17

—Me ha fallado usted, doctor Labat.

Adrien entornó los ojos al mirar a la joven, parada de pie ante la ventana con los brazos en jarras. La misma obstinación de su hermana.

Aquella mañana Inés había acudido decidida a seguir prestándole la ayuda que él había aceptado la víspera. A pesar de ello, Adrien había tratado de tomar su chocolate por sí mismo, pero su pulso aún temblaba y había estado a punto de volcarlo. Había tenido que aceptar que ella le ayudara a sostenerlo, pero aunque deseaba intensamente su presencia, su orgullo no conseguía amoldarse a aquella situación de incapacidad, y al acabar le había pedido con demasiada brusquedad que lo dejara solo. Y ella había cumplido su petición a rajatabla, porque cuando había llamado pidiendo un vaso de agua, nadie se había acercado para ayudarle. Había intentado llegar hasta la jarra de la cómoda pero se había caído al suelo nada más salir de la cama. Así que después de renunciar a conseguir agua, había dedicado todos sus esfuerzos a volver a subir al colchón. Ahora sentía la boca pastosa y áspera y la cabeza le dolía con saña, ¿y aquella joven tenía intención de presentarle una queja?

—Tráigame un vaso de agua, mademoiselle Clara, y luego cierre un poco las contraventanas —pidió con voz ronca—. No soporto tanta luz.

Clara lo observó un instante antes de volverse.

—No sé si se lo merece, pero de acuerdo.

Fue hasta la ventana e hizo lo que Labat había pedido. Luego llenó un vaso, y cuando volvió, se sentó en la silla sin rastro de compasión en el semblante.

—Si está así, es culpa suya —le reprochó después de sostener el vaso ante él para que bebiera.

Inclinando la cabeza sobre la almohada, Adrien miró a la joven con incredulidad. ¡Y pensar que Inés creía que su hermana era una dulce y delicada joven que necesitaba protección…!

—La próxima vez que me asalte una partida de hombres armados recordaré que debo mejorar mi defensa —contestó con acritud.

—¡Oh, no se haga el tonto conmigo, Labat! Sabe bien que me refiero al trato que hicimos. Usted me dijo que si yo iba al hospital aquel día, se encargaría de que Inés no se metiera en líos. Y por lo que veo, no solo se ha metido en líos hasta el cuello sino que ha conseguido arrastrarlo a usted en ellos. Y yo que creí que podía fiarme de usted para protegerla…

Clara meneó la cabeza con pesar y Adrien pensó que era una suerte que su debilidad no hiciera necesario que contestara de inmediato; las palabras de la joven eran el colmo de lo que debía soportar. Clara ignoró la tensión de su rostro y continuó hablando.

—Es más, estoy deseando que me explique por qué dijo a mi hermana que no volviera por allí. No era eso lo que acordamos.

—Tenía mis motivos —replicó Adrien—. En cuanto a su hermana, yo jamás dije que la protegería.

—¡Sí que lo hizo!

—No —negó Adrien, sintiendo que su cabeza iba a estallar—. Solo dije que si usted deseaba protegerla, debía conseguir que acudiera al hospital y que yo me encargaría de que estuviera ocupada.

—Es lo mismo.

—No —repitió—. No lo es. En cualquier caso, su hermana es demasiado terca para ser protegida de nada.

Clara inclinó la cabeza pensativamente.

—¿Y por eso cambió de idea? Pero luego se encontraron aquí, ¿cómo es eso posible? Y no me diga que vino a ver a Pascual; sé que eso no es cierto. ¿Cómo la encontró?

—Pura casualidad —suspiró, cerrando los ojos y sintiéndose agotado.

—¿Pero qué hacía usted en esta zona? ¿Por qué estaba con Martín?

Pasaron varios segundos antes de que Adrien volviera a hablar, y cuando lo hizo su voz sonó con mayor firmeza de la que había empleado hasta entonces.

—Olvide eso por su bien, mademoiselle. Conozco a Aramburu porque le he encontrado en alguna ocasión, pero el otro día yo estaba atendiendo a Pascual cuando oí disparos. Salí de aquí y un grupo de bandoleros me hirió. ¿Quiere proteger a su hermana? Pues asuma que esa es la verdad de lo sucedido.

—Pero yo…

El sonido de la puerta al abrirse ahogó la protesta de Clara. Ambos volvieron la cabeza hacia la entrada de la habitación, donde Inés los observaba con el ceño fruncido. Se acercó con la bandeja y la depositó sobre el escritorio.

