15
Cuando el grupo de soldados llegó ante la puerta de la casa de los Mendívil, Inés había recuperado a duras penas el control. Aun así, cuando el coronel descabalgó en la entrada y tendió la mano para ayudar a Clara a bajar del coche, Inés tuvo que apretar los dientes para no decir algo de lo que más tarde pudiera arrepentirse.
Su hermana estaba radiante, luciendo un vestido color verde agua con bordados de raso negro y un pequeño sombrerito que resaltaba los destellos color miel de su cabello castaño. Parecía mayor de lo que Inés hubiera visto nunca, y sonreía con tal afecto…
Cuando se acercó corriendo hasta ella y le dio un caluroso abrazo, estuvo a punto de olvidar su tremendo enfado ante la imprudencia de que hubiera venido a Albizu.
Pero solo a punto.
—Vas a necesitar una buena explicación para haber venido sola con estos hombres —susurró entre dientes. La joven rio, en absoluto preocupada, e Inés se volvió hacia su acompañante—: Coronel, espero que no se ofenda si le digo que traer aquí a mi hermana no ha sido una decisión muy acertada.
Mouret se inclinó sobre su mano con cortesía.
—Créame que, si hubiera podido, lo habría evitado. Pero su hermana estaba tan decidida a venir que temí que, si no la acompañaba yo, pudiera hacer algo tan insensato como lo que hizo usted viniendo con Labat a escondidas de su familia.
Un sexto sentido previno a Inés de que debía evitar cualquier discusión sobre Labat con aquel hombre.
—Le agradezco entonces las molestias que se ha tomado, coronel, pero comprenda que habría preferido que mi hermana hubiera permanecido en casa de mis tíos.
—¿Sí? Lo comprendo. Es una lástima, entonces, que su hermana se crea capaz de tomar sus propias decisiones con tanta libertad como usted.
—Pero es que tenía que venir, Inés —intervino Clara sin rastro de arrepentimiento—. Él intentó disuadirme, pero yo quería ver a Pascual, y le dije que vendría aunque fuera sola. Por cierto, ¿qué tal está?
—Igual —contestó Inés a regañadientes, negándose a ser distraída del tema—. No puedo creer que la tía te dejara. ¿Y el tío Tomás?
—En Burgos. Luego te cuento, pero ahora me gustaría ver a Pascual, así que si no te molesta subiré un ratito. ¿Te importaría encargarte tú de que el coronel y el capitán Arnaud puedan descansar antes de partir? Han sido realmente amables al acompañarme y me temo que este calor les haya resultado muy molesto. Les estoy agradecida de verdad, caballeros. —Y con una breve reverencia hacia los hombres, se volvió para entrar en la casa.
Sorprendida por la desfachatez de su hermana, Inés se volvió hacia el grupo tratando de mostrar cortesía.
—Mi hermana tiene razón, me temo que estoy siendo una anfitriona muy negligente. Sus hombres pueden descansar en el patio, coronel, ya lo conoce. No dispongo de cerveza para ofrecerles, pero sí algo de sidra, o si lo prefieren, pueden refrescarse con el agua del pozo. En cuanto a usted y al capitán, si desean acompañarme al salón, podré ofrecerles una copa de jerez.
—Es usted muy amable, mademoiselle. Será un placer aceptar su ofrecimiento. —Mouret se volvió hacia el capitán Arnaud, que ya estaba dispuesto a seguir a Inés, y dijo en tono seco—: Pero estoy seguro de que el capitán preferirá quedarse con sus hombres, ¿no es así?
La dura mirada que le dirigió hizo que la sonrisa del joven decayera, y apenas pudo balbucear su conformidad antes de que Inés y Mouret entraran en la casa.
Con un suspiro de impaciencia ante la descarada maniobra, Inés acudió a la cocina para solicitar a Elvira que atendiera al capitán Arnaud y le ofreciera lo que buenamente pudiera encontrar en la desprovista bodega. Luego se reunió de nuevo con el coronel en el recibidor y ascendió las escaleras hacia el salón, donde ella misma preparó un par de copas de jerez.
—Supongo que podrá disculpar que apenas haya nadie para atenderles, coronel. Ya ha visto que Elvira estaba preparando la cena y no hay ninguna criada que nos ayude. No será cómodo para Clara estar aquí.
—Si no es cómodo para su hermana, tampoco para usted, Inés.
