26

Inés acarició el cuello de Ilargi mientras oteaba el paso del estrecho desfiladero que se abría a sus pies. Todo parecía tranquilo, pero el mal presentimiento que se había apoderado de ella nada más salir de la ciudad se había intensificado al pasar Albizu, y ahora era más potente aún. Había dado un gran rodeo para acceder desde el este al elevado valle donde residía Martín, evitando tanto el camino real de Castilla —que supuso lleno de destacamentos franceses—, como el camino directo desde Vitoria, que atravesaba los montes por su parte más central y era utilizado de manera habitual por los arrieros que acudían a Treviño. Pero aunque para evitar este no tenía razones, apenas había recorrido veinte metros del mismo al salir de la ciudad cuando un súbito impulso la hizo retroceder y girar hacia el este para tomar el camino de Albizu, aunque ello supusiera un rodeo de casi una hora.

Ahora estaba a apenas un cuarto de hora de la casa de Martín, que podía ver desde donde se encontraba, y todo parecía en calma. Salvo su espíritu.

Mientras Ilargi descansaba un momento, Inés se sentó en una piedra, contemplando el valle con atención. Cuando cruzara el paso que se abría a su izquierda, el camino se ensancharía y se volvería mucho más cómodo que el que había recorrido los últimos quince minutos, pero también más expuesto. Aquel tramo, en el que desembocaba el camino que no había querido tomar antes, ofrecía poca protección si alguien se escondía en las arboladas laderas cercanas. Sin embargo, nadie aparecía a la vista, y el silencio del valle era el habitual.

De manera apenas consciente, tomó una brizna de hierba y la hizo rodar entre sus dedos, intentando aguzar la vista. Ella no se consideraba cobarde, pero en aquel momento se sentía indecisa. Las lágrimas de su hermana y la fatal convicción de que habría acabado por salir de la ciudad a caballo —otra cosa era que hubiera conseguido avisar a Martín— habían vencido su resistencia, pero no por ello había desaparecido su incómoda impresión de que aquella cabalgada era peligrosa. Si le preguntaran los motivos, no sabría decirlos. Pero las palabras de su hermana parecían haber encendido en su mente una inquietud vaga, sorda, indefinible. Recordó la manera en que había dicho que a Adrien nadie le importaba, y cómo entonces su corazón dio un vuelco dolorido. Ella sabía que aquello no era cierto; daba igual lo que Clara hubiera escuchado, Adrien la amaba.

Y ella le amaba a él, de eso sí que no había dudas…

Pero ¿de qué servía saberlo, cuando era cierto que se iría?

Las pequeñas nubes que había visto al salir, pegadas a las montañas, habían comenzado a oscurecerse. No parecía hacer suficiente calor para que creciera una tormenta, pero en aquellas tierras siempre podía acabar sucediendo. Y no tenía ninguna gana de cabalgar bajo la lluvia, así que debía decidirse. Echó un último vistazo al valle y las laderas que lo rodeaban; no se veía a nadie. Con un suspiro, se puso en pie, agarró las riendas de Ilargi con firmeza y se dispuso a descender con cuidado el desfiladero, sintiendo el corazón extrañamente encogido.

El joven que iba en cabeza levantó la mano para detener el grupo.

—¿Estás seguro de que los encontraremos, francés? —preguntó sin bajar de su caballo.

Tras afianzar sus armas en la cintura, Adrien se acercó a su altura.

—No, Leceta —reconoció—. Es solo una intuición. Y si los encontramos, tampoco quiero que os arriesguéis demasiado. Me basta con que los distraigáis.

Un coro de carcajadas acogió su frase.

—No quedará ni uno entero, francés, tenlo por seguro —dijo un hombre bajo y fuerte a sus espaldas.

Nicolás Martínez de Leceta también rio, y tras descabalgar y atar su montura, todos se pusieron en marcha hacia la cima.

—Bonita debe de ser la muchacha para que te expongas de esta manera.

Adrien no deseaba hablar de Inés. Se encogió de hombros y cambió de tema.

—Tal vez no haya ninguna trampa, pero si la hay, podéis quedaros con todo lo que encontréis. ¿Has conseguido avisar a los hombres de Aramburu?

