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Adrien estaba seguro de que acabaría arrepintiéndose de aquello; el sentido común que siempre le había caracterizado parecía ausentarse cuando se trataba de ella. Sin saber siquiera qué le había impulsado, había seguido a Mouret hasta la sala de costura y escuchado con el oído pegado a la puerta. El recibimiento de la joven puso de relieve sus recelos, y Adrien tuvo que pensar rápido. Si él intervenía directamente, estaría asumiendo demasiado riesgo: Mouret transformaría su actual y mutuo desagrado en algo más personal.

Rápidamente comprendió que solo la presencia del general le ofrecería alguna protección, así que recordando que Barrere continuaba en la sala de naipes, había interrumpido su reunión para solicitarle que lo acompañara, ya que debía exponerle un asunto urgente. El general lo había seguido sin reticencias, y ahora permanecía asombrado en el umbral de la sala, sin un solo pensamiento para lo que Adrien tenía que comentarle. Pero este se recordó que tendría que inventar una buena excusa para cuando el general se recuperara de la impresión.

Cerró la puerta con suavidad, y el sonido pareció sacar a Barrere de su estupefacción.

—Pero, bueno, Mouret, ¡qué diablos…! ¿Se puede saber qué estaba haciendo?

Aún encorvado y resoplando, el coronel elevó hacia ellos una mirada turbia.

—Nada, mi general. Ha sido… No ha sido nada.

—¡Nada! Pero esa joven… le ha golpeado en… Mon Dieu! —Sacó un pañuelo del bolsillo de su casaca y se secó la frente—. Mouret, esa joven era la sobrina de monsieur Acedo, ¿acaso se estaba propasando con ella?

—No, mi general —contestó con esfuerzo, enderezándose. Intentó cuadrarse con dignidad, pero su rostro denotaba aún el dolor que sentía—. Ha sido un malentendido, mi general.

—¡Un malentendido! ¡Excelente eufemismo! —Barrere guardó el pañuelo, intentando contener su enfado—. No estamos sobrados de partidarios en esta tierra, y abusar de la sobrina de uno de ellos no nos va a hacer precisamente populares. Es algo muy imprudente, Mouret. Necesitamos que esta región se mantenga pacífica, y usted… En fin, ya me veo mañana la visita de su tío y de los miembros del Ayuntamiento. —Aquella imagen le provocó un largo estremecimiento. Tomó asiento y se quedó mirándolo de nuevo—. Ha sido una torpeza, Mouret, y más ahora, con lo que hemos escuchado de Bailén. Una torpeza enorme.

—No quise causar ninguna problema, general —se defendió el coronel, con el rostro congestionado por el dolor y la vergüenza—. No iba a… Pero cuando nos insultó…

—¿Y eso cuándo fue, antes o después de que se lanzara sobre ella? —cortó el general con impaciencia—. ¡No diga tonterías, Mouret!

—Nos llamó malditos franceses, general —insistió Mouret.

—¿Y qué esperaba que dijera, si se abalanzó sobre ella como una bestia?

—Yo no me abalancé…

—Dejémoslo ya, coronel. —Barrere hizo un gesto con la mano para detener sus explicaciones—. El tío de esa muchacha es uno de nuestros partidarios, y sobre todo es primo del marqués. Si se le antoja, es capaz de pedir mi cabeza en una bandeja. En estos momentos tenemos en esta ciudad casi seis mil hombres, y necesitamos mantenerla tranquila y leal. Si las noticias que han llegado de Madrid son ciertas, es probable que la Corte tenga que marcharse de allí, y necesitarán apoyo para mantener las comunicaciones en la retirada. Cada vez tenemos más problemas con los bandidos que atacan nuestro correo, y lo último que quiero es tener que preocuparme también de lo que sucede dentro de estas murallas. Así que discúlpese con ella, y si no quiere volver a verlo, no se le ocurra acercarse de nuevo —terminó con decisión, cortando su gesto de protesta con la mano—. Es una orden, coronel. Retírese.

