16
Con el sobre caminó Jenofonte por la calle Obispo. No le pesaba en la mano. En el aire parecía un pañuelo de holán, un gallardete. ¿Llevaba acaso su divisa, como diría el Aguafiestas? Pensó nuevamente en que Licino podría haberle jugado una broma, y al instante desechó ese pensamiento tonto. Licino conocía su pasión por la Récamier. En el encuentro anterior, a la salida de la Biblioteca, le había contado esta pasión con su desasosiego, sus tristes detalles, y sobre todo, sus largas esperas baldías, que le dejaban una aridez en la boca. Tras esta confesión, dolorosa y hasta un tanto ridicula, con esa respetable ridiculez de los amores, ¿iría Licino, al que podía considerar un amigo, y que en otro tiempo hizo la apología de la amistad, a burlarse de sus sentimientos? El sobre no podía estar vacío, aunque lo pareciera, ni su amigo jugar como un niño con su pasión por Julieta. La moneda que Licino lanzara en la fuente del parquecito Albear, conjuro benéfico, aún saltaba ante sus ojos. ¿De qué ojos? Mis sociales, han tenido la experiencia de que existen ojos diversos, físicos y metafíisicos, reales o metafóricos. Lo importante del hecho consistía en que la moneda y el sobre amarillo se pusieron en conjunción. La moneda conjuró la suerte, y ésta, mediante las manos de Licino, trajo el sobre.
Apretándolo por una de sus puntas, avanzaba calle arriba. Desde que Jenofonte descubriera la reproducción del retrato de la Récamier, Obispo no le era indiferente. Siento ternura por esa calle. Si pudiera, me gustaría acariciarla. Recta, bien trazada, como pocas en la Habana Vieja, con aceras bastante anchas, se deja recorrer sin dar muchos saltos de la acera a la calle o caracolear entre la gente. Derecha, a cordel, comenzaba en el parque donde estaban sentados y concluía en el de Albear. Jenofonte contó varias veces sus cuadras. Diez, de parque a parque. La calle nacía en un conjunto de árboles e iba a morir en otro. Alguien una vez la comparó con el cauce seco de un río. Cada tarde, camino de la Biblioteca, el Jefo descendía y avanzaba por él rectamente, pisando figuras de fango endurecido que se deshacían con un sonido a tierra muerta, y ascendía para encontrarse con la Récamier. Pese a la reproducción opaca, sin color, su retrato resplandecía dentro del recinto encristalado de la Biblioteca: reclinada en su cline, encerrada en una cúpula de vidrio refulgente.
Cumplir con las dos advertencias de Licino —no doblar el sobre y abrirlo únicamente cuando se encontrara solo en su cuarto— generaba en Jenofonte un goce singular. Goce que podía estar o en efecto también estaba dividido, a semejanza de las advertencias de Licino, en dos partes o pequeños goces consecutivos: el de las preguntas y el de las figuraciones. Ante la inconsistencia del sobre, se hizo varias preguntas. La principal y la más simple —¿qué tendría realmente dentro?—, al iniciar las interrogacio- nes posibles, a la vez iniciaba el reinado de las figuraciones. Licino podía haber colocado la noticia del hallazgo de un libro dedicado a la pintura de David, con mejores reproducciones, que se encontraba en otra biblioteca de la ciudad y que él no había consultado, hasta la fotocopia de una carta desconocida de la Récamier. Las preguntas y las figuraciones consecuentes se hacían infinitas, casi duraban todo su recorrido por Obispo. De entre ellas, la que más lo inquietaba y al inquietarlo acrecentaba su goce, era la ilusión (tal vez la esperanza, rectificó a sus oyentes) de que Licino hubiera puesto, recortándola de alguna parte, la copia más estupenda del retrato.