—El cura de Imiruri pudo dar el aviso. Han de estar ya dispuestos.

Adrien asintió, apretando la mandíbula, y no volvieron a hablar hasta que alcanzaron la cima. Al llegar se detuvieron para contemplar la vista que desde allí se descubría del valle y el caserío de Aramburu. Adrien paseó su mirada con avidez; no había conseguido alcanzar a Inés en el camino, pero tampoco había visto ni rastro de soldados, y sin embargo estaba seguro de que Mouret los habría enviado. Aunque podía estar equivocado…

—Los soldados estarán rodeando la casa, o tal vez dentro —dijo Leceta acercándose y mirando el valle junto a él, como si le hubiera leído el pensamiento—. Son demasiado orgullosos para esconderse tras los árboles. —Dejó escapar una risa suave—. Desprecian nuestras actuaciones como cobardía, pero el desprecio no gana batallas, Labat. En campo abierto tal vez seamos vulnerables, pero en nuestras montañas…

Adrien continuó con la vista fija en el frente.

—Vendrán muchos más, Leceta. Lo sabes, ¿no es cierto?

El joven se encogió de hombros, sin perder la sonrisa.

—Sí. Pero nosotros siempre seremos más que ellos. —Luego se volvió hacia Adrien y se puso serio—. ¿Y tú, qué piensas hacer después de hoy, francés? Ya te has expuesto demasiado, y por lo que has dicho, Mouret no descansará hasta encontrar pruebas para detenerte. ¿Has pensado en irte?

Transcurrieron varios segundos antes de que Adrien contestara.

—Sí. Lo he pensado.

Una sonrisa burlona asomó al rostro del joven.

—Si es ella la que te preocupa, yo puedo cuidarla por ti.

—Tócala y te parto el alma, Leceta.

Pero su frase provocó una nueva carcajada en su acompañante, que no parecía intimidado en absoluto.

—¿Y qué piensas hacer, llevarla contigo cuando te vayas?

—No.

—Pues entonces, déjame que pruebe. Yo soy buen partido, francés; joven y soltero, con una casa antigua y una propiedad próspera, con ricas tierras de cultivo y decenas de cabezas de ganado; aunque claro, no sé si quedará algo cuando estos muertos de hambre se vayan. Y, además, las mujeres creen que soy bien parecido. Podría probar…

—Leceta, te juro que si no te callas… —Adrien apretó los puños y volvió a otear el horizonte.

—Si te vas, no podrás hacer nada por ella. Si tan especial es, ¿por qué no la llevas contigo?

—Porque no puedo, maldita sea. Juré que no volvería a la casa de mi abuelo hasta que me pidiera perdón, y mientras tanto no puedo ofrecerle nada que esté a su altura. No puedo hacerle eso. Si todo sale bien, volverá con sus tíos. Y cuando todo esto termine, entonces si ella quiere…

Dejó la frase en suspenso, y el joven que lo acompañaba emitió un silbido de admiración.

—Vaya, francés, no pensaba que estuvieras pillado hasta ese punto. Ya veo que la cosa es seria. Cada vez tengo más ganas de conocerla.

Adrien no se molestó en contestar. Su atención estaba fija en un punto cercano a la casa. Ahora no veía allí movimiento, pero hubiera jurado que… Su vista ascendió la ladera con detenimiento, pero no había nada que observar. Y, sin embargo, todos sus sentidos se habían puesto alerta sin saber por qué.

Entonces lo vio. Casi al pie de la salida del desfiladero que venía de Albizu. Una pequeña mancha oscura que se movía entre árboles. A aquella distancia era difícil saber de qué se trataba, pero Adrien no tuvo ninguna duda: Inés había dejado su montura atada en la parte alta de la ladera.

Una mezcla de alivio y preocupación envió una descarga de adrenalina por todo su cuerpo. No era raro que no la hubiera alcanzado; comprendió que ella había tomado un camino mucho más largo, pero que le era más conocido y resultaba más protegido. Así pues, tampoco Inés se fiaba demasiado, como probaba que hubiera dejado su caballo en la parte alta, fuera del camino, y hubiera decidido acercarse a la casa ocultándose entre los árboles. Adrien no podía verla, aunque presintió que ella estaba allí, en algún lugar de la densa masa boscosa que rodeaba el caserío.