Con el rostro enrojecido, Mouret inclinó la cabeza con rigidez en señal de acatamiento y se dispuso a salir de la sala. Al llegar a la puerta, pareció percatarse de la presencia de Adrien. Su mirada se clavó en él, llena de desconfianza; la que el doctor le devolvió fue imperturbable y plena de desinterés. Mouret vaciló, pero no pareció encontrar en el rostro de Adrien la respuesta que buscaba, y tras inclinarse de nuevo desapareció por la puerta.

—Maldita sea… —murmuró el general cuando esta se cerró. Sacó de nuevo el pañuelo y se secó la frente otra vez—. Lo que nos faltaba. ¿Qué opina usted de la joven, Labat?

La pregunta tomó por sorpresa a Adrien, que contemplaba la puerta pensativo.

—¿La joven? —Se giró en redondo hacia el general, desconcertado—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Bueno, usted vive en esa casa. ¿Cree que la muchacha simpatiza con los rebeldes?

—Yo apenas estoy en la casa, general —contestó, evasivo—. Esta noche es tan solo la tercera vez que la veo en mi vida.

—Sería una lástima… —se lamentó Barrere—. Una joven tan agradable y hermosa, y tan bien relacionada. Seguramente, ha sido el comportamiento de Mouret el que ha provocado su indignación, pero no me gustaría correr riesgos.

La mirada decidida que posó sobre Adrien provocó en este un mal presentimiento.

—¿Qué sucede, general?

—Sucede que me gusta el coñac que sirven en esa casa, y no quiero tener que preocuparme cada vez que acuda a ella. Necesito que vigile a la muchacha, Labat. Si simpatiza con los rebeldes, quiero saberlo.

—¿Que la vigile? —preguntó Adrien con estupor—. ¿Yo?

—Claro que usted. ¿Acaso no viven en la misma casa?

—¡Pero no puedo hacerlo, general! Los hospitales bajo mi responsabilidad están desbordados y cada día hay más enfermos que atender. Cada vez que llega un nuevo regimiento desde Francia el hospital se llena de un montón de soldados con tifus o disentería, sin contar a los numerosos heridos por sables o disparos.

—El hospital está tan bien organizado gracias al trabajo que ha hecho todo este tiempo, Labat, que ahora funciona incluso cuando no está en él. Pueden prescindir de usted unos días.

—Pero, señor, soy yo quien no puede prescindir de unos días si tengo que encontrar a gente que esté dispuesta a colaborar con nosotros.

—¿En qué quedamos, Labat? ¿Le preocupa el hospital o encontrar colaboradores? Vamos a ver, saber a qué se dedica una joven en esta ciudad pequeña no puede suponerle mucho trabajo. No creo que sean necesarios muchos días para enterarse de a quién ve y con quién se relaciona.

—No puedo hacerlo —insistió, alarmado, porque la decisión del general parecía no admitir réplica.

—Pues yo quiero que lo haga. ¡Por Dios, Labat! —exclamó enojado ante la terquedad de Adrien—, tampoco creo que lo que le estoy pidiendo sea tan desagradable. Finja que le interesa la muchacha, cortéjela, yo qué sé, pero averigüe algo. No estoy dispuesto a encargar esto a un oficial cuando usted puede hacerlo cómodamente, viviendo en la misma casa que ella.

Enfadado y confundido, Adrien volvió a negarse. Pero el general no esperaba su conformidad, y dio el asunto por zanjado cambiando de tema.

—¿De qué quería hablarme antes?

Adrien estaba tan enojado que ni siquiera pensó en buscar alguna excusa. Maldita sea, el general acababa de ponerle una soga al cuello. Vigilar a Inés de Mendívil era lo último que podía, quería y debía hacer. No tenía ni tiempo ni ganas para ello. Y todo por no haber atendido a su sentido común. Sin poder disimular su contrariedad, contestó:

—No era importante, general.

Y, excusando su presencia, salió de la sala maldiciendo su estupidez, sin ninguna gana de permanecer en aquel baile y fingir que disfrutaba.

