28

Una hora después, cuando Adrien regresó, encontró a Inés apoyada contra el murete de piedra, envuelta en su capa y mirando el cielo con expresión absorta. Dejó en el suelo el saco que traía al hombro y se sentó junto a ella.

—¿Qué haces aquí? —preguntó sonriendo, siguiendo la dirección de su mirada hacia el cielo.

Inés lo miró de reojo; parecía muy satisfecho, y su sonrisa, largamente añorada, hizo que su corazón se acelerara.

—Mirar las estrellas —contestó alzando el rostro hacia el firmamento.

—¿No tienes frío?

Negó con la cabeza.

—No sé si es el Caledonia el que está fondeado frente a la ría, pero lo descubriremos al amanecer. He conseguido que nos lleven esta madrugada. A las seis.

A pesar de la noticia, Inés consiguió mantener la calma. El momento había llegado. No se volvió hacia él para decir, con tono sereno:

—Adrien, ni siquiera sé qué pretendes que hagamos.

Adrien, que había comenzado a abrir el saco, la contempló asombrado.

—¿Que qué pretendo que hagamos? Llegar hasta un barco inglés, por supuesto.

Una tenue sonrisa apareció en el rostro de Inés, alzado aún hacia las estrellas.

—¿Porque eres un espía inglés? ¿O porque prefieres arriesgarte con ellos que con los tuyos? Y luego, Adrien, ¿qué sucederá? ¿Nos quedaremos a vivir en el barco o me llevarás con mi tío a Asturias? ¿Te irás o te quedarás conmigo?

Adrien la contempló en silencio; en su rostro vuelto de perfil no encontró reproche, tan solo una curiosidad suave y reposada. Reclinó la cabeza contra la piedra, sabiendo que había llegado el momento de tomar una decisión. Durante el viaje había tenido que emplear toda su fuerza de voluntad para no hablar con ella, para concentrarse en el peligro, para no pensar en el futuro hasta que ella estuviera a salvo. Cada vez que se habían detenido para comer o descansar, había tenido que hacer un esfuerzo ímprobo para no abrazarla y confesarle que la amaba hasta un punto que dolía. Pero lo había resistido, porque mientras su vida dependiera de él, Inés no sería plenamente libre para elegir; y el honor de Adrien solo podía aceptar que ella lo eligiera cuando estuviera a salvo y se sintiera así libre, también, para rechazarlo.

Ahora estaban a punto de conseguirlo, pero aún había riesgos. Y, sin embargo, su voluntad de callar, de esperar, flaqueó.

—¿Te importaría mucho que fuera un espía inglés? —interrogó con cautela.

Durante un largo instante, Inés permaneció con la mirada fija en el firmamento, sin hablar ni moverse. Luego suspiró y, para sorpresa de Adrien, se giró y arrodilló entre sus piernas.

—Me importas tú, Adrien —contestó clavando su mirada en él—. Solo tú, seas quien seas, seas lo que seas. Solo tú.

Y, entonces, como había anunciado a la imagen solicitando su perdón, se armó de valor para tratar de quebrar la resistencia de aquel hombre, y colocando los brazos alrededor de su cuello, se inclinó hacia delante hasta que sus labios se posaron sobre los de él. Solo fue un tímido intento, apenas un roce, pero aquel contacto, dulce, tenue y largamente esperado, provocó tal explosión de emociones en el corazón de ambos que de repente el mundo a su alrededor pareció desvanecerse, y solo quedó el abrazo desesperado, feroz y posesivo en que se fundieron.

Y si esta vez la idea de resistirse pasó por la mente de Adrien, ni siquiera la escuchó. Con un rugido de pasión arrastró a Inés hacia sí, profundizando el beso, enardecido por el deseo que había contenido todo aquel tiempo en que había viajado junto a ella, la había visto sonreír, hablar, bostezar, asombrarse, enfurecerse, estirarse y mirarlo sin permitirse tocarla ni un momento, a pesar de que sus dedos ardían solo de pensar en la suavidad de su piel, en las dulces curvas de su cuerpo elegante y flexible, y todo su cuerpo temblaba por las noches de excitación al recordar su tacto exquisito, la perfecta ondulación de sus caderas, la manera en que la pasión hacía que sus pupilas se dilataran, como había sucedido el día que la encontró en el río. No recordaba nada más sensual en su vida que haberla observado aquel día a hurtadillas, con los brazos alzados y la cabeza reclinada mientras el agua espumosa se deslizaba sobre su cuerpo empapado; pero a la vez no recordaba nada que despertara con mayor eficacia su instinto de protección.

Así que no pensaba resistirse a su beso, a lamer el sedoso interior de su boca, a absorber sus labios plenos, hasta que ella gimiera con la misma excitación que estaba provocando en él.

