13

El doctor Aguirre entró en la sala muy erguido y, tras observar la estancia con altivez, saludó a ambos con envaramiento.

Comprendiendo al instante que aquel hombre no había acudido por propia voluntad, Inés correspondió al saludo con tanta amabilidad como pudo. El doctor Aguirre era un hombre de baja estatura y ademanes secos, muy consciente de su propia importancia, hacia el que resultaba difícil sentir alguna simpatía, pero la llegada de alguien que supiera qué hacer en casos como el de Labat resultaba tranquilizadora. Sin embargo, a pesar de la corrección con que ella le recibió, él rechazó sin diplomacia su invitación a sentarse y solicitó ver cuanto antes al enfermo.

Molesta por su rudeza, pero decidida a hacer todo lo posible para que se ocupara del herido, Inés se puso en pie y le rogó que la acompañara. El hombrecillo, seguido de Mouret, la siguió hasta la habitación donde descansaba Adrien Labat. Intentando pasar desapercibida, se quedó junto a la puerta mientras el doctor Aguirre examinaba al hombre tendido en la cama.

—Está inconsciente —fue el superfluo comentario que realizó tras echar un vistazo.

—Perdió mucha sangre —aclaró Inés desde la puerta—. Insistió en bajar a caballo desde el lugar del ataque.

—Además la herida aún está fresca —continuó el doctor sin mirarla, pero dejando patente su reprobación—. Si la hubieran cerrado bien tal vez estaría menos inflamada. Por otra parte, ni siquiera está tapado como debería. Así es vulnerable a cualquier afección de los pulmones.

—Él dijo que no lo tapáramos —explicó algo a la defensiva.

Una mueca de desdén se dibujó en el rostro del doctor.

—¿Sí? Pues ahora arde en fiebre. —Se volvió hacia Mouret con un gesto altanero—. En estas condiciones yo no puedo hacerme responsable del traslado de este hombre.

—¿Cómo dice? —inquirió Mouret con suavidad mientras sus ojos brillaban peligrosamente—. ¿Qué quiere decir con que no se hace responsable?

—Si le movemos y esa herida que no se cerró de modo adecuado comienza a sangrar no estoy seguro de que lo pueda resistir. Las heridas en el estómago son casi siempre mortales, y si no se adoptaron decisiones adecuadas en el comienzo, es muy difícil que ahora podamos enmendar sus consecuencias.

Sin darse apenas cuenta de lo que hacía, Inés se encontró retorciéndose las manos. Sabía que el estado de Labat no era bueno, pero no había esperado un diagnóstico tan sombrío. Ella había hecho lo que él había prescrito, pero sin conocimientos de medicina, no dudaba que podía haberse equivocado.

—Algo podrá hacerse —conminó Mouret al doctor en un tono que fue casi una orden.

—Bueno, en primer lugar deberíamos conseguir que bajara la calentura.

—Eso puede conseguirlo en el hospital.

—No. No creo que llegara vivo. Hay que esperar a que la herida cicatrice algo más y que baje la calentura. De otra manera no estoy dispuesto a asumir la responsabilidad de su traslado.

Ambos hombres se miraron con decisión. A pesar de su antipatía por aquel hombrecillo arrogante, Inés tuvo que reconocer su valentía al enfrentarse con el coronel. Decidió intervenir.

—¿Entonces está sugiriendo que es mejor no moverlo por ahora? —preguntó con toda la humildad que fue capaz de fingir.

El doctor la miró con el mismo aspecto desdeñoso que había mantenido desde su llegada.

—Eso es. Y también digo que hay que sangrarle a diario y mantener una dieta estricta. Pero yo no puedo andar yendo y viniendo de la ciudad para comprobar qué tal se encuentra. Eso está fuera de discusión —concluyó con arrogancia.

Inés inspiró hondo. Antes de que el doctor llegara había creído que el traslado de Labat era lo mejor para él. Pero si había cualquier mínima duda sobre la conveniencia de hacerlo, no pensaba arriesgar su vida por una cuestión de comodidad para ella.

—Si es lo mejor para él, lo dejaremos aquí. Pero en cuanto al resto —cruzó las manos en su regazo—, me temo que él no desea que lo sangren. Lo dijo antes de perder el conocimiento.

—¿Ah, sí? —El mal humor del médico se acentuó ante la insolencia de la joven—. ¿En qué condiciones se hallaba cuando dijo eso?

—Herido, pero consciente. Y fue muy claro al respecto.