—La comida está preparada, Clara. Ve a la cocina.

Aunque Inés parecía serena, Clara la conocía demasiado como para no comprender que aquel tono enérgico escondía un profundo malestar. Imaginó que habría escuchado parte de su conversación, pero cuando trató de encontrar su mirada, Inés la rehuyó.

Cuando se quedaron a solas, Inés volvió la vista hacia el médico: la sábana tapaba su pecho, pero no sus hombros ni sus brazos. Se dirigió a la cómoda que ocupaba el espacio a sus espaldas y del cajón superior extrajo una de las camisas de dormir de su tío, que arrojó sobre la cama.

—No resulta adecuado que esté así, medio desnudo —explicó con severidad, al ver cómo las cejas del hombre se alzaban en un gesto interrogador.

A pesar de que el dolor de cabeza comenzaba a resultar casi insoportable, Adrien estuvo a punto de reír. Verla entrar en la habitación le había llenado de una satisfacción tan imprevista como innegable; ahora, sus inesperados remilgos despertaron su lado más irónico.

—Después de ver la tranquilidad con que se tomó la escena del hospital, jamás habría imaginado que su sentido del decoro pudiera verse afectado por algo tan simple.

Al escuchar su tono burlón, Inés frunció el ceño. Aquel hombre resultaba imprevisible. Aquella misma mañana se había comportado con brusquedad, ahora bromeaba, hacía unos momentos reconocía ante su hermana que le había tendido una trampa para obligarla a ir al hospital… Lo contempló con detenimiento, intentando averiguar si era la fiebre la que provocaba aquel extraño comportamiento, y su corazón se aceleró al ver que Adrien la miraba con diversión, sin rastro de mal humor, e incluso con algo de… ¿agrado?

—Me temo que yo soy un caso perdido, a mi edad —contestó con sequedad, tratando de disimular su confusión—. Pero mientras Clara esté en la casa y exista la posibilidad de que quiera visitarle, insistiré en que se comporte con decencia. Y ahora tiene que comer. Elvira ha preparado hoy pastel de carne.

Se dirigió al escritorio para acercar la bandeja, pero la voz de Adrien la detuvo.

—Muchas gracias, Inés, pero no tengo hambre. Tal vez más tarde…

—¿Está seguro? Es la especialidad de Elvira.

Adrien negó con amabilidad.

—Ahora no, de veras.

De nuevo aquel tono suave, casi afectuoso… Inés contuvo un escalofrío y bajó la vista hacia la bandeja. Aquel hombre era desconcertante. Al llegar a la habitación había escuchado la conversación que mantenía con su hermana, y después del inicial estupor, se había enfurecido; ¿quién se creía que era el francés, para tenderle trampas estúpidas como si fuera una niña irresponsable a la que había que proteger de sí misma? Pero ahora bromeaba, y hablaba con gentileza, e Inés no sabía ni qué pensar. Su enfado se había diluido, pero trató de aferrarse al recuerdo de lo que había oído; él había tratado de manipularla, y su encanto no debería hacerle olvidar eso.

Inspiró con fuerza y se volvió hacia él con los brazos en jarras.

—Antes he escuchado lo del hospital.

La energía con que pronunció aquellas palabras hizo que Adrien se pusiera alerta.

—¿Qué ha escuchado? —preguntó con precaución.

—Que conspiró con mi hermana para que yo acudiera al hospital. Para protegerme.

—Yo no conspiré con nadie —contestó con calma, consciente de la irónica entonación de su última frase—. Y tampoco pretendía protegerla.

Inés inclinó la cabeza, como si sopesara la cuestión.

—¿No? ¿Entonces para qué me hizo ir?

—Para vigilarla.

Un destello de culpabilidad cruzó el semblante de la joven, pero no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.

—Vigilarme, por supuesto. ¿Entonces, ya ha descubierto el gran peligro que soy para el poderoso imperio francés?

Adrien no se inmutó por su cinismo.

—Ya le había advertido que se alejara del convento y sus líos. Pero usted fue demasiado cabezota.

—Y yo ya le había dicho que lo que hiciera no era de su incumbencia.

—Bien, y yo hice lo que consideré mi deber.

A punto de preguntar con mordacidad si burlarse de ella en el hospital era parte de su deber, Inés se contuvo. No quería que él supiera cuánto le había dolido aquello. En su lugar, se acercó a la cama con las manos en las caderas y permaneció contemplándolo impasible.

