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De pie ante la sólida puerta del edificio de piedra gris donde residía la familia Acedo, Inés agitó una vez más la mano para despedir a su tío Germán, hasta que su figura alta y recia desapareció por el cantón que conducía hacia la iglesia de San Pedro.
—Espero que la habitación que os he asignado sea de vuestro agrado. —A sus espaldas, la voz afectuosa de su tía Teresa trató de captar su atención—. Aunque esté en el tercer piso, imaginaba que querríais ver algo de cielo, después de haber vivido tanto tiempo en Albizu. Pero si preferís una de las que hay en la planta principal, solo tenéis que decirlo.
—¡La habitación es preciosa, tía! —contestó Clara con entusiasmo—. Estaremos muy bien allí, ¿verdad, Inés?
Por un momento, la alegría de su hermana perturbó a Inés. Se limitó a asentir con la cabeza, mientras bajaba la mano y su mirada se perdía en el lugar por donde su tío había desaparecido. Una semana después de los hechos que habían alterado su tranquila existencia, y tal y como había planeado, Germán de Mendívil las había acompañado a Vitoria, a la casa que sus tíos Tomás de Acedo y Teresa Mendoza poseían en la calle Herrería, y frente a la cual acababan de separarse. Una despedida triste, pero Inés no se había permitido derramar ni una lágrima, sabiendo cuán doloroso habría resultado eso para su tío.
—No te preocupes más por él, cariño. Germán sabe defenderse. No le pasará nada.
Por algún extraño motivo, el tono suave de su tía acentuó su congoja. Esbozó una sonrisa que no pudo ocultar del todo su aflicción.
—Lo sé, tía. —Y consciente de que su voz había sonado algo vacilante, añadió con mayor firmeza—: Gracias.
Teresa de Mendívil la miró con comprensión, pero se limitó a darle un apretón cariñoso en la mano que reposaba junto a su costado.
—Subamos ya. En breve vendrán a visitarme unas amigas, y me gustaría presentároslas. Ven, Clara, acompáñame.
Tendió la mano hacia su sobrina menor, que tomó su brazo con cariño, y ambas se giraron para entrar en la casa. Antes de franquear el umbral, Clara volvió la cabeza hacia el exterior.
—¿No vienes?
Inés elevó un instante la mirada hacia la franja de cielo que los edificios de la estrecha calle permitían observar.
—Sí. En un momento.
Cruzando una mirada de cómplice resignación, su hermana y su tía desaparecieron en el interior del edificio. Inés apretó más el chal en torno a sí, tratando de protegerse de la fina llovizna, apenas visible, que acabaría por empapar su cabello y sus ropas.
Porque, con lluvia o sin ella, había tomado una decisión.
Con un último vistazo hacia la casa para asegurarse de que nadie la miraba, echó a andar a paso veloz, en la misma dirección en la que había partido Germán de Mendívil.
Sabía que lo que estaba haciendo era una tontería, pero se dijo que nadie tenía por qué enterarse. La puerta de Santa Clara estaba apenas a dos minutos de la casa de los Acedo, y si apretaba el paso estaría de vuelta antes de que nadie se percatara de su ausencia.
Bajó el cantón, cruzó el espacio que se abría ante el pórtico sur de la iglesia, giró hacia la izquierda por las Cercas Altas en dirección al paseo del Mentirón, y cien metros después, la puerta estuvo ante su vista.
No le fue difícil distinguir a su tío; a aquellas horas de la mañana, eran muchas más las personas que acudían a la ciudad que las que salían de ella. Germán de Mendívil se hallaba detenido junto a uno de los centinelas, con la cabeza inclinada sobre unos papeles.
Aunque se hallaba lejos de él, Inés no quiso arriesgarse a que su tío la viera. Se arrimó a la pared, donde un grupo de chiquillos jugaba junto a un charco, arrojándose pelotas de barro, y los reprendió distraídamente cuando estuvieron a punto de alcanzarla; pero en realidad toda su atención estaba centrada en la escena que sucedía ante la puerta, donde Germán de Mendívil ya había recogido los papeles y cruzaba ante el centinela que se había apartado para franquearle el paso.
Aquella misma mañana, al entrar en Vitoria, un viejo conocido de su tío les había hablado de rumores sobre una derrota importante del ejército patriota. En una ciudad ocupada no era fácil obtener información veraz sobre lo que acontecía lejos de ella; pero, al parecer, los franceses —que nunca habían soñado que la resistencia ofrecida por el pueblo pudiera ser mucho más feroz que la que oponían los ejércitos españoles, pero que seguían convencidos de que, cuando aniquilaran a estos, esa resistencia se diluiría como un azucarillo en café hirviendo— estaban eufóricos con los resultados obtenidos en Medina de Rioseco.
Su tío Germán se había limitado a encogerse de hombros, asegurar que Dios sabría de qué parte ponerse y despedirse de su amigo. De camino a la casa de los Acedo, Inés le había preguntado sobre aquel tema, pero el hombre no había querido hablar sobre ello.
Y ahora, Inés no pudo evitar preguntarse si el sacrificio de su tío sería tan inútil como en aquellos momentos le parecía.
El recuerdo de aquella conversación la distrajo un momento; el suficiente para que, al cruzar Germán de Mendívil la puerta y volverse una última vez para contemplar la ciudad que abandonaba, la viera apoyada contra la pared.