No se despidió de nadie al salir, y mientras descendía a grandes pasos por el callejón que conducía a la casa de los Acedo, golpeando con disgusto los guijarros del camino, se dijo que había sabido que se arrepentiría desde que había cedido al impulso de seguir a Mouret.

Pero, siendo sincero, en realidad lo había sabido mucho antes de ese momento. Lo había sabido desde aquel primer día en la calle en que su aroma a violetas lo había asaltado por sorpresa, haciendo trizas sus defensas y arrastrándolo a otros tiempos, a otro espacio, a otra vida. Lo había sabido desde el instante en que, caídos contra la pared del pasillo y sintiendo la tibieza de aquel cuerpo sobre el suyo, el aroma de su piel y su cabello había rendido sus murallas, dejando el camino libre a recuerdos y anhelos que nunca quiso recuperar.

Jamás debió mirarla.

Jamás debió sentirla.

Porque lo peor de todo, que Dios lo ayudara, era que sabía que lo que había resucitado en su corazón ya no tenía arreglo.

—¿Te encuentras mejor esta mañana?

Inés bajó la taza de chocolate y giró la cabeza para contemplar a su hermana. Acababa de entrar en el comedor, con un vestido de muselina azul y el recogido cabello salpicado por pequeñas campanillas del mismo tono. Se sirvió también ella una taza de chocolate y se sentó a su lado. Parecía relajada y feliz, y una candorosa sonrisa iluminaba su rostro pecoso.

—Estoy bien. ¿Por qué? —respondió Inés, mirando con cierta incomprensión su aspecto satisfecho.

—Porque tu migraña de anoche parecía terrible. Y hoy no pareces muy feliz —comentó tomando un bollo glaseado de una bandeja que había frente a ellas—. Mmm… me encantan los desayunos de esta casa, ¿a ti no?

Su hermana la miró con el ceño fruncido mientras Clara partía el bollo en dos mitades y sumergía una de ellas en el espeso líquido, levantándola después con cuidado para evitar que goteara.

—Supongo que sí. —Se encogió de hombros. No había querido explicar a nadie lo sucedido la víspera, y tan solo había dicho a su tía que tenía un fuerte dolor de cabeza y que quería retirarse. Y no deseaba recordarlo en absoluto.

—Imagino que fue el calor. O la emoción, ¿no crees? —continuó su hermana, terminando una de las mitades del bollo y atacando la otra—. Nunca había estado en un baile como ese. ¡Fue fantástico!

El corazón de Inés pareció hundirse en su pecho. Sus palabras sonaron plenas de impaciencia.

—Solo es un baile, Clara. Las cosas importantes de la vida son otras.

Su hermana detuvo el movimiento del bollo en el aire y la miró sorprendida.

—No te enfades conmigo, Inés. Ya sé… Sé que los franceses han cometido muchísimas barbaridades, aunque yo… No sé, no puedo llegar a creer que todos sean malvados. Además, el tío dice que el rey Fernando no es como la gente cree y que el rey José…

—Estás hablando por boca de otros —cortó Inés, irritada—. Tú no sabes nada de esas cosas.

Clara la miró boquiabierta. Su hermana jamás le había hablado así.

—Tampoco tú —protestó con timidez, dejando el bollo sobre la mesa—. No creo que ninguno sepamos cómo es en realidad cada uno de ellos. Pero el tío dice que los franceses se irán en cuanto puedan dejar a José en el trono, y no sé por qué eso iba a ser peor para nosotras que tener a Fernando como rey. Al fin y al cabo, en otros países ya ha pasado algo así, ¿no es cierto?

Jamás habría pensado Inés que su hermana menor la dejaría sin palabras, pero aquello era exactamente lo que acababa de suceder.

—Los franceses son peligrosos —fue cuanto atinó a contestar, disgustada por el hecho de que su hermana comenzara a mostrarse abiertamente favorable a la ocupación.

—Pues yo lo pasé muy bien en el baile. Y no vi nada del peligro que dices.

Con el recuerdo de lo sucedido esa noche aún fresco, aquellas palabras de Clara indignaron a Inés, y la rabia le hizo hablar sin pensar en lo que decía.