—Leceta, debemos acercarnos con cuidado —dijo al hombre que aún continuaba junto a él—. Sé que ella está bajando, aunque no la veo. Su montura está allí —señaló la dirección de Albizu—. Creo que se acercará a la casa con cuidado, pero no quiero que la vean, si están esperando.

—De acuerdo, Adrien. —Hizo una señal a los cinco hombres que se habían quedado descansando tras ellos, y se pusieron en pie con expectación—. Vamos allá, chicos. Démosles otra lección de cobardía.

Todos rieron la broma con ganas, y se dispusieron a bajar con sigilo hacia el valle. Pero, entonces, justo a la derecha de donde se encontraban, Adrien divisó la pequeña fuerza de seis hombres que, pegándose al tronco de los árboles, cruzaba el camino que separaba unos almacenes de grano del edificio principal del caserío.

—Maldita sea —masculló entre dientes—. Creí que les habíamos dicho que esperaran nuestra señal.

El joven siguió la dirección de su mirada y su gesto se llenó de preocupación.

—Los hombres de Aramburu… Les dijimos claramente que esperaran… o eso creo. Tal vez nuestro sistema de cifrado no sea tan claro como pensábamos. No sabemos cuántos franceses habrá dentro… ¿Qué quieres que hagamos, Adrien? Si les dejamos solos es posible que tengan problemas.

—Lo sé, Nico.

Todos los hombres lo miraron, dispuestos a lanzarse al ataque. Adrien volvió a maldecir por lo bajo. Sin Martín, sus hombres eran una fuerza valiente y audaz, pero poco inteligente. Necesitaban que Leceta y los suyos bajaran en su ayuda, pero si Inés ya había llegado cerca de la casa iba a ser inevitable que se viera envuelta en la lucha. Un violento escalofrío lo recorrió.

—Hay que bajar a ayudarles, Adrien —le urgió Leceta—. ¿Aún no la ves? Tal vez no esté…

Pero Adrien negó con la cabeza. Sabía que estaba. No la veía, pero sentía su presencia de una manera tan real como si fuera física.

Se decidió.

—Nico, bajad por la derecha y cubrid a los hombres de Aramburu. Yo bajaré por la izquierda y entraré por el otro lado. Si ella está, debe de andar por allí. —Señaló a la izquierda—. La pondré a salvo y volveré a ayudaros.

Nicolás Martínez de Leceta sonrió a medias, ofreciéndole una de sus armas cargadas.

—Si están esperando vas a ofrecer un blanco fácil. Ten mucho cuidado.

—En cuanto vean a los de Aramburu se centrarán en esa parte, pero lo tendré en cuenta. Venga, bajad ya. Suerte, Leceta.

—Suerte, francés.

Ambos se sonrieron con afecto; Leceta hizo un gesto de despedida llevando la mano a la sien, y acto seguido los hombres comenzaron un silencioso pero vertiginoso descenso a través de la arboleda. Adrien deseó ser capaz de rezar y pedir al Cielo que protegiera a Inés, pero hacía años que no rezaba, y supo que en aquello también estaba solo. Con decisión, se lanzó a bajar a la misma velocidad que los hombres, hacia el lado opuesto del terreno que se abría a los pies de la ladera.

La impaciencia estaba matándolo. Y la frustración. Había estado tan seguro de que esta vez podría conseguir detener a varios de los insurgentes…

Con cuidado, volvió a asomarse a la ventana, pero nada se veía. Estuvo a punto de descargar su ira con un puñetazo en la madera, pero se contuvo a tiempo; no debía demostrar ante sus hombres aquella falta de templanza. Bastante molestos se sentían ya por tener que permanecer dentro de la casa como para añadir más motivos de descontento. De vez en cuando los oía cuchichear, quejándose de lo indigno de aquella manera de esconderse y preguntándose a qué aguardaban.

Mouret tampoco se sentía cómodo, aunque en un primer momento le había parecido buena idea. Contaba con poder detener al menos a Aramburu, pero de alguna manera aquellos malditos insurgentes debían de haber sido más rápidos que él, consiguiendo avisarle antes de que sus soldados llegaran a la casa, y solo habían podido detener a dos criados.