Inés se irguió casi de un salto, sintiéndose pillada en falta; incluso a la distancia a la que se encontraban, fue consciente de cuánto había perturbado a su tío verla. Alzó la mano en un gesto de despedida que pretendió ser intrascendente, y pensó en sonreír; pero sabía que no podría engañar a su tío, así que se limitó a deslizar la mano ante sí para posarla sobre su corazón, y mantuvo con firmeza la mirada del hombre, sin prestar atención a los grupos de soldados que cruzaban el espacio que los separaba; sin ver las mulas cargadas de sacos de cereales ni los carros atiborrados de verduras, vino o pescado; sin preocuparse por el chapoteo de los chiquillos en el charco o los gritos feroces de los carreteros que pretendían abrirse paso por entre la cada vez más bulliciosa plaza.
¿Cuánto transcurrió? ¿Segundos, minutos? A lo lejos, los ojos de su tío, clavados en ella, resultaban insondables, pero al fin su mano se alzó para colocarse sobre el corazón en un gesto similar al de su sobrina, y tras un levísimo asentimiento de cabeza, se dio la vuelta y desapareció entre la muchedumbre.
Y ya estaba.
Se había ido.
Inés dejó que el aire de sus pulmones escapara de golpe y, con la mirada aún fija en la puerta, se separó de la pared. Poco a poco, la lluvia y el griterío de la calle consiguieron abrirse paso hasta su conciencia, y la realidad se hizo presente de golpe.
Un inesperado sentimiento de desamparo la asaltó al contemplar la plaza. Había más soldados franceses de los que había percibido al llegar, y era evidente que aquel iba a ser el panorama habitual de su vida a partir de entonces. Conteniendo su desasosiego, alzó el chal sobre su cabello y, esquivando a los chiquillos que seguían jugando y riendo, dio la vuelta para volver a la casa de sus tíos.
Apenas había rebasado aquel grupo cuando unos gritos estridentes la hicieron detenerse; pero aun antes de volverse por completo, supo que ella no era la destinataria de los mismos.
Justo en el lugar que había dejado libre, dos soldados se hallaban junto al grupo de niños, lanzando imprecaciones en un idioma desconocido mientras los chiquillos los miraban con ojos abiertos por el temor. Inés vio que uno de los hombres mostraba en el uniforme, sobre el pecho, la señal inconfundible de una bola de barro aplastada, cuyas salpicaduras habían alcanzado su rostro. Antes de ser consciente de lo que ocurría, el hombre dio un paso hacia delante, con el puño en alto, y los chiquillos echaron a correr espantados en todas direcciones, seguidos por los soldados.
Fue ese puño amenazante en alto el que hizo que Inés reaccionara. Echó a correr tras el hombre, que ya había enganchado a uno de los chiquillos, y se lo arrebató de las manos.
—¡Ha sido un accidente! —exclamó ante el gesto furibundo del hombre, escondiendo tras de sí al niño—. Solo estaban jugando. ¡Déjelo en paz!
Se irguió con tanta autoridad como pudo. Era esbelta y alta, pero aun estirada como estaba, el soldado le sacaba más de una cabeza. Algunos transeúntes se detuvieron, aguardando la reacción del hombre, pero aunque el soldado la miraba con indignación, no parecía saber qué hacer. Inés aprovechó su vacilación para sacar al chiquillo de detrás de sí y, dándole una palmada en la cabeza, le ordenó que se fuera a su casa.
Cuando el niño se alejó, la gente que los observaba comenzó a hacer lo mismo, viendo que aquel altercado no iba a pasar de unos cuantos gritos. Pero cuando Inés se giró para volver sobre sus pasos, el soldado alargó el brazo y la agarró.
El contacto asombró e indignó a Inés a partes iguales. Sacudió el brazo para liberarse, y de nuevo quedó frente a él. El hombre comenzó a vocear algo en algún idioma que no era francés, puesto que de serlo ella lo habría entendido perfectamente; debía de ser polaco, o tal vez prusiano, supuso. El ejército imperial estaba lleno de otras nacionalidades, además de la francesa. En cualquier caso, daba igual de dónde fuese, ella no iba a tolerar un comportamiento tan grosero en plena calle. Así que de nuevo se dio la vuelta para alejarse, pero en dos zancadas el hombre se colocó ante ella, cortando su retirada sin dejar de gesticular.
Inés se negaba a sentir temor en su propia tierra, pero en aquel momento no pudo evitar un ramalazo de inquietud. Echó un vistazo a los lados, pero las escasas personas que en aquel momento les prestaban atención no parecían dispuestas a intervenir. El soldado seguía vociferando, y su compañero se había acercado hasta colocarse a su espalda, dejándola sin posibilidad de un escape rápido. Pero Inés sabía que no había hecho nada malo defendiendo a unos niños, y no estaba dispuesta a tolerar aquella grosería.
Se irguió con dignidad y comenzó una explicación en francés, pero antes de acabar la primera frase, el hombre dio un paso hacia ella. Inés retrocedió por instinto, mientras el olor del vino alcanzaba sus sentidos, hasta que notó la mano del compañero en su hombro. Indignada, se revolvió de nuevo, escabulléndose hacia un lado, pero el hombre comenzó a gritar aún más alto mientras su compañero reía y avanzaba hacia ella. Inés trató de encarar la situación con frialdad, diciéndose que podía resolver aquello, pero la punzada de temor de su estómago pareció desmentir su valentía.
Y entonces, cuando ya valoraba si sus únicas posibilidades eran gritar o echar a correr, una chaqueta negra se interpuso en su campo de visión. Sorprendida, dio un paso hacia atrás para poner cierta distancia y alzó la cabeza para intentar contemplar el rostro del recién llegado. Pero lo único que su vista alcanzó fue su nuca, donde las puntas del corto cabello castaño no llegaban a tocar la camisa.