Sus manos se deslizaron por su espalda, acariciándola, y luego ascendieron por los costados, hasta que sus pulgares encontraron la curva de sus senos, y se elevaron para rozar la tela que los cubría. Su boca, despegándose de la de ella, se deslizó por su mentón hacia su cuello, depositando pequeños besos y mordiscos en la piel bajo la oreja, descendiendo hasta que encontró el delicado hueco que dibujaba junto a la clavícula, que su lengua acarició con suavidad mientras sus pulgares continuaban su exquisito masaje.

Pero la única parte de la conciencia de Adrien que no se había derretido consiguió abrirse paso entre las brumas de la pasión, gritándole que no debía hacerlo, y aunque atenderla supuso un esfuerzo supremo, se detuvo jadeante. Un sonido ronco, mitad lamento mitad queja, escapó de la garganta de Inés al sentir que él se interrumpía.

Adrien se echó hacia atrás levemente, sosteniendo su rostro entre las manos para observarla. Estaba tan arrebatadora, tan deseable, con los labios entreabiertos e inflamados y los ojos nublados por el deseo, que le pareció un milagro poder detenerse. Pero su honor, el mismo honor que Mouret y Arnaud habían vilipendiado al descubrir su engaño, el mismo honor que los había conducido en silencio a las puertas de la seguridad, no le permitía seguir adelante sin que ella pudiera decidir con libertad. Y para decidir, necesitaba saber.

—Por favor, Inés, escúchame —comenzó cuando consiguió que su respiración se calmara—. Creo que nunca nada me ha costado tanto como detenerme ahora, pero no quiero hacerte el amor así, sin que sepas quién soy y puedas decidir qué deseas para tu vida. O sí, quiero hacerlo y así asegurarme de que ya nunca podrás escapar de mí, pero no debo. Tengo que darte la oportunidad de elegir, y si continuamos te la estaré robando para siempre, Inés. Necesito contarte quién soy.

Los ojos de Inés se fueron aclarando a medida que la lógica de su planteamiento despejaba la neblina que parecía haber inutilizado su voluntad. Cuando él la había besado con aquella pasión, había sentido un júbilo y una dicha tan extremos que por un momento temió que fuera un sueño del que acabaría despertando. Pero estaba despierta, y la pasión de Adrien había sido real. Trató de inspirar hondo y que su corazón se tranquilizara.

Al fin y al cabo, había conseguido el primero de sus propósitos; conseguiría también que él le hiciera el amor aquella noche.

Sus ojos, aún oscurecidos por el deseo, se posaron en el rostro de Adrien con seguridad; nada de lo que dijera podría extinguir ya aquel amor que inundaba su alma. Pero, comprendiendo que él necesitaba hacerlo, aguardó sus explicaciones.

—Cuando estuvimos en Albizu te hablé de mi hermana Aimée —comenzó Adrien, tomando sus manos con dulzura—. Te dije cómo falleció, aunque no te expliqué por qué estábamos en aquella embarcación en una gélida noche en el mar, ni cuándo sucedió aquello. Fue en octubre de 1793.

—Así que fue el año del Terror —murmuró Inés.

Adrien asintió.

—Sí, intuiste bien. Cuando mi padre se casó con mi madre, era solo el segundo hijo del duque de Casteljaloux, y por eso pudo permitirse un matrimonio por amor con una mujer de buena cuna, hija de un importante médico inglés, pero sin apenas dote. Él era militar, y el día que conoció a mi madre, en la boda de un pariente común, se enamoró por completo de ella, y no paró hasta conseguir que aceptara casarse con él. Y aunque al padre de mi madre el cortejo le desagradó profundamente, ella también estaba tan empeñada en casarse que escaparon juntos. Yo fui el primogénito del matrimonio; luego nació mi hermano Antoine, que por desgracia no hablaba ni era capaz de oír, y por último, varios años después de él, Aimée. Mis recuerdos de la infancia son felices; vivíamos en Francia, en una pequeña casa cercana a la mansión de mi abuelo, el duque, al que veíamos a menudo. Era una casa que olía como tú, a violetas. Mi madre adoraba las violetas, y el jardín estaba lleno de ellas. Y es ese olor el que asocio a mi infancia, a mi familia. Por eso, cuando te conocí y de repente aquel aroma estaba en tu cabello, en tu piel, todo alrededor tuyo, ni siquiera sé cómo pude… En fin, ya no tiene importancia. Como te decía, todo fue bien hasta que cumplí nueve años.

»Entonces, en un breve período de tiempo, mi abuelo y mi tío, el hermano mayor de mi padre, fallecieron, y mi padre heredó el ducado. Nos trasladamos a la mansión, y al año siguiente estalló la Revolución. Mis recuerdos de aquellos tiempos son confusos, pero tengo clavada en mí la imagen de mi madre jugando con nosotros al escondite en la casa, buscando siempre guaridas y rincones secretos donde nos ocultábamos hasta que ella nos encontraba. Nos enseñó a estar muy quietos y en silencio como si fuera parte del juego. No sé qué intuía por entonces, pero siempre he pensado que había en ella algo de adivina, porque aquellos juegos nos fueron muy útiles cuando las cosas se complicaron.

