18
—Pase, coronel. Siéntase como en su casa.
La nota de resignación en la voz de Inés fue tan evidente que Mouret se envaró. Pero como la joven ya había desaparecido dentro de la casa, todo lo que pudo hacer fue seguirla, tras mirar a sus hombres con dureza y recomendarles que se dirigieran al patio.
Sin embargo, cuando tomó asiento en la misma butaca de la vez anterior y aceptó el vaso que le tendía Inés, su voz había recuperado su habitual calma.
—No parece muy feliz de verme aquí, Inés.
Por mucho que lo acontecido en la habitación de Labat la hubiera trastornado, Inés conservaba la suficiente sensatez para recordarse que enfadar a aquel hombre solo le traería problemas.
—Disculpe si mi hospitalidad no ha sido la adecuada, coronel. Es solo que estoy muy cansada.
Su tono humilde pareció satisfacer a Mouret, cuyo semblante se relajó. Acarició su bigote con lentitud mientras escrutaba su rostro.
—Y tiene aspecto cansado, en efecto. ¿Ha pensado en volver a la ciudad con nosotros, como le dije?
—No puedo, coronel. Aún no.
—¿Tan mal sigue Labat?
—El doctor Labat aún tiene fiebre, pero creo que en pocos días podrá irse. El que me preocupa es Pascual. Cada día que pasa se encuentra más débil y yo… me temo…
Se interrumpió, apesadumbrada. El dolor que la invadía al hablar del inevitable desenlace era tan real que ni siquiera pudo rechazar el gesto de Mouret, que se inclinó para tomar su mano entre las suyas.
—No debería estar sola cuando eso suceda, Inés.
—Estaré con Elvira, coronel. Es ella quien no debe estar sola.
—Y tal vez también esté Labat para ofrecerle su consuelo. Teniendo en cuenta lo afortunado que es, es más que posible.
La insensibilidad del comentario hizo que Inés retirara la mano, enojada.
—¿Es que solo puede pensar en eso? Parece obsesionado con ese hombre.
Un fogonazo de cólera asomó a los ojos de Mouret por un instante. La atracción que sentía por aquella joven, que había comenzado como simple y ociosa admiración, había ido creciendo de una manera que ni siquiera él deseaba, alimentada por su frialdad e indiferencia y espoleada por la irritación que le causaba la manera tan diferente en que trataba a los otros. Cada vez que ella le desairaba, el rabioso monstruo de los celos que habitaba su interior iba creciendo sin que él supiera cómo detenerlo, y en ocasiones llegaba a pensar que podría olvidar su esmerada educación si ella lo desdeñaba de nuevo.
Tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para contestar con su habitual suave ironía.
—Sus ojos me hacen olvidar a menudo el resto del mundo. Le ruego que me perdone por no ser capaz de permanecer indiferente a su hermosura, Inés.
—Sabe que me desconciertan sus bromas, coronel. —A pesar de la tensión que siempre la embargaba cuando él estaba cerca, Inés se obligó a recuperar la calma—. Pero le agradezco que lleve a mi hermana a la ciudad. Significa mucho para mí saberla a salvo.
—Y sus deseos son órdenes para mí, Inés. No tema, Clara llegará a la casa de sus tíos sin ningún contratiempo.
—Estoy segura de ello —repuso, en un intento de sonar sinceramente agradecida, porque el hecho de que él la perturbara no le hacía olvidar que su comportamiento hacia su hermana había sido correcto y protector en todo momento.