La llegada del desconocido pareció desconcertar al soldado, que permaneció en silencio. Mientras su compañero se acercaba, el recién llegado comenzó a decir algo en un tono tan bajo que Inés no fue capaz de entenderlo. Tras varios intercambios de frases, claramente disgustadas por parte de los soldados y tranquilas por la del desconocido, los soldados se despidieron a regañadientes, y mirándola indignados una última vez, se alejaron sin decir nada más.
Inés se sintió aliviada y algo tonta. Antes de poder reaccionar, el hombre se había agachado a sus pies, donde el chal que había resbalado desde sus hombros se extendía como una sombra oscura. Y cuando se incorporó con la prenda en la mano, una cabeza más alto que ella, con un rostro bronceado de facciones firmes y severas, Inés no pudo evitar sentirse atrapada por la intensidad de sus insólitos ojos grises, sagaces y fríos a un tiempo.
Bajó la vista hacia la prenda que el hombre le tendía, impresionada por aquella rigurosa mirada. Pero cuando dio un paso hacia él para recuperar su chal, el cuerpo del hombre se tensó como si lo hubieran golpeado y su rostro se contrajo en una mueca de desagrado.
El educado agradecimiento que Inés estaba a punto de formular murió en sus labios. Desconcertada, trató de recordar si conocía a aquel hombre de algo que justificara aquella reacción. Y justo cuando se contestó que no, pues de haberlo hecho no habría olvidado aquella inquietante mirada, un destello de rabia —o tal vez fuera dolor— crispó por una milésima de segundo el rostro del desconocido. Pero solo fue un instante, un relámpago fugaz; antes de que Inés pudiera comprender qué sucedía, la emoción ya había desaparecido, disuelta en la renacida frialdad de aquellos severos ojos.
El desconcierto de Inés se acentuó. No había hecho nada para enojarlo, de eso estaba segura, pero de repente aquel hombre la miraba como si ella lo hubiera ofendido. Molesta, arrebató de las manos del hombre el chal que este aún sostenía, dispuesta a irse cuanto antes, y su movimiento pareció despertar al desconocido.
—Fue una estupidez exponerse así —dijo con brusquedad, para estupor de la joven—. Una mujer que anda sola por la ciudad no puede pretender ser tratada como una dama. Vuelva a su casa.
Y antes de que ella pudiera replicar algo, inclinó la cabeza en un gesto breve y seco, y se fue.
Pasmada, Inés lo vio desaparecer tras el portal que daba acceso a la calle Herrería. La pronunciación de sus consonantes había sido tan suave como inconfundible.
Otro francés…
Con un movimiento seco y lleno de rabia se colocó el chal sobre los hombros y, tras pensarlo un segundo, lo subió hasta cubrir sus cabellos. Primero los soldados, luego aquel hombre ofensivo… La ciudad estaba llena de arrogantes franceses que ahora incluso osaban decirle qué era lo que podía hacer y qué no. A ella, en su propia tierra. Un latigazo de cólera la recorrió de la cabeza a los pies, y solo el recuerdo de las palabras de su tío sobre la necesidad de emplear la prudencia y ocultar sus sentimientos hizo que pudiera controlar su furia. Además, llevaba demasiado tiempo fuera de casa y era probable que su tía y su hermana la hubieran echado en falta. Debía regresar sin más demora y, por supuesto, sin más altercados.
Pero cuando enfiló el camino de vuelta hacia el hogar de los Acedo, lo único en que podía pensar era en cuán difícil iba a resultarle vivir en aquella ciudad sin delatar sus sentimientos…
—¿Dónde te habías metido? Las amigas de nuestra tía ya han llegado. Nos están esperando.
Depositando el chal mojado en el suelo, Inés pasó ante su hermana.
—Se me ha ido el santo al cielo —contestó con aparente indiferencia.
Pero su hermana la conocía bien.
—¿Has ido a despedir al tío? —Inés sacó un vestido del armario sin contestar, y Clara dudó antes de seguir hablando—. La tía dice que aquí no podremos tener tanta libertad como en Albizu.
—Tengo veinticinco años, Clara. Soy mayor de edad. —Inés se giró y comenzó a soltar los corchetes del vestido—. Ayúdame a quitarme esta ropa.
—No debiste ir. —Su hermana se acercó hasta su espalda—. Estoy segura de que al tío no le ha hecho gracia. Y encima estás de peor humor que antes.
—Estoy triste por la despedida, pero se me pasará. Tú en cambio sí que pareces alegre.
—Bueno, preferiría haberme quedado en Albizu con el tío, pero si de veras no era posible y él debía marcharse, no tiene sentido lamentarse. —La joven terminó de soltar los corchetes, ayudó a su hermana a retirar las prendas mojadas y luego colocó el vestido seco sobre su cabeza—. Además, esta habitación es muy bonita y la tía se ha tomado muchas molestias para que estemos a gusto. No sería justo parecer descontentas.
Aquel disimulado reproche, en boca de su hermana menor, lastimó el orgullo de Inés. Pero ella no tenía por costumbre empecinarse en sus errores, y no necesitó mucha reflexión para comprender que Clara estaba en lo cierto.
—Tienes razón —aceptó al fin—. Estoy siendo muy desagradecida.
Una breve risa acogió su respuesta. Clara terminó de abrochar la espalda del vestido y le dio un rápido abrazo.
—Tú no sabes lo que es ser desagradecida. Y no te preocupes, Inés, aprenderemos a vivir con lo que el futuro nos depare.
—Por supuesto que sí. —A pesar de su aparente tranquilidad, sus ojos azules se oscurecieron con una emoción más turbulenta—. Pero preferiría que ningún francés viviera en la casa. Creo que necesito algo más de tiempo para asimilar que están por todas partes.
Su hermana la contempló con triste simpatía.
—Aún te acuerdas de padre, ¿no es eso?