Claro que existía la posibilidad de que ni siquiera se hubiera acercado por allí; por si acaso, antes de poner en marcha su plan, había mandado una patrulla a casa de los Sarriegui, pero allí no había ni rastro del hombre. Tampoco estaba la hija, y los padres se habían quejado furiosamente y le habían amenazado con pedir su cabeza al gobernador cuando los había hecho conducir al cuartel para interrogarlos. Se había marchado de allí en el mismo momento en que una comisión del Ayuntamiento asomaba por la puerta, preguntando por aquella detención, poco dispuesto a aguantar sus tonterías. Él prefería encargarse de mandar un destacamento hacia Emaiza cuanto antes, y una vez hecho, acudir a hablar con Labat para intentar que se delatara. Sin embargo, y aunque había podido realizar su plan según lo previsto, no había conseguido nada. Allí no estaba Aramburu, ni había rastro de Labat ni de ningún brigante.

Volvió a asomarse a la ventana. La única conclusión posible era que Labat se la hubiera jugado. Que hubiera adivinado que se trataba de una trampa. Porque cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de que se hallaba implicado en la insurgencia. Le parecía que todos los demás —y el que más, Barrere— estaban ciegos ante aquel maldito médico, al que daban continua libertad para ir y volver de la zona en la que aquellos despreciables bandoleros estaban surgiendo como setas. Solo el ataque del que Labat fue objeto cerca de Albizu le había hecho volver a examinar su planteamiento. Pero así y con todo, algo dentro de él le decía que aquel hombre se la estaba jugando.

De repente, en el extremo de su campo de visión creyó ver la figura de Inés, pero al girar la cabeza la visión había desaparecido. Por un momento se inquietó, creyendo que su hostilidad hacia el médico le estaba haciendo ver visiones. No era el menor de sus motivos para odiarlo que aquella mujer que Mouret deseaba con una intensidad rayana en la manía fuera para Labat motivo de indiferente entretenimiento. Mouret la amaba, así de absurdo e inmerecido, y ella lo rechazaba y despreciaba, para mirar con adoración a aquel traidor que no sentía nada por ella.

A menos que también aquello fuera parte de su engaño…

La súbita comprensión llegó como de la nada, y esta vez no pudo evitar el puñetazo contra el marco de la ventana. Los dos hombres que estaban en la sala se miraron con sutil comprensión, pero permanecieron en silencio.

Mouret estaba digiriendo que Adrien lo había engañado con su falsa indiferencia cuando de repente todo su cuerpo se puso en tensión; no era su obsesión por ella ni su imaginación las que le habían hecho creer verla: Inés acababa de reaparecer y ocultarse de nuevo entre los árboles, huidiza y furtiva, pero real y tangible. Esta vez la había visto, tan seguro como la noche sucedía al día. La joven debía haber acudido a avisar a Aramburu, y la furia y la rabia de comprenderla implicada en la insurgencia, de saberla enamorada de otro y de sentirse rechazado sin esperanzas se mezclaron en su alma herida, y explotaron arrasando su cautela, su paciencia y su fría determinación.

En dos zancadas alcanzó la puerta de la habitación y dio una última orden a uno de los soldados antes de irse.

—Leblanc, voy a salir. Avise al capitán Arnaud que mantenga las posiciones.

Apenas había bajado dos escalones cuando un estruendo de cristales rotos y de gritos alarmados detuvo sus pasos, y la detonación ensordecedora que siguió le hizo comprender que, a pesar de todo, no se había equivocado en sus suposiciones, y que el momento de quitarse las caretas había llegado.

Instintivamente, al escuchar la detonación de un arma junto a la casa, Inés se agachó tras el tronco del árbol que la ocultaba. A punto de llegar al lindero del bosque y abandonarlo para tomar el camino de acceso al caserío, un sexto sentido le había hecho detenerse tras el último árbol. Y mientras estaba allí, intentado decidirse a seguir sin saber siquiera por qué se había parado, había visto estupefacta cómo unos hombres armados aparecían corriendo desde el granero de Martín, mientras otros parecían surgir de la nada tras la casa.

