después de todo lo que has dicho sobre la ocupación, ¿por qué motivo estás dedicando tantos desvelos a cuidar de un francés, por muy civil que sea?
—Porque está herido por mi culpa.
—¿Porque le pediste que viniera a atender a Pascual? ¡Ja! ¿Por eso te sientes obligada a no despegarte de su lado? Venga ya, Inés, no digas tonterías. —Volvió a impulsar el columpio sin despegar los pies de la tierra y permaneció con la cabeza baja.
El evidente enojo de su hermana resultaba para Inés tan inesperado como inexplicable, y estaba a punto de hacerle perder la paciencia. No estaba acostumbrada a ser tratada así y no tenía intención de permitirlo, ni siquiera a su hermana menor.
—Te estás comportando como una niña malcriada, Clara. Lo que yo haga no es cosa tuya. Tengo mis razones para ello, y tendrás que conformarte con esta explicación. Ahora, volviendo al tema…
—¡No! —exclamó Clara bajando del columpio—. Me exiges que no me comporte como una niña pero luego me tratas como tal. Tengo diecinueve años, Inés, por mucho que prefieras ignorarlo a menudo, y si lo que tú hagas no es asunto mío, lo que yo haga no ha de serlo tuyo.
—Eres mi hermana pequeña. Creo yo que eso…
—Pero no eres mi tutor —cortó Clara con decisión.
Ambas se contemplaron por un instante. La expresión desconcertada de Inés ante la rebeldía de su hermana era tan evidente que Clara al final se suavizó.
—Por favor, Inés —suplicó—, trátame como a una mujer adulta. Solo te pido eso. Dime algo de lo que sucede. Por favor. —Captó el titubeo que aquellas palabras ocasionaron en la decisión de su hermana y decidió insistir—. Vi la nota que dejaste. No he dicho nada a nadie, pero estoy segura de que cuando la escribiste no tenías ni idea de que Pascual estaba tan enfermo, y más segura aún de que no le pediste a Labat que viniera contigo para ver qué tal se encontraba.
Clara sostuvo su mirada con tanta firmeza y decisión que Inés estuvo a punto de dar un paso atrás. Al fin, con un suspiro, miró en derredor y se dirigió al pequeño banco de piedra que marcaba el comienzo del jardín, indicando a su hermana con la mano que la siguiera.
—De acuerdo, te diré lo que sucedió, pero no debes contárselo a nadie. Prométemelo. —Clara asintió—. Tienes razón, no vine con Labat desde Vitoria. En realidad vine sola. Necesitaba saber en qué estado estaba todo. —No se sintió culpable por omitir sus verdaderas razones—. Subí a la ermita para rezar y al bajar me asaltaron unos soldados franceses. Intenté huir, pero me rodearon. Y entonces Adrien Labat apareció en el camino, solo Dios sabe por qué, y atacó a los soldados. Uno de ellos le hirió. Me salvó la vida, de eso no tengo dudas, y cuidarle es lo menos que puedo hacer por él.
—¿Pero no habían sido insurgentes? —preguntó Clara con los ojos muy abiertos.
—No. Dijimos eso porque la verdad es demasiado peligrosa, Clara. Labat se habría visto en una situación muy difícil si explicara que lo hizo por salvarme. Y. además, yo acabé con uno de ellos. —Su hermana dejó escapar una exclamación de horror—. Así que ya ves, cuanto menos hablemos de este tema, mejor. Esa es la razón por la que no te había dicho nada, no porque no confíe en ti o crea que aún eres una niña. Sé bien que no lo eres, y te confieso que eso me asusta un poco.
—E intentas protegerme con celo de todo lo que crees que puede dañarme —suspiró su hermana con incredulidad—. Incluido Martín, aunque aún no entiendo qué pinta en todo esto.
—Martín llegó al poco, por el mismo camino por el que había llegado Labat. No podría explicarte bien por qué, pero estoy segura de que ambos se conocen hace tiempo y que aquel día estaban juntos. No tengo pruebas, pero es una intuición. Una corazonada. Y hasta que no sepa a qué atenerme respecto a él, no quiero que te hagas ilusiones.
—Eso que dices no tiene demasiado sentido —replicó Clara, tomando su mano con afecto—. Aunque se conozcan hace tiempo, ¿cómo vas a pensar que Martín está del lado de los franceses? Siempre le han gustado los desafíos, y podría imaginar que se haya metido en algún asunto de contrabando, pero más allá de eso… Aunque estuviera con Labat, cosa de la que no tienes pruebas, no veo por qué iba a implicarse con ellos. Y por otra parte, aunque fuera verdad, tampoco veo el problema. En cualquier caso, si tú no trajiste a Labat, lo extraño es que él estuviera por aquí, ¿no crees?
Inés se encogió de hombros. Claro que era extraño. Por eso la única explicación posible era que estuviera con Martín. Siempre había creído que había en el francés algo que no encajaba, una especie de violencia reprimida que iba mucho más allá de su imagen de simple médico. No le costaba creer que en realidad aprovechara su trabajo para obtener información, para buscar colaboraciones. Y podía imaginar que el dinero francés y el desafío atrajeran a un joven como Martín.
Aunque Adrien Labat la había protegido a costa de los suyos. Y había mentido a Mouret…
—Da igual de qué asunto se trate —dijo al fin, intentando alejar la nueva duda que se había instalado en su mente—. Lo importante es que hay algo poco claro en lo que sucedió ese día, y que Martín está implicado en algo más de lo que vemos. Es motivo suficiente para temer que, si te relacionas con él, te veas en problemas. Pienses lo que pienses, la colaboración con los franceses es un asunto peligroso. Y si vas a decirme que es tu vida y que no debo protegerte, siento decirte que discutiremos, porque juré a padre que te protegería, y pienso cumplir mi promesa.
—Qué irritante eres a veces —contestó Clara sin parecer irritada en absoluto—. Está bien, he escuchado tus razones y te aseguro que las tendré en cuenta. De momento, seré prudente respecto a Martín, es todo lo que puedo prometerte. Pero no por eso dejaré de frecuentar su compañía cuando pueda. No voy a ponerme en evidencia, tranquila —añadió, al ver la expresión de advertencia de su hermana—. Sé bien que esa es la mejor manera de que alguien como Martín pierda interés. Pero si él me observa con admiración y me dice cosas bonitas, no pienso desanimarle. Me halaga, y me hace sentir interesante. Sé que me dirás que eso es una frivolidad, pero no hago daño a nadie con ello. Y te aseguro que no perderé el corazón de esa manera.
Contemplándola con recelo, Inés estuvo a punto de insistir, pero últimamente Clara había desarrollado una terquedad tan sorprendente como desconcertante. Había dicho que sería prudente, y comprendió que aquello era cuanto podría obtener de momento.
—Está bien —aceptó sin entusiasmo, levantándose—. Ahora voy a ver qué tal se encuentra Pascual. Elvira me ha dicho que ha dormido muy mal. ¿Vienes conmigo?
—Ve tú delante, yo subiré en un momento. Quiero pensar en lo que me has dicho.
Inés la miró dudosa, pero al final decidió encaminarse a la casa, dejando a su hermana en el jardín. Escuchar a Clara asegurar que no perdería el corazón no hacía que su preocupación disminuyera, pero supo que por ahora tendría que conformarse con aquello.