Inés se sentó ante el tocador y comenzó a recomponer su peinado. No había necesitado confesar a su hermana sus verdaderos sentimientos ante la situación; se conocían bien. Demasiado bien.
—Yo solo tenía cuatro años —continuó su hermana, tranquila—, así que supongo que para mí no fue tan duro. En realidad, creo que lo único que recuerdo de él es lo que tú me has contado. Pero para ti es diferente, por supuesto. —Vaciló un instante—. ¿Pensarás muy mal de mí si te confieso que no soy capaz de guardar rencor a los franceses por su muerte?
Con un nudo en la garganta, Inés permaneció mirando su imagen en el espejo.
—Guardar rencor no es bueno —dijo al fin—. Y yo no lo he conservado. Pero verlos invadiendo nuestra tierra de nuevo, y además tener que convivir con ellos… Me va a costar mucho soportarlo.
—Al menos el francés que se aloja aquí es un civil y no un militar —pretendió consolarla su hermana—. Y, según la tía, pasa tanto tiempo en el hospital que apenas lo veremos.
El pretendido consuelo solo consiguió su objetivo a medias. Inés apretó la mandíbula para contener el malestar que la embargaba.
—Sí. Aunque sea un civil que trabaja para el ejército francés. Pero supongo que eso es mejor que nada. —Se levantó y alisó la falda de su vestido, dispuesta a cambiar de tema—. Bueno, creo que ya podemos bajar a saludar a las amigas de nuestra tía. No quisiera que pensara que somos unas ingratas.
Ambas hermanas se tomaron del brazo y salieron de la habitación. La casa de sus tíos, situada en la calle Herrería, era un sólido y antiguo edificio de tres plantas. En la fachada principal, un enorme escudo de armas coronaba la entrada de doble arco de medio punto, y varios balcones adornados por grandes dovelas lo flanqueaban a ambos lados. En su parte posterior, orientada al oeste, otra hilera de balcones se abría sobre una plazoleta. El conjunto resultaba armónico y sobrio; sus doscientos años de vida, sin embargo, se dejaban sentir en las corrientes que desde el recibidor se colaban por los pasillos y galerías de la casa. En verano a veces se agradecía el frescor que aportaban, pero aquel día de mediados de julio el frío viento del norte barría la ciudad desde el Gorbea, e Inés y Clara, con sus ligeros vestidos de verano, se apresuraron por los pasillos hacia la planta inferior.
Hallaron a su tía en la sala que utilizaba la familia para recogerse tras la cena, charlando con dos mujeres. La estancia resultaba más cálida que el solemne salón situado sobre la puerta principal, e Inés comprendió que aquellas mujeres debían de ser amigas de mucha confianza para ser recibidas en la pequeña habitación.
—Buenos días —saludaron las hermanas con cortesía al entrar, conscientes de la curiosidad con que las allí reunidas las miraron.
—¡Ah, ya estáis aquí! —La sonrisa de su tía reflejó la mezcla de cariño y orgullo que sentía por ellas, y por un momento Inés se sintió culpable por sentirse tan a disgusto en la ciudad—. Permitidme que os presente: esta es Amalia Ochoa, una querida amiga. Esta noche traerá a su hija Beatriz para que la conozcáis. Y ella es Pilar Acedo, marquesa de Montehermoso y prima de mi marido. Tú tal vez la recuerdes de otras visitas, Inés.
La joven correspondió a la presentación con un gesto algo tenso y bajó la vista. Claro que recordaba haber conocido a la marquesa hacía algunos años; pero aún mejor recordaba que era la esposa de uno de los hombres que habían impulsado la proclamación que había cambiado sus vidas para siempre. Trató de ocultar su desagrado y tomó asiento junto a su tía, dispuesta a permanecer en silencio.
—La marquesa nos hablaba del baile que va a dar en honor del rey, queridas —las introdujo su tía en la conversación.
—¡Oh, pero no un baile, Teresa! Una pequeña fiesta para los amigos —protestó la marquesa con una voz cultivada y musical—. Si nada altera los planes del rey, la víspera de Santiago celebraremos su coronación. Por supuesto, tus sobrinas están incluidas en la invitación —añadió con amabilidad tras contemplar a ambas jóvenes con aprobación.
El ofrecimiento turbó a Inés. No quería incomodar a su tía ni ser ingrata, pero celebrar un evento que pretendía legitimar la infamia francesa era más de lo que se sentía capaz de soportar. Sin embargo, antes de poder buscar una excusa que no ofendiera a la marquesa, su hermana se le adelantó.
—Muchas gracias, señora. Estaremos encantadas de acudir. Es usted muy generosa.
La risa de la marquesa sonó tan agradable como su voz.
—Nada de eso; siendo las sobrinas de mi querida prima es como si fuéramos familia nosotras mismas.
Estupefacta, Inés dirigió a su hermana una mirada de reproche que ella no encontró. Clara atendía la conversación de las mujeres con discreción pero evidente interés, ajena por completo a su malestar. Porque, desde luego, Inés sentía un vivo malestar: si tener que vivir en la misma casa que un francés no era suficiente afrenta, ahora tendría que acudir a un baile repleto de oficiales. Apretó las manos que reposaban en su regazo e intentó disimular su desagrado. Aquella noche Clara y ella iban a tener una seria conversación; su hermana había tomado una decisión sin consultarla, algo que nunca sucedía, e Inés no pensaba dejar que aquella singular actuación se convirtiera en costumbre.
La aparición del mayordomo en la puerta, anunciando una visita, detuvo la conversación. Apenas un instante después, dos hombres magníficamente vestidos con casaca azul bordada en oro y pantalones blancos entraron en la estancia. La poca ceremonia que su tía empleó en recibirlos hizo que Inés comprendiera con disgusto que aquellos oficiales franceses eran visitantes asiduos de la casa.