Y luego, aquella detonación de un arma a la que habían seguido otras, desde la casa y desde el exterior. Había estado a punto de caer en una trampa, y se maldijo por haber sido tan estúpida; desde el principio su instinto se había opuesto a aquella excursión, y ahora comprendía por qué.

Vio a un hombre bajo y fuerte romper el cristal de una ventana de la planta baja de la casa y arrojar dentro una tea ardiendo. Horrorizada, comprendió que la casa de Martín iba a quedar reducida a escombros ante su vista, y ella no podía hacer nada.

Tras varios intercambios de disparos, la puerta principal se abrió de golpe, y una docena de soldados franceses salió en tromba, pero fue recibida por el fuego de los insurgentes, ocultos tras los frutales, la empalizada de la huerta, el pozo… Y una vez que las armas agotaron su munición, fue el turno de los machetes, de los sables, de los garrotes… Inés no podía creer lo que veía. No sabía quiénes eran aquellos hombres, ni por qué estaban allí, pero era evidente que en aquella tierra habría una carnicería si ninguna de las partes se rendía.

Obligándose a superar la fascinación que aquella lucha parecía producir en ella, se levantó y retrocedió unos pasos sin dejar de mirar al frente. Comprendía a las claras que debía irse de allí cuanto antes. Veía cuerpos vestidos de azul caídos ante la casa, pero la lucha no cedía. Y ella no necesitaba saber cómo acabaría.

Se dio la vuelta para salir al sendero, una vía de huida más rápida que aquella por la que había llegado. Pero apenas puso el pie en él cuando, de detrás del tronco del roble situado al otro lado del camino, apareció Mouret con parsimonia.

—Querida Inés —saludó con burlona deferencia, y luego se echó a reír.

Inés sintió que la sangre abandonaba su rostro, pero clavó los ojos en él con valentía; no iba a suplicarle ni a demostrar miedo, por intimidante que fuera la pistola que apuntaba a su pecho sin vacilación.

—Una absoluta estupidez, ma chérie —estaba diciendo Mouret cuando Adrien pudo alcanzar una visión nítida del camino.

Una serie de pequeños edificios que se utilizaban como gallineros y corrales había tapado la perspectiva del sendero y la casa mientras Adrien acababa su descenso. Por eso no había podido ver a Mouret hasta que este había alcanzado a Inés. Apretó los dientes, furioso; si tan solo hubiera podido llegar medio minuto antes, jamás habría permitido que llegara a encañonarla, aunque hubiera tenido que estrangularlo con sus propias manos. Pero ahora tenía que acercarse con el mayor de los sigilos. Y pensar. Mucho y rápido.

Inés estaba pálida, pero sus ojos refulgían audaces, sin mostrar un ápice de temor.

—Será que solo soy una estúpida mujer.

—Pues sí, más de lo que creí. Yo te tenía en un altar, Inés, te adoraba… Estaba dispuesto a ofrecerte mi apellido y todo cuanto poseo.

—Hizo bien en ahorrarse el disgusto, Mouret. Jamás lo habría aceptado.

—¿Y por qué no, Inés? ¿Porque prefieres a ese vil traidor que es demasiado cobarde para luchar dando la cara? ¿Un hombre que se ha jactado ante mí de saberte manejar hasta volverte complaciente en tus caricias? ¿Que se ha ofrecido a enseñarme cómo hacerlo?

—No me importa nada de lo que pueda decir, Mouret. Ahórreselo.

—Un hombre sin honor, un traidor. Un hombre que se embosca en su profesión de médico para espiar, para intrigar, para ayudar pérfidamente a los enemigos de su patria. Y tú, tan altiva y digna, llorando por un judas cobarde e indigno. ¿Qué futuro crees que podrías tener con alguien acostumbrado a mentir, a engañar? Ni siquiera le importas…

—No tengo paciencia con sus tonterías, Mouret —cortó Inés sin mostrar ninguna emoción—. ¿Qué piensa hacer conmigo?

Aquellas palabras hicieron sonreír al coronel.

