27
En el preciso momento en que Inés echó el cuerpo hacia atrás y estiró los brazos con todas sus fuerzas, Adrien elevó su mano, y una décima de segundo después el puñal, impulsado por un movimiento seco y preciso de su muñeca, surcaba el aire con un siseo mortal.
Con su movimiento, Inés consiguió el pequeño hueco que buscaba para lanzarse al suelo, pero no pudo evitar que el filo del cuchillo rozara la piel bajo su oreja al hacerlo. Sin embargo, toda su atención estaba puesta en rodar sobre sí misma y alejarse de Mouret. Al caer sobre su espalda y alzar la mirada, la vista del hombre con el puñal clavado sobresaliendo del pecho le resultó tan impactante que olvidó su propio dolor.
Tambaleándose, los sorprendidos ojos de Mouret bajaron hacia su pecho, y sus manos se alzaron para tratar de sacar el arma, pero antes de poder hacerlo cayó de rodillas junto a Inés, que, horrorizada, se impulsó hacia atrás para alejarse.
Adrien se acercó al coronel. El médico que había en él quiso decirle que no lo hiciera, que se desangraría, pero comprendió que ya era tarde. Los ojos vidriosos del coronel se alzaron hacia él, ajenos ya al dolor y a la vida. Las manos que aferraban la empuñadora se fueron aflojando, y unos momentos después el cuerpo inerte de Mouret cayó hacia delante.
Adrien se volvió hacia Inés, que contemplaba lo sucedido de rodillas, paralizada, y al ver el rastro de sangre en su cuello dejó escapar una exclamación de ira.
—Estás herida. —Se arrodilló junto a ella—. Por favor, déjame ver.
—No es nada, Adrien. Estoy bien.
Pero cuando Adrien la acercó a su cuerpo para examinar la herida, el calor y la protección que ofrecían sus brazos derrotaron sus intentos de mostrarse valiente, y apoyando la cabeza sobre su hombro, se sumergió en el acogedor refugio de su cuerpo.
—No es profunda —dijo Adrien con alivio, tras reconocerla.
Pero no pudo evitar un escalofrío al pensar en el peligro que ella había afrontado. La rodeó con sus brazos, envolviéndola en un abrazo protector y posesivo, y tras unos instantes, posó los labios con dulzura sobre su frente.
—Tengo que curarte.
Pero Inés no se movió. El pulso latía en la herida, que palpitaba y escocía, pero ni siquiera le importaba. Jamás había conocido nada tan reconfortante como el calor y el abrazo de aquel hombre, y no quería renunciar a él.
Depositando un suave beso en su boca, Adrien la obligó a levantarse con él.
Solo entonces recordó Inés que, apenas a unos metros de ellos, existía una batalla encarnizada. Giró con aprensión para mirar el caserío; la lucha había acabado, numerosos cuerpos yacían en el suelo, y algunos hombres se afanaban con cubos de agua que arrojaban por la ventana del sótano.
Adrien colocó el brazo alrededor de su hombro con gesto protector, y ambos se encaminaron hacia la casa. Inés apenas miró al joven de pelo dorado y expresión risueña que se acercó a ellos cuando alcanzaron el sendero de entrada.
—Arriesgaste mucho, francés. ¿Necesitas ayuda?
Adrien negó con la cabeza, y el joven comenzó a andar junto a ellos.
—Ha sido una lucha dura —continuó, pero su semblante despreocupado parecía contradecir su afirmación—. Aunque solo hemos tenido un muerto y un herido. Ellos, en cambio, han acabado destrozados. Quedan en pie un oficial herido y dos soldados. Los demás están muertos.
Asintiendo en silencio, Adrien posó su mirada de nuevo en la herida de Inés.
—¿Es seguro entrar en la casa, Nico?
—Sí. ¡Ese Aramburu está loco! —Dejó escapar una risa—. Les dijo a sus hombres que arrojaran una tea al sótano, donde tenía paja almacenada, para que el humo los hiciera salir como a ratones. Ha sido efectivo, pero podía haber ardido toda la casa. A pesar de que toda esa planta está construida en piedra, si la lucha hubiera durado un poco más a estas alturas solo quedarían cascotes. ¿Y sabes lo que han dicho sus hombres? Que Aramburu preferiría quemarla antes que permitir que los franceses salieran sanos y salvos.
El joven volvió a reír, pero Inés no se sintió capaz de compartir su diversión. Como él había dicho, el terreno sobre el que se abría la casa estaba lleno de muertos. Adrien la atrajo hacia sí aún más, como si de aquella manera quisiera impedir que el horror de todo aquello la alcanzara.