—Sean bienvenidos, caballeros —saludó su tía, indicando con la mano las sillas apoyadas contra la pared.
Ambos hombres saludaron con una breve inclinación de cabeza.
—Madame, siempre es un placer acudir a esta casa —manifestó el más mayor de ambos con una sonrisa plácida, antes de volverse a contemplar a las hermanas—. Pero parece que hoy el placer es aún más delicioso.
—General Barrère, coronel Mouret —el orgullo en el rostro de Teresa Mendoza fue evidente—, permítanme que les presente a mis queridas sobrinas, Inés y Clara de Mendívil.
Inés extendió la mano sin sonreír. El general, un hombre de unos cincuenta años y cabello cano, se inclinó sobre ella con elegancia, y luego hizo lo propio con su hermana. Pero cuando fue el turno del hombre más joven de los dos, Inés encontró su mano retenida unos instantes.
—Ah, pero usted es cruel, madame Mendoza, manteniendo ocultas estas dos piedras preciosas que cualquier hombre desearía admirar sin prisa —manifestó con fingida pena sin apartar los ojos de su rostro ante el estupor de Inés.
Pero antes de que pudiera pensar en algo que replicar, el hombre liberó su mano y saludó a su hermana. Luego ambos tomaron asiento, el general a la derecha de Inés, y el coronel frente a ella, junto a la butaca que ocupaba Amalia Ochoa.
—¿Y qué nuevas nos traen hoy, general? —interpeló Pilar Acedo cuando los hombres se hubieron acomodado.
—Ah, mon Dieu, grandes y buenas nuevas, mis señoras. Hemos recibido información que confirma la gran victoria que nuestro ejército ha obtenido en Medina de Rioseco. El enemigo ha perdido más de tres mil hombres y Valladolid ha sido controlada. El camino de Castilla está asegurado para el rey José, y me atrevo a asegurarles que en breves días Santander también será ocupada, si no lo está ya a estas alturas.
La complacida arrogancia del general irritó a Inés, y antes de comprender su imprudencia espetó con mordacidad:
—¿Y Zaragoza? ¿También será ocupada en breve?
Inés sintió clavados sobre ella los ojos de su tía, asombrada y molesta por su tono vehemente. Pero el general, confundiendo sus motivos, sonrió con benevolencia.
—Por supuesto, mademoiselle, no tema. Los buenos oficios del general Verdier pronto rendirán la población, y antes de que acabe el año toda la España será pacificada.
«Sometida», corrigió Inés para sus adentros con rabia, pero bajo la mirada admonitoria de su tía, esta vez se cuidó mucho de manifestarlo en voz alta. El general prosiguió dándoles detalles de la batalla y de los planes de llegada del rey a Madrid. Con un suspiro de enojo, Inés levantó la vista de su regazo. Entonces fue consciente de que la mirada del segundo hombre permanecía clavada en ella.
Inés tenía ya veinticinco años. Desde que, a los diez años, su padre muriera en la guerra de la Convención, había dejado de considerarse una niña. Ante la melancolía que había embargado a su madre, y con el apoyo de su tío paterno, había asumido sobre sus hombros la responsabilidad de llevar adelante su hogar. Germán de Mendívil se había licenciado del ejército y se había encargado de la gestión de las tierras de su padre, formando a Inés en todas las materias en que la hubiera formado de ser un muchacho. La administración de la finca y los arrendamientos eran para ella asunto diario, y para llevarlo adelante había aprendido a hacerse respetar, sin perder nunca la compostura y el aplomo que hacía que sus arrendatarios la obedecieran sin prestar atención al hecho de que fuera mujer.
Luego su madre había fallecido, y ella se había sentido aún más la cabeza de familia, aun cuando su responsabilidad solo alcanzara a una hermana seis años menor. Se consideraba una mujer tan razonable y sensata como audaz y resuelta. Sin embargo, el extraño brillo de los ojos de aquel hombre la hacía sentir incómoda, como una chiquilla asustadiza amenazada por un lobo hambriento.
Por eso, y porque era aún más enojoso que quien la incomodara de aquella manera fuera un francés, elevó la barbilla con orgullo mientras sostenía su mirada.
Pero, para su desconcierto, aquello tan solo pareció alentar al coronel Mouret. Bajo el cuidado bigote castaño, sus labios se alzaron en una lenta sonrisa que dio a su rostro un aspecto satisfecho. Permaneció contemplándola, pero esta vez algo parecido a un desafío relampagueó en aquellos ojos verdes, impenetrables bajo las marcadas cejas.
Un escalofrío recorrió la columna de Inés mientras desviaba la mirada de su rostro. Había realizado aquel gesto pretendiendo demostrar su desinterés, pero por la sonrisa del hombre no parecía haber conseguido su objetivo. Intentó concentrarse en la conversación, que al parecer había vuelto a recaer sobre el baile que la marquesa daría la víspera de Santiago. Por lo visto, según decía el general, ya nada podía evitar la entrada de José Bonaparte en Madrid y su coronación allí como rey de España.
—Por supuesto que tendremos un pequeño baile al final de la velada, general —estaba explicando la marquesa con su elegante sonrisa—. ¿Cómo podríamos celebrar de otra manera tan magno acontecimiento?
—Un excelente esquema, madame —aprobó él con evidente satisfacción—. Por mi parte puedo asegurarle que la idea será del mayor agrado para mis oficiales, ¿no es así, Mouret?
El coronel no apartó la mirada de Inés al contestar.
—Por supuesto, general. Más aún si consigo que mademoiselle Inés me conceda el primer baile de la noche.