Tendió la copa al hombre y se sentó frente a él en la butaca. Los ojos del coronel brillaban con alguna emoción que ella no fue capaz de descifrar por completo.
—No es lo mismo —replicó, intentando sonar convencida—. Pero aunque no esté de acuerdo con que la haya traído, sí que puedo agradecerle las molestias que se ha tomado por ella, coronel. Doce soldados a caballo es una visión que impone respeto.
Una mueca complacida se reflejó por un instante en el semblante del coronel, que sin embargo replicó con perfecta impasibilidad:
—A estas alturas esperaba que comprendiera que lo he hecho por usted, y ninguna cosa que pueda hacer por usted será jamás una molestia. Por otra parte, el gobernador está ansioso por evitar que los bandoleros se asienten en la zona, Inés, y yo me encargaré de que así sea.
Inés no disimuló su sobresalto al preguntar:
—¿Es que este destacamento se va a quedar aquí?
Una de las comisuras de la boca del hombre se alzó levemente.
—¿Sería eso mucho problema?
Ella permaneció en silencio, intuyendo que la estaba poniendo a prueba. Él amplió su sonrisa.
—Esté tranquila, Inés. Solo estamos camino de Laguardia. Nos hemos desviado un poco para traer a su hermana. Volveremos dentro de dos días, y entonces ella nos acompañará. Y usted también debería volver con nosotros. Le repito que si las condiciones en las que deben vivir aquí no son adecuadas para su hermana, tampoco lo son para usted.
—Aprecio su preocupación, coronel, pero ya le he dicho que no es lo mismo. Además, no creo que el doctor Labat esté repuesto para entonces. Ha recuperado la conciencia, pero sigue muy débil.
—Y, por supuesto, usted lo cuidará, ¿no es así? —Sonrió con burlona resignación—. Al final me dará la razón y reconocerá que es un hombre afortunado. —Se levantó y dejó la copa vacía sobre la mesilla—. Bien, aunque adoro charlar con usted, si Labat ya se ha despertado iré a hablar con él. Tenemos que partir en breve si queremos llegar a tiempo a nuestro destino, y estoy ansioso por saber qué tal se encuentra.
Ignorando la suave ironía, Inés también se puso en pie, y sin palabras condujo a Mouret hasta la habitación de Adrien. El médico descansaba con los ojos cerrados, pero para su alivio no había ni rastro de Martín.
—Está descansando —murmuró.
—No estoy dormido. —La voz fatigada de Adrien Labat llegó hasta ellos cuando abrió los ojos—. Buenas tardes, Mouret. Así que ha venido a comprobar qué tal me encuentro…
Aunque el tono debilitado del médico no parecía encubrir ningún sarcasmo, la duda oscureció el semblante de Mouret.
—Ya veo que se encuentra mejor —dijo con recelo, sentándose junto a la cama—. El general Barrere le envía sus mejores deseos de recuperación, y desea que le transmita que…
Sin hacer ruido, Inés cerró la puerta y bajó las escaleras reconfortada. Había sentido cierta aprensión al conducir al coronel ante Labat, y la fragilidad de la voz que los había recibido debería haber acrecentado sus miedos. Pero no había sido así; la aparente debilidad del médico no conseguía ocultar la tenacidad y determinación de su carácter, e Inés comprendió que mientras él llevara las riendas, ella estaría a salvo.
Algo más tarde, cuando el destacamento de dragones salió de Albizu hacia Laguardia, Inés no pudo reprimir un suspiro de alivio. De pie junto a ella ante la puerta, Clara tomó su brazo con afecto.
—Te agrada tan poco como siempre, ¿verdad?
El rumor de los caballos se fue haciendo más lejano, a medida que los robles del camino comenzaron a ocultar las figuras de los jinetes. Inés esperó hasta que dejó de escucharse, y entonces se volvió hacia ella con severidad.
—Si te refieres a Mouret, sí. Si te refieres al hecho de que te arriesgues de esta manera, también. ¿Se puede saber en qué estabas pensando para venir aquí? ¿Qué historia es esa de Burgos?
Pero su tono seco no pareció intimidar a su hermana.
—¿Vamos al salón? Comienza a hacer fresco.