—¿Ah, sí? —volvió a repetir, aún más enfadado, pero también algo desconcertado por el descaro de la muchacha—. ¿Me está diciendo que si este hombre se queda aquí piensa contravenir mis indicaciones? ¿Aun a riesgo de que muera?

Aquellas palabras hicieron que Inés dudara, puesto que en verdad decidir aquello iba más allá de lo que ella debería permitirse. Al fin y al cabo, no era familiar de Labat, ni tenía ninguna idea de medicina. Pero algo dentro de ella le decía que el criterio de Labat era más acertado que el de Aguirre.

—¿Cuántas probabilidades diría usted que tiene de recuperarse, doctor? —intervino Mouret tras la vacilación de la joven.

—Pocas —sentenció el doctor agriamente—. Muy pocas, si no se atienden mis indicaciones. Si no se evacúan de su cuerpo los humores sanguíneos perturbados, acabará falleciendo.

Inés apretó los labios, consciente de la sombría complacencia con que el doctor había lanzado su agorero pronóstico. Cuanto más le llevara ella la contraria, más se reafirmaría en que había pocas posibilidades. Claro que tal vez tuviera razón; al fin y al cabo, ella no sabía nada de medicina.

—Si hay pocas posibilidades, entonces no tiene sentido someterlo a ese procedimiento contra su voluntad —alegó, procurando sonar razonable y tranquila.

—Entonces lo estaría condenando a una muerte segura.

El tono terminante hizo que la resolución de Inés flaqueara. Desvió la mirada hacia el hombre que yacía en la cama, sumergido en la fiebre y ajeno a su discusión. ¿Qué diría él en aquellos momentos? ¿Aún mantendría que no deberían sangrarle, que no deberían arroparle, que no deberían imponerle ayuno? ¿Quién era ella para decidir sobre aquello?

Su titubeo provocó una leve sonrisa en Mouret.

—Realmente parece una decisión complicada. Y además no deseo someterla a la necesidad de cuidar de él durante semanas.

—No es molestia —contestó sin volverse, ensimismada en la contemplación de Adrien. Había comenzado a revolverse inquieto sobre la almohada, como si él también quisiera opinar sobre aquello.

—Su buen corazón habla por usted, como siempre, mi querida Inés. En fin, si cree que es mejor atender la voluntad de Labat que confiar en el criterio de Aguirre, así se hará. Al fin y al cabo, supongo que no es uno de los franceses que desearía ver muerto, n’est-ce pas?

Inés alzó una mirada firme hacia el coronel, sin atender la suave burla que curvaba sus labios.

—No deseo que muera nadie más, coronel, sea cual sea su país.

Entonces un sonido parecido a un gemido escapó de los labios de Adrien. Abandonando la conversación con Mouret, Inés se volvió con celeridad y se inclinó hacia él.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Mouret con calma, llegando tras ella y colocándose a su espalda.

—Algo así como amé —explicó el doctor Aguirre, con el ceño fruncido.

Pero Inés negó con la cabeza; había entendido bien las palabras. Una repentina rigidez pareció alcanzar su columna, y ni siquiera el calor que el cuerpo de Mouret, casi pegado a ella, irradiaba sobre el suyo, consiguió que encontrara la voluntad para protestar.

Con el corazón latiendo alborotado en el pecho, se irguió. Mantuvo un tono de voz cuidadosamente inexpresivo al volverse con tranquilidad hacia Mouret.

—En realidad deliraba sobre una tal Aimée.

Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, sostuvo con firmeza la mirada de Mouret, y ni siquiera la ráfaga de triunfal complacencia que iluminó sus fríos ojos consiguió desequilibrarla.

—Una pena que él esté soñando con una mujer, en vez de con el ataque —señaló él con cierta satisfacción—. Un amor contrariado tal vez explique ese carácter tan agrio que tiene, pero saberlo no nos hará avanzar en nuestras investigaciones. En fin, veo que aquí no podemos hacer más por el momento. Doctor Aguirre, antes de irnos, vaya a ver a ese hombre… ¿Cómo dijo que se llamaba, Inés? ¿Pascual?

Inés no puso evitar sobresaltarse.

—Sí, pero el doctor Labat ya le examinó. No es necesario que el doctor Aguirre se moleste.

Pero como su conciencia gritaba que no tenía derecho a rechazar ninguna ayuda para Pascual, su vacilación fue tan clara que hizo sonreír al coronel.