Entraron en la casa sorteando los cuerpos tendidos, y en pocos minutos Adrien había lavado la herida y colocado alrededor de su cuello un lienzo de tela blanca. Estaba acabando de anudarlo cuando Nicolás volvió a acercarse a ellos.
—Tenemos que decidir qué hacer con los prisioneros, Adrien.
—Un instante… —Cuando terminó de asegurarse de que la tela protegía perfectamente la herida, se levantó—. Vayamos fuera un momento, Nico.
Salieron al exterior, donde algunos de los hombres de Aramburu que habían resultado ilesos rebuscaban en los bolsillos de los soldados fallecidos. Un poco más allá, otros construían una camilla para transportar el cuerpo de su compañero muerto. Adrien apenas los miró, su mente estaba centrada en el siguiente paso a dar para proteger a Inés.
El hombre de Aramburu que había resultado herido salió a su encuentro. Adrien se detuvo y examinó su herida; el corte en el antebrazo era limpio. Le dijo que se lo vendaría un poco después, y Nico y él se acercaron a la esquina de la casa cercana al huerto, donde habían obligado a permanecer a los franceses prisioneros.
—En condiciones normales nos los llevaríamos hacia el este, para entregárselos a los hombres de Blake. Pero en esta ocasión, no sé…
Leceta posó la mano en la nuca y esperó, dispuesto a acatar las órdenes de Adrien.
Los hombres estaban recostados contra la pared. Cuando el oficial herido alzó la cabeza para mirarlo, su rostro se llenó de alivio.
—¡Labat! ¡Gracias a Dios! ¿Cómo ha conseguido llegar tan pronto?
Adrien pretendió permanecer impasible, mientras el herido lo observaba con atención. Pero la compasión que asomó a sus ojos hizo que el inicial alivio del capitán se trocara en confusión, y luego en horror y humillación al comprender el silencio del médico.
—¡Hijo de puta! —Escupió a sus pies, apartando su mirada de la presencia de Adrien.
Adrien dio un paso hacia atrás, sin perder la calma, pero su rostro evidenciaba su amargura por el final que inevitablemente tendría que producirse.
—No estás en disposición de insultar, gabacho —le recordó Leceta con escaso convencimiento. Miró de soslayo a Adrien, esperando que tomara su decisión—. ¿Qué hacemos, Adrien?
—La ha visto. —Adrien se dirigió al capitán en tono neutro—. ¿Verdad, Arnaud?
El capitán alzó los ojos hacia él con insolencia, pero no dijo nada.
—Sí, sé que la ha visto —se contestó a sí mismo con pesar—. La ha visto cuando bajábamos. No es nada personal, Arnaud, pero no puedo dejar que la implique en esto. Lo lamento. Nico…
Hizo un gesto hacia el joven, y dio un paso atrás.
—No voy a suplicar por mi vida a un maldito traidor —contestó Arnaud intentando mostrar valentía, pero su rostro estaba demudado.
—Lo sé, capitán. Lo sé. De todas formas, de nada valdría si lo hiciera.
—Adrien, ¿estás seguro? —Nicolás vaciló antes de llamar a sus hombres, viendo el abatimiento que reflejaba la expresión de su amigo—. Quiero decir, siempre nos has dicho que nos guiáramos por el honor…
Ambos se contemplaron un largo instante en silencio. Nicolás pensó que nadie que no lo conociera como él entendería el tormento que aquella decisión suponía para Adrien. Aunque de hecho, hacía ya tiempo que le parecía que, bajo su aire de entereza, sufría demasiado. A menudo había intuido que el contraste entre su papel como médico y su participación en la insurgencia acabaría por fracturar su alma; y en aquel momento supo que eso era lo que había comenzado a pasar. Adrien Labat jamás se había permitido crueldades innecesarias, pero acababa de ordenarle que ejecutara a sangre fría a los prisioneros.
Volvió a interrogarle con la mirada, y sintió su indecisión como si fuera algo tangible.
—No estás seguro, Adrien —insistió, comprendiendo su padecimiento—. Tal vez baste con llevárselos a Blake…
—¿De qué no estás seguro, Adrien?
Ambos hombres se giraron al escuchar la severa voz a sus espaldas. Pálida y muy seria, Inés pasó a su lado sin mirarlos y se arrodilló junto al herido.
—Capitán Arnaud —dijo con dulzura—, he oído que ha resultado malherido. ¿Se encuentra bien? ¿Puedo atenderlo?
—Gracias, mademoiselle Inés. Solo es un rasguño. —Intentó sonreír con valentía.
Inés bajó la vista hacia su muslo, donde una herida sangraba de manera abundante.
—Yo misma lo curaré, capitán.