—¿Cuando arrestaron a tu familia? —inquirió Inés con suavidad.

—Sí. Yo no sabría decirte si mi padre conspiró o no, si estaba empeñado en derrocar al régimen o no, como le acusaron en aquella farsa a la que llamaron juicio, o si todo fue cuestión de envidias y celos. Uno de los acusadores había sido compañero suyo en el ejército, así que nunca he sabido… Pero tampoco me importa lo que hiciera o dejara de hacer, era mi padre.

»Una mañana de octubre vinieron a buscarlo, con la excusa de interrogarlo. Mi madre llevaba días preocupada, y cuando vio que el comisario venía por el camino, hizo que nos ocultáramos en uno de nuestros escondrijos con nuestra niñera Beatrice. Me hizo jurar que protegería a mis hermanos, y a Beatrice le ordenó que, si algo malo sucedía, nos llevara a casa de su padre.

»El comisario los sacó de la casa, pero cuando ya se iban Antoine se escapó del escondrijo para ir con mi madre. Ella era la persona que mejor le entendía en esta vida, ambos se adoraban, estaban muy apegados… Beatrice me aseguró que les soltarían pronto, sobre todo a Antoine, que era un crío, pero decidió que, mientras todo se resolvía, estaríamos mejor en la casa de sus padres. Pero al día siguiente llegaron las terribles noticias del pueblo… —Se detuvo, y la angustia reflejada en su semblante hizo que Inés estuviera a punto de arrojarse en sus brazos. Cuando al fin se rehízo, continuó—: Incluso ahora, mi mente es incapaz de comprender aquella salvajada. Temiendo también por nuestras vidas, Beatrice nos vistió de campesinos y cuando encontró un carro que aceptó trasladarnos al norte, nos fuimos.

—Y cuando tu hermana se ahogó, os habíais embarcado para ir a Inglaterra —dijo Inés, comprendiendo lo sucedido.

—A casa de mi abuelo —asintió Adrien.

—Ni siquiera te llamas Adrien Labat, ¿no es cierto? —inquirió, mirándolo fascinada.

—A medias. Ese era el apellido de Beatrice. Mi verdadero nombre es Adrien Desmarais, y el apellido de mi madre era Stuart.

—¿Así que la guerra te ha hecho tener que tomar partido entre tu patria inglesa y la francesa?

—No, Inés, no ha sido la guerra —confesó él con un poso de dolor—. Desde que asesinaron de aquella manera a parte de mi familia, he sentido un tremendo rencor contra Francia. Tal vez, si solo hubieran sido mis padres, no sé, tal vez… Pero mi hermano solo tenía trece años. Trece. El día que llegué por fin a las costas de Dover, después del aciago naufragio y de perder también a mi hermana, decidí que no quería dentro de mí ni una gota de sangre francesa. Aborrecía esa nación, y decidí ser solo inglés. Recordaba que mi madre siempre hablaba con cariño de Inglaterra, de la mansión de su padre, de las suaves colinas onduladas, del paisaje siempre verde… Cuando llegué, me dije que aquel era mi hogar.

—¿Y lo fue? —preguntó ella con ternura.

Adrien negó con la cabeza.

—Mi abuelo nunca perdonó a mi madre haberse casado con mi padre. Cuando Beatrice y yo llegamos, nos echó de la casa, pero ella se plantó ante él y le dijo todo lo que pensaba de su actitud. No sé si le convenció o solo quiso quitársela de encima, el caso es que al final aceptó cobijarnos. Sin embargo, siempre que me veía comenzaba a hablar de mi padre con desprecio, y acababa maldiciéndolo por haberse llevado a su hija. Yo veneraba el recuerdo de mis padres, y comencé a no soportar estar en la misma habitación que él, y cuando ambos encontramos nuestra compañía demasiado insoportable mutuamente, decidió enviarme a Eton. Esa fue mi salvación; me centré en los estudios con tal fervor y ahínco que incluso terminé mi educación con un año de antelación. Luego estudié medicina, y cuando acabé estuve un par de años ampliando mis conocimientos en Prusia. Pero aunque adoraba la medicina, al volver a Inglaterra tomé la decisión de entrar en el ejército.

—Medicina por tu abuelo, el ejército por tu padre… —dijo Inés, pensativa.

—¿Eso crees? No lo sé, en realidad. El caso es que con mi dominio del idioma y mis conocimientos de Francia y de medicina, cuando el duque de York autorizó la creación de una unidad de inteligencia contra Napoleón, no fue difícil construirme una identidad falsa. Algunos agentes fueron a París o a Nápoles; yo vine aquí hace algo más de año y medio para tratar de obtener información del sur de Francia. Pero cuando las tropas francesas entraron para ocupar Portugal, enseguida tuvimos claro que en realidad no pretendían continuar el camino, y entonces se me encargó ayudar a organizar la resistencia. Y eso he estado haciendo… hasta ahora.