—Una segunda opinión no hace daño, ¿no cree? —dijo, indicando con cortesía el camino hacia la puerta.

Sin saber si el ofrecimiento de Mouret se debía a que deseaba congraciarse con ella, o a que desconfiaba de la explicación sobre la presencia de Labat el día del ataque, Inés vaciló. Pero temiendo que una negativa alimentara sus sospechas, finalmente se decidió a acompañar a los hombres al cuarto de Pascual. Para su desolación, Aguirre no necesitó examinar al hombre más de un minuto para explicar a ambos, en un aparte, que era casi un milagro que su corazón continuara latiendo. La constatación de aquello que tanto temía llenó los ojos de Inés de lágrimas, y su dolor pareció convencer a Mouret de que las cosas habían sido tal como se las había contado.

Cuando al fin los franceses se fueron, Inés se sentía agotada. Para su alivio, también Martín partió al poco. Deseaba estar a solas. La complacencia del coronel al escuchar a Labat llamando a aquella Aimée había sido tal que Inés se había sentido molesta. Era como si Mouret estuviera celoso de Labat, pero aquello era absurdo. Ella no sentía nada por el francés, salvo agradecimiento porque le hubiera salvado la vida, pero menos aún sentía el francés por ella. Sentada de nuevo junto al cabecero, se repitió que era el agradecimiento lo que la llevaba otra vez a vigilar desde aquella silla infernal, intentando evitar cualquier movimiento brusco que abriera más aquella herida que Aguirre le había reprochado no haber cerrado por completo. Las heridas del estómago solían ser mortales, había dicho; pero Inés creía firmemente que, si aquella lo hubiera alcanzado, Labat lo habría sabido y se lo habría dicho. La herida era fea, pero no mortal.

O tal vez eso era lo que quería creer, meditó posando de nuevo la mano sobre la frente del francés. Desalentada, pensó que seguía ardiendo como metal al fuego. Iba a apartarse de él cuando sus labios volvieron a moverse.

«Aimée…».

Inés respiró hondo, tratando de encerrar en lo más profundo de su ser la decepción que la había embargado al escuchar de nuevo el nombre de aquella mujer en sus labios. Pero entonces él continuó hablando, y la decepción se transformó primero en confusión, y luego en un agudo dolor.

Pues, para su total estupor, el médico había hablado en inglés. Y aunque ella apenas entendía algunas frases y palabras en ese idioma, no tuvo ninguna duda de lo que significaban aquellas palabras que se le clavaron en el alma como puñales.

«No me dejes…».

«Perdóname…».

«Te quiero».

—¿Se puede saber qué te pasa hoy? —preguntó Elvira la tercera vez que Inés dejó caer la ropa que estaban tendiendo en el patio trasero.

Con un gesto de frustración, Inés metió bajo el pañuelo el mechón de pelo que se empeñaba en escapar y caer sobre su mejilla, y se agachó para tomar la punta de la sábana.

—Nada —contestó, ceñuda, estirando la tela y depositándola sobre la cuerda a la vez que la anciana.

—Seguro —fue el comentario mordaz de la mujer antes de asegurar la tela a la cuerda—. Como si yo no te conociera desde hace años.

Inés la miró de soslayo mientras tomaba el canasto de paja.

—Será el cansancio.

—Eso será…

Ambas se encaminaron a la entrada de la cocina.

—Voy a subir de nuevo.

—¡Pero si acabas de bajar! Espera al menos a que te sirva un plato de cocido.

—Quiero ver qué tal sigue. Ya ha estado solo mucho tiempo.

La anciana se detuvo en la entrada de la cocina con los brazos en jarras.

—¿Pero cómo quieres que siga? Estará bien, niña. ¡Mejor que tú, si te empeñas en no comer! Tienes que estar muerta de hambre…

El rugido de su estómago hizo que Inés callara. Aunque le fastidiase, Elvira tenía razón. Solo había bajado aquella mañana para asearse un poco y tomar un pedazo de pan y un vaso de leche, y había vuelto a la habitación de Labat en cuanto había podido. Y no solo estaba muerta de hambre; el cansancio parecía pesar en todos y cada uno de sus huesos, pero eso era algo que no iba a confesar a la anciana.

—Bueno, comeré un poco —aceptó a regañadientes—. Pero en cuanto acabe, subiré.

La siguió hasta la mesa, y cuando la anciana depositó ante ella el humeante cuenco de legumbres y tocino, tuvo que admitir que, más que hambrienta, estaba desfallecida.

