11
—Gracias por avisarnos, monsieur Aramburu.
Martín devolvió el saludo del oficial y salió del cuartel que ocupaba las instalaciones del que habría sido el nuevo hospital con una mezcla de alivio e incertidumbre. Al margen de la lógica conmoción que sus noticias habían causado, nadie pareció querer hacerle más preguntas ni tampoco dudar de que los últimos acontecimientos habían sucedido tal como los había narrado. Por ahora.
Se caló el sombrero, soltó las riendas del caballo y echó a andar hacia el suroeste de la ciudad en busca de alojamiento. La calle que enfiló disponía de algunas de las mejores posadas de la ciudad, pero no estaba seguro de ser capaz de encontrar hospedaje, dado el elevado número de tropas, oficiales y paisanos que entraban y salían de la ciudad a diario. Así que cuando, después de recorrer casi todas las posadas de la ciudad en vano, por fin encontró una habitación compartida en una de las mejores casas de postas que había fuera de las murallas, se sintió un hombre realmente afortunado.
Subió el primer tramo de la cuesta de fuerte pendiente que ascendía hasta la colegiata, y tras pasar el cubo que cerraba la fortificación en el punto cercano al convento de Santo Domingo, giró hacia la derecha para acceder a la calle Herrería. Apenas eran las seis de la tarde, pero la mayor parte de la estrecha calle se hallaba ya en sombra. Por eso, la eventualidad de que los señores Acedo no se hallaran en casa, transmitida por el formal mayordomo que abrió la puerta, no se le había ocurrido en ningún momento.
Fue la propia sugerencia del sirviente, apiadándose de su desconcierto, la que le llevó a adentrarse en la pequeña salita de visitas cercana al zaguán de entrada para redactar una nota, que él entregaría a los señores. Estaba concentrado en la mejor manera de explicar lo sucedido sin alarmar a nadie cuando la puerta a sus espaldas se abrió, pero suponiendo que era el mismo mayordomo que quería comprobar si había acabado, no se giró.
—¡Martín! —exclamó Clara con asombro desde la puerta—. ¿Qué haces aquí?
El joven se dio la vuelta y se quedó mirándola con aspecto confundido.
—¡Clara! —exclamó al cabo de un instante, cuando al fin la reconoció—. ¡Dios mío, Clara! ¡No puedes ser tú! ¡Pero si eras una cría! Y en cambio, ahora…
Clara rio con timidez y se acercó para darle la mano.
—Pues soy yo, Martín. Y hace mucho que dejé de ser una cría; tengo diecinueve años —proclamó con algo de suficiencia, pero sin poder evitar enrojecer.
—No es que… No es solo la edad. —Negó con la cabeza después de haberla contemplado con detenimiento—. Es todo tu aspecto. ¡Mírate! Estás… estás…
Ella contuvo la respiración.
—… magnífica —terminó con admiración.
Clara volvió a reír, y esta vez una pizca de vanidad acompañó su alegría. Martín de Aramburu era uno de los jóvenes que veía a menudo en las romerías y celebraciones de los pueblos cercanos a Albizu. Siempre había destacado en los desafíos deportivos; bien fuera pelota, lanzamiento de palanca o corte de troncos, sus marcas difícilmente eran batidas. Y la despreocupación con que celebraba esas victorias hacía muy difícil que nadie se enojara con las mismas. No solo era hábil; también era alegre y apuesto. Clara sabía que eran muchas las jóvenes que suspiraban por él, y lo sabía bien porque, desde hacía muchos años, ella era una de aquellas jóvenes.
Le había gustado desde que ella tenía doce años y él diecinueve, aunque sabía que él la contemplaba como lo haría con una hermana pequeña. Había sido su primer amor, su amor platónico, el joven por el que acudía a las romerías emocionada y expectante. El hecho de que fueran otras las que bailaran con él, las que recibieran sus requiebros despreocupados o solicitaran su ayuda para subir a un carro nunca le había preocupado. Soñaba despierta, y a veces dormida, con el momento en que ella se hiciera mayor y los ojos del joven la evaluaran con aprecio.
Y aunque había sido un sueño sin demasiadas esperanzas, aquel momento había llegado.
Sin poder evitar que los ojos le brillaran con una alegría especial, Clara le invitó a tomar asiento, pero el joven rechazó su oferta.
—Solo he venido para traer un mensaje de Inés.
—¿De Inés? —La voz alerta de Teresa Mendoza, entrando en la sala, los interrumpió—. ¿Ha pasado algo?
Clara había palidecido al oír el nombre de su hermana, pero conservó la compostura para hacer las presentaciones debidas, hasta que todos tomaron asiento.