—No debe darme las gracias, Inés. Ojalá hubiera más cosas que solicitara de mí…
Su ofrecimiento quedó en el aire. Inés bajo la cabeza para ocultar su incomodidad y el silencio descendió sobre ellos. Mouret dio un trago a su bebida, rumiando si el agradecimiento que Inés acababa de manifestar podría significar un cambio en su actitud. Hasta entonces, debía reconocer su impotencia para conseguir encontrar el camino hacia el aprecio de la joven. Cierto que su conducta en el baile había sido poco acertada, pero ninguna dama francesa se habría ofendido tanto por un beso robado. Ni muchas españolas, se dijo contemplando el contenido de su vaso y recordando otros tantos besos furtivos que había obtenido en reuniones y bailes, muchos de ellos a escondidas de maridos. Más bien al contrario, nunca había tenido problemas para encontrar damas que quisieran compensar su galantería con caricias y abrazos clandestinos y discretos, tras las cortinas de un salón o en el jardín a oscuras de una gran mansión. Ni aquí, ni en Francia.
Pero Inés había rechazado una y otra vez no solo sus avances, sino incluso el más ingenuo de sus requiebros. Y cuanto más trataba ella de desalentarlo, más ansiaba él contemplar su rostro bello y altivo, sus labios sensuales, su porte orgulloso y reservado. Lo más desconcertante era que Inés ya no era tan joven como para ignorar el arte del coqueteo elegante, y suponía que los besos que a él le negaba los concedía en otros brazos; e imaginarla así, con los ojos entrecerrados por la pasión y el cuerpo rendido a otro hombre, casi le hacía olvidar que era, además de un oficial del glorioso ejército napoleónico, un caballero de esmerada educación.
Por ahora, podía esperar a que ella se le entregara voluntariamente, resistiendo la tentación de forzar su afecto. Estaba dispuesto a poner a sus pies su apellido, su título, las tierras y viñedos que poseía cerca de Béziers y cuanto ella quisiera exigirle. No la quería como amante un tiempo, hasta que lo trasladaran a otro lugar. La quería para sí y para siempre. Para gritar a Dios y a los hombres que aquella mujer bella, orgullosa y altanera era suya, y le pertenecía hasta que la muerte los separara.
Por ahora, aguantaba pacientemente.
Por ahora…
—Supongo que su hermana estará preparándose para el viaje —comentó depositando el vaso vacío en la mesilla, rompiendo el silencio que había comenzado a pesarle.
—Sí, coronel. Estará lista en breves momentos.
Entonces unos gritos lejanos quebraron la calma de la tarde. Inés se puso en pie de un salto, algo desorientada, hasta que comprendió que el alboroto debía de llegar del patio. Un mal presentimiento erizó su piel y salió de la habitación corriendo hacia el descansillo de la escalera. Intentó abrir la ventana, pero la madera parecía atrancada y el picaporte resbaló entre sus manos sin que apenas pudiera moverlo. Volvió a intentarlo infructuosamente, hasta que Mouret, pegado a su espalda, retiró su mano con suavidad.
—Déjeme a mí.
Con un único tirón, la ventana cedió. Inés se asomó cuanto pudo, y la visión de Pascual junto al roble del que colgaba el columpio, con el rostro congestionado y un puño en alto dirigido hacia unos soldados franceses a quienes gritaba, hizo que su corazón se encogiera de terror. Apartó sin miramientos a Mouret, y comenzó a bajar las escaleras a trompicones, rezando para llegar a tiempo de detener el insensato comportamiento del anciano, con las lágrimas deslizándose por su rostro porque supo sin lugar a dudas que no lo conseguiría, y que Pascual había decidido no esperar más tiempo sentado a que la muerte llegara en su busca.
En el espacio del patio que rodeaba al viejo roble las risas, mitad sorprendidas, mitad burlonas, de los soldados se entremezclaban con la indignación de verse increpados por un viejo, pero cuando Inés llegó corriendo, a tiempo de atrapar el cuerpo del anciano que caía, y ambos rodaron al suelo, las burlas se transformaron en confusión. Tras la joven, que había colocado la cabeza del anciano sobre sus rodillas mientras intentaba tranquilizarlo, Mouret fulminó a sus hombres con la mirada. Uno de los soldados, al ver la expresión de su oficial, se sintió impelido a dar una explicación, pero Mouret la cortó con frialdad.