—La herida no es mortal, Inés —advirtió la mujer al cabo de un rato, al ver cómo la joven devoraba la comida.

—Lo sé —admitió, dando un mordisco al pan—. Sé que debería sanar. Pero esa fiebre… Perdió demasiada sangre. No debí dejarle que volviera cabalgando.

La anciana lanzó un bufido y tomó su plato para llevarlo al barreño.

—Lo que faltaba. Como si tú pudieras decirle a un hombre como ese lo que puede o no hacer. —Introdujo el cuenco en el agua y se volvió hacia ella—. Mira, cariño, tú no eres responsable de lo que le ha sucedido al francés. Si intervino, lo hizo por algún motivo que solo a él concierne.

—¿Y qué me importa el motivo, Elvira? Si él no llega a intervenir… La única verdad es que está herido por salvarme la vida, y yo debo devolverle el favor. Eso está fuera de toda discusión, y…

Un ruido de pasos sobre las losas del patio hizo que callara bruscamente, mientras ambas se volvían hacia la puerta del patio con cierto temor. Cuando la conocida voz de Martín llegó hasta ellas, respiraron aliviadas.

—Buenas tardes —saludó el joven, asomando la cabeza por la puerta entreabierta.

—Nos has dado un susto de muerte. ¿Qué haces aquí? —preguntó Inés.

—He venido para ver qué tal sigue todo y traerte un mensaje de tu hermana.

Inés abrió los ojos, sorprendida.

—¿Cuándo has visto a mi hermana?

—Esta mañana. He ido temprano a Vitoria y la he visto en la plaza Nueva con tu tía. Me ha pedido que te diga que está pensando venir para ver a Pascual.

—¡De ninguna de las maneras! No pienso permitir que venga hasta aquí. Ya puede ir quitándose esa idea de la cabeza.

—Pues a mí me parece que está muy decidida.

—Seguro, pero a menos que algún entrometido se ofrezca a acompañarla, no se atreverá a venir sola —contestó con aspereza.

El joven dejó escapar una carcajada.

—En realidad me pidió que la trajera, pero sabía cómo te pondrías… Así que le dije que no. Aunque supongo que insistirá.

—Y volverás a decirle que no.

—Bueno, tu hermana es tan terca como tú, y estoy seguro de que buscará la manera de venir, si es lo que quiere.

Inés apretó los labios. Lo único que le faltaba era tener también que ocuparse de Clara en aquellos momentos.

—Pues gracias por el recado, Martín —respondió con cierta tirantez—. Ahora, si me disculpas, voy a ver qué tal sigue Labat.

Se levantó de la mesa y el joven se colocó a su lado.

—En realidad también he venido para verlo. ¿Puedo acompañarte?

Inés se encogió de hombros y se dirigió al cuarto, seguida por el joven. Allí se apoyó contra la pared mientras él se acercaba a la cama.

—¿No ha despertado?

—De vez en cuando abre los ojos, pero no creo que sepa siquiera dónde está.

Martín asintió, y permaneció observándolo.

—¿De qué le conoces? —preguntó Inés de súbito, y su pregunta pareció pillar por sorpresa al joven.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué voy a querer decir? Que ya le conocías antes de encontrarlo herido el otro día, y te pregunto de qué.

—He ido en alguna ocasión al hospital —murmuró evasivamente.

—Me pareció que le conocías de algo más que una simple visita.

—Bueno, es médico, ¿no? Le he consultado alguna cosa.

—En la habitación le llamaste Adrien.

—Pero ¿a qué viene este interrogatorio? —Martín se volvió con asombro, pero Inés captó claramente la culpabilidad que trataba de disimular.

—Solo quiero saber por qué le conoces tanto.

—Porque me ha tratado alguna vez como médico. Y antes de que me preguntes —cortó con la mano—, son asuntos que solo atañen a los hombres y no estoy dispuesto a tener que explicártelos. Hasta ahí podíamos llegar.

Inés cruzó los brazos. No se creía ni una palabra de aquello.

—Además —prosiguió él, molesto—, ¿qué te importa a ti por qué nos conocemos?

—Estoy alojando a un hombre del que apenas sé nada. ¿No te parece suficiente motivo?

—Pues si está alojado en casa de tus tíos, no creo que lo que yo pueda decirte te ayude a conocerlo más de lo que ya habrás hecho hasta ahora.

El rostro de Inés enrojeció visiblemente.

