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Caminemos.
Era cierto: víctima de su sobreabundancia y verbal impulso, mencionó su experiencia personal con la noche. De “experimento” la calificó, con un poco de sarcasmo. Prometió, llevado por el caballo invisible de la perorata, contarla más tarde. Pero mención y promesa fueron hechas fugazmente, sin reparar mucho en ellas. ¿Por qué se detenía Actité en una línea accidental? En vez de mirar la figura, se detenía en el paisaje pequeño que trazaban en sus cuadros los pintores renacentistas. Él solía referirse a tantas cosas de paso, sin esperar que en algún instante se le pidiera detenerse en ellas y abundar. Los otros parecían ser más fieles y tener una memoria más activa. ¿Por qué serían tan puntillosos...? Si mencionó el “experimento”, lo hizo por instantánea imposición del recuerdo, para que permaneciera sin desarrollar, semejante a esas larvas que flotan en cualquier conversación, y en los malos escritos. Lo hizo, si el decir era un hacer, sin mucha seriedad. O bien sin compromiso tácito de volver a tratarlo y consagrarle un tiempo oral, como todos los suyos. Orales eran su vida y su obra, y la lengua, su instrumento más perfeccionado. Tendría que recordarles la divisa, si no la única, al menos de las esenciales: trazar en la arena, fundar en el viento. Varias cosas se habían quedado detrás. Las tres razones para releer, enumeradas por Emile Faguet, podían servir de ejemplo. ¿Quedado atrás o detrás...? ¿Dónde...? Cada instante desaparecía, cada momento, según enseñara su maestro Heráclito o según creía entender de sus enseñanzas, y eran agua en el agua. ¿•No quedaron sin mencionar ciertos factores de la conversación? Había cabos sueltos, medusas, o más exactamente, sargazos, sobre los enemigos del conversar. ¿Acaso iría viendo Actité la cosa?. Él se entregaba a las incitaciones del momento, seguía una estela en el río heraclitense, y luego otra distinta, y luego iba en pos de la contraria, pues siempre imaginó dicho río con dos direcciones opuestas. Al final estaba seguro de que afluentes y corrientes opuestos confluirían en uno solo. Si así ocurriera, tendrían una manera singular de permanencia, insospechada por el filósofo griego. Aristarco sonrió de repente. Se preguntaba si esa parte dedicada a la permanencia de lo que fluye, si tal síntesis dialéctica, se habría perdido, no en el río, sino con la desaparición de los cuantiosos manuscritos del propio Heráclito.
La petición de Actité podría tener una razón diferente. Antes que él, sus amigos, incluyéndola también a ella, narraron sus experiencias con las tres posiciones. Actité podría pensar que su “experimento” era también una experiencia, y digna de ser contada. La miró y trató de recordar, darle taller al “experimento”, a lo que él había hecho con la noche, según se expresara la de los variados anillos de hierro. ¿Sería, en el fondo, como estar sentado o como estar acostado con la noche? Entre tantas cosas, también la noche era la morada de Eros.
Desde su aparición en La Torre de Marfil, le había ofrecido Actité su oposición, a ratos el consentimiento, sus interrogantes sutiles, la mirada negrísima, luminosa, y el espectáculo inquietante de su cuerpo. Algo existía en ese cuerpo de belleza sugestiva Tras encontrar la respuesta del número, parecía Actité comunicar a su cuerpo la armonía. Veía el mundo como un kosmos: orden, hermosura, correspondencia, música sideral. De su cuerpo emanaba el sosiego, un acorde suave, dulcemente previsto. Esta quietud, ajena a la manera que tenía Aristarco de ver las cosas, lo inquietaba. Y no sólo esto: exaltaba su eros. En ciertos instantes, durante la conversación en el restaurante chino, buscó rozar sus manos, aproximarse a su piel, saciar aunque fuera un tanto el deseo de tocarla, comprobando a la vez la impresión que hacía mirarla y tenerla cerca, impresión de serenidad como apresada en su carne. No sólo tocó sus manos, también acercó y pegó a las suyas, debajo de la mesa, sus rodillas. Estuvo así un rato, rato impreciso y conmovedor, temeroso de que Actité se apartara. Pero no lo hizo: nada en su cuerpo parecía rechazarlo ni oponerse al deseo. En el sexo sintió un estremecimiento, y terminó por apartar las rodillas, temiendo aumentar la excitación. Sin dejar de hablar, participando en el juego profundo y la fiesta mental, ligero y grave, entre finezas y destellos, se supo solitario y abandonado: voluntariamente se separaba de la mujer que alcanzara una respuesta al enigma, y la llevaba como un talismán sobre su cuerpo.