Sus mocasines sempiternos aplastaban el lodo reseco, pequeñas conchas, o pateaban guijarros y cantos rodados. No quería que ningún conocido lo encontrara ni que nadie lo saludara, interrumpiendo el regreso a su casa. Qué lejos le parecía ahora su cuarto. En otro planeta, mis sociales. Su cuarto se desintegraba en la distancia, volvía a integrarse. Más cerca, más cerca, y le daba una patada a un guijarro. Nunca tuve entre los dedos, entre dos dedos, repara Actité de nuevo en el número, algo que sintiera tanto, que fuera tan presente.
No sólo se trataba del sobre finísimo, sino de las figuraciones. Creaban una capa de superposiciones sucesivas que, semejante a la manera en que ciertos pintores renacentistas obtenían la luminosidad, adensaban el sobre amarillo, dotándolo de peso y esplendor.
Al participar en el reino de las preguntas y las figuraciones, comprendía Jenofonte que en algo se aproximaba al Aguafiestas. ¿Acaso no retenía igualmente el goce? Solía oírselo contar. Y al retener el goce experimentaba Jenofonte, otra vez en esto parecido al Aguafiestas, la deliciosa y temible sensación de su propio poder. Posponiendo el momento de abrirlo se imponía una disciplina, una disciplina de delicias. Le decía al momento, espera. Ya llegarás, compadre. No te apures.
Aquí se detuvo y miró a Actité. Había sentido el temor de que ella, como hiciera la flaca bibliotecaria, lo encerrara en la esfera del onanismo. Si antes físico, ahora mental. No le agradaba pertenecer a ningún bando ni estar encerrado en ninguna esfera. Sólo en el bando de los reclinados, optó por decir de pronto, como si adivinaran sus pensamientos. ¿No los habían adivinado? ¿No se pasaban los unos a los otros, por vasos comunicantes? Pero ningún indicio encontró en la cara de Actité, casi inmaterial, el resto del cuerpo evadido, debajo de su largo vestido blanco. Apenas Jenofonte alcanzó a ver que daba vueltas despacio a uno de sus seis anillos, y dejó de mirarla. Licino y Filonús parecían neutros, y el Aguafiestas una figura de humo.
En el fondo Aristarco y él se proponían intervenir en el curso del tiempo. Se hacían un tiempo individual. Entregándole el sobre cerrado, se hallaba Licino en su curso temporal, y Jenofonte agregaba, al demorarse, un tiempo personal. Se sintió a punto de entrar en uno de sus periodos de inexpresividad. Las palabras empezaron a saltarle delante, las muy díscolas nuevamente susurraban burlonas “cógenos, cógenos, que nos vamos”, y Jenofonte se calló avergonzado. Fue Actité la que descubrió que luchaba por expresarse. Se había inclinado, sacando la cabeza de entre la fila, y vio dilatadas las venas de su hermoso cuello y lo vio agitar la cabeza encrespada, como el náufrago que se debate por respirar. Creyó que si mencionaba a Jaromir Hladík, que conseguía anular el curso del tiempo, aunque en su caso se tratara de un tiempo general, contribuiría con la cita a que el resto de los oyentes intuyera lo que el Jefo se esforzaba en decir. Sin embargo continuó silenciosa, y volvió a recostarse en el banco de piedra antigua.
¡Al fin llegué al parque Albear! Aunque lo tenga todo claro, a veces me extravío. ¿No han visto saltar las truchas? Cada trucha es una palabra que salta en un río sin nombre. Pero ocurre una cosa: yo también soy la trucha. Cuando logro apresarla, soy yo mismo el que está entre mis manos. Jenofonte parecía recobrado. Sus dedos cesaron de hundirse y de jugar en su barba rubianca. Me incliné sobre la fuente del parquecito y, como si tuviera una trucha en la mano, alcé el bendito sobre amarillo. No, no lo tiré. Lo hice solamente para verificar el conjuro. Entonces se percató de que la pequeña fuente no estaba seca, como la halló cuando Licino lanzó la moneda. Por sus caños empezaba a fluir lenta el agua.
