23
Mouret arrojó la chaqueta contra la silla con rabia.
—Más te vale que lo que tengas que decirme sea importante o te despellejo. Estaba a punto de irme a casa.
Tras servirse una copa, Mouret se dejó caer en la silla de su despacho. Estaba furioso, despechado, y algo bebido. Cuando por fin había conseguido un pequeño avance con Inés, cuando ella había bailado con él sin rechazarlo, cuando había admitido las cálidas palabras de admiración que le había dirigido sin reírse de él, aquel maldito Labat había tenido que aparecer para echarlo todo por tierra. Aún temblaba de cólera al recordar cómo se había demudado el rostro de la joven al verlo, cómo se había transfigurado toda su expresión para que él comprendiera, de manera cruda y sin esperanzas, que estaba profundamente enamorada del maldito médico.
Apuró el contenido de su vaso y apretando el puño en torno a él golpeó la mesa. Su ayudante dio un respingo, pero no se movió. Mouret lo contempló con desprecio; odiaba a todos aquellos petimetres que compraban destinos de oficina lejos de los campos de batalla para ascender como ayudantes de oficiales que sí sabían lo que era recibir una herida. Pero aún más odiaba a los hombres reservados y altaneros como Labat. Había intentado que Barrere trasladara fuera de Vitoria al médico en muchas ocasiones, sin conseguir mover un ápice la voluntad del viejo. No soportaba a aquel hombre, y estaba seguro de que no era trigo limpio aunque nunca hubiera podido encontrar pruebas de nada. Cuánto daría por tenerlas, se dijo, apretando aún más el puño en torno al vaso.
Su ayudante pensó que ya había transcurrido tiempo suficiente para interrumpir sus pensamientos.
—Lamento haberle sacado de ese baile, pero me dijo que si había noticias sobre bandoleros le avisara al momento.
Mouret profirió una exclamación despectiva.
—¿Y qué vas a decirme? ¿Que han degollado a otro correo? ¿Que ha desaparecido de nuevo algún mensaje vital del Estado Mayor?
—Sí… y no. Esta tarde atacaron un correo y su escolta un poco más allá del paso de Subijana. Pero esta vez un destacamento llegó a tiempo de entablar lucha. Se escaparon casi todos, pero capturamos a uno.
—¡Tenemos a uno! —Los ojos de Mouret brillaron, alertas—. ¿Dónde lo habéis encerrado? Quiero verlo.
—Fue herido, señor, y lo llevaron al hospital.
—¡Al hospital! —Mouret, que ya se había levantado, se detuvo bruscamente—. ¿A qué hospital?
—Está aquí, en el de Santiago. Para interrogarlo tendría que esperar a que recupere la conciencia… si lo hace. El médico ha dicho que no podría sobrevivir.
—¡Inconsciente! Entonces, ¿no le habéis sacado nada? ¿No ha dado nombres?
—No, coronel.
—¡Pero eso es igual que nada! —El coronel lanzó una serie de juramentos mientras se paseaba furioso por la estancia. Al fin, comprendiendo que de aquella manera no conseguiría nada, se detuvo—. Al menos sabréis quién es, ¿no? —Su ayudante asintió—. Que vaya una patrulla y detenga a todo el que encuentre en su casa, y luego que la quemen. No quiero una sola piedra en pie. No hay otra manera de acabar con esa maldita hidra.
—Sí, señor. Pero en realidad era otra cosa lo que quería comentarle: también encontraron a uno de los oficiales de la escolta herido.
—Gran novedad —gruñó Mouret con ironía, tamborileando con los dedos sobre el armario.
Su ayudante pensó para sí que, dado que lo normal era encontrarlos muertos, sí que era novedad, pero intuyó que su puntualización no sería bien recibida.
—Este oficial cree haber reconocido al hombre que los comandaba.
La mano del coronel se detuvo en el aire.
—¿Al cabecilla de los brigantes?
—Eso es.
—¿Y dónde está ese hombre?
—También aquí, en el hospital.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes? ¿Por qué me tienes aquí perdiendo el tiempo, maldita sea? —Agarró su chaqueta y comenzó a abotonársela—. Vayamos ahora mismo.
—Son más de las doce, coronel. El hospital está cerrado.