Volvió a desearla más tarde, camino de la Plaza de Armas, y cuando la vio sentarse en el banco y cruzar las piernas. Quiso —absurdamente— quedarse solo con ella, que sus amigos se esfumaran y que en la Plaza ocurriera un apagón repentino y pudiera tomarla de la mano, cargarla en sus brazos insatisfechos y llevársela con él. La noche lo hacía divagar, la ciega, la apasionada noche. Era la hora en que los sentimientos se agravaban. Cumplidos los requerimientos del día, trabajo y horarios, daba comienzo la pasión de la noche. Alterado su ritmo diurno, la sangre latía diferente. De nuevo su sexo percutió detrás del pantalón. Percutieron su corazón, sus venas... Cuántas palabras en aquel momento para decirse que la deseaba, sencillamente. El sentimiento que Actité invocaba, el que inspiraba al menos, resultaba más incisivo que el inspirado por otras mujeres. Mientras la negra claridad de sus ojos descansaba en él, mientras el cuerpo de Actité se tensaba en espera del relato prometido, y su voz frágil repetía que lo contara y no se hiciera de rogar, y la misma fragilidad de su voz aceleraba la pulsión de su sangre, dilatando su deseo de poseerla, se desató la lengua de Aristarco y empezó a narrar el llamado “experimento”. Parecía su lengua, tan diestra, contar por sí misma, desfachatada, coquetona. Ella quería igualmente enamorar a Actité, meterse en su boca, lamer sus dientes encantadores. Seguía, seguía su lengua sola narrando, en tanto que su cuerpo se pasaba al de Actité, buscaba acoplarse a sus senos, a su vientre, a sus pies lindos.
En uno de los instantes en que Aristarco recuperó el control de su lengua, anheló que su relato fuera maravilloso, tan maravilloso y sorprendente como el que hiciera Ulises a Penélope a su regreso, y su aventura con la noche tan sobrehumana, digna de la oyente. Anheló que ejerciera en ella el efecto del rapto, y al final la raptara. Por primera vez sin embargo vaciló, dudando del valor de lo que contaba y de la efectividad de su palabra.
Esperé la noche en mi casa. Miraba por las ventanas, salía al balcón. Era el final de una tarde de noviembre. Se arremolinaba la gente en las esquinas, subía a las guaguas, cerraban de golpe las portezuelas de los autos... Vi cerrar las casas, oí llamar con urgencia a los niños. Apúrate. Nos coge la noche. Vamos, que se hace de noche. ¿No ves que va a oscurecer?, sonaban por el aire. Se iba ahondando, más denso y presente, el espacio. Apresurados, los transeúntes abandonaban las calles, se metían en sus casas, buscando el amparo del techo. Algo, desde el cielo distante, empezaba a caer sobre la ciudad. Sólo los enfermos y él velaban, conocedores de que su llegada acrecentaría sus dolencias. Aristarco estaba dispuesto a recibirla serenamente. Inclinado, como el médico sobre su paciente, escrutar su estado y sus síntomas. Marcaba su reloj las seis. Asomado al balcón, vio avanzar el crepúsculo, el corto, evasivo crepúsculo del trópico. Un poco después, se encendieron las luces del alumbrado público: la ciudad iniciaba su defensa contra las sombras. Se percató de que la noche en la ciudad no sería noche: luces eléctricas la combatirían inflexibles. Era el momento de entrar. Los colores del crepúsculo se volvían indecisos.
Entré y me senté a esperarla.
La esperé vigilante, alerta, muy despierto. Siempre llegaba con pisadas ligeras, caía simulada. Deben fijarse, amigos míos, en que nadie dice “la caída de la mañana”. La mañana no cae, entra, irrumpe agresiva y casi de una vez. La noche, por el contrario, no entra, cae. Si quien la vigila comete algún descuido, simuladora se apodera de todo: rincones, muebles, escaleras. Por eso deben vigilarla y sorprenderla en su caída. Entonces, apagar aparatos eléctricos, no encender lámparas, descolgar el teléfono o desconectarlo, de tenerlo alguien, pues de eso él no tenía. Con esas medidas preventivas, impedir que las luces del exterior y sus ruidos la contaminen y corrompan. En esto, dijo el Aguafiestas, consistían los preliminares de su aventura, para conservar, en lo posible, la pureza de la noche. Como advirtiera anteriormente, no resultaría fácil conseguirlo. Pero en el mundo actual, sólo con intentarlo, era suficiente para realizar el experimento. Bastaba para percibir algo de la esencia de la noche. Tal experimento, dijo en uno de sus repentes burlescos, podía llevarse solamente a cabo entre los meses de noviembre a febrero, etapa de nuestro raquítico invierno, sin correr el riesgo de morir, a causa del encierro, víctimas de una alferecía fulminante.