—¿Quién es usted, Labat?

Adrien llevaba ya un buen rato arrepintiéndose de haber permitido que aquella charla comenzara, pero comprendió que ya no podía huir de ella.

—¿Quién cree que soy, Inés?

—No tengo ni idea, pero sí que sé quién no es.

—¿Ah, sí?

Inés vio cómo su boca se curvaba en un gesto displicente, más una mueca que una sonrisa, antes de bajar la cabeza.

—No es el simple médico que nos quiere hacer creer.

La voz de Adrien al contestar fue aún más suave.

—¿De veras?

—Sí, de veras. Lo único que no acabo de comprender es qué interés puede tener en mí.

Entonces los ojos de Adrien se clavaron en los suyos con una intensidad que la dejó sin aliento, y luego recorrieron lentamente su cuerpo, provocando una llamarada de calor en el estómago de Inés.

—¿Está segura? —repitió.

Inés tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para no evidenciar el efecto que su mirada ardiente provocaba en ella. Supuso que aquel hombre quería distraerla de sus preguntas, y la manera que había encontrado de hacerlo era efectiva. Efectiva y cruel, se dijo al recordar su desaire en el hospital.

—Estoy segura —replicó, intentando mantener la entereza—. Por favor, Labat, hablemos en serio. ¿Por qué me avisó en el convento, por qué convenció a mi hermana para montar la farsa del hospital, y por qué me salvó en la montaña?

—¿Preferiría que no lo hubiera hecho?

—¿Es que no es capaz de contestar a ninguna pregunta? —explotó Inés, sintiendo que sus evasivas ya habían colmado su paciencia.

Él la miró con aparente indiferencia.

—Hágame preguntas que pueda contestar. Entonces lo haré.

Una sensación a mitad de camino entre la impotencia y la rabia comenzó a extenderse por el cerebro de Inés. Muy bien, ¿quería preguntas? Las iba a tener.

—¿Por qué estaba en el camino el día del ataque?

Adrien se encogió de hombros y ella se impacientó.

—¿Cómo supo que me estaban atacando? ¿Por qué conoce a Martín? —El rostro de Adrien no delató ninguna emoción—. ¿Cómo sabía que estaba en el convento? ¿Por qué no me denunció a Mouret? —Dio un paso más hacia la cama, con los brazos pegados junto al cuerpo y los ojos brillando con decisión—. ¿Por qué lucha como un soldado? ¿Dónde ha aprendido a defenderse así? —Adrien la miró impasible. Estaban muy cerca, y la firme resolución de permanecer callado que vio en él empujó a Inés más allá de lo que su prudencia aconsejaba—. ¿Por qué habla en inglés cuando delira? ¿Por qué me echó del hospital, después de haber conseguido que acudiera? —Su voz tembló al preguntar—: ¿Por qué es tan odiosamente frío?

Y fue el rastro de dolor en aquella pregunta, que ella no supo ocultar a pesar de su orgullo, el que consiguió crear una grieta en la firme determinación de Adrien. Aquel dolor, inesperado pero real, removió los recuerdos del corazón de Adrien, y por una breve fracción de segundo un fugaz destello de culpabilidad cruzó su rostro. Entonces extendió el brazo hacia delante y agarró la muñeca de la joven, tirando de ella hacia abajo. Desprevenida, Inés cayó sobre el colchón, y su rostro quedó a escasos centímetros del de Adrien. Iba a protestar, a seguir martilleándolo con preguntas, pero Adrien colocó un dedo sobre sus labios.

—Por favor —susurró con amargura, en un tono tan diferente del que había empleado hasta entonces que Inés no habría sabido qué decir aunque su vida dependiera de ello.

Y para su más completa turbación, Adrien apoyó su frente en la de ella y cerró los ojos.

Paralizada, Inés no supo qué hacer. Su furia se había desvanecido por completo, reemplazada por una desconcertante incertidumbre. La mano de Adrien se había deslizado desde los labios hacia su nuca, y allí permanecía, los dedos entrelazados en el cabello que escapaba del pañuelo, haciendo que el estómago de Inés se contrajera con una cálida inquietud. Y aunque su corazón palpitaba como loco, intentó permanecer muy quieta, sin hacer ningún movimiento que pudiera quebrar el fantástico hechizo que parecía haber recaído sobre ellos.