—Padre estaría feliz de ver cómo te estás tomando todo esto —siseó bajando la voz.

Una exclamación ahogada escapó de los labios de Clara.

—Eso es un golpe bajo —respondió a punto del llanto.

El rumor de unos pasos fuera del comedor hizo que ambas hermanas callaran, dolidas y enfadadas.

—Buenos días —saludó su tía sonriente al entrar, ajena a la tensión del ambiente—. ¿Qué tal te encuentras hoy, Inés?

—Mucho mejor, gracias —contestó con tirantez, escondiéndose tras su taza.

—Me alegro. Imagino que bailaste tanto que acabaste por agotarte. Nada que un sueño reparador y un buen desayuno no puedan arreglar. Ah, fue un baile magnífico, magnífico… —Se acercó al aparador balanceando su falda, como si la alegre música de la víspera aún resonara en sus oídos—. ¿Nos acompañarás hoy a la tienda, Inés?

La aludida bajó la taza.

—¿La tienda?

—Sí, la tienda de los Ortiz. Las zapatillas de tu hermana están tan desgastadas que es como si bailara descalza. Ayer le prometí que nos acercaríamos a comprar unas nuevas. —Depositó la chocolatera sobre la mesa y se sentó frente a ellas—. Seguramente, tú también necesitarás alguna cosa.

—No, tía, muchas gracias —negó con rigidez—. No necesito nada, y había pensado acercarme a la iglesia, y luego visitar a Beatriz Sarriegui.

—No sé, Inés. —Su tía frunció el ceño—. No me agrada que vayas sola. ¿Y si vuelves a sentirte mal?

—Fue la agitación, tía, estoy segura. Hoy ya me encuentro bien. Y rezar no puede provocarme dolor de cabeza.

Teresa la contempló algo recelosa.

—¿Estás segura de que te encuentras bien? Tienes ojeras y no pareces muy feliz. Tal vez fuera más prudente que te quedaras en casa descansando. Si quieres, podemos posponer nuestra salida hasta que te encuentres mejor.

—No, no, de veras. Me encuentro bien. Yo también creo que Clara necesita unas zapatillas nuevas. Y en cuanto a mí, si veo que vuelve mi dolor de cabeza le prometo que me quedaré en casa. Pero esta mañana estoy perfectamente.

«Todo lo que puedo estarlo, rodeada de franceses».

—Bien, si es así… —Su tía aún dudó, pero el gesto determinado del rostro de su sobrina acabó por decidirla—. En ese caso, iremos a la tienda y luego pasaremos por casa de mi amiga Isabel Zárate. Está resuelta a organizar una gran fiesta para celebrar el compromiso de su hijo Felipe con la hija de los Villanueva, y creo que mis consejos podrán serle de utilidad. Además, le encantará conocerte, Clara.

Sonrió a su sobrina con afecto, y ella le devolvió una sonrisa igualmente cariñosa. Inés las observó con pesar; quería mucho a su tía y la respetaba, incluso después de haber escuchado su escandalosa opinión sobre el gobierno del país. Pero le dolía que su hermana mantuviera una opinión similar a la de su tía. Era evidente que, por mucho que echara de menos su hogar de Albizu y a pesar de los franceses, su hermana se sentía feliz en Vitoria.

En fin, sabía que debería alegrarse por ello. Desde hacía años había pretendido ser más una madre que una hermana, y ver a Clara radiante, como estaba ahora, era todo su objetivo. Pero aunque odiara discutir con ella, aún más le costaba admitir su punto de vista. No podía conciliarse con la idea de que fuera favorable a la ocupación.

Al poco, su tía terminó su desayuno, y todas se levantaron de la mesa. Inés se dirigió a su habitación en busca de sus guantes y su parasol, y su hermana y su tía se dirigieron a la salita charlando con animación. El sonido de sus risas pareció tener un curioso efecto deprimente sobre su ánimo.

Inspiró hondo; bueno, daba igual lo que su hermana o su tía pensaran. Cada uno haría lo que tenía que hacer. Ellas podían ocuparse de los próximos bailes a los que seguramente tendrían que asistir, y ella iría al convento de Santa Ana, y si allí se proponía algo más que rezar y coser, estaba dispuesta a pensárselo.