Al principio de su narración, después de mencionar la casa donde había realizado el experimento, notó que sus amigos y la propia Actité quedaron en insólito suspenso. Aristarco se dio cuenta de que esperaban sin interrumpir, como buenos investigadores, detalles acerca de esa casa, dónde se encontraba ubicada, si en el Vedado o en Luyanó, y cuál de los múltiples sitios en que habitara, totalmente ignorados por ellos, había sido convertido en laboratorio nocturno. La expectativa fue vana: no hubo detalles, y se sumieron de nuevo en el experimento.
Ya su reloj marcaba las siete. Supuso que afuera, en la ciudad, el crepúsculo daba paso a las primeras sombras. La noche parecía brotar del crepúsculo, por gradaciones sutiles, como del agua, el vapor y luego la nube. Percibió la atmósfera de su habitación perezosa, y que el silencio, acompañando su arribo, se dejaba como escuchar. Por tanto supo que la noche acudía a la cita, la dulce o la pavorosa. Con la mirada cercioróse de los preparativos, y de que la habitación se mantenía abierta.
Las cosas comenzaron a desaparecer: la esquina de un mueble, el borde de la pantalla de la lámpara, y después la pantalla. Se adensaban las sombras y se apoderaban despacio de la estancia. Había empezado a cazarla. Se levantó de un salto, cerró la puerta, cerró las ventanas. Serás mi prisionera, dijo en voz baja, temiendo que la noche pudiera escucharlo. A este placer extraño siguió una corta lucha consigo mismo. Tuvo que abolir el impulso de encender las luces y abrir otra vez la estancia. Sus nervios, el instinto, la conciencia, intentaban defenderse de las tinieblas mudas. Tosió, alzó una mano. La tos le pareció, inmensa, resonar en una cueva desierta. Apenas vio su mano a medio nacer, esbozada, como un dibujo de niño. Estiró los dedos y apretó el puño. ¿Con su cuerpo desaparecería también su ser? Pero su mano aún le pertenecía —¿a quién?—, aunque menos física, un tanto inmaterial. Estiró con fuerza el brazo —¿izquierdo o derecho?, no lo supo bien—, y entregó, iniciando otra parte de su experimento, la mano a las sombras. La recuperó luego, acercándosela a los ojos. No le cabía duda: era menos suya: había estado del lado de allá y pertenecido a la noche.
Dispuesto a continuar, volví a mi asiento.
Se fijó en la mesa donde se hallaba la lámpara. Ambas, ahora, se habían apropiado de una dimensión distinta. ¿Realmente sería así?, se interrogó Aristarco. La noche, diluyendo la madera en la penumbra creciente, dotaba al conjunto de otra figura o permitía, con su lenta marejada negra, la manifestación de un nuevo aspecto. No me importaba la seguridad de que, levantándome y con un golpe de luz, podría devolverle su aspecto ordinario, o más bien, el ser que tuvieron en la luz. Durante el día sus bordes resultaban precisos, diáfano su diseño. Parecían entes racionales, conocedores de la lógica kantiana. Con la caída de la noche, si los dejaba libres, sin imposición, se alargaban lánguidos. Soñadores o creyentes en el inconsciente: adquirían aire de sonámbulos. Como eran dos, lámpara y mesa, podían representar al inconsciente colectivo.
La madera de la cómoda crujió con su crujido habitual, que Aristarco Valdés escuchara muchas veces, y se percató, sin embargo, de un cambio en su percepción: el crujido le resultó casi una queja. Sus nervios se estremecieron y sintió una punzada de temor. Consideró que la oscuridad agudizaba su imaginación, y un ruido cualquiera podía sonar con una tonalidad ignota.