Se apartó y comenzó a cruzar el Parque Central. El agua seguía manando, y él llevaba el sobre amarillo con suma delicadeza, un poco en alto el brazo. Había decidido ir a pie hasta su casa en el Cerro. ¿Subirme a una guagua? Qué va. Ni loco. Estaba impaciente, pero lúcido. Caminar calmaría esta impaciencia y dejaría exclusivamente su lucidez. Subirse a una guagua, repleta de gente sudada, bullanguera, lo obligaría a incluir de nuevo a los otros. Además, ¿iba a correr el riesgo de que me estropearan el regalo del gran Licino, el amigo callado y no obstante efectivo, de ojos color del tiempo? Rió suavemente, con su habitual ambigüedad. Caminar sin fijarse en nadie, como por una ciudad desierta, al calmar su impaciencia o su nerviosismo bobo, acrecentaba su soledad. Se quedaría sin ningún sentimiento pegadizo, sólo con el deseo de abrir el sobre.
Algo me interrumpió.
El viejo ocupaba un banco del Parque Central, ataviado con sus mejores galas luctuosas. No sólo se sorprendió Jenofonte al verlo, sino que el viejo y su vestimenta, en la plena luz de la tarde, sobre un banco de mármol, eran sorprendentes. Jenofonte retrocedió buscando otro sendero por donde escapar. Estaba a tiempo: el viejo no lo había visto ni podía verlo. Ni a él ni a la estatua de una mujer desnuda, ligeramente inclinada y acariciándose los senos, que tenía delante. ¿Por qué, mis sociales, el viejo enlutado no podía vernos a ninguno de los dos? Facilito: estaba sin sus gruesos cristales y con los ojos tapados. Tapados por un par de algodones. Sin embargo, igual que un animal, instintivamente escondí el sobre tras la espalda. Como el viejo no podía vernos, no busqué otro sendero, avancé por el mismo, pero caminando de puntillas. Si no podía verme, podía oírme. Cuando dejé de mirar sus ojos tapados —estaba ya serenándome de la sorpresa—, descubrí que junto al viejo había una botella de agua. Tanteando bajaron las manos del viejo sobre ella, la destapó y se puso un poco de agua en cada uno de los algodones, moviendo hacia atrás la cabeza. La botella volvió a su lugar y el viejo delicadamente se acomodó los algodones. Yo, por el sendero, con paso de lobo y parado en dos patas, pasé frente a él. Entonces oyó Jenofonte, en un estupor, la voz del viejo decirle, he visto tanta belleza que tengo vencidas las pupilas, con gemido de ultratumba. ¿Me habría reconocido el carcamal, a través de los algodones? No se detuvo, pero le lanzó una última mirada: hilos de agua empapaban las mejillas del enlutado.
Caminé y caminé. Caminé como los grandes caminadores, como el Padre José que a pie llegó a Roma desde París, haciendo quince leguas diarias y durmiendo a cielo raso, como los soldados de la infantería romana por las Galias o la española por tierras de América. Caminé como los negros africanos y los etíopes, o el Andarín Carvajal, que recorría la Isla de una punta a la otra, y no podía permanecer sentado, y siempre estaba listo y de pie. Yo, no. De acuerdo con su tipo, se recostó en algún paredón, en alguna columna y en algún poste. Me quitaba un mocasín y luego el otro. Pegaba un brinco, y se daba un masaje en el músculo de las pantorrillas. Caminé. Caminé, como un mulo, como un caballo.
Temía que lloviera y el sobre se mojara. Temía que pasara algo malo en el trayecto hasta su casa. O mejor, hasta mi cuarto. Y nada pasó. Por fin llegó a la Calzada del Cerro. Cogí por mi calle y abrí la puerta, sano y salvo, mis sociales.