Con incertidumbre, Inés inclinó un poco la cabeza para tratar de leer en su mirada. De vez en cuando, un rayo de luna asomaba entre nubes, como para recordarles que el mundo los rodeaba, pero en cuanto se ocultaba ellos dos eran, de nuevo, las únicas personas sobre la faz de la tierra.

—Entonces —titubeó, nuevamente a oscuras—, ¿lamentas haber tenido que dejar el trabajo que estabas haciendo? ¿Es por eso por lo que me decías que entre nosotros nada era posible?

—Sí, era por eso. Estaba trabajando en la creación de una red de insurgencia que pudiera pasar información a otros agentes británicos, con un sistema de codificación que no pudieran descifrar los franceses. Pero en cuanto a si lo lamento…

Inés contuvo el aliento.

—… ¿cómo podría, cuando el primer día que te vi ya me robaste la razón y la voluntad, sin que yo supiera siquiera qué me estaba pasando? ¿Cómo podría, cuando ya entonces me pareciste la mujer más arrebatadora que había conocido, y a la que jamás me habría atrevido a aspirar? Y ahora te tengo aquí, conmigo… —Tomó el rostro de Inés con ambas manos y la acercó a él, apoyando la frente en la suya—. Pero tienes que comprender que la vida conmigo no será fácil. Soy un oficial británico, y aunque podría dejar el ejército y ganarme la vida con la medicina, pasará mucho tiempo hasta que pueda alcanzar los ingresos que me permitan mantener el nivel de vida al que estás acostumbrada. Cuando mi abuelo fallezca heredaré cierta suma de dinero, pero hasta entonces… Y en cuanto a la herencia de mi padre en Francia, supongo que podría buscar un buen abogado y reclamarla. Hasta ahora nunca me había preocupado por ello, pero supongo que podría hacerlo. Lo que sucede es que no sé cuánto podría costar algo así.

El corazón de Inés había comenzado a latir alborozado al comprender que él contemplaba la vida con ella, pero necesitaba asegurarse de que no lo hacía por su absurdo sentido del honor. Se separó un poco de él para mirarlo.

—A mí no me importa el dinero, Adrien, ni cómo te ganes la vida. No quiero mansiones en Francia ni en Inglaterra si tú no las quieres. Si tu vida es seguir en el ejército, yo seguiré contigo, a tu lado. Si así lo quisieras, yo iría contigo donde tú fueras…

—¿Pero? —preguntó Adrien, al comprender que había algún pero.

—Pero no soy tu responsabilidad, Adrien. No tienes ninguna obligación conmigo, ni casarte ni protegerme. No quiero que tu exagerado sentido del deber te dicte un camino del que puedas arrepentirte.

—¿Mi exagerado…? —Adrien se echó a reír con ganas, e Inés pensó, maravillada, que jamás se cansaría de escuchar aquel sonido—. Por Dios, Inés. Reconozco que me cuesta expresar lo que siento, pero ¿cómo puedes pensar que hago esto por generosidad? ¿Es que aún no has comprendido que te amo con toda mi alma, que me vuelvo loco de pensar que puedas querer a otro, que en mi terrible egoísmo estoy a punto de aceptar tu sacrificio, y rogarte de rodillas que me acompañes donde quiera que me manden? Inés, Inés, Inés… —Acercó su rostro, besando los párpados, la nariz, los labios…—. Cada día desde que te fuiste de Albizu fue una tortura, intentando olvidarte y fracasando miserablemente, deseando como un loco ir a casa de tus tíos y arrancarte de allí, y llevarte conmigo lejos…

La emoción pareció estallar dentro de Inés. Lo miró embobada.

Lo había dicho…

La amaba.

Podría haberse puesto a bailar bajo la luna en aquel mismo instante, pero trató de contenerse, y volvió a mirarlo, tan hermoso, tan protector, tan herido…

—Y sintiendo eso, estuviste a punto de irte para siempre, y convertirme en la mujer más desgraciada del mundo. Porque yo también te amo, Adrien. Te amo tanto que no recuerdo no haberte amado alguna vez. Lo ocupas todo, mi presente y mi futuro. Estás en todo lo que hago, en todo lo que veo, en todo lo que deseo. Y no podría no amarte, porque te has convertido en parte de mi alma.

El brillo en la penumbra de los ojos de Adrien pareció volverse más fiero, más orgulloso, más posesivo.

—Entonces hagamos bien las cosas, porque yo no puedo resistir más. Ven. —Se apoyó en el suelo para levantarse y luego le tendió la mano para ayudarla.

Inés la aceptó, expectante, y Adrien la condujo al interior de la ermita. La luna se filtraba por los agujeros del techo, creando extraños juegos de luces y sombras en el deteriorado espacio. Un rayo solitario iluminaba la talla, arrancando tenues reflejos plateados de la corona y el manto, e Inés contuvo el aliento, porque por un momento, en aquella penumbra, le pareció que la expresión de la imagen era más alegre y menos solitaria.