—¿Qué crees que estás haciendo, Inés? —La voz de Adrien tronó a sus espaldas.
Acuclillada junto al hombre, Inés volvió sus ojos llenos de furia hacia Adrien.
—¿Y qué crees que estás haciendo tú? ¿De veras serías capaz de colgar a un hombre herido, a un prisionero?
El reproche de su voz y su llanto por Arnaud asombraron a Adrien, y una amarga sensación de celos oprimió su corazón como una garra.
—¿Tanto te importa este hombre? —pudo articular al fin.
Inés se puso en pie y dio un paso veloz hacia él.
—¡Me importas tú, maldita sea! —gritó con rabia, golpeando su pecho entre lágrimas, incapaz de aguantar más la insensatez de amar a aquel hombre—. Me importas tú, y no quiero ver cómo te destruyes traicionando el honor y la decencia que sé que existen en ti.
Adrien detuvo sus golpes aferrando sus muñecas, y el espacio que los separaba se hizo inexistente.
—Un traidor no tiene honor, Inés —musitó junto a ella, aspirando aquel aroma de su piel que lo llenaba de recuerdos y dolor.
—¿Y tú crees que diciéndome eso conseguirás que me vaya? —Tuvo que contenerse para no volver a gritar—. Sé cómo eres, Adrien, y no me importa lo que digas, yo creo en ti. Yo confío en ti. Pondría mi vida en tus manos una y mil veces, y sé que en ninguna de ellas me fallarías. ¿Cómo es posible que yo sepa esto y tú no?
Desconcertado, Adrien no supo qué contestar, e intentó volver a un tema más seguro.
—Inés, has venido para dar un aviso a un brigante, y ellos te han visto. Y con lo que acabas de decir, has empeorado tu situación. Creo que no lo comprendes. Si los dejo vivos, ya no podrás volver a Vitoria con tus tíos y tu hermana. Tendrías que huir, o vivir siempre escondida como estos hombres que se han echado a las montañas. Tu vida cambiaría, tal vez para siempre. No voy a hacerte eso.
«Tal vez para siempre…». Una súbita consternación se reflejó en el rostro de Inés. Abandonar a Clara, sin siquiera despedirse… Abandonarla, sin asegurarse de que iba a estar bien… ¿Cómo podía tomar aquella decisión? ¿La vida de un prisionero, de un hombre herido, a cambio de alejarse de su hermana, tal vez para siempre?
Pero los últimos acontecimientos habían demostrado que Clara ya no era una niña que necesitara la sofocante tutela de su hermana. Erradas o no, había comenzado a tomar sus propias decisiones, y la protección que sus tíos podían ofrecerle en aquel momento de su vida era más significativa que la que Inés podía conseguir.
La verdad, la auténtica verdad de todo aquello era que irse ahora suponía renunciar a la responsabilidad que había dado sentido a su vida todos aquellos años. Y una amarga lucidez estuvo a punto de hacerla reír.
En realidad, ¿quién necesitaba más a quién?
Cuadró los hombros y su voz sonó casi firme al contestar:
—Si tú no vas a «hacerme eso», iré a buscar a mi tío Germán.
—¿Y qué harás cuando lo encuentres? ¿Sabes lo que sería vivir en las montañas, con los ejércitos, siempre en peligro y a la intemperie, aguantando la lluvia y el frío, el calor y las enfermedades sin tener ninguna ayuda?
—No, claro que no lo sé. —Sus ojos llamearon, desafiantes—. Pero no los vas a matar por mí, eso tenlo por seguro.
El llanto había desaparecido de sus ojos, reemplazado por la terca decisión que Adrien tan bien conocía. Se pasó una mano por el cabello, desesperado, porque, de nuevo, su valentía y arrojo estaban a punto de acabar con su noble y quijotesco intento de renunciar a ella, de resistir la feroz tentación de mandar todo al diablo y llevársela consigo para siempre.
—¡No! —exclamó Arnaud, intentando ponerse en pie—. No puedo permitir que lo haga, Inés. Este hombre no es digno de su sacrificio. Intercederé por usted, les explicaré que me ha salvado la vida. Conseguiré que el juez sea benévolo. Fue su buen corazón el que le impulsó a avisar a un amigo, el juez lo comprenderá. No le pasará nada.
—Si da un paso más, lo mato aquí mismo, Arnaud —pronunció Adrien con ira, agarrando a Inés del brazo y poniéndola tras él—. Usted mismo ha escuchado cómo he intentado disuadirla, y si…
De repente, sus palabras fueron interrumpidas por un grito estridente y prolongado que resonó entre las montañas que se alzaban al oeste. Todos los hombres se detuvieron, intentando ubicar la procedencia del sonido que les alertaba de la presencia de soldados. Tras hablar con sus hombres un instante, Leceta se acercó a ellos con gesto de disculpa.