Intentando quitar hierro al asunto, Martín les explicó lo acontecido, pero las exclamaciones de incredulidad y espanto que acogieron sus explicaciones hicieron el trámite muy engorroso. Una y otra vez les aseguró que Inés se encontraba perfectamente, y que nunca había estado en peligro; pero cuando Teresa Mendoza le reprendió por no haber pensado en traer una nota escrita por la propia Inés de su puño y letra, lo que habría sido mucho más tranquilizador, estuvo a punto de rendirse.
Al fin, tras múltiples preguntas que obtuvieron la misma respuesta por parte del joven, las mujeres comenzaron a calmarse.
—En realidad es muy propio de ella —dijo Clara con una sonrisa aún algo estremecida, pero su rostro había recuperado parte de su color—. No sabía que Elvira hubiera escrito, pero si le contó que Pascual estaba peor, ya debía saber que mi hermana no se quedaría quieta esperando. Lo que me disgusta es que no me dijera nada de ello…
—No quería que nadie se preocupara, y en realidad contaba con volver esta tarde. Pero no ha sucedido nada, al final.
—¡Nada! —Teresa Mendoza lo miró con gesto sombrío—. Mi sobrina está en un pueblo donde unos bandoleros han acabado con una partida de soldados, y tiene por toda compañía dos enfermos a los que cuidar y una anciana, ¿y a eso lo llama nada?
—Tía, si Martín dice que Inés está bien, estoy segura de que podemos creerle —interpuso Clara—. Además, varios arrendatarios viven cerca, y le prestarán la ayuda que necesite. Aunque me gustaría ir junto a ella y…
—¡De ninguna manera! —Teresa la miró con gesto de horror—. Bastante desconcertante es que ella se sienta con tanta libertad para ir y venir así. Tú no vas a ir a Albizu, cariño. Quítate eso de la cabeza.
Martín, a quien la recriminación de Teresa había hecho sentir casi culpable, se apresuró a intervenir.
—No se preocupe, doña Teresa, yo iré mañana para asegurarme de que sigue bien.
—Gracias, joven. Conociendo a mi sobrina, estará perfectamente, no lo dudo —contestó entre mordaz y resignada—. Pero tampoco me agrada en absoluto que esté cuidando al doctor Labat. La sensibilidad de una joven no… —Se detuvo de repente, muy consciente de que su sobrina Inés no sufría precisamente de un exceso de sensibilidad. Con un fuerte suspiro, prosiguió—: Aunque si Germán se enfada, tendrá que asumir que tiene una parte importante de culpa, dada la excesiva libertad con que la ha educado. Lo que no logro comprender es cómo consiguió convencer a un hombre tan cabal como el doctor de que la acompañara, ni cómo él atendió su chiquillada… En fin, si mi marido no tuviera que partir mañana hacia Burgos, le pediría que fuera a buscarla, pero tiene concertada una cita muy importante con el ministro Urquijo y no le haría ninguna gracia tener que posponerla. Pero, bueno, supongo que podemos tratar de que otro médico acuda a hacerse cargo de la situación, y entonces ella volverá y olvidaremos que esto ha sucedido. Muchas gracias por su amabilidad al venir, señor Aramburu.
Aquellas palabras daban por finalizada su visita, y Martín se puso en pie, pero cuando se disponía a despedirse, Clara intervino de nuevo:
—¿Te vuelves ahora a tu casa, Martín?
—No, esta noche tendré que dormir en la posada del camino de Arriaga.
—¡Oh, pero entonces no podemos permitir que cene solo, tía, después de las molestias que se ha tomado! —Se volvió hacia Teresa con mirada expectante—. ¿Verdad que no lo vamos a permitir, tía? Cenará con nosotros, ya que no tenemos ningún compromiso.
Su tía le dirigió una mirada desorientada; aquella impulsividad no era propia de Clara. Pero no supo cómo denegar la ya cursada invitación.
—Por supuesto —concedió rehaciéndose con rapidez—. Señor Aramburu, nos sentiremos honrados de que nos acompañe hoy en la cena. Y así usted mismo podrá tranquilizar a mi marido sobre la situación de nuestra sobrina.
Lo último que Martín deseaba era seguir hablando de aquel tema, ya que temía acabar metiendo la pata, pero estaba hambriento, cansado y no supo cómo negarse. Así que dio las gracias a la dueña de la casa, y mientras ellas seguían charlando de temas varios, se dispuso a repasar mentalmente la historia desgranada hasta grabársela en el cerebro a fuego, de manera que ni la peor de las torturas le hiciera desviarse un ápice de la versión acordada.