—Plus tard.
Inés volvió la cabeza hacia Mouret.
—Coronel, si sus hombres pudieran ayudarme a llevarlo al interior…
Pero antes de que él pudiera dar las instrucciones oportunas, el anciano agarró la mano de Inés.
—¡No! —pronunció con dificultad—. Quiero morir aquí. Con él…
Una lágrima comenzó a rodar por el rostro de Inés, pero aquellas palabras fueron suficientes para que no volviera a pedir a Mouret que lo llevaran dentro. El pulso del hombre era tan débil y su respiración tan trabajosa que Inés temió que Elvira no llegara a tiempo de despedirse. Pero entonces la anciana salió corriendo del interior de la casa, seguida de Clara. Su llanto angustiado incomodó profundamente a Mouret, que hizo una seña a sus hombres para que se alejaran. Ya averiguaría más tarde lo sucedido.
Las dos mujeres se arrodillaron junto a Inés. Las palabras del hombre eran tan débiles que todas se inclinaron hacia su rostro, pero apenas eran capaces de escucharlas. Inés vio cómo el anciano había tomado la mano de su esposa y señalaba el árbol. Elevó la vista y comprendió lo sucedido al ver clavada en el tronco, en el centro de unos círculos concéntricos que alguien había trazado sobre el mismo, una especie de navaja.
—Coronel —llamó procurando controlar su resentimiento—. El cuchillo. —Mouret se acercó con gesto interrogador, e Inés hizo un movimiento brusco con la cabeza indicando el árbol—. Llévese ese cuchillo, por favor.
A pesar de su extrañeza, Mouret atendió la solicitud de la joven sin demora, y con un certero movimiento extrajo el arma del tronco.
—Gracias —dijo Inés con sequedad, y volvió a bajar la mirada hacia el anciano.
Mouret mantuvo el arma antes sus ojos un instante, buscando algún rastro que explicara por qué el viejo se había alterado tanto. Pero era un machete normal y corriente del ejército francés, y no le pareció que justificara el alboroto que se había montado.
—Si hay algo más que pueda hacer… —ofreció con amabilidad.
Pero Inés negó con la cabeza, sin mirarlo siquiera, y Mouret comprendió que tendría que esperar a que ella quisiera volver a hablar con él. Decidió alejarse hasta donde estaban sus hombres, y entregar el arma a su dueño. Por las miradas huidizas de los soldados, se diría que ninguno estaba deseoso de reclamar su posesión. Pero él no iba a castigar a sus hombres por aquello; al fin y al cabo, aquel pueblo español era impresionable, exagerado y fanático, y no veía que sus hombres hubieran hecho nada malo jugando a afinar su puntería en el tronco de aquel árbol vulgar y corriente.
—Ya está, Elvira. —Inés colocó su mano sobre la de la anciana, que aún sostenía la de Pascual, y le dio un suave apretón—. Ya está, deja que se vaya.
La mujer la miró un instante como si no comprendiera lo que decía. Inés se tragó la pena, temiendo que le tocaría insistir en que lo soltara, pero entonces y para su alivio la mujer asintió con un movimiento leve de cabeza, se santiguó y, juntando ambas palmas, comenzó a rezar.
Clara y ella se miraron brevemente mientras Inés bajaba los párpados del hombre. El dolor que la joven sentía se reflejaba en la mirada empañada de su hermana, pero ambas imitaron a Elvira y rezaron con ella. Estuvieron así un buen rato, hasta que Elvira decidió que ya era hora de avisar al párroco e Inés pudo levantarse, depositando con ternura la cabeza del anciano en el suelo.
—Por favor —solicitó alzando la voz para que Mouret la escuchara desde el lateral del patio donde se hallaba reunido con sus soldados—, que alguno de los hombres nos ayude a llevarlo al interior.