—Adrien, ese aviso viene de la zona de Uzquiano. Si los soldados que han visto vienen hacia aquí, en media hora los tendremos encima. Debemos irnos cuanto antes.
Comprendiendo que el tiempo de las decisiones había llegado, Adrien asintió y se volvió hacia Inés. Ella parecía decidida y firme, pero como haría un hombre de honor, Adrien intentó insistir una vez más, una última vez, para que entrara en razón.
—Si dejo que vivan, tendrás que huir. Hoy mismo. Sin despedirte siquiera. Ahora, en cuanto resolvamos esto. Sin ropa, comida ni dinero. Sin seguridad ni futuro, Inés.
Inés se tragó la pena que la inundaba al pensar en dejar a su hermana, sabiendo que ya no había otro camino, y sostuvo su mirada con seguridad.
—Si tú vas, yo voy contigo. Si te quedas, yo también.
Un cúmulo de emociones enfrentadas estalló en el interior de Adrien ante aquellas palabras: júbilo, incomprensión, satisfacción, temor… Pero sobre todas ellas, por encima de todas ellas, se alzó su estricto sentido del honor y el deber: Inés acababa de ponerse en sus manos, y ahora ella era su responsabilidad. Desde ese momento, el único propósito que guiaría sus pasos sería ponerla a salvo. El único pensamiento. La única opción, sin permitir que ninguna emoción ni idea lo distrajera de aquello. Todos sus sentidos, todos sus años de entrenamiento para concentrarse en aquel propósito: ponerla a salvo.
La determinación endureció su rostro al mirarla.
—Que así sea.
—Suerte, Adrien, y gracias por todo.
—Gracias a ti, Nico. Ha sido un honor conocerte. Os deseo que tengáis suerte.
Los hombres estrecharon sus manos y se fundieron en un abrazo. Luego Leceta volvió a subir a su montura y la columna de hombres armados y prisioneros se puso en marcha. El rumor de sonidos metálicos y pasos se fue desvaneciendo a medida que se alejaban por el sendero que los conduciría hacia Arrieta, y desde allí, bordeando las montañas, hasta Villanueva, donde intentarían buscar la manera de atravesar el camino real y dirigirse hacia el oeste. Un propósito complicado, adivinó Inés, ahora que los caminos entre Vitoria y Miranda estaban a rebosar de tropas francesas en movimiento.
Pero tampoco ellos lo tendrían mucho más fácil.
Cuando el sonido se extinguió, se volvió hacia Adrien; la contemplaba sombríamente, con aquella expresión tensa que tantas veces había visto en él.
—Tomaremos el desfiladero del río para pasar los montes —dijo con cierta brusquedad ante la expresión expectante de la joven—. Iremos por Estíbaliz hasta Ochandiano, y de allí hacia Durango. Luego bajaremos hasta Gernika y nos dirigiremos a Bermeo. Depende del tiempo y el ritmo que puedas aguantar, podríamos estar allí pasado mañana. Conozco bien el recorrido, y será duro; en varias ocasiones tendremos que caminar sobre los montes, fuera del camino. Es posible que encontremos franceses, y en algunos tramos tendremos que movernos cuando aún sea de noche. Habría deseado ahorrarte esto, pero…
Inés tomó la mano de Adrien y lo miró con tranquilidad.
—Soy más dura de lo que crees, Adrien. Todo va a salir bien.
Notó la repentina tensión que aquel gesto cariñoso provocó en el cuerpo de Adrien. Apretando los labios, él la acercó a su pecho y le dio un abrazo rápido y breve, y luego se separó para tomar las riendas de su caballo. Comenzaron a ascender hacia el pie del desfiladero, donde continuaba la yegua de Inés, y sin apenas palabras, ambos montaron para comenzar su viaje.
Ella conocía bien aquel primer tramo de su ruta entre montes, salpicado de encinas, tejos y grandes hayas, que se iba estrechando a medida que remontaban el río, donde pequeñas cascadas sucedían a las numerosas pozas verdes que se formaban entre paredes de roca y musgo. Conocía los diversos puentes de madera que permitían franquearlo en diferentes puntos, y el barranco que se abría cerca del nacedero. Pero en aquella ocasión, el pensamiento de que tal vez pasara mucho tiempo hasta que por fin pudiera volver a su tierra hizo que recorriera aquel paisaje con los ojos muy abiertos, como si lo viera por primera vez, empapándose de su agreste belleza. Cuando dejaron a un lado el sendero de acceso a Albizu, el nudo que atenazaba su garganta amenazó con convertirse en silenciosas lágrimas.