—Son noticias fabulosas, como verán.

—Pero ¿es ya seguro? —preguntó con cautela la mujer de edad avanzada y cabello blanco.

La satisfacción del rostro del cura fue palpable al contestar:

—Absolutamente seguro. A estas alturas las capitulaciones han de estar firmadas, y toda Andalucía libre de franceses.

—Pero ¿todos los franceses? ¿Tan grande ha sido la derrota? —insistió sin acabar de creérselo.

El cura volvió la vista a la carta.

—Esa es la rendición que se les pidió: todas las tropas que ocupaban Andalucía.

Inés soltó el aire que había estado conteniendo; todavía costaba creer la noticia.

—Pero ¡es algo fantástico, extraordinario! —intervino con entusiasmo la mujer que parecía una comerciante—. ¡Una derrota de tal envergadura! ¡Y con el ejército de Galicia presionando a la vez! Ahora sí que el fin de esta ocupación ha de estar cercano.

—No nos precipitemos —contestó la mujer mayor con calma—. Aún han de confirmarse muchos extremos. Cuesta creer que algo así haya sucedido, sin apenas pérdidas por nuestra parte. Allí había coraceros, Guardia Imperial… La humillación de los franceses es aún mayor, si consideramos las fuerzas que componían aquellas divisiones. ¡Y sin que perdiéramos una pieza de artillería! Si las cosas son como la carta las relata, más bien parece un milagro.

—Milagro ha de ser, doña María —contestó el cura, ufano y satisfecho—. Nuestro Señor no podía permanecer indiferente al dolor de su pueblo. Y ahora vemos el castigo divino impuesto al enemigo que saqueó Córdoba con tal crueldad y salvajismo.

Ocultando su escepticismo, Inés miró la carta que había traído aquellas sorprendentes nuevas. Los milagros, en su experiencia, no existían; pero si lo que aquella carta contaba era verdad, ciertamente parecía haber algo de prodigioso en la victoria que el ejército comandado por el general Castaños había obtenido cerca de Bailén.

—Esto ha de animar a muchos patriotas a colaborar en la lucha —continuó el cura—. Esta semana hemos recaudado una bonita cantidad de dinero, y estoy seguro de que ahora conseguiremos aún más.

—¿Pero podremos hacer llegar el dinero a su destino? —preguntó la matrona sentada a su derecha.

El cura dudó antes de contestar.

—Sí, pero hemos de encontrar un nuevo lugar para la entrega, ahora que el anterior ya no es seguro. No hemos podido averiguar si la partida francesa que liquidamos en las cercanías lo había localizado o no, pero hemos de ser prudentes. En cuanto tengamos un nuevo lugar, continuaremos entregando el dinero. ¿Alguna pregunta más? —Nadie habló—. Entonces, ya que casi es la hora, propongo que recemos por los héroes de Bailén, y de manera especial por Castaños, Reding y Coupigni.

Todos obedecieron, agachando la cabeza, salvo Inés: boquiabierta, los miraba sin saber si echarse a reír o a llorar. ¿Habían hablado de liquidar partidas francesas como quien hablaba del tiempo? Leer cartas, coser e incluso recaudar dinero era una cosa; implicarse en su entrega y matar soldados, otra muy distinta. Y aquel grupo hablaba de ello con una tranquilidad pasmosa. ¿Nunca habían pensado que cualquiera de los oídos presentes podía no ser tan amistoso como aparentaba?

Aquella confianza podía ser suicida, se dijo contemplando aquellas cabezas gachas que murmuraban sus oraciones. Ella misma muy bien podría ser una espía de los franceses, por todo lo que sabían de ella; tan solo contaban con la recomendación de Beatriz, quien a su vez había decidido que era de los suyos con tan solo un par de frases. Dios santo, aquello era una imprudencia rayana en la locura.