Al momento se acercaron cuatro soldados, que apenas levantaron la mirada del suelo al acercarse a Inés. La joven permanecía erguida, con las manos cruzadas ante sí y la mirada clavada en el cuerpo del anciano. Cuando los soldados se pusieron en marcha hacia la casa, Mouret se acercó para ofrecerle apoyo y consuelo, pero ella le devolvió una mirada inexpresiva y, tomando de un brazo a la anciana, que asía a su vez a su hermana, las tres mujeres se encaminaron a la casa siguiendo a los soldados.
Mouret inspiró hondo, mientras maldecía su mala suerte. Aunque no podía decir que hubiera avanzado mucho en su relación con Inés, justo acababa de conseguir que le agradeciera con cierta calidez que protegiera a su hermana cuando les interrumpió el alboroto del patio. No era tan necio como para no comprender que, cualquiera que hubiera sido el avance obtenido en la estima de la joven, acababa de perderlo por completo. Y todo por un estúpido juego y un estúpido árbol. Aquello era el colmo ya. Tuvo que recordarse varias veces que había decidido mostrarse comprensivo un tiempo aún, porque que todos sus esfuerzos tuvieran aquella recompensa, por algo tan pueril como acuchillar un árbol, era algo capaz de acabar con la paciencia de un santo.
En fin, se dijo mientras se dirigía al interior de la casa, todo fuera porque la causa de sus desvelos acabara claudicando. Sus hombres ya bajaban la escalera cuando llegó; le indicaron que las mujeres se habían quedado para amortajar al difunto, y que les habían encargado acercarse a la iglesia para avisar al cura de lo sucedido. Sin ganas de permanecer allí escuchando los sollozos de unas mujeres, Mouret decidió acompañar al elegido para la tarea, mientras encargaba a otro de los hombres que fuera preparando las monturas para partir. Que el viejo se hubiera muerto no era motivo suficiente para que se quedaran allí, cuando se les esperaba con urgencia en la ciudad. De hecho, ya se habían detenido demasiado tiempo, y Barrere podría preguntar qué había sucedido. Él tendría que encontrar la forma de hacer que Inés volviera a la ciudad, tal vez enviando de nuevo a Aguirre… Cuando pensó que ahora Labat podría consolarla de verdad, como había predicho antes, la furia que lo recorrió fue tan intensa que estuvo a punto de echar por la borda toda precaución y obligarla a volver con él a Vitoria. Pero era suficientemente inteligente para comprender que, de hacer algo así, Barrere lo enviaría a otro destino de manera fulminante, así que lo único que podía hacer de momento era aguantar. Y, por supuesto, continuar investigando al médico. Aún no había encontrado nada extraño sobre él, pero su intuición le decía que algo acabaría por aparecer. Y su intuición rara vez le traicionaba.
Inés entró en la cocina cuando el primer trueno se escuchó a lo lejos. La oscuridad parecía haberse cernido de golpe sobre la casa, a pesar de que aún fueran las ocho de la tarde. Pero las nubes tormentosas no habían parado de crecer durante las últimas horas, mientras ella y Elvira vestían el cuerpo de Pascual con el hábito por él elegido para su enterramiento, hacían que los soldados lo trasladaran al salón antes de irse, y atendían las visitas del cura y los vecinos que habían acudido al enterarse del suceso. Por supuesto, Clara se había quedado en la casa cuando los soldados se hubieron marchado, para atender con ellas el velatorio y ayudar con la preparación del entierro. Mouret aseguró a Inés, con una deferencia que ella apenas apreció, que avisaría a sus tíos de lo sucedido. Se lo agradeció nuevamente, pero aunque sus palabras fueron corteses, su tono sonó algo distante; aceptaba que él no era culpable de la estupidez de sus hombres, pero siempre que se encontraba cerca parecía haber problemas, y se alegraba de que en momentos como aquellos se alejara de ella.