Solo porque sabía que aquel no era el lugar más adecuado para discutir, Inés aceptó seguirla. Después de dejar a Mouret con Adrien, había encontrado a su hermana y a Martín en la habitación de Pascual, charlando y riendo. El anciano sonreía y tosía alternativamente, pero su placer ante aquella visita era tan innegable que Inés no se sintió con fuerzas para hacerles salir, así que los había dejado entretenidos y había acudido a asegurarse de que los soldados no tenían —ni causaban— problemas. El capitán Arnaud la había recibido con evidente deleite, y a pesar del malestar de ver a los franceses en su patio trasero, el carácter jovial y risueño del hombre había contribuido a suavizar su semblante tenso.
Al partir, el disgusto de Mouret ante la evidencia de que Inés hubiera añadido al capitán Arnaud a la lista de sus admiradores fue patente. Había bajado de la habitación de Labat pensativo y al parecer poco complacido, y encontrar al capitán riendo en la cocina ante un plato de bizcochos y contemplando a Inés con rendida devoción acabó de agriar su humor. Habían partido al poco, y su recordatorio de que dos días después volverían para acompañar a Clara a su casa sonó tenso y malhumorado.
Inés entró en el salón tras su hermana hasta la zona del estrado. Clara se dejó caer sobre un escabel bajo y ella se acomodó en un mullido almohadón, con las piernas cruzadas bajo la falda.
—Bien, ahora me contarás cómo se te ha ocurrido venir —comenzó sin apenas paciencia.
—¿Estás muy enfadada conmigo?
Inés la contempló con malestar. Clara sonreía, en absoluto arrepentida o temerosa de su reacción. Pero la dulce sonrisa del rostro de su hermana nunca la dejaba indiferente, y su respuesta fue más suave que la que rondaba su cabeza.
—Estás aquí, así que ya no tiene sentido estar enfadada. Cuéntame qué sucede.
—¿Por qué tendría que suceder algo? Estaba preocupada y quería ver a Pascual.
Pero cuando Inés la miró, su hermana no fue capaz de sostener su mirada.
—Ya —contestó Inés, sopesando lo extraño que era aquello. Al cabo de un rato, continuó—: ¿Qué es eso de que el tío se ha ido a Burgos?
—Pues que se ha ido. —Se encogió de hombros—. Le mandó llamar su amigo Urquijo, el ministro. Al parecer están muy preocupados con el asunto de Bilbao y quieren intentar solucionarlo sin derramamiento de sangre. Él y algunos otros decidieron acudir a hablar con él. Salieron hace dos días.
—¿Y solo por eso permitió que vinieras?
—Bueno, por eso y también porque tía Teresa tenía que ir.
—La tía odia viajar.
—Sí, pero al parecer las esposas de los otros hombres estaban allí y el tío le pidió que fuera. Por lo visto han llegado muchos generales desde Nápoles, algunos con sus esposas, y las tropas que salieron de Madrid se han reunido allí con el ejército de Bessieres. No debe caber ni un alma más en Burgos —explicó con una risita, pero su hermana no se sintió capaz de compartir su sentido del humor—. Vitoria está llena de rumores sobre la situación en la que quedarán los franceses si no pueden volver a entrar en Bilbao. Algunos dicen que tendrán que retroceder hacia la frontera. Y la tía pensó que era mejor que no estuviera sola, si eso sucedía. Así que me dijo que fuera a Burgos con ellos, pero ya que solo iban a ser un par de días, le dije que prefería venir aquí.
—Precisamente porque solo son un par de días me extraña más que la tía te permitiera venir. Ni siquiera ella puede pensar que el ejército de Cuesta liberaría Vitoria en un par de días, con todas las fuerzas francesas que hay tras las murallas.
—No, pero no puedes negar que esa situación sería muy incómoda si sucediera y yo me quedara sola allí.
Inés dejó escapar un suspiro de impaciencia. Aquello era verdad, pero seguía resultándole muy extraño que sus tíos hubieran acudido a Burgos sin su hermana.
—Al menos podía haberte acompañado ella —añadió al cabo de un rato—. O haber hecho que te acompañara Flora.
—Supongo que lo habría hecho de ser necesario, pero el viaje se preparó en muy poco tiempo y no creo que fuera necesario desviarse de su camino por algo tan insignificante. Y Flora lleva dos días en casa de su madre; por lo visto la mujer se cayó y tiene algún hueso roto. Además, cuando la tía todavía dudaba si permitirme venir a Albizu, el coronel Mouret acudió a casa de visita y al escuchar los planes enseguida se ofreció a escoltarme en persona. Y aunque denegué su ofrecimiento con educación, insistió. De todas formas, era la mejor solución.