—¡Cerrado! —bufó de impaciencia, acabando su labor—. Pienso hablar con ese oficial ahora mismo, y si alguien intenta impedirme la entrada, tiraré la puerta abajo. O mejor, te ordenaré a ti que lo hagas, DuMarin.
Tomó el sombrero que había caído al suelo, y sin esperar a su ayudante, salió a grandes zancadas de la habitación, seguido por la mirada resentida de DuMarin. Después de una noche lamentable, Mouret intuía que su suerte estaba a punto de cambiar, y no iba a aceptar que ninguna puerta se interpusiera en su camino para evitarlo.
Inés entreabrió los ojos. Se había despertado sobresaltada por algún ruido, pero la oscuridad de la habitación revelaba que aún era de noche. Cerró los ojos con fastidio y dio una vuelta sobre el colchón. La reunión, tertulia, baile o lo que fuera había terminado a las dos, y nada más llegar a su casa había subido a la habitación para desvestirse y acostarse, a diferencia de sus familiares que prefirieron tomar un poco de sopa antes de dormir. Les dijo que estaba rendida y ninguno lo dudó, ya que después de la intempestiva marcha de Adrien se había ocupado de estar todo el tiempo entretenida, bailando, charlando y moviéndose por toda la habitación, siempre sin pausa, temiendo que si paraba un solo instante acabaría por gritar de rabia o, peor aún, echarse a llorar.
Dio una nueva vuelta en la cama, arrebujándose en las mantas. Clara dormía plácidamente, ajena a su inquietud. Aunque tal vez no tan ajena, se dijo al recordar las miradas especulativas que había sorprendido en ella en varias ocasiones aquella noche. Cuanto más sonreía, cuanto más fingía Inés pasárselo bien, con mayor seriedad la miraba su hermana. ¿Qué quería averiguar, o qué había llegado a comprender? Inés sabía que su comportamiento infantil no era buen ejemplo para ella, pero ¿cómo luchar contra aquella fiebre que parecía poseerla cuando pensaba en él? ¿Cómo aplacar el dolor que inundaba su corazón al pensar en no verlo más?
Cerró los ojos otra vez, sintiendo que una pena amarga atenazaba su garganta.
Entonces lo oyó de nuevo. El mismo ruido quedo que creía haber percibido en sueños.
Se incorporó en la cama. Le pareció que el ruido procedía del exterior, pero los latidos de su corazón retumbaban de tal manera que apenas era capaz de escuchar nada más.
Se levantó y se dirigió de puntillas hacia el balcón. La calle parecía desierta, y supuso que lo había soñado. Pero cuando estaba a punto de volverse a la cama, un pequeño guijarro chocó contra el cristal.
Sorprendida, se asomó de nuevo. Desde donde estaba seguía sin ver a nadie, pero la pequeña piedra que yacía en el suelo del balcón era la prueba de que esta vez no lo había imaginado. Miró hacia su hermana, que seguía dormida. Con mucha lentitud tomó el chal que reposaba sobre la silla del tocador, se envolvió en él y, depositando la mano en el pomo de la puerta, lo hizo girar.
Si le hubieran preguntado qué creía que estaba haciendo, no habría podido responder. Pero su instinto se había adueñado de sus decisiones y tiraba de ella hacia el exterior.
Pisando con sigilo la fría superficie de piedra, se asomó a la calle. El fresco aire de la noche la hizo estremecer, mientras sus ojos se afanaban en captar algún rastro de movimiento en la pequeña plazoleta en tinieblas sin ver nada.
Y, entonces, en el hueco del pequeño soportal que protegía la puerta de entrada a los establos, el repentino fulgor de unos ojos plateados surgió de entre las sombras cuando él dio un paso adelante, y un susurro resignado llegó hasta ella, como flotando en el aire.
—No puedo más, Inés. No puedo.
Inés lo miró un largo instante sin parpadear, hipnotizada por su figura, fascinada por su presencia, temerosa de que cualquier movimiento lo hiciera desaparecer. La luna se ocultó lentamente y las sombras comenzaron a engullir de nuevo su cuerpo, su rostro, su mirada, y solo cuando el destello de sus ojos también comenzó a desvanecerse, Inés reaccionó al fin.
Volvió a entrar en la habitación y tras echar un rápido vistazo a su hermana, salió de puntillas y en la penumbra más absoluta se deslizó por las escaleras, procurando no hacer ningún ruido, aún temiendo que el loco latido de su corazón fuera suficiente para despertar a toda la casa.