Trató de ver otra vez el reloj: no distinguió las manecillas ni la hora que marcaban. La noche seguía fluyendo: sumaba sombras a la sombra. Tocó el reloj y lo aproximó a su oído: la maquinaria continuaba funcionando, y el reloj ya no le servía de nada. Como su habitación a cada momento se volvía más negra, sin duda, aunque el reloj no lo marcara para él, seguía el tiempo transcurriendo. Sentado en su puesto de observación, intentó calcular la cantidad de tiempo que podía haber pasado en realidad. Cuando distinguió por última vez el reloj, eran las siete. Quizá habían pasado treinta, cincuenta minutos.
La oscuridad, indudablemente, cambiaba mi noción del tiempo. Al dejar de estar medido y marcado por un aparato mecánico, el tiempo pasaba semejante a la noche. Lo sentía pasar y no podía verificar, cuantificar su curso. Pensé que había vuelto a la antigüedad, cuando el reloj era una gota de agua cayendo o una móvil punta en un cuadrante. Es decir: vago, inexacto, pastoso como el decursar de la noche. Creí que mi corazón y el latir de mis venas marcaban ahora el tiempo. Un tiempo invisible, sin objetivar. Tendría que oírlo al tiempo, como si esto fuera posible, oírlo en mi corazón. Me puse la mano en el pecho y conté por un rato sus latidos. Luego, apretándome las venas, me tomé el pulso. Todo inútil. El tiempo era, como la noche, una masa bruta, sin forma.
Finalmente se levantó y anduvo por la casa. Cuanto había sido próximo y habitual, con lo que hizo su existencia diurna, se había vuelto invisible y ajeno. Tocaba, y tenía que recordar para reconocer lo que tocaba. Caminó tanteando, dando tumbos, temiendo golpearse. Parecía caminar lejos de sí. La casa era otra, y por tanto, lo que en Aristarco Valdés tenía que ver con su casa, se perdía también en las tinieblas. Percibía pobremente objetos que en nada, o en muy poco, atañían a su persona diurna. A plena luz del día, existía un encadenamiento entre él y su casa, entre las cosas y sus pensamientos, y sus actos servían de mediadores habituales. Y tales actos, con la aparición de la noche, resultaban tanteos, puentes rotos. La noche y él se habían vuelto adversarios: se contemplaban sin comprenderse.
Tropecé con algo y me dije: “es mi cama”. Palpé sábanas, almohadas, con un vago sentimiento de posesión. “Es mi cama”, repetí, y casi lo grité. Me fui dejando caer con cuidado, en algo que fue mío, y apenas alcanzaba a reconocer. Con las manos aparté la noche. O mejor: violé sus sombras, mientras me dejaba caer. Recordé un instante parecido, cuando me sumergía en el mar y mi cuerpo abría las aguas, buscando su espacio en un espacio extraño. Así, quedé tendido, y como hacen las aguas del mar, pasado el momento, volvieron sobre mí las sombras de la noche. Tendido estaba, al igual que Filonús, pero muerto de miedo. Un miedo que él no mencionó, o tal vez no conociera durante sus prácticas en el arte de tenderse en la cama. Hay un instante, anterior al dormir, en que cruzamos una zona desértica, en la que aceptamos dejar de ser diurnos, en la que renunciamos a todo conocimiento lógico, ordenado. En esa zona desértica, abandonamos nuestro yo y lo entregamos a lo desconocido. Durante ese instante, cuando cruzamos la zona desértica, impera un miedo singular, no estudiado por nadie. El miedo a la otra noche, a la pavorosa noche, en el curso de la cual somos o no somos, o dejaremos de ser. A esa noche se accede de cuando en cuando, a cortas dosis. Es bueno tomar un poco de agua azucarada, mojarse con ella los labios, para que nos ayude a cruzar.
Cuando yo era niño, creía que ese miedo se escondía en las sábanas o detrás de la cabecera de la cama, bajo el colchón, y esperaba la llegada de la noche para aparecer y acogotarme un minuto antes de que el sueño me salvara, llevándome a otro lugar. Me incorporaba en la cama y llamaba. Corrían, prendían la luz, alzaban sábanas y almohadas, para que comprobara que no había nada: que el miedo no estaba allí. Yo lo examinaba todo, desconfiando de que aquellas cosas, con la luz, se volvieran inofensivas y mustias, tan familiares. Volvía a meterme en la cama y apretaba bien los ojos. De pronto, era la mañana.