Pero el momento pasó. Se detuvieron en la fuente de Oquina, donde llenaron sus cantimploras y obtuvieron de un lugareño la seguridad de que aquel día no se habían visto en la zona soldados viniendo desde Campezo. Tras rebasar el molino del pueblo, el sendero descendía más amplio, y Adrien quiso imponer a sus monturas un ritmo mayor, aprovechando las horas de luz que quedaban. Antes de las cinco de la tarde, la silueta del monasterio de Estíbaliz, encaramado en una suave loma, apareció ante su vista. Inés pensó que tal vez pararían a descansar allí, pero cuando pasaron ante el camino que ascendía suavemente hacia el templo sin tomarlo, comprendió por primera vez a qué se refería Adrien cuando dijo que sería duro: en las casi cuatro horas de cabalgada que llevaban, apenas se había detenido diez minutos; ella estaba cansada, y los caballos pronto lo estarían. Pero permaneció en silencio.
A las nueve de la noche la luz era tan escasa que Inés apenas podía ver sus propias manos. Habían subido y bajado tal cantidad de cerros que había perdido la cuenta, y si no fuera porque habían seguido el curso del Zadorra y luego del Albina, bien podría haber creído que se habían perdido. Pero en aquella zona en la que se encontraban la llanada moría al pie de las numerosas montañas que estrechaban el paso hacia Vizcaya y Guipúzcoa.
Tras cruzar un arroyo casi seco, Adrien dirigió su montura por un empinado sendero desde el que Inés pudo ver las luces de un pueblo. Cuando se detuvieron ante la puerta de una casona de tres pisos con un extraordinario hastial de ladrillo y madera, todo el cansancio y la tensión acumulados parecieron estallar dentro de ella, robándole las escasas energías que le quedaban.
—Es la casa del hospitalero de Legutiano —le explicó Adrien con expresión de culpabilidad al ver su estado de agotamiento—. Nos dejará alojarnos en el establo.
Pero cuando el matrimonio que habitaba la casa y las dos hijas que vivían con ellos salieron al exterior, algo alarmados por la intempestiva hora, no quisieron ni oír hablar de establos. En un abrir y cerrar de ojos se ocuparon de que ambos pudieran tomar un baño, mientras las hijas preparaban una cama en su cuarto para Inés y su anfitrión conducía a su amigo a la habitación de su ausente hijo mayor.
Tras asearse y quitar el polvo de sus ropas, Inés bajó al salón; no había querido demorarse en su baño puesto que se sentía tan agotada que temió dormirse en la tina. Al poco llegó Adrien, y todos pasaron al comedor. Aunque la familia ya había cenado, les acompañaron a la mesa; las hijas de sus anfitriones no cesaron de hacerles preguntas sobre su viaje, hasta que su padre les ordenó con sequedad que dejaran en paz a sus invitados mientras cenaban. Cuando acabaron el guiso de verduras y tocino, todos pasaron al salón de nuevo, y entonces las preguntas sobre su viaje se hicieron inevitables.
Recostada en una silla ante el fuego abierto, Inés dejó que fuera Adrien quien decidiera cuánta información dar. Aunque él evitó explicar en detalle los motivos por los que habían tenido que ponerse en viaje, no ocultó a la familia que estaban huyendo de los franceses. Aquello fue recibido por las hijas con exclamaciones de asombro y fascinación, y de nuevo el padre tuvo que cortar el torrente de preguntas que trataron de verter sobre ellos.
Inés trató de mantener la sonrisa y contestar como buenamente pudo las preguntas menos comprometidas, pero estaba rendida y no podía evitar que su mirada escapara impaciente al reloj que reposaba en la estantería cercana a la ventana. En cuanto estimó que había transcurrido el plazo necesario para abandonar la velada sin resultar descortés, pidió a sus anfitriones que la excusaran por querer retirarse tan temprano, pues se hallaba extenuada.
Con gesto comprensivo, su anfitriona se levantó y encargó a sus hijas que la acompañaran a acostarse. Inés trató de protestar, diciendo que no era necesario, pero en realidad las muchachas estaban deseosas de ir con ella, con la esperanza de que quisiera contestar alguna de las preguntas menos inocentes que no se atrevían a formular ante sus padres, pues la escapada de una pareja tan atractiva les parecía algo sumamente romántico.