Por fin, tras lo que le pareció un rato eterno, llegó a la pequeña despensa que daba salida a la plazoleta; ni siquiera se le ocurrió pensar si los goznes de la puerta estarían engrasados, y para su fortuna la puerta se entreabrió sin ruido. Cuando la fría luz del exterior se filtró en la estancia se detuvo, asomándose al exterior, con el corazón en la boca.
—¡Inés! —Esta vez el susurro sonó lleno de alivio, tras la verja que separaba la plazoleta del patio trasero de la casa. Con un movimiento ágil y resuelto, Adrien se apoyó en la pared de los establos, agarró la verja y con un fuerte impulso alcanzó su extremo y saltó dentro del estrecho patio.
Inés no profirió ni una palabra cuando, en dos zancadas, Adrien se plantó delante de ella, y la miró. Pero lo que sus labios no pudieron articular, sus ojos lo dijeron a gritos. Estaba descalza, el chal había resbalado de sus hombros y el aire de la noche erizaba su piel, pero cuando los ojos de Adrien se clavaron en los suyos, oscuros y hambrientos, una salvaje oleada de calor recorrió todo su cuerpo.
Y entonces no supo quién se lanzó primero, quién abrazó, quién acarició, quién reclamó la boca del otro, pero de repente ambos se encontraron sumergidos en una unión febril y palpitante, en un beso desesperado y posesivo, y el mundo que los rodeaba desapareció, disuelto como por arte de magia, y solo quedaron ellos dos, el olor de su piel, el calor de sus cuerpos, el sabor de sus labios, la férrea determinación de su abrazo…
Cuando al fin se separaron Inés no podría haber dicho si habían transcurrido horas o minutos. Solo sabía que todo su cuerpo parecía haberse derretido, que temblaba de pies a cabeza y que si en aquel momento el mundo hubiera acabado ella ni se habría inmutado.
Fue Adrien quien primero recuperó la cordura. Echando un vistazo sobre su hombro para asegurarse de que nadie los había visto, pasó el brazo por la cintura de Inés para acompañarla hacia el interior de la casa y cerró la puerta a su espalda. Luego la empujó con suavidad hasta que ambos se apoyaron en una pared, y aquel movimiento quebró el hechizo en que Inés parecía haberse sumergido. Parpadeó varias veces hasta que su vista se acostumbró a la oscuridad, y con el sabor de Adrien aún en los labios y en el alma, elevó la cabeza para intentar captar la expresión de su mirada entre las sombras. Su voz sonó atormentada al susurrar:
—¿Qué haces aquí, por qué has venido?
—Tenía que verte.
Las sombras velaban los ojos de Adrien, e Inés no fue capaz de saber si en ellos se reflejaba la nota de dolor que creyó adivinar en sus palabras. Recordó su imagen de pie ante la escalera de los Sarriegui, la manera en que Beatriz se apoyaba en él, y estuvo segura de que, en su caso, sus ojos sí que reflejarían el dolor que sentía.
—Hoy ya nos hemos visto —replicó con una gota de amargura, juntando las manos sobre su regazo.
El silencio que siguió a sus palabras le resultó abrumador. Adrien la miraba, ella sabía que la miraba aunque no pudiera ver sus ojos, así que bajó la cabeza en un intento de ocultar su despecho y su dolor. No era un dolor volcánico, rabioso, que pudiera estallar entre ellos, sino un dolor más profundo, más duradero, más definitivo, nacido de la certeza de que Adrien era cuanto Inés quería, y la impotencia de no saber cómo alcanzar su corazón.
Pero su intento fue inútil. Tras unos segundos en los que los sentidos de Inés parecían a punto de explotar, la mano de Adrien tomó su barbilla con suavidad, haciendo que levantara el rostro hacia él.