El asombrado silencio que siguió a la petición atronó en los oídos de la joven más que cualquier estruendo. La incisiva mirada seguía fija en ella, sin dar muestras de comprender lo poco adecuado que aquello era. Tratando de no mostrar su inquietud, Inés consiguió contestar:
—Gracias, coronel, pero no soy muy aficionada a bailar.
—Tal vez sea porque no ha bailado aún con la persona adecuada, mademoiselle.
—No lo creo.
La sonrisa de Mouret se amplió.
—En tal caso, no bailaremos. Me sentaré a su lado e intentaré satisfacer sus deseos. Tendrá en mí un esclavo para atender todos los caprichos que se le ocurran.
Poco habituada a ser objeto de galanterías, las atenciones del coronel desconcertaron a Inés.
—Realmente, Mouret —intervino la marquesa—, la muchacha parece haberle causado una gran impresión. Hace que las demás nos sintamos algo celosas.
—Usted sabe que mi devoción le pertenece, marquesa —contestó él con una sonrisa perezosa—, pero son tantos quienes reclaman su atención que me temo no ser capaz de continuar tan dolorosa espera. Y ella, la belle Inés, ¡ah, mon Dieu!
Cuando se volvió de nuevo hacia ella, la sonrisa ociosa del coronel había cambiado y contenía una especie de promesa que intranquilizó a Inés. De nuevo fue la marquesa quien acudió en su ayuda, solicitando la opinión del coronel sobre las invitaciones que habría de dirigir a sus hombres.
Al cabo de diez minutos, las visitantes dieron por terminada la conversación, y el general Barrere resolvió que podían acompañarlas en su camino hacia la parte más alta de la ciudad, donde se encontraba el palacio de Montehermoso. Pero cuando la puerta se cerró tras ellos, el alivio que Inés sintió se vio, sin embargo, empañado por la premonición de que la fascinación que aquel hombre parecía sentir podría acabar siendo un problema para ella.
—¡Me incomoda! —sentenció Inés con decisión, mientras la doncella colocaba las últimas horquillas en su cabello.
—Pues a mí no me disgustaría que un hombre me admirara así —rebatió su hermana en tono razonable y con cierto rastro de melancolía.
—No ese hombre —dijo con disgusto a la figura reflejada en el espejo. Cuando la doncella dio un paso atrás para contemplar el recogido, se giró en la silla—. Hay algo en su forma de mirar que me provoca escalofríos.
—Eso lo dices porque sabes que los hombres te consideran hermosa. —Clara se arrebujó en el chal—. Si tuvieras el rostro lleno de pecas y el pelo como el mío pensarías diferente.
—Pero ¿qué dices? —El asombro se reflejó en la mirada que dirigió a su hermana—. ¿Qué tienen que ver tus pecas y tu pelo?
—Pues está claro. Tu pelo negro es precioso, tu cutis es impecable y tus ojos son de un azul hermosísimo. En cambio, yo tengo el pelo de este color indefinido tan poco atractivo, los ojos marrones y la cara llena de pecas. Creo que salta a la vista la diferencia, ¿no?
La sorpresa hizo que las palabras que Inés buscaba no se formaran en su mente. Ella adoraba a su hermana y le parecía la joven más bonita que conocía. Permaneció contemplándola pasmada, y Clara continuó hablando.
—No es que me importe, porque me parezco a mamá y yo la quería mucho, pero solo digo que a mí no me disgustaría que un hombre tan atractivo como ese me admirara. Eso es todo —concluyó a la defensiva ante la expresión de su hermana.
—¡Es un francés! —exclamó Inés antes de poderlo evitar, y se levantó para sentarse junto a su hermana—. Y, además, ¿qué tontería es esta de la diferencia entre nosotras?
—Inés, esa no es manera de hablar a tu hermana —cortó su tía, entrando en la habitación y despidiendo a la doncella, que se apresuró a recoger las horquillas que habían quedado sobre el tocador. Cuando se quedaron a solas, Teresa Mendoza tomó una silla y la acercó a la cama donde sus sobrinas se sentaban—. Clara, no sé por qué piensas eso. Tienes un cabello precioso, suave y ondulado. Tu rostro es adorable, y tus ojos son tan expresivos que muchas veces sé lo que piensas antes de hablar. Cuando te ríes haces que todos tengamos ganas de reír contigo, y sí, te pareces mucho a tu madre, pero tú eres más dulce aún que mi querida hermana, que el Señor la tenga en su gloria. Estoy convencida de que habrá muchos hombres que te admirarán en el baile del próximo domingo.
—¿Usted cree? —preguntó la joven, cautelosa.
—Tía, el baile estará lleno de oficiales franceses —advirtió Inés con recelo.
—Por supuesto. Y bien apuestos y galantes que son, con esos uniformes tan elegantes y ese acento tan cautivador.
—¡Tía! —protestó escandalizada.
—También estarán presentes muchos de los mejores vecinos de la ciudad, cariño.
—Pero serán… serán… —Inés calló, presa de la frustración, sin atreverse a ofender a su tía dejando entrever cuánto le disgustaba la tibia actitud de parte de los mejores vecinos de la ciudad.
Pero, a pesar de callar, sus sentimientos fueron comprendidos a la perfección por su tía. Teresa la miró un largo instante con concentración, y al cabo de un rato se volvió hacia Clara con gesto de disculpa.
—Cariño, acabo de recordar que he dejado el chal en la sala. ¿Podrías ir a buscarlo?
Su sobrina, confiada, se puso en pie.
—Por supuesto.
Inés aún miraba, distraída, la puerta por la que su hermana había salido cuando un carraspeo de su tía reclamó su atención.
—Bien, Inés, es evidente que has decidido sentir una fuerte antipatía hacia los franceses.
Aquella forma de abordar el tema descolocó a la joven.