¿Qué haces con ese sobre? Nada. Me hallaba en la mejor disposición de responderle a papá unas cuantas “nadas” más, si seguía interrogándome. Cuando entré en la sala, mi madre, la que iba al mar solamente a sentarse en la orillita y a mojarse los pies, no se encontraba en la casa, y mi padre terminaba de arreglar el altar cuando se me acercó: se había encarnado en el bendito sobre. ¿Para qué tú lo quieres? Para nada, papá. ¿No está vacío? No lo sé. Paró sus preguntas y me miró extrañado. Hace tiempo necesito un sobre como ése, dijo luego a Jenofonte. Dámelo, hijo. Lo que no me ocurrió en la calle, a punto estaba de ocurrirme dentro de casa. Su padre se le encimó, con la mano tendida. ¿Pero no afirma Pascal que los males del hombre empiezan cuando sale de su cuarto? Yo me encontraba dentro de casa, con la puerta cerrada, camino de mi cuarto, lejos de esos males pascalianos, y la mano de papá quería arrebatarme el sobre bendito. Me lo pusieron los orichas en el camino. A mí también, a mi también, papá, y Jenofonte apartó el sobre. No puedo doblarlo ni abrirlo. La mano de su padre se retiró en el acto. Si es una ofrenda, ponlo en el altar, pareció aconsejarle. Aproveché el momento y corrí a mi cuarto. Allí se volvió y le gritó a su padre, te lo doy después, y cerró la puerta.
Para mayor seguridad, escondí el sobre en el armario y eché la llave. Me sentí tan solo de pronto... Se frotó la yema de los dedos y dio varias vueltas por la estancia. Algo me había abandonado. Acaricié la llave. Qué solo me sentía. Eso me duró un rato. Había empezado a oscurecer y prendió la luz. ¡Si esta noche, como aquélla, viniera...!Todo lo dispuse, con mucha ternura. Tenía fe, repentina y loca, en que abrir el sobre lo ayudaría. Antes sin embargo, antes iniciaría el rito. Sabría invocarla.
Sacudió y ordenó el cuarto. De un usado gavetero antiguo sacó una sábana limpia y tendió la cama. Lustró los mocasines, polvorientos de la caminata, y los colocó al pie de la cama. Sobre el respaldo de la silla puso la camisa y el pantalón, y se quedó desnudo. De un cordel que atravesaba la ventana, ahora cerrada, cogió la toalla y la ciñó a su cintura. Tuve suerte: cuando asomé la cabeza, abriendo suavecito, papá atendía a dos creyentes. El cuarto de Jenofonte, como todos en la casa, daba al patio y en los confines del patio, se hallaba el baño. Corrió entre los canteros sembrados de romerillo y albahacas, y se encerró en él. Le di inicio a la cosa. Me quité la toalla y abrí la ducha. Dejé el agua correr, para que se limpiara. Clara se fue poniendo, suave, sin peso. El ruido lo hizo orinar. Oriné. Era también una purificación. Se paró debajo de la ducha, los brazos a lo largo del cuerpo desnudo, la cabeza inclinada. Veía caer el agua sobre sus pies, que tanto habían caminado ese día, como un salpicar de fulgores. Después empuñé el jabón. Lo olí largamente, aspirando. Imaginé que era de limón. A mí el olor del limón me gusta cantidad. No era de limón, era jabón blanco, de lavar ropa, y procedí a purificarme. La espuma se iba por el tragante girando, y se llevaba todo lo malo. Tenía un recuerdo emocionante: la escena de una película de Bergman en la que el protagonista —La fuente de la virgen, ¿no?— purifica su cuerpo antes de ajusticiar a los violadores y asesinos de su pequeña hija. Vi la rama de abedul, al padre azotarse la espalda con ella, dentro de una tina grande de madera, el humo del agua caliente ascendiendo hasta el techo o hasta el cielo. Jenofonte se recostó en los azulejos mojados, un frío cariñoso me anduvo por la piel, y se enjabonó la barba y el pubis vigorosamente. No se lavaba para ajusticiar a ningún asesino, sino para entregarse limpio, sin daño, como el padre de la película, igualmente puro. Bella le parecía esa escena, porque ya estaba consagrada por el recuerdo. Así acontece, mis sociales: una imagen tiene que ver con nosotros de una manera, diré, parcial, y sin embargo podemos equipararnos con ella. Formó un arco con su cuerpo y el agua de la ducha le lavó el pubis y el sexo. Tras mojarse el cabello delante del espejo, se peinó. Perdí de momento los crespos y quedé Rodolfo Valentino, el pelo estirado. El roce de la toalla al secarse comenzó a excitarlo, y más cuando la amarré a la cintura y corrí por el patio parecido a un fantasma. Aquello pegaba ligero contra la felpa.