Con los labios apretados, Inés fue muy capaz de creer que Mouret hubiera insistido, pero seguía pensando que su tía no accedería a separarse de su sobrina con tanta facilidad.
—Bien, ¿y cuánto insististe tú para venir?
—Algo. —Clara sonrió sin timidez, aunque un ligero rubor tiñó sus mejillas—. Quería venir.
—Para ver a Pascual.
—Sí. Y para darte esto. Sabía que querrías verlo.
Inés contempló cómo su hermana sacaba un papel de la chaqueta y se lo tendía. El corazón comenzó a latir acelerado en su pecho.
—Sí. Es del tío Germán —confirmó su hermana, ante su mirada inquisitiva—. No te preocupes, está bien.
Con un nudo en la garganta, Inés tomo los papeles y los desdobló. Durante unos minutos, sumergida en las palabras de su tío, todo lo que la rodeaba dejó de existir.
La carta había sido escrita hacía tres semanas en León, ciudad donde se habían refugiado parte de los supervivientes de la batalla de Medina de Rioseco. Su tío había arribado a Asturias justo al tiempo de aquella dolorosa derrota, y había partido hacia el sur para buscar a los supervivientes que se habían dirigido a León y Astorga. Y a pesar de la aspereza con que opinaba sobre la derrota sufrida —inevitable, apuntaba, ya que los generales no supieron desplegar correctamente sus tropas sobre el terreno—, nada decía de regresar a casa. Al contrario, hablaba de unirse al ejército de Galicia, y en cuanto fuera posible, retomar la lucha.
—Ya has visto que está bien. —La voz suave de su hermana le hizo volver al presente—. No debemos preocuparnos.
Inés no contestó, y volvió a comenzar la lectura, tratando de captar el sentido exacto de las palabras del hombre, de descifrar sus emociones, sus estados de ánimo. Pero las frases eran pragmáticas, concisas, y nada nuevo pudo encontrar en ellas.
—Y ahora —continuó Clara, con aún mayor suavidad—, ¿estás menos disgustada porque haya venido?
Doblando las hojas, Inés inspiró hondo. Claro que agradecía aquella carta que había aplacado, siquiera por unos momentos, sus temores. Pero seguía pareciéndole muy extraño que Clara hubiera preferido cumplir aquel cometido antes que acudir unos días a Burgos, donde se concentraban la Corte y la flor y nata del ejército francés en la Península. Sin embargo, por otro lado, tenía que reconocer que era mucho mejor que su hermana no tuviera que encontrarse con un montón de oficiales franceses de dulce acento y gallardos uniformes. Para su gusto, ya era demasiado amable con los franceses sin aquel incentivo.
Iba a contestar que sí cuando, al escuchar los pasos firmes que avanzaban desde la puerta, Clara volvió la cabeza con celeridad y, sin apenas ninguna duda, llamó al hombre que se acercaba.
Y de golpe Inés lo comprendió todo.
Martín se acercó, aceptando la invitación a sentarse con ellas, y el destello de adoración en los ojos castaños de Clara dejó a Inés sin respiración. Aturdida, intentó comprender cómo había pasado aquello ante sus narices en tan corto espacio de tiempo. Sabía que Clara le había invitado a cenar en la ciudad, y que otro día también se habían encontrado; al mencionar Martín aquellos hechos, ella había recelado, sí, pero no habría creído realmente que él podría tomar en serio la infantil fascinación de Clara. Tampoco ahora daba muestras de hacerlo, pero Inés era consciente de la diferencia que había entre ignorar a una niña soñadora y tímida o hacerlo con la joven hermosa en que su hermana se había convertido.
Volvió a mirarlos, ceñuda. Sentado en la gruesa alfombra, Martín se hallaba apoyado contra la pared, con el brazo descansando sobre una rodilla doblada, mientras su otra pierna se extendía relajada sobre la alfombra. Reía de algo que su hermana había dicho, y la impresión de que ambos compartían un mundo al que ella era ajeno puso un nudo en su garganta.