—Hacer… Ni siquiera lo había pensado… Veamos, tengo algunas opciones; lo más lógico sería detenerte para encerrarte en San Sebastián. Sin embargo, es muy probable que yo pueda convencer a Thouvenot para me permita conducirte hacia Bayona. Una vez en Francia, podrías elegir entre la prisión o yo. Te advierto que nuestras cárceles no son amables con las jóvenes bellas y delicadas como tú; sois bocados demasiado exquisitos para protegerlos de manera adecuada.

—Jamás le elegiría, Mouret, fuera cual fuese mi suerte —rechazó Inés con desprecio—. Tendrá que pensar en otra cosa.

—¿Ah, sí? —La furia del coronel hizo que empuñara el arma con mayor decisión—. Entonces tal vez lo mejor sea que no salgas de este bosque.

Inés elevó la barbilla, desafiante.

—Adelante, pues. Soy mujer y estoy desarmada. Veamos quién es más cobarde e indigno.

Mouret emitió un bufido de cólera, pero entonces sus ojos se iluminaron con una nueva resolución.

—Tú nunca has estado desarmada ante mí ni eres inocente de esta obsesión que me martiriza, maldita sea. Muy bien. Ya que la imagen que tienes de mí es esa, estoy dispuesto a complacerte.

Antes de que Inés comprendiera lo que iba a hacer, Mouret enfundó el arma y se abalanzó sobre ella, haciendo que trastabillara hacia atrás, a punto de caer hasta que su espalda chocó con el tronco de un árbol. La boca de Mouret intentó encontrar la suya pero ella apartó la cabeza, intentando zafarse, y su resistencia pareció espolear más al hombre. Sus manos se metieron bajo el jubón, levantaron su falda, mientras Inés se revolvía como podía. Pero la fuerza de aquel hombre era muy superior a la suya, y cuando intentó arrastrarla al suelo no pudo evitar un grito de horror. Inés pateó, golpeó, insultó… Asqueada por aquellas manos que manoseaban su cuerpo, intentó empujarlo, pero entonces la mano libre del hombre se alzó desde el cinturón, colocando un cuchillo sobre la garganta de Inés.

Y, entonces, la voz gélida de Adrien dijo con mortal calma:

—Eres hombre muerto, Mouret.

Cuando el coronel miró al camino, Inés pudo alzar las manos para sujetar su antebrazo y relajar la presión del arma sobre su cuello. Entonces giró la cabeza y tuvo un atisbo de la figura de Adrien; estaba a cinco metros de ellos, con las piernas sólidamente fijas en el camino y la mano derecha alzada hacia el frente, apuntando a Mouret con una pistola. La izquierda, que sostenía un puñal, reposaba junto a su muslo con descuido.

Sus ojos, que Inés nunca había visto tan turbulentos ni amenazadores, permanecían fijos en el cuerpo de Mouret. No temblaba ni dudaba ni vacilaba; la pistola se mantenía tercamente fija en su objetivo, y a pesar de ello, el aire que lo rodeaba era de absoluta calma y frialdad. Inés notó el escalofrío que recorrió a Mouret al sentirse frente a la negra boca del arma, y comprendió que tampoco él había sabido nunca lo salvaje que Adrien podía llegar a parecer.

Pero el coronel no estaba dispuesto a rendirse; tiró de ella para dar un paso hacia la derecha y el cuerpo de Inés quedó frente al arma.

—Primero tendrás que darle a ella, Labat —retó con una sonrisa cínica—. Veamos si te atreves.

Aunque la mano derecha de Inés aferraba el brazo de Mouret intentando mantener la distancia con el arma, el brusco movimiento hizo que el cuchillo hendiera levemente la piel de su garganta. Sintió una especie de escozor, pero fue la llameante resolución asesina en los ojos de Adrien la que le hizo comprender que la había herido.

—Estoy bien, Adrien —pronunció con dificultad, presionando la mano armada para permitirle un poco de aire. El brazo izquierdo de Mouret la aprisionaba bajo el pecho, apretándole las costillas.

La mirada de Adrien no se apartó de Mouret, pero un reflejo de alivio cruzó su rostro por un instante.

—Bien, parece que no te atreves a disparar —rio Mouret—. Entonces vas a tener que dejar que escape con ella.

—Suéltala y te prometo que te dejaré ir.