Mientras se desvestía y tomaba el camisón que le ofreció una de las muchachas, Inés se dio cuenta de que ambas la contemplaban con admiración y embeleso, como si de repente ella se hubiera convertido en una especie de heroína, e incómoda por aquella imagen trató de explicarles que no había nada de romántico en una cabalgada infernal a través de las montañas para huir de los calabozos franceses. Pero ellas no parecieron convencidas, y continuaron mirándola fascinadas.
Con un profundo suspiro, Inés se deslizó entre las sábanas y cerró los ojos. Tal vez aquellas muchachas creían que había algo de admirable en aquel viaje, pero ella llevaba toda la jornada luchando a brazo partido contra sí misma para mantener su ánimo alto. No porque la acobardara el agotamiento, por difícil que este lo pusiera para mantener el optimismo, ni mucho menos porque le intranquilizara su seguridad, ya que confiaba ciegamente en la capacidad de Adrien para ponerlos a ambos a salvo.
No, no le preocupaban los guerrilleros, el cansancio o los franceses. El temor que la había asaltado al poco de ponerse en marcha, el temor que había ido creciendo a lo largo de aquel viaje y que ahora, a pesar de su total extenuación, aún era capaz de mantenerla despierta en la oscuridad, era que, a pesar de todo, Adrien aún la mantenía lejos de su corazón.
Al día siguiente Inés comprendió que, pese al agotamiento y malestar que le había ocasionado la jornada de la víspera, había sido un paseo al lado de lo que les aguardaba aquel día.
Partieron de Legutiano al alba, cuando la niebla aún no se había dispersado, tras vestirse con las ropas que la familia les entregó para que parecieran habitantes de la zona y cargar sobre sus monturas un zurrón con provisiones. Incluso pudo escribir una breve nota para sus tíos, que su anfitrión le prometió que haría llegar a la ciudad aquel mismo día. Al partir, Inés agradeció sinceramente a aquella familia su hospitalidad, y Adrien les advirtió que borraran cualquier rastro de su presencia aquella noche en su casa. El hospitalero le tranquilizó, diciendo que nadie en el pueblo sabría que habían estado allí, y que de saberlo, tampoco nadie abriría la boca.
Cuando el pueblo quedó atrás, Adrien se dirigió a ella para advertirle que tendrían que avanzar prácticamente todo el día entre bosques, descabalgando de sus monturas. El camino, a partir de donde se hallaban, era muy utilizado para el tránsito de cereales, aceite, vino y pescado entre el interior y la costa. Ellos caminarían a una altura algo superior en muchos momentos, para evitar que cualquier partida de soldados pudiera sorprenderlos. Inés asintió con calma, mientras trataba de cerrar la capa para evitar que la fría humedad de la niebla calara su vestido. Por un instante, Adrien vaciló al ver su gesto, los signos de tensión visibles en su rostro. Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, Inés hizo avanzar su montura con decisión, y ambos continuaron la marcha.
Una legua después, el camino comenzaba a ganar en altura, para descender de nuevo al poco; Inés y Adrien se apearon de sus caballos para tomar una ruta elevada y al atravesar una masa boscosa de cipreses y acebos, vieron un correo francés que, escoltado por dos soldados, cruzó el camino a toda velocidad. Se detuvieron hasta que su eco dejó de escucharse, entre la niebla cada vez más abierta, y cuando todo estuvo en silencio prosiguieron su camino hacia Ochandiano. Dieron un rodeo para evitar aquella población, donde sería fácil encontrarse con soldados, y continuaron hacia el norte.
Según se acercaban a la imponente mole de Urquiola, Adrien se sentía cada vez más inquieto; no le agradaba tener que acometer con tan poca visibilidad aquel descenso fuera del camino, lleno de hendiduras cortadas sobre riachuelos hundidos.
Afortunadamente, a medida que el día avanzaba la niebla se iba disipando. Cuando alcanzaron el punto más alto el sol ya brillaba, y decidió detenerse un rato para almorzar y descansar en un pequeño claro tapizado de hierba y bordeado por un arroyo cristalino.
Eligió un conjunto de rocas a la sombra de un grupo de hayas; el aire era frío bajo la alta montaña, y los árboles ofrecían alguna protección. Cuando ambos se acomodaron en las piedras, se dedicó a sacar la comida que les habían preparado sus anfitriones: un poco de tocino curado, pan negro y dos manzanas.
Inés lo contempló con pesar mientras preparaba la comida, cortando con una navaja lonchas de tocino que colocaba sobre el pan. Era difícil creer que hubieran cabalgado sin pronunciar apenas palabra durante todo el viaje, pero así había sido; cada vez que Inés había tratado de hablar, él solo había contestado con monosílabos y luego le había pedido silencio. También ahora Inés intentó quebrar la extraña distancia que Adrien parecía haber impuesto entre ellos, pero cuando preguntó dónde dormirían aquella noche, Adrien se limitó a tenderle una manzana.