—Acudí para atender a un familiar de Beatriz —explicó con voz sosegada pero firme—. Ella estaba preocupada, y yo trataba de tranquilizarla. Pretendía que nadie me viera en aquella casa, por eso hablábamos en la escalera. Pero, luego, cuando estaba a punto de irme, escuché tu risa, y no pude soportarlo. No debí entrar, pero lo hice, y te vi con Arnaud, tus ojos resplandecían y tú reías… —Su pulgar acarició la mejilla de Inés con ternura, y su sonrisa apenada brilló un instante en la penumbra—. No sé qué me has hecho, Inés, pero lejos de ti no hallo descanso. He regresado al hospital, pero allí me estaba volviendo loco recordando, y al final he venido hasta tu casa sin saber por qué ni para qué. Llevo un buen rato en la calle intentando decidirme a dejarte en paz, pero no he podido. Mil veces me he dicho que el deber me exige dejar de pensar en ti, y mil veces he fallado. Sé que tú mereces mucho más de lo que yo te puedo dar, pero soy egoísta, Inés, y no quiero, no sé alejarme de ti. Esa es la sencilla verdad, no sé hacerlo.
El corazón de Inés retumbaba como loco, aún pleno de incertidumbre pero alentado por el destello de esperanza que había comenzado a nacer en ella. Con voz calmada susurró:
—Nunca he querido que te alejaras.
—Pero si tuviera solo una décima parte de ese honor del que siempre me he enorgullecido tanto lo haría… —Dejó escapar una risa entristecida, y soltando su rostro dio un paso hacia atrás—. No, eso no es así, yo sigo siendo un hombre de honor. Siempre he cumplido mi deber, siempre he antepuesto lo que mi patria y los demás necesitaban… —Dirigió su mirada hacia el ventanuco de la estancia, apartando su rostro, hablando más consigo mismo que con Inés—. Pero ahora, en estos tiempos, me pregunto si no tengo yo derecho a un poco de esperanza. Si no he cumplido mi deber con creces y puedo merecer algo de felicidad…
Calló de repente. Parecía agitado y pensativo, y por un momento Inés temió que llegara a desvanecerse entre las sombras. Alzó la mano para tocarle, para asegurarse de que no era un sueño, de que seguía allí, pero antes de hacerlo él se volvió y la tomó de la mano suspendida en el aire.
—Ven.
La luna, como deseando asistir a la escena, se asomó por entre el manto de nubes, y su tenue luz, colándose por la pequeña abertura de la ventana, perfiló las formas de los objetos arracimados junto a las paredes. Adrien miró en derredor y condujo a Inés al pequeño escalón que daba entrada a la cocina. Hizo que se sentara, y arrodillándose junto a ella tomó sus manos entre las suyas.
—Tienes frío —murmuró con ternura, mientras ella negaba con la cabeza—. Pero no me quedaré mucho más, Inés. No sé por dónde comenzar… Aún hay tantas cosas que no puedo explicarte…
Inés inclinó la cabeza, intentando encontrar su mirada entre las sombras.
—¿Una de esas cosas es la razón por la que no querías que nadie te viera hoy en casa de Beatriz?
—Sí.
—Entonces, ella lo sabe.
—¿Qué sabe?
—Tu secreto. Esas cosas que siempre dices que no puedes contar, que si pudieras…
—No. Beatriz no sabe nada. Me llamó porque la persona a la que fui a atender se lo pidió. Cuando llegué, le rogué que mantuviéramos mi asistencia en secreto, y ella accedió. Pero luego yo lo eché a perder, apareciendo en el salón…
—Y esa persona a quien fuiste a atender… ¿lo sabe?
—Una parte.
—Porque en ella sí que confías.
Adrien pasó la mano por su cabello con impaciencia, revolviéndolo mientras buscaba las palabras que parecían resistírsele.
—No se trata de eso. No es cuestión de confianza.
—¿Pues de qué se trata?
—De miedo.
Aquella palabra resultó tan inesperada que Inés no supo qué contestar. Adrien continuó hablando.
—Hay verdades peligrosas para quien las conoce, conocimientos que a los ojos de los demás nos pueden convertir en culpables, en cómplices. Una vez dijiste que yo era algo más que un simple médico… Si así fuera y te lo contara, te estaría comprometiendo de una manera intolerable. Jamás me perdonaría si por hablar de más te pusiera algún día en peligro, Inés. Me aterra pensar que eso pueda suceder y que sería incapaz de salvarte.
—Pero yo no tengo miedo.
—Pero yo sí. Porque si te pusiera en peligro jamás podría soportarlo. Me moriría, Inés, si algo te pasara por mi culpa. —Adrien apoyó su frente en la de Inés con dulzura—. Lo que siento por ti es tan salvaje, tan invencible… Pero no, me he jurado no hablar de ello. Cuando estás delante de mí olvido la cordura y las intenciones… pero no. No debo decirlo.