Pero era algo, se dijo a punto de santiguarse. Una locura, sí, pero una locura valerosa, y tal vez la situación demandaba aquel insensato atrevimiento. Pensó en los relatos de lo sucedido en Madrid en mayo, la valentía de los somatenes en el Bruch o los vecinos de los pueblos de Castilla que sacaban sus enseres a las calles para impedir el avance del ejército invasor. Todos ellos habían pagado un brutal precio por su bravura: Torquemada, Martorell, Mataró, Valdepeñas, Jaén, Cuenca… Ni siquiera podía recordar todos los nombres, y sus ojos se llenaban de lágrimas al pensar en tantas y tantas poblaciones incendiadas y saqueadas, donde los vecinos habían sido degollados y las mujeres violadas, sin respetar a nadie por edad ni condición: niños, ancianos, enfermos, religiosos…

¿Cómo podía ella preocuparse por su seguridad de manera egoísta, cuando podía ayudar? Conocía el lugar perfecto para la entrega: lejos del camino de los franceses, oculto en un paisaje agreste y con fácil huida en caso de necesidad.

Cuando las mujeres empezaron a salir, se retrasó para quedarse a solas con el cura; le hablaría de la existencia de la ermita cercana a Albizu, y dibujaría un mapa de la zona y los accesos. El recuerdo de la valentía de los miles de compatriotas que sufrían a lo largo del país le hizo convencerse de que quedarse de brazos cruzados sería una cobardía inadmisible en una Mendívil.

Adrien la vio salir del convento mucho tiempo después de que las demás mujeres lo hubieran hecho. Aquello lo enfureció de una manera irracional. Aunque, en realidad, su furia no se había desvanecido desde el baile de la víspera, cuando el general le encargó que siguiera a aquella mujer a pesar de sus protestas y razones.

No necesitaba seguirla para descubrir en qué se había metido; si no fuera porque aquello lo delataría, terminaría con aquella estupidez diciendo a sus anfitriones lo que sabía de aquel convento y de las mujeres que lo frecuentaban. Eso le ahorraría mucho tiempo; de momento ya llevaba allí media mañana perdida sin necesidad, y no estaba dispuesto a perder muchas más.

Ella abrió el parasol y se dispuso a subir la colina, como la semana anterior. Ni siquiera se había hecho acompañar por una criada, pensó Adrien, irritado, recordando lo acontecido en el baile. Él había corrido el riesgo de enfrentarse a Mouret, y ella no era capaz de adoptar la más elemental regla de prudencia y decoro. Tenía que acabar con aquella estupidez cuanto antes.

Dejó el ejemplar de las Memorias sobre edificación de hospitales de Valentín de Foronda y salió veloz de la librería, alcanzándola antes de que doblara la esquina.

Bonjour, señorita Mendívil.

El sobresalto de Inés fue tan grande que casi dio un brinco al girarse hacia él. Su boca se entreabrió dejando escapar una exclamación, y el sonido atrajo la mirada de Adrien hacia sus labios, mientras el familiar aroma de violetas que emanaba de ella lo envolvía como un poderoso sortilegio. Luego, su mirada ascendió hacia los ojos de la joven, que ahora lo contemplaban desconfiados y hostiles. Pero aún transcurrieron unos segundos hasta que la patente antipatía reflejada en ellos alcanzó su conciencia, y le hizo despertar de aquella especie de ensueño.

—Buenos días, señorita Mendívil —repitió con frialdad, recuperando el dominio de sí mismo.

—Eso ya lo ha dicho antes —respondió Inés con rigidez—. ¿Qué quiere?

Cuando ella lo miró desafiante, Adrien descubrió que no había preparado ninguna excusa. Apretó la mandíbula con malestar; no sabía qué había hecho para que la reina de hielo le tomara tal aversión, pero no estaba dispuesto a revolotear a su alrededor como los pobres bobos del baile. Aquella joven necesitaba que alguien cortara en seco sus imprudencias y la pusiera en su lugar.

—Solo quería advertirla —contestó con dureza—. Deje de tontear con cosas peligrosas para las que no está preparada. Podría descubrir que las consecuencias son mucho más desagradables de lo que pueda imaginar.