No era que Martín no fuera suficiente para Clara, aunque sabía que ella podía aspirar a mucho más que a un pequeño propietario de tierras difíciles de cultivar. No era la unión que habría deseado para su hermana, pero tampoco la habría mirado con excesivo desagrado… hasta el día anterior. La víspera, y aunque no había llegado a averiguar por qué él y Labat estaban juntos en aquel camino, sí que había comprendido a la perfección que Martín no era el joven risueño, despreocupado y algo simple que aparentaba ser. Y en aquellas condiciones, su creciente intimidad con Clara no podía ser aceptada de ninguna de las maneras.
Después de la frugal cena, a la que Clara había invitado a Martín antes de que su hermana pudiera evitarlo, Inés tomó la bandeja con el cuenco de comida y la tisana para subir a la habitación de Adrien. Fuera porque en verdad tenía temas de los que ocuparse, o por el ceño que apenas había abandonado el rostro de Inés durante la reunión, Martín había decidido marcharse justo después de que la cena acabara.
Inés lo había visto partir con alivio, y aunque una parte de sí le decía que tal vez estaba siendo injusta con el joven, el resto respondía que él bien podría haberle dicho lo que sucedía, si nada tenía que ocultar.
Subió los escalones intentando comprender cómo era posible que Clara, que no veía a Martín desde hacía un par de años, pudiera haberse sentido atraída por él de manera tan irresistible en apenas dos días cuando, al abrir la puerta y contemplar al hombre que se hallaba medio incorporado en la cama, la vocecilla interior que a veces atormentaba su conciencia comenzó a reírse a carcajadas.
¿Y era ella quien preguntaba aquello?
Detenida en el umbral de la puerta, un silencioso lamento escapó de sus labios. Adrien se hallaba recostado contra el cabecero, intentando enrollar alrededor de su herida una tira de lienzo blanco. Su pecho brillaba, perlado de sudor, mientras flexionaba y estiraba los brazos a medida que pasaba la tira sobre su abdomen. Resultaba tan turbador contemplar aquel cuerpo semidesnudo, la piel satinada cuyas imperfecciones había aprendido a conocer en apenas dos días, los músculos tensos y relucientes en aquel atardecer cálido de verano; y a la vez, era tan fascinante…
Se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, de que se había detenido paralizada en el umbral, intentando no hacer ningún movimiento que rompiera el embrujo de aquel momento prodigioso. ¡Y era ella quien preguntaba cómo era posible sentir en apenas unos días una fascinación tan brutal, inconveniente e implacable!
Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, dio un paso dentro de la estancia. Adrien levantó la cabeza hacia ella y la miró sin decir nada.
—Le traigo la cena —anunció pasando junto a él para colocar la bandeja sobre la mesilla.
Pero cuando la hubo dejado, permaneció indecisa un instante; verlo de aquella manera la alteraba, aunque quisiera ignorarlo, y lo que más temía era que él se diera cuenta del efecto que producía en ella. Aquella vacilación la irritó: no podía permitir que aquel hombre la convirtiera en un ser acobardado e inseguro.
Inspirando hondo, se giró hacia él. La estaba contemplando con detenimiento, pero como siempre sucedía ella no fue capaz de leer en su gesto adusto y severo ninguna emoción, nada que le diera una pista para saber lo que sentía. «¿Así eras con ella, Adrien? —se descubrió preguntándose—. ¿Así, tan inconmovible e indiferente que ella no pudo soportarlo y se fue?».
Un suspiro escapó de su boca antes de poder evitarlo. Atraída por el sonido, la mirada de Adrien se posó en sus labios con lentitud y ascendió desde su boca hasta sus ojos con expresión inescrutable. Inés estuvo a punto de dar un paso atrás, alarmada ante la posibilidad de él descubriera sus sentimientos, sabiendo que aquello era algo que no podía permitir. Haber dejado que la presencia de aquel hombre dictara la cadencia con que latía su corazón ya era suficientemente malo sin que él llegara a saberlo. Que lo comprendiera, después del desprecio del hospital, sería catastrófico. Así que obligó a su mente a tranquilizarse, y con un esfuerzo supremo consiguió que su voz sonara tranquila al romper el silencio.
—He traído su cena —repitió.