Al abrir la puerta para que entrara, Inés se había hecho el firme propósito de mantenerse serena, pero al escuchar aquellas palabras no pudo evitarlo: una lágrima se deslizó por su mejilla, y luego otra, y otra… Las lágrimas silenciosas se convirtieron en un sollozo ahogado, y Adrien hizo que reclinara la cabeza sobre su pecho.
—No llores, por favor —susurró con angustia—. No debí decirte nada. Lo siento, Inés, perdóname…
Aquellas palabras hicieron que Inés reaccionara. Apoyó las manos en el pecho de Adrien para apartarse y poder contemplarlo.
—No me pidas otra vez perdón. No me importan los peligros ni los riesgos ni nada de eso que provoca en ti tantos escrúpulos. Te seguiría al fin del mundo si me lo pidieras. Pero no me lo pides, ¿verdad?
—No puedo, no debo. Aún soy capaz de comportarme con cierto honor. Tengo que terminar mi misión, Inés. Desde que te fuiste de Albizu he estado a punto de mandar todo al diablo y luchar para que te quedes conmigo, pero no puedo hacerlo. Si lo hiciera acabaría por despreciarme. No puedo dar la espalda a mi deber, pero mucho menos puedo arrastrarte conmigo mientras no tenga nada que ofrecerte. Y como médico hay muy poco que pueda ofrecerte, Inés.
—Soy feliz con poco, Adrien.
—Pero yo necesito saber que puedo cuidar de ti, que puedo proporcionarte ciertas comodidades. Si te confesara lo que siento… sería un egoísmo imperdonable. No debo hacerlo, puesto que no tengo ningún derecho a esperar nada de ti. Debo irme ya. —Ahogó con un beso la protesta de la joven—. Debo irme. Si alguien nos encontrara aquí… Debo pensar en ti, en tu reputación, y si continúo acariciándote acabaré por no hacerlo. —La abrazó de nuevo—. Me cuesta separarme de ti, me cuesta dejarte marchar, pero sé que es solo egoísmo. No tengo derecho a hablar de lo que siento por ti. Vuelve a tu cama, Inés. Vuelve, por favor.
Y antes de que ella pudiera pensar en algo que contestar, Adrien se levantó con brusquedad y se fue.
Aún temblando, Inés lo vio salir, saltar la valla y alejarse de allí sin volverse a mirarla. Se acercó a la puerta, pero pasaron varios segundos antes de que se sintiera capaz de cerrarla. Sus emociones estaban a flor de piel, y se sentía dolorosamente perdida; Adrien la amaba, estaba segura, pero viviría sin ella. Adrien la amaba, no podía dudarlo, pero se había ido.
Se metió en la cama presa del desconsuelo y la rabia. Tanto deber, tantos misterios, tanto honor… Hundió la cabeza en la almohada para evitar un sollozo. Pero en medio de su desolación, la parte más rebelde de su espíritu, la más inquebrantable, aquella parte tenaz y testaruda que se había sobrepuesto a todas sus desgracias, se negó a dar a Adrien por perdido. Ahora tal vez debía dejarlo ir, pero no sería para siempre; al día siguiente examinaría de nuevo sus armas, sus caminos, la manera de hacer que él comprendiera que era el destino quien los había puesto frente a frente.
Al día siguiente pensaría en lo que podría hacer.
Al otro lado del cuarto, Clara fingió dormir, mientras pensaba también que, al día siguiente, algo podría hacerse.
—Bien, pues el brigante ya es historia —dijo Mouret con rabia, arrojando la tenaza sobre el cuerpo del hombre—. Que los centinelas lo saquen de aquí. Volvamos al hospital.
Su ayudante tragó saliva, impresionado. El olor de la carne chamuscada aún le provocaba arcadas, y sentía como si se le hubiera pegado a la ropa, a la piel. Solo de pensarlo sintió ganas de vomitar, pero deseaba tanto salir de allí que no dijo nada que pudiera detener al coronel. Agradecía al cielo que el hombre que acababa de morir se hubiera desmayado al poco de aplicarle las tenazas al rojo vivo; en aquella celda oscura, húmeda y diminuta, no habría sido capaz de soportar sus gritos.