Empezó, ya en el cuarto y con la puerta cerrada, la segunda parte del ritual invocatorio. Se puso los mocasines y continuó envuelto en la toalla. Abrió el armario y dejó sus grandes puertas sin cerrar. Frente a él, en el borde de la cama, se sentó. Repasó su libreta de notas. Cuanto conocía de la Récamier, resultado de sus múltiples pesquisas en la Biblioteca de Obispo, se hallaba recogido en esa libreta. Tras el incidente con la bibliotecaria, nunca podría regresar a la Biblioteca. Esas tardes, en las que había descubierto y aprendido, estaban terminadas, y pronto se vería precisado a enterrarlas. Buscó y leyó varios pasajes predilectos, varias noticias que lo emocionaban, como las páginas donde copiara fragmentos de las cartas de Benjamín Constant. Descubrió de repente que podía alzar la vista y las anotaciones proseguían existiendo sin que él las leyera. Cerró entonces los ojos y se las dijo en voz baja, las susurró, las musitó. Luego no necesitó decirlas. Sus labios se detuvieron, y las anotaciones siguieron existiendo. ¿Dónde, mis sociales? Imposible responderles con precisión. Se hallaban en mi sangre, iban por mis venas, por detrás de mis pupilas. Formaban parte de mi memoria. O mejor: de mi sustancia. Estaban en mi fragua.
Dejó la libreta y se levantó. Todo lo que sabía estaba en mi cuerpo. La unidad era perfecta. Ralló un fósforo y, en medio del piso del cuarto, dio fuego a la libreta y a la copia que había hecho de la Récamier en papel de seda. Ardieron en una pira silenciosa. Comprendió que había llegado el momento de abrir el sobre. Saltó sobre la ceniza y lo tomó del armario. Me sentía tan seguro, una rara seguridad que no conocí hasta ese momento. Abrió la puerta del cuarto y la dejó entornada. La noche reinaba en el patio y el fresco nocturno movía las yerbas y las matas. Lo embargó un olor húmedo y a la vez tibio. Pese a los ruidosos hábitos del barrio, nada se oía. Su padre había salido o habría subido a la azotea, huyendo del calor.
Como todo lo que sabía estaba ya en su cuerpo, con él realizaría la invocación más consumada.
Se acostó en el piso del cuarto y recostó su espalda en la pielera de la cama. Sin duda cerraba su ciclo el ritual propiciatorio. Recostado de esa manera, las piernas a lo largo, repetía mágicamente, por magia imitativa, la forma en que la Récamier se recostaba en su diván, en su cline. Mi cuerpo, que atesoraba cuanto conocía de ella, a su modo la llamaba, latiendo con todo su espesor contra la tierra. Elevó la cabeza, pareció saludar, dar la bienvenida.
Entonces despegué el sobre y soplé dentro. Algo, muy fino, se movió, e incliné el sobre. Una hoja de papel cromo se deslizó en las piernas de Jenofonte. Licino no se había burlado de su pasión. En sus piernas se hallaba su regalo: la más hermosa reproducción del cuadro de Madame Récamier, pintado por David, la más hermosa que hubiera visto. Qué clase de reproducción, mis sociales. Una Skira auténtica.