Esta vez, en el transcurso del experimento, metido en mi laboratorio, permanecí acostado. Ya no era un niño y me había convertido, por curiosidad pura, en un experimentador. Fue entonces que sentí plenamente al compañero de la noche, al silencio. Mi casa, ya lo dije, amigos míos, se convirtió en un espacio inhabitado, aunque fuera por un momento, que según ya conocen, no pude medir ni cuantificar, y echado en la cama me asedió el silencio fundamental, el del mundo sin palabras, sin la palabra del hombre. Si es difícil percibir la noche pura, más difícil es, en el espacio historiado y verbalizado, percibir el silencio en su crudeza, si puedo expresarme así. Puede elevarse el silencio en medio del diálogo, en un intervalo de soledad, y hemos tenido tal vez experiencia de su aparición durante esta larga noche, pero solamente se eleva como algo fugaz, que consigue hacer resaltar el poder de la palabra. El que yo sentí en mi cama, a oscuras, sitiado por la noche, despierto y solitario, era el silencio que la acompaña, el que se desprende de su llegada, el que le es consustancial: el silencio de la noche. Miré en torno a sabiendas de que resultaría inútil: las cosas, apenas visibles, no podrían defenderme ni darme ningún alivio. Quise gritar, llamar, pero tuve también el presentimiento o la sensación de que resultaría igualmente inútil. Me quedé tan quieto, esperando. ¿Esperando qué? He ahí, amigos míos, lo sobrecogedor: se espera sin saber lo que se está esperando. Y aunque pase el tiempo y nada llegue, temía que algo inhumano había hecho de mí su presa. Justamente era eso: el silencio. Él me hizo sentir el pavor de la soledad del hombre en la tierra.
Salté de la cama.
Se quitó camisa y pantalón, zapatos y calzoncillos. Sentía la urgencia de mostrarse a la noche inhumana, y quedó completamente desnudo. Sin embargo su cuerpo se había simplificado, perdiendo los pies, la cabeza. Mirarse a un espejo en tinieblas sería altamente vano. Para recuperar sus brazos tenía que acercárselos a los ojos o estrecharse las manos como amigas que se dan un saludo nocturno. Abrumado, desairado, habló. ¿A quién hablaba, a cuál pedazo de sí hablaba?
Inesperadamente sentí un goce raro y peligroso: el de entregarme a la noche. Es decir, amigos, quedarme en calma, desintegrándome —deliciosamente— en la oscuridad. Permitirle a la noche que me tragara. Sentí ese goce, casi futuro, y reaccioné en su contra. Grité “espera, espera, todavía no ha llegado el momento”. Pensé de repente y a continuación en mis amigos, en que para siempre tendría que abandonarlos. La desaparición que la noche le proponía, no tenía relación ninguna con una nueva etapa de evaporación u otro hibernatus, sino con la ausencia total. Reaccioné, y no me dejé agarrar. Como un Orfeo caribeño, ascendí de las tinieblas, sin escuchar las voces que me invitaban a quedarme.
Desesperadamente comencé a tocar mis partes, a besarme y acariciarme manos y brazos. Tuve un rapto, la necesidad ignota de masturbarme. Lo hice en un frenesí casi doloroso, unido a un júbilo inédito. El semen brotó con increíble energía. Me inundó la palma de la mano y corrió por mis dedos. Cerré el puño, dentro parecía vital. Salpiqué con él la sombra que hallé más densa en el piso, y las paredes de la casa. Espejearon. Contra el goterón de una pared, recosté la espalda hasta sentirla humedecida y tibia. Con el resto que quedaba en la mano, me unté el pecho.
Abrí luego las ventanas y encendí todas las luces.
Se hallaban sentados en el muro del Malecón, frente a la Avenida del Puerto. Aristarco miró hacia el mar de la bahía, negro, como la tinta, opaco, tranquilizado, cautivo entre el muro del Malecón y las elevaciones de la Cabaña. Se dio cuenta de que Actité estaba muy sonreída y le preguntó el motivo, y ella terminó por soltar la risa. Me ha sorprendido tu experimento. De haberlo realizado Actité, hubiera permanecido quietecita hasta el amanecer, disfrutando de su relación con la noche. Eres voluntarioso en demasía, y temeroso de perder tu yo. Si algún día realizara tu experimento, nada tendría que temer: la noche y ella se conocerían al unísono, y esperaría el amanecer después: la transición del dos al uno.
Aristarco Valdés, dejando de mirarla, afirmó bruscamente que tal resultado lo obtendría con su experimento personal, y que de inmediato lo pusiera en práctica. Él ya había realizado el suyo. Actité volvió a sonreír. Ahora fui yo quien te echó el jarro de agua fría, dijo imitándolo.
La Habana, 1997