Adrien se detuvo ante al altar, entre los reclinatorios, y tomando las manos de la joven entre las suyas, la colocó frente a sí.

—Inés, durante mucho tiempo no me habría atrevido a soñar con algo así. Jamás te habría pedido que renunciaras a tu familia, tu vida y tu futuro por mí. Pero ahora que lo has hecho y no hay vuelta atrás, en este espacio sagrado y ante la Madre de todos los hombres, declaro que te amo más que a mi vida, y te pregunto: ¿quieres ser mi esposa?

Aquella declaración, con la que ella había soñado y fantaseado muchas noches, resultó sin embargo tan inesperada en aquellos momentos que su voz enmudeció. Tuvo que tragar saliva varias veces antes de sentirse capaz de responder, y cuando lo hizo trató de bromear para disimular su euforia.

—¿A esto lo llamas hacer las cosas bien?

Pero aunque Adrien la miró con calidez, no dijo nada, esperando su respuesta. Inés no pudo evitar que la emoción empañara sus ojos.

—Adrien, no hay nada que desee más en esta vida que vivir junto a ti. Claro que quiero ser tu esposa.

La sonrisa fieramente satisfecha de Adrien brilló en la penumbra.

—Entonces, ante Dios declaro que yo te recibo como esposa, y prometo amarte fielmente y respetarte todos los días de mi vida.

Inés sintió que su corazón se derretía. Le costaba vislumbrar su semblante en aquella extraña oscuridad, pero Adrien parecía tan enternecedoramente solemne… Trató de mantener su voz firme para repetir los votos que él había hecho.

—Y a ti, Adrien, de quien me enamoré sin poder resistirlo y a quien amo más que a mi vida, te pregunto: ¿quieres ser mi esposo?

La mano de Adrien se alzó para acariciar su mejilla con ternura.

—Sí, Inés, quiero ser tu esposo como jamás he querido nada en esta vida.

—Entonces, ante Dios declaro que yo te recibo como esposo, y prometo amarte fielmente y respetarte todos los días de mi vida.

La sonrisa de Adrien se ensanchó. Se inclinó hacia ella y depositó un casto beso en sus labios, y sin soltarla la condujo de nuevo al exterior. Entonces tomó el saco que había traído y extrajo de él dos mantas, que tendió sobre la tierra del porche de la iglesia, colocando su capa doblada a modo de almohada.

Y cuando se quitó con lentitud la chaqueta, y luego sacó la camisa por su cabeza, Inés no pudo apartar sus ojos de él. Ya había admirado su magnífico cuerpo cuando yacía herido en Albizu, pero en aquellos momentos la calmada elegancia de sus movimientos, la firmeza de los músculos que se contraían y estiraban cuando él se movía, le pareció una visión tan arrebatadora y fascinante que se quedó mirándolo sin aliento.

Adrien le tendió la mano, burlón al ver su inmovilidad.

—Una vez te ofreciste a ser mi amante —le recordó con suave ironía—. No me digas que lo que entonces no te daba miedo, te lo da ahora que eres mi esposa.

Inés aceptó su mano, riendo ante aquella absurda idea. Nunca había tenido miedo de que él la amara. Estaba segura de que Adrien sabría cómo tratarla, sabría enseñarle y guiarla; tan segura estaba de eso como de que jamás dejaría de amarlo.

Adrien la acercó a él para soltarle y retirar el jubón, luego la falda y la camisa. Inés se quitó el calzado, y entonces él la acompaño al improvisado lecho.

—Sé que no será muy cómodo, y aunque trataré de no lastimarte, comprenderé que prefieras esperar a que estemos en algún lugar más…

Por toda respuesta, Inés se tumbó y tiró de su cuello hacia ella. Adrien cayó a su lado y alzó la manta para taparlos. Luego con suavidad apartó la camisola de Inés para besar su vientre, mientras acariciaba sus caderas.

—He tenido clavada en mí esta imagen tanto tiempo… —susurró contra su piel, haciendo que su cálido aliento le provocara un delicioso escalofrío. Luego su mano ascendió hacia sus senos, y los acarició reverencialmente—. Eres tan hermosa, Inés, que a veces creo que debes ser un sueño.

Su boca bajó para besar su piel, y la espalda de Inés se arqueó involuntariamente, ofreciéndose a él. No sabía qué se esperaba de ella, qué debía hacer, pero fue su instinto quien decidió. Pasó sus brazos por los hombros de Adrien atrayéndolo más hacia sí, y su excitación incrementó la de Adrien, que cerró sus labios sobre su pecho. El latigazo que aquella caricia envió hacia el vientre de Inés fue tan brutal que dejó escapar un gemido, y con aquel sonido Adrien sintió que casi podía perder el control. Se movió para colocarse entre sus piernas.