Adrien apretó la mandíbula con incomodidad. Se sentía torpe, débil, agotado… Aún mantenía la tira de lienzo en torno a su cadera, porque no había sido capaz de cortar la tela sobrante para anudarla en torno a sí. Dar un par de vueltas a la misma le había costado un mundo, porque sentía las manos atenazadas, como dormidas, y hasta unirlas a su espalda para pasar de una a otra el rollo de tela resultaba un esfuerzo demoledor. La herida le atormentaba con saña cada vez que hacía un movimiento para intentarlo, y cuando ella había entrado en la habitación estaba a punto de desistir del empeño.
Pero por alguna razón en la que no quería pensar, no soportaba que ella fuera testigo de su debilidad.
—Gracias —dijo con mayor sequedad de lo que había pretendido—. Y ahora, si no le importa, quiero descansar.
—¿No desea que le ayude?
Aquella escueta pregunta llenó el corazón de Adrien de un peligroso anhelo, pero su orgullo se impuso: no era capaz de aceptar que le tuviera lástima.
—No. Yo puedo solo, gracias —rechazó, intentando ocultar el agudo dolor que le había invadido al incorporarse más en la cama. Se giró para colocar los pies en el suelo y alargó la mano para mover hacia sí la mesilla.
Cuando Inés vio cómo se crispaba el semblante de Adrien, se inclinó para ayudarlo y sus manos chocaron sobre el mueble. El inesperado contacto la sobresaltó, y elevó la mirada con rapidez para encontrar clavados en ella aquellos ojos grises que parecían brillar con una emoción extraña, furiosa… El calor que desprendía el cuerpo de Adrien pareció fundirse en la piel descubierta de su propio cuello, de su escote, y para su consternación, una especie de fuego líquido se extendió por todo su cuerpo, entrecortando su respiración y dilatando sus pupilas.
Inés bajó con rapidez la cabeza, ocultando su semblante. Se dijo que se estaba comportando como una idiota, reaccionando de aquella manera a su contacto cuando él rechazaba con tal vehemencia su ayuda. Lo que tenía que hacer era dejarle solo, tal como deseaba, y que se las apañara como pudiera.
Deslizó la mesilla hasta colocarla junto a la cama, con cuidado de que nada se derramara, y se incorporó cruzando las manos ante su falda.
—Bien, pues si siente que puede hacerlo solo es buena señal. Vendré más tarde a recoger la bandeja. Si mientras tanto necesita algo, llámenos. Elvira o yo vendremos a atenderle.
Y sin querer comprobar la reacción del médico ante sus palabras, salió de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.
Pero a pesar de lo que se había dicho a sí misma, Inés no se alejó. Aún no. Apoyó la espalda contra la puerta, intentando normalizar su respiración. El hormigueo de su estómago no se había desvanecido todavía, y su cabeza estaba llena de desconcierto. Un gruñido de dolor al otro lado de la puerta le hizo cerrar los ojos, pero no se movió. No era capaz de entender cómo era posible aquello; cómo la vista de sus ojos sombríos y de su cuerpo herido podía hacerle temblar y arder.
Pero no solo era posible: era real, innegable y aterrador.
Y aun así, no era lo peor de todo, reconoció abriendo los ojos cuando el ruido de un objeto cayendo al suelo fue seguido por un crudo juramento en francés. Aún era peor saber que ni el abierto rechazo del hombre había podido borrar la tentación que en aquel mismo momento sentía de irrumpir en la habitación para buscar la manera de que el dolor que la marcha de Aimée había grabado en el corazón de Adrien Labat se disipara.
Pero desear hacerlo y permitirse hacerlo eran cosas muy diferentes. Así que mientras su corazón tiraba hacia la habitación, su mente se obligó a colocar un pie ante ella, y luego otro, y así, poco a poco, consiguió alejarse de la puerta y de la tentación de locura que sería arrojar por la borda su decoro y su orgullo para lanzarse a los brazos de aquel hombre que la rechazaría sin miramientos.
Lo consiguió, y mientras aquella noche se cepillaba el cabello ante el espejo de su tocador, en la penumbra de la noche que prefirió no iluminar, no dejó de repetirse una y otra vez que de ahora en adelante no iba a sentir nada por él, ni agradecimiento. Con lo que estaba haciendo, consideraba que su deuda había quedado saldada.
Pero lo que no consiguió fue evitar que sus sueños se poblaran de temores y que la imagen de unos ojos grises como el humo la atormentara toda la noche, llenando sus pesadillas de una extraña mezcla de frialdad y furor, de exaltación y desconsuelo.