Inés sintió que la sangre abandonaba su rostro. Su primer impulso fue negar que supiera de qué hablaba, pero el implacable brillo de los ojos del médico le hizo comprender que no podría engañarlo. Se rehízo como pudo.

—¿Acaso me está amenazando, doctor Labat?

—En absoluto, mademoiselle. Le estoy advirtiendo que haría bien en mantenerse alejada de estas estúpidas conspiraciones.

—¿Qué sabe usted de…? —comenzó a preguntar, pero se detuvo al comprender que cualquier cosa que dijera la delataría. Entonces se le ocurrió que era muy extraño que un médico francés apareciera de pronto ante el convento para tomarse la molestia de advertirle que no se metiera en líos. En primer lugar, se suponía que estaba demasiado desbordado de trabajo con sus hospitales como para ocuparse de ella. Y en segundo, ¿cómo podía saber lo que sucedía en el convento? Lo miró con los ojos entrecerrados, presa de la sospecha—. ¿Qué hace aquí?

—No se meta en líos. Acepte mi consejo.

—¿Por qué está aquí, acaso me ha seguido? —insistió, y la indignación comenzó a reemplazar al miedo—. ¿Quién es usted?

Pero el desdén de su voz no pareció afectar a Adrien. Sus palabras sonaron desprovistas de emoción.

—Si no atiende mi consejo, tendré que hablar con sus tíos de sus visitas a este convento, y estoy convencido de que ellos sabrán cómo cortarlas.

La cólera hervía en las venas de Inés. Estaba segura de que la había seguido, y la impasibilidad del hombre la irritaba doblemente. Si al menos demostrara alguna emoción… Pero permanecía allí, erguido con tranquilidad ante ella, indiferente y distante. Oh, cómo le odiaba en aquel momento, tan arrogante y condescendiente como el resto de aquellos bárbaros…

Docteur Labat —pronunció con dificultad, conteniendo las ganas de gritar—, lo que yo haga en esta vida no es de su incumbencia. Que mis tíos deban ofrecerle su obligada hospitalidad, motivados por las circunstancias, no le da ningún derecho a inmiscuirse en mi vida.

Mademoiselle Mendívil —contestó él sin alterarse—, le estoy ofreciendo un buen consejo. No se meta en líos. Recuérdelo.

Los ojos de Inés brillaron con coraje.

—Yo vengo a este convento a rezar, y seguiré haciéndolo siempre que me venga en gana. Recuérdelo usted.

—Eso no es muy inteligente por su parte.

—No sé cómo ha podido obtener la impresión de que su opinión pudiera importarme un bledo. —El inesperado exabrupto hizo que Adrien parpadeara—. Créame que me tiene sin cuidado. Yo haré lo que considero necesario, y usted haga lo que crea oportuno. Si quiere hablar con mis tíos, hágalo; si decide ponerse en evidencia de esa manera, allá usted. Que tenga un buen día, monsieur Labat.

Y girando nuevamente, se dirigió con paso firme hacia el cantón que ascendía la colina.

Adrien la vio irse sin perder la compostura, pero en su interior se sentía profundamente irritado; Inés de Mendívil era tan altanera como decidida, y tan arrojada como imprudente. Una muy mala combinación en aquellos tiempos. Él lo había intentado, pero si ella se mostraba tan terca e insensata, no había nada más que él pudiera hacer. Era cuestión de tiempo que Mouret encontrara la pista de aquel cura, y cuestión de suerte —mucha suerte— que no encontrara el rastro de la joven en el convento.

Se encogió de hombros. Le apenaría ver a aquella muchacha hermosa y audaz en manos del coronel, después de lo sucedido en el baile. Estaba seguro de que se iba a cobrar aquella humillación a buen precio. Pero no podía hacer nada; tal vez, si las cosas hubieran sido diferentes… Pero no lo eran, y el sentido del deber de Adrien no le permitía involucrarse en aquello. La bella Inés era solo un peón más de aquella infernal partida, y la patria y el honor estaban por encima de todos los jugadores. Incluido él.