Inés había cerrado los ojos para concentrarse en las deliciosas sensaciones que las caricias de Adrien estaban provocándole. Pero cuando la mano de Adrien se colocó entre sus muslos y comenzó a acariciarla allí con suave lentitud, los abrió de golpe, jadeando. Cada movimiento de su mano le provocaba un estremecimiento tan delicioso que creyó que no podría soportarlo, pero se mordió los labios para obtener más, un poco más…

Cuando lo miró a los ojos, con los labios entreabiertos por el placer y la mirada voluptuosamente empañada, Adrien supo que no aguantaría mucho más.

—Inés, intentaré no hacerte daño, pero si te lo hago dime y me retiraré al momento.

La besó en los labios al tiempo que se colocaba sobre ella. Inés no quiso cerrar los ojos cuando notó la presión de su miembro en el centro de su sexo. No le había mentido cuando le había dicho que vivir en el campo hacía que todo se viera con más naturalidad, y ella sabía bien cómo era la reproducción. Pero jamás habría imaginado hasta qué punto las caricias de Adrien podían hacerla enloquecer de placer, o que la ternura, la complicidad y el deleite podían convertir el acto sexual en una comunión sublime. Tomó aire al notar de nuevo aquella presión; en algunos bailes y romerías había escuchado a algunas recién casadas cuchichear sobre su primera noche, sobre el dolor y la sangre, así que sabía que podía doler. Pero por mucho que doliera, no estaba dispuesta a que aquello se interpusiera entre ambos. Así que cuando de nuevo él empujó, y esta vez algo dentro de ella cedió, apretó los dientes y mirándolo a los ojos, lo rodeó con sus brazos y lo atrajo hacia sí para que la besara de nuevo.

Y Adrien la complació, mientras permanecía quieto dentro de ella. La besó con pasión, con fervor y también con ternura, hasta que Inés se sintió más cómoda y comenzó a moverse bajo su peso. Entonces Adrien acompasó el ritmo de su penetración a los movimientos de Inés, a la profundidad que ella pudiera permitir, a la velocidad que quisiera admitir. Apoyado en su antebrazo, enlazó su mano libre con la de Inés y la colocó sobre su cabeza, aprendiendo humilde y maravillado cómo la pasión transfiguraba su rostro, haciéndola parecer más hermosa de lo que jamás creyó que nadie pudiera ser. Aguantó aquel ritmo pausado y sensual hasta que sintió que todo su cuerpo estallaría si no hacía algo, y entonces, sin soltarla, hizo que la mano de Inés se colocara entre ambos, y sus dedos entrelazados le mostraron cómo tocar el centro palpitante de su propio sexo, intentando descubrir lo que a ella le gustaba, la manera en que deseaba que los dedos se deslizaran, pellizcaran, apretaran, acariciaran, rozaran…

Y cuando creía que no podría resistir más, notó la acerada tensión de los músculos que lo envolvían, la súbita rigidez del vientre que lo acogía, la manera en que el cuerpo de Inés se arqueó hacia arriba, como si quisiera despegarse de la tierra, y con un dulce abandono se dejó ir con ella, compartiendo su dolor y su placer, su desmayo y languidez, aquella pequeña muerte que le hizo comprender que, por fin, había vuelto al hogar.

Ella era su hogar.

Aún no habían despuntado las primeras luces del amanecer cuando, con una mezcla de pena y alivio, Adrien decidió despertar a Inés. En apenas un par de horas habría conseguido que estuvieran a salvo, pero no deseaba que aquella noche acabara. Al hacer el amor con ella había experimentado una mezcla de emociones tan potente que le había costado asumirlo. Había habido placer, un placer sensual y extenuante como solo el mejor de los sexos podía conceder, sí; pero también había habido ternura, confianza, entrega, sensibilidad, dulzura, posesividad, pasión… Luego ella se había dormido entre sus brazos, confiadamente abandonada a su protección, y Adrien había pasado las pocas horas que los separaban del alba intentado comprender qué era aquel sentimiento ardiente, persistente, porfiado, aquel calor líquido que se derramaba por sus venas y ocupaba todo el centro de su ser como si fuera algo físico y tangible.

Al fin, lo había comprendido, y esa comprensión le hacía sentirse humilde e inmensamente agradecido. Inés le había devuelto la parte de él mismo que le faltaba, sin que hubiera sabido hasta entonces que le faltaba. La parte de vida que el pasado le había arrebatado.

Su familia.

Ella le había devuelto muchas cosas, pero aquella era la que más le maravillaba de todas.

Ahora, de nuevo tenía familia. Ella era su familia.

Levantó la mano para acariciar su mejilla, e Inés se movió. Su rostro reposado al dormir le resultaba fascinante, a pesar del cabello revuelto y las ojeras. Aunque no era su belleza física lo que había cautivado a Adrien hasta encadenarlo a su alma. Volvió a acariciarla, y esta vez Inés se giró hacia él.

Adrien se inclinó para besar su frente y susurró:

—Te amo, Inés, te amo más que a mi vida, más de lo que jamás creí que se pudiera amar. Tú has dado vida a mis sueños, y aunque pasara mil años diciéndote cuánto te amo, jamás sería ni un pálido reflejo de lo que mi alma siente por ti.