Aquella noche Inés apenas pudo conciliar el sueño. Aún era noche cerrada cuando se levantó de la butaca donde llevaba sentada desde mucho antes de que la luz del día se extinguiera. Elevó los brazos hacia el techo y estiró los doloridos músculos tanto como pudo. Elvira había estado en lo cierto, y el asiento como lugar para dormir había demostrado ser comparable a un potro de tortura. La anciana le había llamado loca por pretender pasar así la noche, pero Inés no había cedido, puesto que no pensaba dormir, sino vigilar que aquella herida no se abriera.
Echó un vistazo al hombre tendido en la cama; no era fácil saber si dormía o seguía desmayado. No tenía fiebre, pero tampoco había despertado. Ahora se reprochaba haberle permitido bajar a caballo, en vez de en la camilla que ella había tenido intención de construir.
Qué obstinación la suya, meditó recorriendo con la mirada el rostro macilento en el que los labios mantenían el mismo rictus grave que tan bien conocía. A la escasa luz del candil que reposaba a sus espaldas, su cabello castaño parecía tan oscuro como el de ella. Lo llevaba extrañamente corto, comparado con los compatriotas que veía a diario. Alzó la mano, y al instante la bajó con rapidez; para su alarma, un súbito impulso de hundir los dedos en su pelo se había apoderado de ella por unos segundos.
Confundida, dio un paso atrás y giró sobre sus talones para alcanzar la ventana. Inés había intentado que la habitación estuviera bien ventilada, porque Cecilia le había contado que él había ordenado abrir agujeros bajo los aleros del tejado, en aquellas habitaciones pequeñas y mal ventiladas donde hubo que alojar enfermos infecciosos. Claro que una herida de sable no tenía nada que ver con esas enfermedades, pero ella necesitaba sentir que hacía cuanto podía.
Se asomó a la fresca madrugada y descubrió con alivio que la masa negra y compacta de los montes del este ya se recortaba contra la primera luz del temprano amanecer. No había querido pensar mucho en lo acontecido el día anterior, pero ahora, a solas consigo misma, debía reconocer que probablemente él le había salvado la vida. No conseguía imaginar qué hacía Labat solo en aquel camino, pero daba gracias al cielo de que la hubiera encontrado. El recuerdo de la salvaje manera en que había luchado le provocó un escalofrío; apretó el chal alrededor de su cuerpo, mientras las imágenes del médico acometiendo a aquellos hombres y defendiéndose de sus armas pasaban ante su vista como a ráfagas. Había luchado con maestría, precisión y ferocidad, y la extraña impresión que había tenido desde su primer encuentro de que no era quien parecía ser daba vueltas en su cabeza una y otra vez.
En realidad todo resultaba demasiado confuso; le costaba conciliar la imagen del hombre que había luchado por ella con la del hombre que se había burlado en el hospital. Pero debía recordar que así había sido: por atractivos que resultaran su aspecto, su seguridad y su resolución, Adrien Labat era un hombre complicado, y ella no estaba preparada para enfrentarse a algo así. Se limitaría a cuidar de él como habría hecho con cualquier otro enfermo, y cuando estuviera recuperado y le hubiera devuelto así el favor, saldría de su vida para siempre.
Las dos últimas palabras le provocaron un escalofrío, y decidió no pensar más en ello. Sería mucho más útil ocuparse de cosas tangibles; por ejemplo, del vestido que llevaba la víspera y que continuaba manchado de sangre. Elvira lo había puesto a remojo, pero era Inés quien debía encargarse de él. Así que cuando la anciana acudió a relevarla a la cabecera del médico, se dirigió al lavadero, donde tras frotar la tela contra la tabla de piedra durante largo rato, casi despellejándose las manos, se sintió agotada. Pero puesto que pretendía mantenerse ocupada y aún era temprano, decidió tomar un baño. Las dos chicas empleadas mientras Inés y su hermana todavía vivían allí se habían despedido, y fue ella quien tuvo que acarrear los cubos de agua desde el fogón hasta la tina colocada en el lavadero, pero de aquella manera evitó volver a pensar en el hombre herido.
Por fortuna, aquella actividad obró una especie de milagro en sus músculos doloridos, y también su ánimo mejoró notablemente. No había nada como poner los problemas a distancia, y la noche transcurrida, por breve que aquel tiempo fuera, ya establecía una separación con ellos. Mientras se colocaba la camisa, el jubón y la falda roja, se dijo que todo iba a salir bien. La víspera había conseguido rescatar su daga sin ser vista, y habían trasladado los cuerpos hasta el patio, donde los habían colocado al abrigo de la pared, con un crucifijo apoyado en la piedra junto a ellos. Se trenzó el largo cabello y lo recogió en un moño bajo, colocando un pañuelo sobre su cabeza y anudándolo en la nuca, y se dirigió a la cocina, donde cortó una rebanada de pan del día anterior y se sirvió un cuenco de leche con una punzada de remordimiento. Elvira se había levantado antes del alba para ordeñar las vacas, a pesar de su edad. Hacía menos de un mes aquello era labor de las criadas, pero al irse las muchachas, los ancianos se habían quedado solos en aquella casa. Y aún era verano; no soportaba pensar qué sería de ellos en invierno.