A todo color. Al fin, me dije o grité. O vaya si balbucí. Fue como si ante mí una luz estallara, ocre y también verde. El rayo verdoso, que dijo no sé quién. Jenofonte creyó de pronto que se trataba de otro cuadro. O mejor, mis sociales: de otra mujer. Lo que me faltaba conocer se hallaba sobre mis piernas. Rectifico: no era otra mujer, sino la Récamier plena y entera. Lo que nunca hube de ver, ahora lo veía. ¿Ver o tener? No lo podía distinguir ya. Las distinciones son obra sólo de la mente, y en ese momento crucial también era yo una viviente entidad. Ahí estaban las cejas, el azul intenso de los ojos, en la frente la cinta morada, que Jenofonte no conocía. La boca, tan trazada y tan firme, con el labio inferior, espeso, sensual. La oreja perfecta, el lóbulo besable. El cabello castaño dorado, lleno de crespos donde meter los dedos, y desanudar la cinta morada, aquella cinta, lo recordaba bien, que todos pedían como souvenir o le robaban como un recuerdo.
Terminaron mis funciones de arquitecto y decorador aficionado. Una tarde Jenofonte había dibujado al fondo del cuadro una ventana. El fondo era como un gran telón liso, color terroso, sin ninguna ventana. La lámpara románica sí aparecía, pero al extremo derecho, sobre su larga base metálica, semejante a un gran falo. Vela, sin duda, vigilante, posesivo, encendida lámpara votiva.
Si lo sorprendió su blancura, en aquella borrosa reproducción del libro de pintura francesa, su blancura contra el manchón oscuro del resto de la habitación, la blancura de su cuello, de sus brazos, de la cara y los pies, ahora esa blancura, que lo atrajera por incorpórea y fantasmal, había adquirido tintes rosados, el rosa conmovedor de la carne, el rosa trémulo que el viejo enlutado admiraba en la Venus desnuda de Velázquez. Jenofonte sintió que algo se modificaba en él: esa blancura rosada lo atraía y lo subyugaba, excitándolo mucho más que la simple blancura anterior. El rosa pudoroso de la piel pedía a gritos su protección, la cercanía, quería ser tocado, acariciado y finalmente poseído. Como mulato así lo sentía, mis sociales. Algo tierno había en ese rosa, y a la vez punzante. Algo que deseaba ser violado. Mi sombra buscaba su claridad, claridad de sangre diluida. Miró sus pies y sus manos. Sólo se veía una mano, entrecerrada, descansando en el muslo. Alguien en su época, creo que Mérimée, juzgó sus pies y sus manos grandes y feos. Quizá para un tipo limitado, lo pequeño solamente posea encanto. Para mí, no. Manos y pies, y sobre todo los pies, eran sus fetiches, lo mismo grandes que pequeñitos. Una mano que quepa en la mía es una maravilla, tanto como la que no puedo abarcar ni encerrar. Los pies de la Récamier eran grandes y por igual hermosos, plenos de armonía. Como en las estatuas griegas y en relieves asirios, su dedo gordo sobresalía de los demás, y lo hubo de levantar un tanto, para que David también lo retratara.
Me incliné y lo besé.