Ella suspiró y abrió un ojo.

—Ya me lo dijiste ayer. ¿Era necesario despertarme para eso?

Una sonrisa maliciosa ascendió por el rostro de Adrien; la besó de nuevo, y retiró la manta de un tirón. Inés abrió los ojos de golpe y dejó escapar un grito de protesta.

—Venga, dormilona, tenemos que ponernos en marcha.

Se levantó y tras vestirse comenzó a preparar la bolsa que habrían de llevarse. Los caballos y las mantas se quedarían allí, hasta que su contacto en la zona se hiciera cargo de ellos. Era poco lo que debía empaquetar, así que extrajo la comida que había traído de su visita y que ni siquiera habían tocado por la noche, y la preparó para que desayunaran.

Inés se puso en pie, estirando los brazos hacia el cielo para desperezarse. Aún a oscuras, se vistió, y tras comer algo de lo que Adrien había preparado, acudió a despedirse de Ilargi. Adrien la miró de reojo, temiendo que al abandonar su caballo Inés comprendiera por fin todo lo que estaba a punto de abandonar por seguirlo. Pero aunque la vio apoyar la cabeza en el flanco de la yegua y acariciarla con ternura, cuando por fin acudió, dispuesta a partir, no había en ella ni rastro de arrepentimiento.

En silencio, Adrien le ofreció la mano, y cuando ella la tomó comenzaron a bajar el sendero apenas iluminado por la luna creciente. Ninguno habló hasta que llegaron al pie de la pequeña colina.

—¿Estás bien? ¿Anoche fue…? —susurró entonces Adrien, pero no supo qué más decir.

Inés estuvo a punto de echarse a reír. Que con toda su experiencia, él pareciera turbado… Con gesto travieso, reclinó su cuerpo contra él y susurró a su oído, sin pizca de vergüenza:

—Lo de anoche fue prodigioso, extraordinario, excitante y maravilloso. Creo que aún no me he recuperado de la impresión. Y eso que el suelo estaba infernalmente duro. Cuando podamos repetirlo en una cama cómoda y confortable, no sé qué va a ser de mí. Imagino que me has convertido para siempre en esclava de tus deseos.

Adrien rio en voz baja, pero no pudo evitar el brillo posesivo y orgulloso de sus ojos.

—Te adoro, Inés. Juro que no te arrepentirás de haberte casado conmigo.

—Más te vale, Adrien —contestó con aparente severidad—, porque sabes que si me haces arrepentirme, tengo dos tíos que de buena gana irán a hacerte picadillo. Y eso suponiendo que no lo hagan a pesar de todo, cuando descubran de qué manera tan poco ortodoxa nos hemos casado.

—En cuanto embarquemos me ocuparé de eso. Cuando lleguemos a Galicia, estarás ortodoxamente casada.

Inés iba a preguntar si era allí donde iban, pero llevando un dedo a los labios, Adrien le pidió silencio. Habían llegado al límite del bosque, e Inés escuchó el rumor del mar ya muy cercano. Entonces una luz parpadeó tres veces al fondo del claro que se abría ante ellos, e Inés notó el alivio de Adrien cuando respondió con un silbido suave y corto.

—Allí está. Vamos, Inés. Ya nos queda poco.

Adrien tomó su mano de nuevo, y avanzaron por el claro con rapidez, hasta que alcanzaron el lugar donde habían visto la luz. Al llegar allí, Inés contuvo el aliento; ante ellos se abría, espectacular e inmensa, la densa negrura del mar, apenas iluminada hacia el horizonte por el reflejo de la tenue luz de la luna.

—Impresionante, ¿verdad? —los recibió la risa queda del hombre que allí los aguardaba, al ver la expresión de Inés—. La bajada será aún más impresionante.

Y elevando la mitad de la tela que cubría la linterna que llevaba, comenzó a descender con cuidado por la senda empinada y rocosa que conducía desde la parte superior del acantilado donde se hallaban a la cala donde les aguardaba un bote.

Cuando llegaron al fondo, Inés suspiró de alivio; había hecho todo el descenso rezando por no despeñarse en la oscuridad. Al bajar entre rocas, el guía había destapado por completo la linterna, y Adrien había marcado el camino ante ella para que supiera dónde y cómo pisar, pero aun así, le parecía casi un milagro no haberse matado en aquel sendero pedregoso y resbaladizo.

—Con lluvia es peor —rio el guía entre dientes, cuando vio su cara espantada. Pero, a continuación, dijo con aprobación—: Lo ha hecho muy bien.

Inés trató de agradecérselo, pero la vista de la frágil embarcación de pesca que se mecía unos metros dentro del agua le impidió hacerlo. Se volvió hacia Adrien, que miraba fijamente el bote, y fue consciente de la tensión que paralizaba su cuerpo.