No habría podido decir cuánto tiempo había transcurrido cuando Adrien abrió por fin los ojos. Algo parecido a un gemido, tal vez un lamento, escapó de su garganta al verla. Con una mueca de dolor, se recostó contra el almohadón y la mano que la había mantenido junto a él fue resbalando por el hombro de Inés, dejándola sumida en un extraño desamparo.

—Lo siento, Inés. Lo siento mucho.

Inés aún temblaba, estremecida por el frío que había reemplazado al tacto de la mano del hombre sobre su cuerpo, cuando la disculpa de Adrien la hizo enfrentarse a sus propias reacciones. Aquella agitación que sentía, aquel deleite que había experimentado cuando la mano de Adrien se había posado en su nuca, eran emociones peligrosas que no debería estar sintiendo. Pero las sentía. Las sentía en cada partícula de su ser, y, que Dios la ayudara, no quería renunciar a ellas.

Con un nuevo estremecimiento, alzó la vista hacia él; permanecía recostado contra el cabecero, con la mandíbula apretada y las oscuras ojeras acentuando la reserva de su rostro. Sus ojos no se habían apartado de ella, y en su mirada afligida Inés descubrió una pena y un pesar insondables.

Su corazón dio un vuelco. Comprendió tan claro como si él lo hubiera confesado que Adrien había bajado la guardia para permitirle tener aquel atisbo de su vulnerabilidad. Antes de darse cuenta de lo que hacía, elevó la mano para acariciar su cabello, pero al percatarse de lo íntimo de aquel gesto, se detuvo con la mano en el aire, paralizada.

Los ojos de Adrien encontraron el desasosiego y la ansiedad en los suyos, y esbozando una sonrisa apenada tomó su mano, depositando un beso en ella. Luego la soltó despacio, y su voz llegó hasta ella con una calidez que nunca antes le había escuchado.

—No es posible, Inés. Ojalá lo fuera, pero no lo es. Ojalá…

Inés estaba preparada para el dolor que sus palabras de rechazo le causarían, pero la sutil nota de desolación que las impregnaba lo detuvo como un dique detendría las mareas. De pronto, comprendió que él no era tan inconmovible e indiferente como trataba de aparentar, y que deseaba con todas sus fuerzas que acabara aquel momento al que no quería enfrentarse.

Inés lo habría hecho, habría dejado que su negativa no tuviera explicación si no la hubiera asaltado la súbita idea de que la mujer de sus pesadillas estaba en el centro de todo aquello. Y dividida entre la curiosidad y la autocompasión, preguntó:

—¿Por qué?

Una ráfaga de melancolía oscureció por un momento el rostro de Adrien. Pero su voz al contestar sonó razonable, como si hablara con un niño caprichoso.

—¿Y tú me lo preguntas, mon ange? ¿Tú, que nos desprecias tanto que estás dispuesta a arriesgar tu libertad y tu vida para conseguir que nos vayamos?

Aquel recordatorio de quién era él debía ser suficiente para que su cordura retornara, razonó Inés con pesar. Pero con mayor pesar aún, descubrió que no lo era.

No lo era, porque la inexplicable atracción que sentía por él no lo reconocía como enemigo, por mucho que su parte racional protestara y se rebelara. No lo era, porque su instinto le decía que aquella era la respuesta de la mente de Adrien pero no de su corazón. No lo era, porque esta vez él no había dicho que no la encontrara deseable o que no encajara en sus gustos, y para su vergüenza y humillación, estaba dispuesta a conformarse con algo tan simple mientras rezaba por recuperar la cordura que le permitiera alejarse de él.

—Eso no tiene nada que ver —respondió con cierta inseguridad—. Tú me has salvado la vida.

Pasaron varios segundos antes de que Adrien hablara de nuevo, y al hacerlo una emoción contenida y extraña se filtró bajo sus palabras.

—¿Y por eso serías capaz de olvidar que soy un francés, que he venido a ocupar tu tierra, que lucho contra los que consideras tus hermanos?

Inés lo contempló vacilante. No había pensado en ello; en realidad, no había pensado en nada. Lo único que estaba haciendo era negarse a aceptar con docilidad su negativa, como una niña malcriada, pero ni siquiera sabía qué pretendía de aquel hombre.

—Tú no has venido para eso —negó con suavidad, intentando ganar tiempo para comprenderse a sí misma—. Tú viniste antes… Llevas años aquí…

—¿Eso crees? ¿Eso lo hace todo diferente? ¿Pero qué sabes de mí, Inés? No sabes nada —contestó Adrien con dolor.