Avivó las brasas del hogar hasta que las llamas del fuego crepitaron, colocó de nuevo el caldero de la infusión al fuego, y se dedicó a cortar unas lonchas de queso que colocó en un plato con unas rebanadas de pan. Había desatendido a Labat por completo aquella tarde. Desde que las campanas de la iglesia de Albizu habían repicado anunciando el fallecimiento, apenas había dispuesto de un instante de tranquilidad. Había tenido que atender a los vecinos —que entraban y salían de la casa a cada instante— para acompañarles hasta el salón, donde se santiguaban ante el cuerpo de Pascual y rezaban cada hora el rosario. Había tenido que buscar entre los papeles del anciano su testamento, para encargar al cura el número de misas que aquel había pedido, y ocuparse de entregar las ofrendas establecidas para los pobres. Había pedido ayuda para sacar el jergón del hombre al cruce donde el camino de acceso a la casa encontraba el del pueblo, donde se había encargado de que lo quemaran. Y aún le quedaban casi dos días de velatorio.
Pero ahora que había llevado al salón unas botellas de vino, que Clara y Elvira estarían sirviendo a los visitantes, había llegado el momento de ocuparse de él. Giró sobre sus talones, intentando encontrar algo más que ofrecerle, y solo halló la cesta de manzanas que su hermana había recogido aquella mañana. Tomó un par de ellas, retiró la infusión del fuego y la sirvió en un vaso, lo colocó todo sobre la bandeja y se dispuso a enfrentarse a Adrien Labat.
Llamó, empujó la puerta con el hombro y cuando había recorrido apenas unos pasos del camino hacia la mesilla, se detuvo en seco. Adrien estaba sentado en una silla, junto a la ventana abierta, con el cuerpo apoyado en la pared y un gesto compasivo en el semblante.
—Lo siento mucho, Inés —expresó antes de que ella pudiera decir nada—. Era un buen hombre.
Inés parpadeó varias veces al escuchar su tono afectuoso. Se hallaba lo suficientemente recompuesta para encargarse de las actividades que suponía un velatorio sin pensar mucho en ello, pero la calidez de Adrien tenía un efecto demoledor sobre ella. Se apresuró a dejar la bandeja sobre la mesilla, dándole la espalda para que él no viera las lágrimas que habían brotado de nuevo de sus ojos, y con disimulo las retiró al incorporarse.
—Sí. Lo era. Siento no haber podido venir antes. ¿Qué haces levantado? —preguntó dirigiéndose hacia él para acostarlo de nuevo.
A pesar de la distancia que Adrien se había jurado mantener, la forma familiar en que Inés se dirigió a él lo llenó de una absurda satisfacción. Sabía que no debía permitirse aquellas emociones, pero por algún extraño motivo, aquel día no encontraba dentro de sí la fuerza para negarse a ellas.
—Ya es hora de que poco a poco me vaya levantando —contestó—. La herida está cicatrizando bien, y tengo que comenzar a recuperar fuerzas. He pensado que podía bajar un rato al velatorio.
Inés se encogió de hombros.
—Si crees que te conviene…
Dejó la bandeja en la mesita y fue en busca de otra silla.
—Yo ya no sé qué creer —murmuró Adrien cuando la vio salir.
Aquella tarde había estado esperándola con ansia, escuchando los ruidos del piso inferior para intentar distinguir sus pasos. Supo que había subido con Mouret, y luego la había oído gritar en la escalera. Al principio no comprendió qué sucedía; se había levantado hasta la puerta, pero aunque el esfuerzo lo había dejado agotado, había permanecido allí largo rato, intentando recuperar la respiración y las fuerzas, hasta que los gritos que la suave brisa había traído a través de la ventana entreabierta de la escalera le habían hecho entender que el corazón del anciano no había podido resistir más.