Su guía ya se había adentrado en el agua, y con el cabo en la mano, esperaba que ambos lo siguieran.

—Adrien —susurró, tragándose su propio temor—. Tenemos que ir.

Pero él no parecía haberla escuchado. Continuaba con la mirada clavada en la ruidosa y oscura extensión de agua que se abría ante ellos, y la pequeña embarcación que cabeceaba sobre las olas que llegaban a la orilla.

—Adrien, vamos —volvió a decir, y esta vez tiró de su mano hacia delante, pero no consiguió que se moviera.

Por el rabillo del ojo, vio que las primeras luces del amanecer comenzaban a despuntar sobre los montes que protegían la ría, y su guía se impacientaba. Inspirando hondo, se giró hacia Adrien y con ambas manos agarró su camisa y le obligó a agachar la cabeza, besando sus labios con fervor. Luego se apartó apenas unos centímetros.

—Maldita sea, Adrien —susurró—, vamos a subir a ese bote, vamos a llegar a ese barco, y vas a hacer las cosas como Dios manda conmigo, si no quieres que te mate. Me vas a sacar de esta y nadie se va a caer por la borda, ¿lo has entendido?

Ni un músculo se alteró en el rostro de Adrien mientras la miraba con fijeza. Pero cuando Inés ya pensaba que tendría que zarandearlo, Adrien se agachó, pasó un brazo por su espalda y el otro bajo sus rodillas, y tomándola en brazos se adentró en el agua.

—Qué manía tienes de hablar como una tabernera a veces —dijo con seriedad cuando la depositó en el bote. Pero a pesar de la escasa luz, Inés vio que sonreía.

Con alivio, se acurrucó junto a él, sin soltar su mano, mientras su guía los conducía con mano firme y diestra hacia mar abierto. Cuando rebasaron la protección de la pared oriental del acantilado, Inés pudo divisar el contorno de un barco cercano a ellos. Adrien aseveró sin dudas que era el Caledonia, y aunque Inés dudaba que pudiera saberlo a aquella distancia, en realidad lo único que le importaba era llegar a un barco, fuera cual fuese su nombre.

Media hora después, al pie de la escala, comprobó que, en efecto, el nombre del barco era Caledonia. El capitán los recibió con efusividad, e Inés se sorprendió al comprobar que no solo él, sino varios oficiales, conocían a Adrien y lo llamaban por el apellido de su madre, Stuart. Cuando Adrien explicó al capitán los motivos de la presencia de Inés junto a él, este no dudó, y en apenas una hora había dispuesto todo lo necesario para casar a la pareja.

Dos horas después, tras haber celebrado la ceremonia y recibido las felicitaciones de la tripulación, mientras Adrien se ocupaba de su alojamiento, Inés se asomó a la borda y, contemplando la enorme inmensidad del mar brillante, reflexionó sobre los inesperados acontecimientos que habían sacudido su vida en los últimos meses. Jamás habría imaginado, el día que su tío Germán le comunicó su decisión de unirse de nuevo al ejército, que apenas dos meses después acabaría casada con un inglés en un barco del que ni siquiera sabía el destino.

—¿En qué piensa, madame Desmarais?

El cálido aliento sobre su cuello le provocó un delicioso escalofrío. Acercándose por su espalda, Adrien rodeó su cintura con ambos brazos, e Inés dejó caer la cabeza contra su hombro.

—Pienso en lo grande que es el mar, y en cómo hará un capitán para llegar a su destino sin perderse en él.

Adrien dejó escapar una risa.

—¿Temes perderte en el mar? Creí que temerías llegar.

Inés se encogió de hombros.

—Si supiera adónde vamos, tal vez podría temerlo, pero como no tengo ni idea… Antes dijiste que iríamos a Galicia. ¿Es allí donde vamos?

—Es posible. Claro que también es posible que vayamos a Portugal. Incluso podríamos ir a Inglaterra, no lo sé, aún no conozco mi nuevo destino. —Se inclinó hacia ella y fue depositando una estela de besos por su cuello, su clavícula, su hombro—. ¿Te importa mucho adónde vayamos?

Un excitante estremecimiento agitó el cuerpo de Inés al paso de la boca de Adrien. Se volvió para mirarlo con malicia.

—Solo si es a nuestro camarote —susurró provocativa.

Y antes de que pudiera decir más, Adrien la había tomado de nuevo en brazos, y sin importarle las miradas sorprendidas y burlonas de los marineros, la llevó hasta el camarote, dispuesto a no salir de allí en mucho tiempo.

Mucho después, tras hacer el amor de un modo tan tierno y paciente que Inés creyó que el corazón le estallaría de dicha, apoyada en su sólido cuerpo y rodeada por sus brazos firmes y protectores, recordó su pregunta, y supo sin lugar a dudas que no; que no le importaba dónde pudieran ir, dónde tuviera que vivir ni qué peligros tuviera que afrontar, siempre que fuera a su lado.

Con él.

Siempre junto a él.