—No es un hombre fácil de conocer —musitó, recordando las palabras que el médico había pronunciado en su delirio, en un idioma que no había esperado que hablara.

—Lo dices porque es francés —contestó Martín sin entender sus recelos—. Pero si puede tranquilizarte, te diré que es un hombre en el que puedes confiar. Aunque habría creído que él ya se había ganado tu confianza al defenderte como lo hizo.

Inés no contestó. Ambos permanecieron en silencio hasta que ella cayó de repente en la cuenta de otra cosa que no encajaba.

—Además, vinisteis por el mismo camino.

Esta vez, la incomodidad del joven fue palpable.

—Bueno, ¿y qué?

Inés lo miró con recelo y un nuevo temor. Había dejado el dinero en la ermita, y ellos estaban cerca. ¿Por qué? ¿Era casualidad? ¿O acaso aquel francés…? Había abierto la boca para hablar de nuevo cuando el rostro habitualmente amable del joven se oscureció.

—Inés, no sigas.

Inés parpadeó, desconcertada por la exigencia de Martín.

—¿Que no siga? Pienso seguir lo que me parezca.

—No, no lo harás. Se acabó el interrogatorio. Él atendía a Pascual, al oír disparos salió corriendo y cuando lo encontraste estaba herido. No hay más que decir.

—¿Te estás riendo de mí, Martín? —preguntó sin salir de su asombro. Y añadió con mordacidad—: Estuve allí, ¿recuerdas?

—Eso me da igual. Eso fue todo lo que pasó, y quiero oírtelo decir, por tu bien.

Tuvieron que pasar unos segundos hasta que Inés pudo reaccionar. Jamás había visto aquella expresión en el rostro de Martín. Lo conocía desde niño, o eso creía. Pero, ahora, la manera en que le hablaba, su estrecha relación con el francés…

—¿Me estás amenazando? —preguntó a medio camino entre la sorpresa y la indignación.

—No. Te estoy pidiendo que olvides lo que sucedió —dijo él, bajando la mirada con evidente incomodidad—. Porque solo debe haber una versión, Inés.

Ella lo contempló con dureza. Habría jurado que Martín era de los suyos, pero todo el mundo sabía que los franceses pagaban muy bien la delación. Eso explicaría que la partida de soldados hubiera aparecido por allí aquel día. Y habían estado a punto de capturarla.

Pero si así fuera, ¿por qué Labat la había salvado? ¿Y por qué llamaba a la mujer de sus delirios en un idioma que no era el suyo?

Aún no tenía todas las respuestas, pero acabaría averiguando lo que sucedía. Conteniendo a duras penas su resquemor, se acercó a la cabecera y tomó la silla, dispuesta a cumplir con su deber.

—¿Crees que está mejor? —preguntó él al cabo de un rato, intentando congraciarse con ella.

—No lo sé. Eso espero —contestó con frialdad, colocando la mano sobre su frente—. Sigue teniendo fiebre, pero creo que ya no es tan alta.

Entonces, como si aquellas palabras hubieran conseguido atravesar el velo de su inconsciencia, Adrien Labat se revolvió sobre la almohada, murmurando.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Martín con el ceño fruncido.

Inés apretó los dientes.

—Aimée. Ha dicho Aimée. A menudo habla de esa mujer.

—¿Sí? A mí nunca me ha hablado de ninguna mujer.

Inés se mordió la lengua para no preguntar por qué un médico al que había consultado ocasionalmente iba a hablarle de sus amores contrariados. Pero no tenía ganas de discutir más, y calló. Fue Martín quien habló de nuevo.

—¿Y delira también sobre otras cosas?

Inés le dirigió una mirada especulativa; sabía que el tono casual de Martín no era en absoluto lo despreocupado que aparentaba, pero no iba a compartir con él más información.

—No. Nunca le he escuchado algo diferente.

—Ya.

Martín permaneció unos momentos más en la habitación, antes de despedirse prometiendo que volvería al día siguiente. Inés no le acompañó a la entrada, y cuando por fin estuvo sola tomó la palangana y la esponja, y se dispuso a refrescar el cuerpo ardiente del herido. Poco a poco, su furia se fue desvaneciendo, a medida que recorría con la tela humedecida sus brazos, sus manos, su pecho, el contorno de la herida… Una actividad que, lejos de incomodarla, había acabado por convertirse en un ritual tranquilizador que le recordaba que, aunque fuera a aquella mujer a quien añoraba, era ella quien tenía la posibilidad de salvarle la vida.