—¡Ni lo sueñes! —Una nueva carcajada escapó de la boca del hombre—. ¿Acaso crees que me fiaría de un traidor? No, yo voy a escapar, pero ella se viene conmigo.

—Si lo haces —contestó Adrien sin inmutarse—, te juro que te perseguiré hasta el mismísimo infierno, y me aseguraré de que tu muerte sea lenta y dolorosa.

—A estas alturas no pensarás que voy a tenerte miedo, ¿verdad? —Mouret dio un empujón a Inés—. Vamos, camina.

Pero Inés no se movió. No sabía de lo que Mouret era capaz, pero si pensaba matarla a sangre fría, lo haría tanto allí como al pie del desfiladero donde había dejado la montura. Su única oportunidad estaba en el hombre que tenía enfrente.

Mirando a los ojos de Adrien, negó con la cabeza.

—Camina —volvió a decir Mouret, empujándola con el cuerpo hacia delante.

—¡No! —Clavó los talones en el suelo—. Adrien, escúchame, no debes dejar que se vaya. Si lo haces volverá para matarte. Dispárale.

—No puedo hacerlo —negó Adrien—. Incluso aunque consiguieras agacharte sin que el cuchillo te lastimara, a esta distancia te heriría sin remedio. Podría dejarte ciega, o desfigurada, o algo peor. No dispararé.

—Chico listo —rio Mouret, empujando por tercera vez a Inés y comenzando a girar para seguir enfrentados a Adrien—. Vamos.

Iba a ser una penosa ascensión, razonó Inés al darse cuenta de que deberían caminar hacia atrás para no dar la espalda a Adrien. El camino no era demasiado pedregoso, pero a mitad de la ascensión se empinaba lo suficiente para que el riesgo de resbalar o tropezar se incrementara. Y con él, el de resultar herida por el cuchillo.

—No le dejes irse, Adrien —insistió Inés cuando de nuevo pudo hablar. El brazo que la aprisionaba la dejaba sin respiración. Trató de volver a clavar los talones en la tierra.

—No le dejo, Inés —contestó él con suavidad, dando un paso al frente y manteniendo la distancia con ellos—. Pero no quiero que te haga daño.

—Me lo hará en cuanto lleguemos.

—¡Inés, muévete o te juro que te corto el cuello aquí mismo! —vociferó Mouret.

Inés dio un paso atrás, obedeciendo, pero su mirada se dirigió de manera insistente a la mano izquierda de Adrien. Él la observó sorprendido y siguió la dirección de su mirada; y al momento comprendió lo que Inés deseaba. Su corazón dio un vuelco, pero conservó la calma al elevar la mirada hacia ella.

—Es muy arriesgado —fue cuanto dijo en tono quedo.

Malinterpretando sus palabras, Mouret levantó la vista del camino.

—No más que quedarme aquí. Venga, Inés, sigue o acabaré contigo aquí mismo. Y si te acercas más, Labat, también lo haré.

Inés dio otro paso hacia atrás. Sus labios se despegaron y movieron, pero no emitieron ningún sonido.

Y, sin embargo, Adrien comprendió lo que dijo tan claro como si lo hubiera gritado a los cuatro vientos.

«Confío en ti».

Y aún volvió a repetirlo.

«Confío en ti».

Adrien bajó la mano que apuntaba a Mouret y clavó su mirada en los ojos de Inés. Una muda pregunta cruzó entre ellos. Por toda respuesta, Inés le sonrió con convicción.

El corazón de Adrien había comenzado a latir desaforadamente, pero él se obligó a concentrarse en lo que había de hacer. Con lentitud se agachó para depositar la pistola en el suelo, Mouret apenas le prestó atención, pero Inés observó, fascinada, su movimiento. Poco a poco, aprovechando los bruscos tirones que Mouret daba de ella, fue deslizando su mano derecha hasta que quedó junto a la izquierda, agarrando la muñeca que sostenía la navaja ante su cuello.

Adrien se incorporó y, cambiando el puñal de mano, esperó.

Inés trató de concentrar toda su fuerza en las manos. Sus labios se movieron de nuevo.

«Uno».

Adrien bajó los párpados, aceptando la cuenta.

«Dos».

Inspiró hondo y comenzó a elevar la mano.

«Tres».