—No, tía, yo no he decidido…
—Sí, cariño, lo has hecho. Y puedo comprender tus motivos. Pero hemos de ser realistas: se trata del poderoso ejército francés, y por mucho que el corazón te diga una cosa, debes considerar qué conseguirías teniéndolos por enemigos.
—No se trata del corazón, tía, sino de dignidad —contestó, sorprendida—. A pesar de sus buenas palabras y sus falsas promesas, los franceses han entrado a sangre y fuego en el país basándose en una mentira, y ya han demostrado que nada los frenará para imponer su gobierno.
—Y como nada los frenará, no tiene sentido oponerse.
—Discúlpeme, tía, pero eso es muy cínico.
—No es cínico sino realista. Y no pongas esa cara de disgusto. Tu tío Germán me ha encomendado que cuide de vosotras, y eso es lo que voy a hacer, incluso aunque tú no quieras. —Inés parpadeó ante la severidad del tono de su tía—. En esta casa, Inés, no habrá un gesto de reproche hacia los franceses. Ni hoy ni nunca. Me da igual lo que pienses de ellos en tu fuero interno o cuánto los odies, no les demostrarás ninguna animadversión.
—Pero, tía —farfulló, disgustada—, si todos hiciéramos lo mismo…
—Si todos hiciéramos lo mismo —cortó su tía, tajante— no habría muertos. Dar la vida por el trono de Fernando es algo más allá de cualquier sensatez. Si tanto quería su trono, que se hubiera quedado para luchar por él.
Los ojos de Inés se abrieron desmesuradamente; no podía dar crédito a las palabras de su tía.
—¡Se lo llevaron hacia Francia mediante engaños!
—Eso es lo que dice la gente, sí. Pero aunque saliera de Madrid engañado, cosa que dudo, estuvo aquí en abril, y entonces pudo escapar perfectamente. Una semana tuvo para tomar su decisión, y hasta el día de su partida pudo haberlo hecho. ¡Pero si incluso Rico el alguacil y Martín Susaeta cortaron los tirantes del carro y soltaron las mulas cuando iba a montar! Y, sin embargo, él prefirió seguir camino a Bayona como van los borregos al matadero… Claro que eso es lo que sucede cuando te dejas aconsejar por gente como Escoiquiz o el del Infantado. En cualquier caso, reconozco que me alegro de que lo hiciera, pues si los granaderos que estaban en el cuartel de San Francisco llegan a intervenir todavía estaríamos limpiando la sangre de las calles. Pero eso no quita para que piense que el país está perfectamente sin todos ellos: sin Godoy, ni Carlos ni Fernando.
Jamás había escuchado Inés un discurso tan injurioso ni cercano a la traición, y que ese discurso proviniera nada menos que de su afable, sonriente y algo frívola tía Teresa, la pasmaba.
—Bonaparte le traicionó —fue cuanto acertó a contestar.
Pero su respuesta no halló crédito en su tía.
—Pues si de traiciones se trata, estaría hablando un maestro —replicó Teresa sin miramientos—. Qué engañados tiene a tantos, Fernando, «el deseado»… Si no fuera por lo que me ha contado mi cuñado Luis, supongo que yo también continuaría engañada. Pero siendo subsecretario, Luis conoce de primera mano lo que sucedió en El Escorial. Claro que el comportamiento de la reina María Luisa era una vergüenza para el país, ¡pero era su madre! ¿Qué hijo es capaz de traicionar así a sus padres…? En fin, no tiene sentido discutir sobre ello, Inés. Tu tío Germán se ha dejado llevar por el corazón para defender el trono de un rey que no lo merece, lo que a mí me parece una majadería; pero al margen de lo que yo piense, me ha encargado una cosa y no pienso fallar en ello. Así que, de nuevo te lo digo, no quiero en esta casa ni un mal gesto ni un reproche hacia los franceses. No voy a permitir que os pase nada.
Inés parpadeó, sorprendida tanto por la contundencia de su tía como por el contenido de su discurso. Había creído que sus tíos alojaban franceses en su casa obligados por el mando militar, pero no había imaginado que pudieran sentir simpatía por ellos. En ningún momento se había planteado que la causa de Fernando pudiera no ser justa o que los franceses pudieran ser una solución para el país. Lo único que sabía era que habían ocupado su tierra basándose en mentiras y mantenían la dominación con toda la crueldad que uno pudiera imaginar. Ni siquiera era posible plantearse algo más allá de eso.
Permaneció en un desconcertado silencio.
—Pero todo esto no hace sino reafirmarme en la idea de que yo estaba en lo cierto —prosiguió su tía con una sonrisa, como si su anterior gravedad no hubiera existido—. En infinidad de ocasiones le dije a Germán que era hora de pensar en tu matrimonio. Ahora lamento no haber insistido más en ello.
El inesperado cambio de tema acabó por desorientar a la joven por completo.
—¿Matrimonio? ¿Qué tiene eso que ver con todo lo que hemos hablado?
—Con lo que hemos hablado, tal vez nada. Con la situación en la que os encontraréis a partir de ahora, mucho —afirmó su tía con convicción—. Habéis vivido demasiado protegidas y aisladas en Albizu, y me temo que ahora que habéis venido a Vitoria apenas sepáis cómo tomaros los avances que recibiréis. Tu hermana tiene razón, Inés —apuntó ante el gesto de incredulidad de su sobrina—, eres muy atractiva, y no es la menor parte de tu encanto que ni siquiera seas consciente de ello. Me temo que romperás muchos corazones en esta pequeña sociedad, pero me asusta que, de igual manera, el tuyo pueda sufrir.