Hacía ya un tiempo que Adrien batallaba a diario para ocultar sus emociones. La cercanía de Inés estaba resultando una dura prueba para su determinación de mantenerse fiel a su obligación. No quería soñar con cosas que jamás podría tener, porque lo debilitarían. Confesar a Inés que su risa grave, sus ojos inteligentes, su valentía y su bravura lo conmovían tan profundamente que a veces deseaba arrojar todo cuanto era por la borda, solo les traería pesar a ambos.
Pero aquella tarde bochornosa y asfixiante de verano, en la que ella tenía que lidiar con el dolor de la muerte de Pascual, lo único que su corazón pensaba era que, en aquellos momentos, lo que más deseaba en el mundo era abrazarla y consolarla, y al diablo con todo lo demás.
Su propia debilidad lo había impedido, en primera instancia. Pero al escuchar los pasos que ascendían las escaleras llevando el cuerpo del anciano, había vuelto al interior de la habitación, para esperarla sentado. Aguantando el dolor que la postura aún le causaba, para poder hacer que ella lo viera en esos momentos como lo que deseaba ser: no el enfermo que cuidaba a diario, sino el hombre firme que podría ofrecerle el consuelo que ella necesitaba.
Cuando Inés entró, trayendo la silla, el brillo intenso que habían adquirido los ojos casi siempre severos de Adrien la desconcertó. Colocó la silla junto a la suya, algo enfrentada, y su corazón comenzó a latir apresurado al encontrar fija en ella una mirada encendida. Supuso que la fiebre debía de haber subido de nuevo, pero no se atrevió a tocarle la frente.
—La tisana —indicó con la mano, dudosa—. Te hará bien.
Adrien comprendió su insinuación, y dejó escapar una pequeña risa sin humor.
—No es la fiebre —murmuró en tono tan bajo que ella apenas lo entendió—. Pero gracias.
Concentrando todas sus energías en aquella simple tarea, fue capaz de levantar el vaso y llevarlo hasta su boca sin derramar nada. Inés se hallaba atenta, dispuesta a agarrar el vaso si él lo dejaba caer, pero cuando lo depositó casi vacío en la bandeja sintió un gran alivio. No pudo evitar que este se revelara en su voz al hablar.
—Confieso que no creí que quisieras tomarla. Siempre has hablado tan mal de la medicina de este país que supuse que te parecería otra de esas supercherías que detestas.
Adrien frunció el ceño.
—No recuerdo haberte hablado de medicina.
—Cuando te trajimos aquí lo hiciste. —Trató de disimular al darse cuenta de que acababa de delatar que él había sido en muchas ocasiones el centro de sus conversaciones en el hospital.
—No lo recuerdo —continuó Adrien, ajeno a su desliz—. Pero seguro que no me refería a este tipo de medicina. Respeto mucho el trabajo de los boticarios y farmacéuticos. Cuando hablo de supercherías hablo de cosas como lanzar una raspa de sardina al fuego para averiguar si un recién nacido será niño o niña, o mezclar vino y polvo de una roca donde a algún iluminado se le apareció la Virgen para tratar la viruela.
—Y las sangrías —añadió Inés.
—Sí. Y las sangrías a todas horas —aceptó, riendo de pronto.
Lo inesperado de aquella risa contagiosa hizo que Inés tuviera que inspirar hondo. Ya otra vez le había visto reír, en el hospital, y también en aquella ocasión su risa había generado en ella un desconcertante deseo de apoyarse en él, de alzar la mano para acariciarlo y sumergirse en aquella calidez que dotaba a su rostro hermoso y grave de un atractivo fascinante.
Cruzó las manos en su regazo, como si aquella fuera la única manera de evitar hacerlo. Pero su pulso latía apresurado, y no se sintió capaz de encontrar su mirada hasta haberse tranquilizado.
—Será mejor que comas algo —dijo indicando el plato que tenía ante él.