Ni siquiera fue capaz de levantar la cabeza al pasar ante los soldados que guardaban la puerta, aunque le pareció que también ellos miraban al suelo. Mouret les había ordenado llevar al herido a una de las celdas de clausura existentes en el ocupado convento contiguo al hospital, y aunque uno de ellos había tratado de señalarle el lamentable estado en que se encontraba el herido, la amenaza de Mouret de acusarlo de desobediencia lo acalló con rapidez.
Pero aquel hombre estaba en verdad muy malherido, y aunque los golpes de Mouret le hicieron recobrar el conocimiento unos instantes, no fueron suficientes para que el coronel lograra obtener ningún tipo de información. Una muerte cruel y, además, en vano, pensó DuMarin al salir del convento por la puerta contigua al hospital. Pero, con todos sus reparos y escrúpulos, no iba a ser él quien se lo reprochara al coronel.
Ambos hombres entraron en el edificio por la puerta que habían dejado abierta hacía apenas una hora. El enfermero que estaba de guardia aquella noche se asomó al pasillo al escuchar pasos, pero al ver de quiénes se trataba volvió a su cubículo sin decir palabra. Nadie podía entrar en el hospital a aquellas horas de la noche, pero tampoco nadie debería poder arrancar de su cama a uno de los heridos para interrogarlo, y, sin embargo, cuando antes había tratado de evitar que se llevaran al hombre, a punto había estado de ser arrestado por orden del coronel. Y aunque sabía que el doctor Labat se iba a enfurecer con él por haberlo permitido, prefería afrontar su furia antes que los calabozos franceses, de eso no le cabía ninguna duda.
Mouret y su ayudante pasaron ante la puerta del enfermero sin prestarle atención, y atravesaron el pasillo hacia la sala donde estaban los franceses allí albergados. El joven oficial herido cerca de Subijana ocupaba una cama cercana a la puerta. Mouret se detuvo junto a él, haciendo una seña a su ayudante para que le acercara una silla.
—¿Este es? —quiso cerciorarse antes de tomar asiento.
—Sí, coronel. El capitán Paul Durand.
—No tiene buen aspecto, desde luego —dijo desapasionadamente.
El rostro del herido estaba perlado de sudor, y de vez en cuando su cuerpo era sacudido por una especie de espasmo; su cabeza yacía desmadejada sobre la almohada, y su piel había adquirido un tono grisáceo. DuMarin pensó que nadie tan cerca de la muerte como aquel desventurado podría tener buen aspecto, pero se limitó a colocar la silla y a mantener el candil a una altura adecuada para que el coronel pudiera seguir mirando al joven con parsimonia.
—Habrá que despertarlo.
Su ayudante se estremeció como si él mismo fuera el herido. Despertar a un moribundo en medio de la noche para intentar sonsacarle cosas que no había dicho estando más vivo era algo que estaba más allá de lo admisible, pero su intento de protesta fue acallado por una mirada asesina del coronel, que le conminó con desprecio a dejar la luz e irse si tenía tantos melindres y remilgos. Pero DuMarin, que ya había ido adquiriendo cierta sabiduría sobre las sutiles represalias que el coronel solía tomar cuando era desobedecido, sabía que aquello no era posible. Acercó otra silla a la cabecera de la cama, depositó allí la luz y se apoyó en la pared cercana a la puerta, tratando de confundirse con las sombras.
Apenas acababa de recostarse en la pared cuando el ceño del herido se arrugó, como si la luz, a la altura de los ojos y apenas a unos centímetros de su rostro, le resultara molesta. Luego, sus labios secos se movieron, y aunque DuMarin no escuchó nada, Mouret se inclinó con avidez sobre aquel hombre prendido en fiebre.