Al final del día, cuando Inés ya se sentía incapaz de mantenerse erguida en su montura, llegaron a un caserío apartado junto a una ferrería. Para sorpresa de Inés, el matrimonio casi anciano que lo habitaba también conocía a Adrien, y de nuevo la generosa hospitalidad de los anfitriones les proveyó de alimentos y confortables camas. Durante la cena Inés captó en varias ocasiones que Adrien la miraba con fijeza; pero todas las veces que trató de encontrar su mirada, él la rehuyó, volviendo su atención a la conversación de los anfitriones, e Inés acabó por preguntarse si acaso ya se habría arrepentido de su huida.
Cuando al fin pudo deslizarse entre las sábanas, aún más cansada que el día anterior, se había resignado a esperar que fuera aquel hombre desconcertante quien decidiera acercarse a ella cuando así lo creyera oportuno. Pero al cerrar los ojos para abandonarse al sueño, pensó cuánto más hubiera preferido dormir sobre el suelo en la montaña, si de esa manera hubiera podido tener el cuerpo de Adrien junto al suyo.
El tercer día amaneció nublado y fresco. A pesar de su desazón, Inés había dormido profundamente, y al levantarse trató de ver las cosas con más optimismo. Mientras ayudaba a la anciana a preparar las provisiones para el viaje, Adrien y su anfitrión charlaban en voz baja en un rincón de la estancia. De vez en cuando, Inés los miraba de reojo, tratando de averiguar de qué hablaban.
—Mi marido sabe dónde andan las patrullas francesas, podréis escapar sin problemas —dijo la mujer, sobresaltándola, mientras le tendía la bolsa de provisiones. Inés volvió la vista hacia ella—. Además, tu francés es inteligente y hábil, y por lo que dice mi marido, también valiente. Buen mozo has escogido. Aunque tal vez demasiado formal y responsable si una le tiene ganas, ¿no? —La anciana le guiñó un ojo con picardía, e Inés no pudo evitar ruborizarse—. A mí no me habría importado cómo hubierais dormido esta noche, la verdad, pero cuando le sugerí que podía cambiar de habitación no quiso oír hablar del tema. —El desconcierto de Inés fue tan palpable que la mujer se echó a reír—. No te preocupes, cariño, se ve a la legua que está tan colado por ti como tú por él. Pero eso sí —sin dejar de sonreír, dirigió un dedo admonitorio hacia ella—, en cuanto estéis a salvo, haréis las cosas como es debido. Os casaréis como Dios manda, sin excusas ni pretextos, ¿de acuerdo?
Inés parpadeó varias veces sin saber qué decir ante tanta franqueza. Cuando por fin partieron, estaba aún tan sorprendida que no necesitó que Adrien le recordara que era necesario estar en silencio para que callara.
Como había sucedido la víspera, avanzaron sin hablar y sin descanso; atravesaron las estribaciones de la sierra de Oiz, subieron y bajaron montañas cruzándose tan solo con arrieros y agricultores, y solo en una ocasión tuvieron que esconderse al paso de una patrulla. Poco antes del mediodía, se detuvieron para comer en una loma desde la que obtuvieron una visión espectacular y majestuosa de la ría de Mundaka.
—Antes de que anochezca llegaremos —dijo al fin Adrien, contemplando el horizonte con detenimiento, después de haber permanecido toda la mañana callado. Luego tomó la rebanada de pan y el trozo de queso que Inés le ofreció—. Volveremos a apartarnos del camino para rodear Gernika. Cuando lleguemos a la altura de Bermeo, buscaremos una embarcación que pueda llevarnos.
Mordió el pan, y volvió a contemplar el horizonte en silencio.
Inés lo miró con resignación: ni siquiera se daba cuenta de que ella ignoraba por completo sus planes, adónde la llevaba. Había permanecido todo el viaje tan concentrado y ensimismado que Inés había llegado sinceramente a preguntarse si se habría arrepentido. Ella, en cambio, se había dejado guiar por su corazón, sus sentimientos y su instinto; pero en aquel momento, solos ante un paisaje tan hermoso que sobrecogía, fue dolorosamente consciente de que él no le había prometido nunca nada.
Con un esfuerzo de voluntad, y sabiendo que el cansancio hacía que todo pareciera más negro, se obligó a desprenderse de aquel temor, al menos hasta que ambos pudieran hablar. Terminó su ración de comida y bebió un trago de agua en silencio. El final del viaje se acercaba, y lo quisiera Adrien o no, aquella noche pensaba desnudar sus verdaderos sentimientos. Recordó las palabras de la anciana que los había alojado, pero un amargo estremecimiento agitó su cuerpo al pensar que, hasta entonces, ni siquiera había pensado en la posibilidad de que Adrien no la amara como ella a él.