—Tú me salvaste la vida y para devolverte la deuda no hay nada que necesite saber —replicó, pretendiendo aparentar un convencimiento que borrara sus propias dudas—. No importa lo que seas ni lo que yo ignore, Adrien. No pretendo discutir contigo, tan solo quiero cuidar de ti mientras lo necesites. Sé que todo será diferente cuando volvamos a la ciudad, pero aquí, ahora, podemos olvidar esta ocupación, los muertos, las luchas…

—¿De veras crees que podremos hacerlo? —cortó Adrien con una sonrisa amarga—. Mientras tu tío lucha en las montañas de Asturias, mientras tus amigas recaudan dinero para la sublevación de la Junta, ¿crees que podrías olvidar que eso sucede?

—Tú me has salvado la vida —repitió de nuevo, negándose a razonar—. Voy a cuidar de ti mientras lo necesites.

—No.

—Mientras me necesites, Adrien.

Adrien dejó escapar un juramento amargo ante su obstinación.

—Maldita sea, no me hagas esto, Inés. —Pasó la mano por su cabello en un gesto de desesperación—. Esto no es así, no debería ser así. Si supieras lo que tú me causas…, lo que yo deseo… Las veces que he estado a punto de… Pero no, no puede ser. ¡Dios, Inés! ¿Cómo crees que puedo resistir…? —Con una exclamación de frustración golpeó el colchón con el puño.

Aquellas frases inacabadas, la tensión que atenazaba su voz, hicieron que Inés comprendiera que había conseguido crear una brecha en su firme rechazo. Y estaba dispuesta a agrandarla.

—Te cuidaré mientras estemos aquí —repitió de nuevo, sin querer ceder ahora—. No tienes por qué resistirte. Tan solo te cuidaré, porque te lo debo y porque quiero hacerlo, a pesar de que sé perfectamente que todo lo que has dicho para que no lo haga es cierto. Ni yo misma sé qué me sucede —confesó con cierta ingenuidad—, pero aquí, en mi hogar, no puedo contemplarte como un enemigo. No quiero hacerlo. Seamos amigos mientras estemos aquí. Solo eso.

—¡Mon Dieu, Inés…! —Adrien dejó caer la cabeza hacia atrás con gesto de dolor y contempló el techo—. Eso no es posible… No sabes nada de mí. Tú misma lo has dicho…

—Sí, no sé nada de ti, eso es cierto —aceptó con un encogimiento de hombros—. Pero también dije que sé lo que no eres, y sé que no eres un hombre que me heriría.

—No sabes eso, Inés, no te engañes. No tienes ni idea de cómo soy…

—No. Pero confío en ti.

Aquellas sencillas palabras golpearon a Adrien como un puñetazo.

—No puedes confiar en mí —negó con vehemencia—. No debes…

Pero sus palabras fueron interrumpidas por un golpe en la puerta. Ambos miraron hacia la entrada del cuarto, sorprendidos; desde el pasillo, Martín los contemplaba con su habitual sonrisa indolente. Nada en su semblante delataba que hubiera escuchado su conversación, pero Inés enrojeció hasta la raíz del cabello.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —inquirió Adrien de mal humor, dirigiéndose al joven que ya entraba en la habitación.

—Acabo de llegar. —Martín apoyó el cuerpo contra el escritorio con despreocupación y cruzó los tobillos—. ¿Por qué, qué te sucede?

La curiosidad que provocó en Inés aquel trato tan familiar casi le hizo olvidar la turbación que acababa de experimentar. Entonces miró a Adrien, que la contemplaba ceñudo, y supo que también él se había percatado del descuido que habían cometido. Inés dio un paso atrás, comprendiendo que en aquel momento Adrien había vuelto a su habitual hermetismo.

—Si me disculpan, iré a preparar la tisana para la fiebre. Volveré un poco más tarde y le cambiaré el vendaje, doctor Labat.

Y salió de la habitación sin ver la manera en que Adrien había dejado caer la cabeza hacia atrás con impotencia ni la sonrisa maliciosa que se dibujó en el rostro de Martín al contemplar al médico.

—¿De veras estarás bien cuando me vaya? —preguntó Clara, observando los movimientos de su hermana sobre el fogón.

—Perfectamente, sabiendo que vuelves a estar con los tíos. —Inés dejó sobre la mesa el tarro de hojas de verbena y tomó el que contenía corteza de saúco—. Y si todo sigue como hasta ahora, supongo que en diez días Labat estará en condiciones de ser trasladado al hospital. Entonces volveré, ¿de acuerdo?