Adrien la contempló con un extraño anhelo. Había vuelto para atenderlo, a pesar de lo sucedido aquella tarde, e incluso había sonreído. Eso no debería afectarle, no debería importarle como lo estaba haciendo, pero cuando ella estaba, las dudas que creía haber eliminado renacían como por arte de magia, tenaces y obstinadas, y la tentación de mandar todo al diablo se hacía muy real. Pero no era posible; incluso aunque se atreviera a hacerlo, incluso si se atreviera a dejar de lado todo cuanto era, ella se merecía algo mucho mejor que él. Tomó una rebanada de pan y una loncha de queso, y aplicó toda la disciplina de que era capaz a concentrarse en la comida.
—Gracias por quedarte —dijo al cabo de un rato, cuando terminó el plato—. Sé que estarás deseando estar con Elvira y tu hermana, y lo comprenderé si te vas.
Inés negó con la cabeza y tomó una de las manzanas que había traído.
—Ahora están bien. Los vecinos velarán esta noche —contestó, comenzando a pelar la fruta.
—Y tú, ¿estás bien?
El cuchillo se detuvo apenas un instante, antes de que ella contestara.
—Sí, lo estoy. Pascual nunca me habría permitido llorar. Además hacía tiempo que sabíamos que esto sucedería algún día. Es ley de vida, ¿no? Lo que pasa es que le quería mucho. Él solía hablarme de cuando mi padre era joven, y ahora que él ya no está y mi tío Germán… —Su voz se quebró un instante, pero se sobrepuso con rapidez—. Bueno, ahora ya no hay nadie que pueda hablarme de mi padre, y a veces temo olvidarlo. Muchas veces ni siquiera sé ya si es su rostro el que recuerdo, o tan solo imagino que lo recuerdo.
Cortó un cuarto de la fruta y se la tendió a Adrien, pero aunque él extendió la mano no la tomó. Sus labios apretados dibujaron una fina línea en su rostro.
—Se olvida, ¿verdad?
Su tono fue tan neutro y suave que Inés dudó si preguntaba o afirmaba. Sin embargo, instintivamente comprendió que Aimée y su historia estaban en el centro del dolor que aquellas palabras encubrían. Intentó reunir la valentía para preguntar por ella, pero entonces Adrien tomó la manzana que le tendía, levantó la mirada, dio un mordisco a la fruta y preguntó:
—¿Qué sucedió en el patio?
El brusco cambio de tema la desorientó un momento. Cortó un nuevo cuarto y quitó el corazón antes de responder:
—Una mala elección. Un grupo de soldados decidió probar su puntería en el roble que Pascual plantó sobre la tumba de su hijo. Él lo vio desde su ventana y bajó para reprocharles lo que estaban haciendo, pero no lo entendieron, o no quisieron entenderlo. Él se enfureció y les gritó, ellos lo zarandearon… No sé, supongo que el simple esfuerzo de llegar hasta ellos ya fue demasiado. El doctor Aguirre nos dijo que era cuestión de días, y así ha sido.
Tendió la fruta a Adrien, que la tomó mientras la observaba, y continuó con el siguiente trozo.
—¿Cómo es que su hijo no estaba enterrado en la iglesia del pueblo? Sé que es la costumbre en vuestro país.
—Porque no llegaron a bautizarlo. Nació muerto, y el cura no permitió enterrarlo en tierra consagrada. Así que mi abuelo les ofreció hacerlo aquí, entre el patio y el jardín, y para señalar el lugar plantaron el roble. Luego Pascual colocó el columpio para que mi padre y mi tío jugaran allí, como lo habría hecho su hijo. Después de aquello, Elvira no volvió a quedarse embarazada. Pero creo que aquí han sido felices —terminó con voz vacilante.
—Estoy seguro, Inés —intentó confortarla Adrien—. Estoy convencido de que aquí cualquiera podría ser feliz.
Su tono comprensivo hizo que un nudo se instalara en la garganta de Inés.