Tomó con la cuchara el último pedazo de pan sumergido en la leche y acabó el cuenco de un trago. Después de lavarlo todo, decidió visitar a Pascual.
La voz ronca y familiar del hombre le dio la bienvenida a la habitación. Se hallaba sentado ante la ventana, desde donde observaba el camino, pero al verla se levantó, apoyando la mano en el alféizar y jadeando al hacerlo. Que un movimiento tan sencillo le hubiera provocado tan evidente fatiga hizo que el corazón de Inés se encogiera. Se acercó a él y le obligó a sentarse de nuevo, arrodillándose a su lado como hacía cuando era pequeña y le rogaba que le contara historias de los tiempos en que su padre era joven y fuerte, y aún estaba vivo.
Siempre quería oír aquellas historias vividas. Ahora, contemplando sus labios azulados y su trabajosa respiración, comprendió con desgarro que pronto perdería uno de los pocos vínculos que aún la ligaban a los tiempos felices de su pasado.
—¿Tan mal me ves? —sonrió el hombre, socarrón, al percibir la preocupación que nublaba los ojos de la joven—. Es ley de vida, mi niña. Estoy ya tan cansado…
Inés se obligó a reprimir su lástima y consiguió mantener su voz firme.
—Pues entonces debes descansar. ¿Qué haces levantado en esta silla?
La súbita risa del hombre se convirtió casi al momento en una tos ronca.
—Intento ver llegar la parca, por si puedo escaparme —ironizó tras cesar la tos. Pero al ver que Inés no reía, alargó una mano huesuda para tomar la de la joven con afecto—. Es cuestión de tiempo, mi niña, pero no tiene sentido cerrar los ojos. Estoy ya más cerca del Creador que de la tierra, y no me asusta. He vivido mucho, y he vivido bien, siempre con trabajo y respetado, gracias a tu abuelo, y luego a tu padre y tu tío. Lo único que siento es dejar a Elvira sola. —Su mirada se empañó un instante, pero se sobrepuso y cambió de tema—. Me ha dicho que viniste para ver la tumba de tus padres.
Inés asintió sin hablar. Se resistía a aceptar que las cosas fueran tan definitivas como aquel hombre las expresaba.
—Pero sabes que no es ahí donde están ya —la reprendió con cariño—. No hace falta que te pongas en peligro para sentir que están contigo.
—No me he puesto en peligro —mintió.
Pero el hombre negó con la cabeza, sonriendo con afecto.
—A mí no me engañas. Lo sé todo.
—¿Y qué sabes, Pascual? —preguntó ella con desconfianza.
—Todo. Sé que unos bandoleros atacaron a una partida de soldados cuando el doctor Labat me estaba visitando. Los dos escuchamos los disparos, y salió antes de que pudiera detenerlo. Luego tú saliste en su busca, lo que, déjame decirte, fue una absoluta imprudencia por tu parte, y lo encontraste herido. Lo que sucedió allá arriba deberá decirlo él, ya que tú no viste nada más que los cuerpos —continuó el anciano, tras guiñarle un ojo—. Pero ahora en serio, mi niña, sabiendo lo que en verdad pasó, creo que no deberías quedarte aquí. Puede ser peligroso.
Inés negó con la cabeza.
—Debo hacerlo. El médico francés está herido. Él me salvó de los soldados y yo debo devolverle la deuda.
—Ya… La deuda.
Las cejas del hombre se alzaron en un gesto de escepticismo, e Inés sintió que enrojecía. ¿Qué demonios le había contado Elvira sobre el francés? Decidió cambiar de tema.
—No deberías estar aquí levantado. Te ayudaré a volver a la cama.
—No. —Un violento acceso de tos le hizo callar, y cuando por fin cesó tuvo que inspirar varias veces con dificultad antes de poder continuar—. No quiero que lo último que vean mis ojos sea el techo. Deseo morir viendo esta tierra. —Extendió su mano hacia la vista de las montañas—. Estoy bien, Inés, no te preocupes más por mí. Anda, ve a saber cómo se encuentra tu francés.
Ella dudó, pero el hombre parecía agotado, y tras levantarse y depositar un beso en la arrugada mejilla, se fue. Pero aunque ante él había mantenido la compostura, no pudo evitar que una lágrima de dolor cayera por su mejilla al cerrar la puerta. Había disfrutado toda su vida la compañía, la campechana sabiduría y la protección de aquel hombre, y era consciente de que el tiempo de sus charlas, risas y consejos estaba llegando a su fin.