—Durand, soy el coronel Mouret. Me han dicho que le hirieron en un ataque y que reconoció al cabecilla de los brigantes. ¿Es eso cierto? ¿Pudo reconocerlo? Su nombre, Durand. Dígame su nombre. —Los labios del joven volvieron a moverse, y Mouret comenzó a impacientarse—. Sí, muy bien, es mala suerte que ella le vaya a odiar, pero el cabecilla, Durand, el nombre del cabecilla… Sí, sí, usted la adora, pero ella no… No sé qué habrá hecho usted para que lo odie, pero las mujeres son volubles, Durand, no se preocupe por eso… Pero si no sabe el nombre, dígame al menos por qué lo conoce. Ya, ya, olvídela, Durand, el mundo está lleno de mujeres… Sí, usted hirió a un hombre y ella le odiará… bonita pieza se ha buscado usted, si prefiere a… ah, ya, usted hirió a un familiar… Pero el cabecilla, Durand, por qué lo conoce… dónde lo había visto…
Desde su lugar junto a la puerta, DuMarin se encontraba bostezando y deseando que el coronel dejara al moribundo descansar de una vez cuando el sutil cambio de su expresión le puso en guardia. Los ojos del coronel se agrandaron con ansia, y se inclinó más hacia el herido, haciendo que aún fuera más imposible para su ayudante escuchar los débiles murmullos del capitán.
Sin embargo, cuando al cabo de un minuto Mouret se enderezó, sus ojos brillaban a medio camino entre el triunfo y el recelo. DuMarin comprendió que las palabras de Durand habían tenido algún sentido para el coronel, pero no dijo nada hasta que abandonaron la sala.
—Deben de ser casi las cuatro —observó Mouret con impaciencia cuando se dirigieron hacia la puerta lateral por donde habían entrado—. DuMarin, quiero que averigüe quién es la mujer que tenía tan embobado a ese infeliz. Pregunte a sus amigos, a los oficiales con quienes solía charlar… A estas horas ya no voy a despertar a mis anfitriones, así que echaré una cabezada en mi despacho, y quiero que se presente allí con la respuesta a las nueve en punto.
—Pero señor —balbució su ayudante—, había pensado dormir un poco y luego…
—¡Dormir! —gritó con desdén el coronel—. ¡Ni siquiera me había advertido de que el cabecilla había sido herido y usted quiere dormir! Estoy harto de estar rodeado de ineptos. Nunca he estado más cerca de poner mi mano sobre alguno de esos malditos salvajes, y su sueño me importa un carajo, DuMarin.
—¿Herido? —se asombró el aludido—. Nadie dijo que hubiera otros heridos.
—Claro que no… —se burló Mouret—. ¿Y quiere que le diga por qué no?
DuMarin calló con prudencia ante una pregunta evidentemente retórica.
—Seguramente aquella zona está llena de maleza y de hierbas y de árboles —continuó el coronel—, y aunque la patrulla que llegó debió de ver el rastro de la sangre, prefirieron hacer que no habían visto nada y salir corriendo de allí como conejos asustados, pensando que detrás de cada tronco podía haber otro brigante. Debería ordenar que los detuvieran mañana mismo.
—¡Pero, señor, no puedo hacer eso! —exclamó su ayudante, anonadado—. ¿Por qué motivo iba a detener a unos soldados que no han hecho nada?
—Por eso mismo. Debería encerrarlos bajo acusación de cobardía.
Su ayudante no se consideraba a sí mismo el hombre más valiente del mundo, pero aquella idea ofendía tanto su sentido de la justicia que aún volvió a intentar una protesta.
—Durand no les acusó de cobardía, y nadie más que ellos sabe lo que sucedió, señor. Es muy posible que no vieran ningún rastro, o tal vez solo trataron de salvar a un oficial. Y aunque Durand hubiera dicho algo así, dudo que las palabras de un moribundo que apenas ha escuchado usted puedan ser prueba de nada.
La furia incendió el rostro del coronel ante aquella insolente puesta en duda de su palabra, pero su avidez por lograr al fin un avance en su lucha contra los bandoleros no le había cegado hasta el punto de no poder apreciar aquella pequeña verdad. Necesitaba pruebas para lo que se proponía hacer, y no las tenía. Sus sospechas le parecían cada vez más sólidas, y cuando revisaba situaciones del pasado encontraba más sentido a todo, pero salvo las palabras de un hombre a punto de fallecer, no tenía pruebas. Aunque eso era algo que su enemigo no sabía… Tal vez, una trampa bien tendida…
Se obligó a conservar la calma.
—Estoy seguro de que las cosas fueron así, DuMarin, pero si prefiere interróguelos primero sobre lo que pasó. Hágalo a primera hora, en cuanto me traiga la información que he pedido. Y no se retrase. No tengo mucha paciencia, como ya habrá comprobado.