—Sí. Esta era una tierra feliz —murmuró. Pero al momento se reprochó su derrotismo, y elevó la barbilla con valentía—. Y algún día volverá a serlo.
Lo miró con decisión, y su mirada hizo que Adrien vacilara.
—Inés, yo… —Se detuvo, contemplando con atención aquel rostro resuelto y bello, aquella mujer llena de valor y coraje. Había tantas cosas que deseaba decirle, tantos silencios que deseaba llenar con sus besos… Pero no podía. No podía sin explicarle primero quién era, qué era… Y el día que hiciera eso, tendría que alejarse de ella para siempre.
Inés esperó sus palabras. Esperó, pero la indecisión en los ojos de Adrien era tan evidente que supo que no llegarían. Así que, resignada, acabó de preparar la fruta, y dejándola ante él se levantó y se dirigió al escritorio para tomar la botella de vino, los trapos y la palangana. Luego se remangó los puños de la blusa y esperó con paciencia a que él acabara.
—Ahora tengo que cambiarte el vendaje. He de bajar junto a Elvira y Clara.
Adrien asintió, sabiendo que la sensación de desilusión que lo había llenado al escucharla era absurda. Apoyó la mano en el respaldo de la silla para incorporarse, y su gesto se crispó. Al instante, Inés corrió hacia él y aferró su cintura para sostenerlo. Lo acompañó hasta la cama y le ayudó a tumbarse. El mareo hizo que la frente de Adrien se perlara de sudor, pero fue el familiar aroma de violetas de la joven lo que hizo que cayera pesadamente sobre el colchón, con la cabeza llena de recuerdos que no quería recordar y de esperanzas que no debía permitirse.
La miró mientras se lavaba las manos en la jofaina. «Si solo fuera bella…». Desgraciadamente para él, era mucho más que eso; era inteligente, valiente, alegre, decidida… Y aun sabiendo que era todo eso, aun así no era capaz de explicar qué tenía para haberse metido bajo su piel de aquella manera. Cerró los ojos cuando Inés comenzó a limpiar el contorno inflamado de la herida, aferrando las sábanas con fuerza y obligando a su cuerpo a asumir aquel dolor lacerante como si fuera una penitencia. Con los ojos así cerrados, soportó la quemazón, las punzadas, el dolor, mientras escuchaba los tenues sonidos de la mano de la joven al deslizar el trapo sobre su vientre, el suave roce de la tela de su vestido contra las sábanas, mientras el aroma dulce y fresco de su piel parecía llenar todos sus sentidos cada vez que ella se inclinaba para alcanzar su costado.
Escuchó el susurro de la tela al caer en el líquido cuando ella acabó, y aún permaneció así un largo rato, intentando recuperar su sensatez y aceptar de una vez por todas que aquello no podía ser.
Y, entonces, el tacto leve de una mano acariciando su mejilla le hizo abrir los ojos de golpe.
Por un momento creyó que se había dormido y aquello era un sueño. La mejilla de Adrien ardía allá donde ella había colocado su mano; su hermoso rostro se hallaba inclinado sobre él, con los ojos azules oscurecidos y las pupilas dilatadas por la emoción que agitaba su respiración. Y sus labios entreabiertos se hallaban cerca de los suyos, tan, tan cerca…
Cuando ella susurró su nombre, un sonido tan suave y dulce que dudó si lo había llegado a pronunciar, toda la disciplinada resistencia de la que se había enorgullecido tan a menudo en sus años de servicio saltó por los aires en mil pedazos, barrida y aniquilada por la terrible e inexplicable ansia que el coraje, la belleza y la valentía de aquella mujer ocasionaban en él. Y aun maldiciéndose por hacerlo, por no ser capaz de resistirse, colocó su mano en la nuca de Inés y la atrajo hacia sí, devorando sus labios como si fuera a morirse en aquel mismo instante y aquel fuera el único recuerdo que quisiera guardar para toda la eternidad.