—Como harás lo que quieras, para qué decirte nada —se resignó su hermana, entregándole un tercer tarro.

—Gracias, cariño —respondió Inés, intercambiándolo por el que tenía en las manos. Los pasos en la escalera hicieron que ambas miraran hacia la entrada de la cocina—. Aquí baja Martín. Supongo que querrás despedirte de él.

El gesto poco expresivo de su hermana hizo que Inés sintiera lástima; era evidente que había tomado en serio la historia con aquel joven, pero cada día estaba más convencida de que lo mejor era que ambos se separaran cuanto antes. Tomó un puñado de flores y hojas de malva del tarro y lo arrojó al hirviente líquido, contemplando cómo se hundían y emergían mientras la voz jovial de Martín las saludaba de nuevo.

Tras corresponder a su saludo, Inés se secó las palmas de las manos en el delantal y se dispuso a salir de la cocina. El caldero donde Elvira había colocado el guiso de puerros y garbanzos despedía un olor suculento, y no parecía necesitar ya atención, y sabiendo que su hermana agradecería poder charlar con Martín a solas un momento, decidió concederle unos instantes mientras verificaba las provisiones de la despensa. Tenía que asegurarse de que Elvira y Pascual no tuvieran dificultades cuando ella y Labat se fueran.

Aprovechó aquel rato para limpiar un poco las estanterías más altas, a las que ya no llegaba Elvira. Luego revisó las provisiones de tocino, jamón y carne curada, las cestas de habas, alubias y judías, y las ristras de pimientos y ajos que colgaban al fondo de la estancia, sin encontrar ningún problema en ellas.

Había alimentos suficientes y parecían en perfecto estado, y después de inspeccionar los tarros de plantas medicinales, estimó que había transcurrido el tiempo suficiente para poder volver a la cocina.

Cuando llegó, Clara y Martín charlaban tranquilamente, y le alegró ver que su hermana, pese a todo, no parecía triste. Clara había invitado a comer al joven, que había aceptado. Pero cuando durante el sencillo almuerzo Inés pudo observarlo con cierto detenimiento no fue capaz de encontrar en su expresión nada más profundo que su habitual diversión burlona, y supuso que tal vez se había alarmado de manera innecesaria.

El almuerzo discurrió en un ambiente cordial, e Inés comprobó con alivio que su hermana parecía haber admitido sin problemas la idea de volver a la ciudad. Cuando Martín se fue y Clara acudió junto a Elvira, el reflejo del sol en las contraventanas entornadas de la escalera la animó a salir un rato al exterior de la casa.

Se sentó en el banco de piedra que flanqueaba el portón de entrada, desde donde podía contemplar los campos segados que se extendían al pie del terreno. Solo el canto de algunas cigarras rompía de vez en cuando el acogedor silencio que la envolvía, y disfrutando de aquel estado de desacostumbrado abandono, reclinó la cabeza contra la fachada y se permitió pensar unos instantes en Adrien Labat.

Aquel día, ese hombre al que siempre había considerado frío se había mostrado vulnerable. Por primera vez desde que le conocía, había demostrado una emoción humana, le había dejado vislumbrar su dolor y su pena, y comprender que ella podía afectarle. Y aunque, besando su mano, había dicho que aquello no era posible, Inés necesitaba alguna razón más poderosa para desterrar la creencia que había comenzado a echar raíces en su corazón: la inexplicable, pero firme creencia, de que sus almas habían nacido para encontrarse, y ningún deber podría impedir aquello.

Estaba sacudiéndose la placentera pereza que la había invadido para ponerse en pie cuando el lejano rumor de unos caballos descendió desde la colina tras la casa. La realidad de la ocupación francesa cayó sobre ella como un jarro de agua fría. Casi había olvidado que Mouret estaba a punto de llegar para acompañar a su hermana a Vitoria. La pregunta que Adrien había formulado flotó burlona en su mente. ¿Podría olvidarlo todo? ¿Podría olvidar que él era francés? Pero, entonces, resignada, comprendió que la pregunta ya no tenía sentido. No, claro que no lo podía olvidar; pero contra su conciencia, contra su sensatez, contra lo que se había jurado a sí misma el día que el rey Fernando salió de Vitoria camino de Bayona para ser hecho prisionero, reconoció que hacía ya mucho tiempo que el hecho de que Adrien Labat fuera francés había dejado de importarle.