Demasiado atónita por la frase de su tía, Inés no supo qué responder. En realidad, no necesitaba que nadie le dijera cómo era; ella sabía cómo era: inteligente, decidida, tenaz y testaruda como su padre. Eso era lo que siempre decía su tío Germán. Cabalgaba mejor que cualquier pastor de la finca, cazaba con precisión y pescaba con paciencia. Nunca ningún hombre le había demostrado que viera en ella algo más que la arrendadora de sus tierras o su patrona. Y ahora su tía le decía que era hermosa.
Demasiado turbador para asimilarlo de golpe.
—En realidad te pareces mucho a tu abuela paterna —prosiguió su tía como si pudiera leer su pensamiento—. Tú eres algo más alta y esbelta, quizá, pero tienes el mismo tipo de encanto indefinible que hace que los hombres vuelvan la cabeza a vuestro paso.
«¿Volver la cabeza?». La mirada incrédula de Inés se reflejó en el espejo. Desconcertada, contempló su rostro ovalado, los pómulos altos y los grandes ojos de un azul turquesa que nunca le habían parecido meritorios. Seguían sin parecérselo. Si de algo se enorgullecía era de su rapidez con las cuentas, la agilidad con que saltaba sobre su montura o su habilidad para dirimir conflictos entre su gente. A su aspecto nunca le había prestado ninguna consideración. Y mucho menos había pensado en casarse. Su responsabilidad era ocuparse de sus tierras y su hermana. Sí que se había planteado que Clara debería contraer matrimonio, y se habría encargado de ello cuando llegara el momento. Pero ella, no. No tenía ninguna obligación de hacerlo, y tampoco había conocido nunca a ningún hombre cuya presencia la trastornara de tal modo que encontrara aceptable perder su libertad a cambio de… ¿de qué? ¿Qué podía aportar un hombre a alguien tan independiente como ella?
Y para ser justa, ¿qué podría aportarle ella a él?
Sacudió la cabeza y suspiró. La totalidad de la conversación con su tía la había sumido en una confusión absoluta.
—No sé qué decir, tía.
—Tranquila, mi niña. —Teresa rio con suavidad—. Reconozco que Germán os ha criado con sorprendente acierto, para ser un hombre. Pero es un hombre, y creo que a veces no sabía qué hacer con unas niñas como vosotras. Esa libertad que te ha dado, como si fueras un muchacho… A menudo le dije que debía permitirme ejercer más influencia femenina sobre vosotras, pero siempre fue reacio a dejar entrar a una mujer en sus dominios —concluyó con una carcajada, alargando la mano para tomar un chal semioculto bajo la almohada de la cama—. Y ahora, bajemos de una vez. La cena está a punto de empezar, y tu hermana debe de estar volviéndose loca buscando esto.
Teresa se levantó y se dirigió hacia la puerta. A punto de salir tras ella, Inés se volvió para contemplarse de nuevo en el espejo. Su sencillo vestido blanco, ceñido bajo el pecho, caía libre, insinuando —tal vez demasiado, para su gusto— una figura grácil y delgada, y el recogido del cabello despejaba su nuca y mostraba un cuello y unos hombros definidos. Intentó mirar con ojo crítico, pero no era capaz de dar valor a la blancura de su piel, a la esbeltez de su porte o al hecho de que sus ojos azules brillaran decididos bajo las firmes cejas negras. No estaba acostumbrada a valorar su aspecto, y era difícil aprender a hacerlo ahora.
Se percató de que se había quedado sola, y se apresuró por el pasillo hacia la escalera que conducía a la planta inferior. Bajó los escalones con la mente aún en ebullición, pero a mitad de la escalera se detuvo, pensativa. La exagerada alabanza de su tía había de ser fruto del cariño que le tenía, ¿cómo iban a volver la cabeza los hombres por ella? Nadie lo hacía en Albizu.
¿O sí?
El recuerdo de su casa y sus tierras la llenó de lástima. Desechó los pensamientos sobre su aspecto, y permaneció quieta, acariciando distraídamente una pequeña muesca en la madera de la pulida barandilla. Lo que su tía había dicho, la censura del rey Fernando, lo desleal que se sentía para con su tío Germán simplemente escuchando aquello… Quería mucho a su tía Teresa, pero ¿cómo iba a poder vivir entre gente para la que la ocupación resultaba justificable?
Una puerta se abrió en el piso inferior y una amalgama de acentos franceses contestó al saludo jovial de su tía. Inés se estremeció. Ella no odiaba a los franceses porque sí, su animadversión no era abstracta, infundada. Tenía causa y motivos: una ocupación ilícita, inmoral y embustera; un poder militar arrogante, cruel e injusto. ¿Cómo olvidarlo?
Pero, pudiera olvidarlo o no, lo cierto era que iba a tener que disimular.
La puerta volvió a sonar y las voces se hicieron más nítidas. Inés comprendió que el grupo estaba a punto de dirigirse al comedor, y no quería atraer la atención sobre su persona apareciendo cuando ya estuvieran sentados. Así que se apresuró a descender el resto de escalones, y cuando solo faltaban tres, agarró el pasamanos para salvarlos de un salto, girando hacia la derecha.
Pero cuando estaba en el aire, vio al hombre que avanzaba hacia ella con la mirada fija en el suelo, aparecido de no sabía dónde. Demasiado tarde. En vez de aterrizar en el suelo, su cuerpo chocó contra una figura alta y fuerte. Y cuando él trastabilló, sorprendido, perdiendo el equilibrio por el impacto, y ambos cayeron contra la pared, sus horrorizados ojos encontraron la aún más horrorizada mirada gris que aquel hombre le dirigió.
Pero mientras el grito angustiado de Inés resonó en el pasillo, todo lo que él dijo fue:
—Sacré Dieu!