El sol había comenzado a ocultarse a sus espaldas cuando, al descender una colina, obtuvieron la primera vista completa de Bermeo. Hacía ya un par de horas que el aire había cambiado, arrastrando hacia la montaña el aroma húmedo y salobre del mar. Inés jamás había visto algo como aquella inmensidad sin fin, y acostumbrada a sus montes y llanadas, desde que divisaran la ría habían sido muchos los momentos en que, al contemplar entre árboles y colinas pequeños trocitos de mar azul, se había sentido sobrecogida.
Adrien se detuvo un instante, tratando de reconocer el camino. Sabía que el verdadero peligro de que los encontraran comenzaba ahora; moverse por el interior de aquellas tierras tenía riesgos, pero no eran comparables a salir a cielo abierto en la línea de costa, que los franceses trataban de vigilar para impedir que barcos ingleses se acercaran. Aun así, el litoral era tan escarpado, lleno de pequeñas calas y recónditos parajes, que el intento de los franceses de controlarlo parecía tan vano como el de secar el mismo mar.
Sin embargo, no dudaba de que la guarnición enviada a Bermeo continuaría allí, así que no iban a entrar en la villa.
Volvieron a ponerse en marcha, descendiendo una suave loma entre encinas y laureles, y al cabo de veinte minutos encontró lo que buscaba.
—Ya hemos llegado.
Inés alzó la cabeza, sorprendida a la vista de la ajada ermita de piedra ante la que se habían detenido.
—¿Adónde hemos llegado?
—Descansaremos aquí. Conozco a una persona que vive cerca y que puede ayudarnos. Iré a hablar con él, y espero que pueda encontrar una embarcación que nos conduzca hasta el Caledonia. Mientras tanto, nos quedaremos aquí. Esconde los caballos detrás. Aunque la ermita está alejada, prefiero no correr riesgos. Volveré enseguida.
Y antes de que ella pudiera replicar, Adrien se había ido por el mismo camino por donde habían llegado.
Agotada e inquieta, Inés alzó la cabeza un momento para contemplar la ruinosa fachada de la ermita, antes de tomar las riendas de los caballos y hacer lo que Adrien había dicho. En la parte trasera del modesto edificio corría un pequeño arroyuelo, y decidió atar allí los caballos. Luego se arrodilló junto a una roca, y aprovechó para refrescar su rostro, cuello y manos.
Cuando volvió a plantarse ante la ermita, su ánimo había mejorado ligeramente. Un porche cubierto, sostenido por columnas de nudosa madera y rodeado por un murete de piedra, antecedía a la puerta de entrada a la capilla. La puerta, astillada y rota en su parte inferior, colgaba a medio cerrar de uno de sus goznes. Era evidente que el culto en aquella pequeña iglesia había conocido tiempos mejores, pero se armó de valor para penetrar en ella, deslizándose por la puerta sin tocarla.
En el interior revoloteaban pájaros, el retablo estaba roto en su parte superior y el techado aparecía repleto de agujeros que dejaban pasar la brisa del mar. El eco de sus pasos sobre las losas, al penetrar aquel espacio abandonado y triste, le resultó inquietante. Pero de manera incongruente y consoladora, en un espacio en el que no había siquiera bancos, cuatro reclinatorios de madera llenos de polvo enfrentaban el altar, y una pequeña y delicada talla de una Virgen de gesto amable ocupaba la hornacina central, sobre el espacio que algún día debió de ocupar el sagrario.
Inés miró con detenimiento aquellos restos de lo que en algún momento debió de ser una devoción fervorosa y hoy solo era un lugar abandonado. Dio unos pasos hacia delante, sopló el polvo que volvía gris la oscura madera de uno de los reclinatorios y sin apartar su mirada del rostro de la Virgen, se arrodilló en él y comenzó a rezar. O tal vez, más que a rezar, a hablar; habló con aquella imagen olvidada para tratar de explicarle lo que se escondía en el fondo de su alma, los sentimientos que ya no podía ni quería arrancar, las inevitables decisiones que iba a tomar en breve, y rogarle que no condenara nada de todo aquello, que comprendiera sus motivos, sus sentimientos, la dolorosa ternura que la impulsaba, el profundo amor que ya no era capaz de arrancar de su corazón.
Habló y rezó. Desnudó su alma y pidió perdón. Y cuando sintió que su espíritu se llenaba de calma y consuelo, se levantó para salir.