Cuando apartó los labios, tuvo una figuración, entre las múltiples figuraciones de ese día. Sus ojos quedaron muy cerca de los ojos de la Récamier. Desde su cline, con su grácil vestido, un tanto fría y un tanto provocadora, sin entregarse del todo y pareciendo a la vez dispuesta a entregarse, observando el mundo a cierta altura, sin comprometerse con sus alegrías ni sus desdichas, pareció no obstante devolver a Jenofonte la mirada. Él parpadeó. La mirada de la Récamier, muy próxima, continuaba fija en la suya. Entonces empezamos a observarnos. Creí que me veía en el azul húmedo de sus ojos. Tenían una fuerza increíble y una dulzura remota. Mi excitación aumentó, y mi placer. El placer de ver unos ojos que me veían. Su placer se hizo incluso demasiado grande. Tanto, que lo soportó con una especie de terror. Éramos cómplices, y me tocó una sensación rara: que me observara un ser muerto desde hacía más de un siglo, como si estuviera vivo. ¿Qué le estaba entregando yo? Si Jenofonte tenía la certeza de que no había nadie en el cuarto —estaba encendido el bombillo que colgaba del techo—, se hallaba convencido al mismo tiempo de que alguien se encontraba a su alrededor, o se hallaba muy cerca. Cerró los ojos como el que va a caer en un trance. Comprendió que debía recuperar su posición, y extendió las piernas de nuevo, y pegó fuertemente sus omóplatos contra la pielera. Le vino un verso a la memoria: “Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.” Como todo lo que sabía estaba ya en su cuerpo, abrió la boca y, unido el índice con el pulgar, extrajo un hilo invisible y lo llevó hasta su sexo. Esta vez oyó el piafar de los caballos y el ruido de un carruaje que se detenía. Segurito y claro: la Récamier venía por segunda vez. Al fin había aprendido a invocarla.
Abrió los ojos: ella estaba de pie en el espacio que dejaba la puerta entornada. Siguiendo la moda francesa de su tiempo, llevaba un sombrero de alas anchas y sobre él un velo de encaje que caía hasta el piso: parecía envuelta en un blanco vapor, ligero y diáfano. Contra la oscuridad del patio se vislumbraba, en medio de una claridad que emanaba de ella misma. Abriendo el velo, Jenofonte la vio sacar la mano con una ramita verde entre los dedos. Él se levantó y anduvo hacia la puerta para abrirla. Ignoraba por qué su gran emoción se mezclaba con una sonrisa imprudente, insinuada sobre sus labios. No recordaba haber visto a la Récamier con aquel sombrero ni con aquel velo de encaje. ¿Creería necesario resguardarse en el trópico del ataque de los mosquitos? Luché por no reírme, mientras me acercaba. Y mientras se acercaba, ella también sonreía, de un modo tan encantador e ingenuo, que la sorpresa burlona que le había causado su atuendo se extinguió. Con un temblor de ternura pronunció Jenofonte todos sus nombres: Juana, Francisca, Julieta, Adelaida... Si yo temblaba, ella se veía por el contrario sosegada, consoladora. Le hizo una reverencia antigua y hasta ridicula, pero que la emoción volvía genuina, y la invitó a pasar. Cuando enderecé el espinazo y viré la cara en su busca, la Récamier se desvanecía. Como el que borra una figura dibujada en un papel, por partes, se desvanecía. Quedó una fosforescencia difusa en el aire, desintegrándose al instante. La mano que la invitara pasó a través del espacio donde se hallaba su cuerpo sin encontrar nada. Jenofonte repitió todos sus nombres en un esfuerzo penoso por hacerla volver. Obstinándose en buscarla se asomó al patio oscuro: no había nadie. Oyó, con el vano empeño de que fuera ella, a la brisa trenzarse en las hojas.
Mis sociales, mudos como una piedra muda, cometí un error. Me equivoqué. Y sin burlería —ya vieron cuánto me avergonzó sonreír—: los mocasines me regalaron la clave de mi equivocación. La clave o la cifra, usando el término de acá, el Aristarco, y que Jenofonte creía vocablo más propio de Actité. ¿No era ella la numeróloga del quinteto? Si podía verme los mocasines en el cemento del patio, sin duda estaba de pie. Levantarme para recibirla fue incontenible. Y en eso consistía mi equivocación. Ya lo suponen: había dejado de estar recostado. De prisa retomó la posición mágica y puso la reproducción sobre sus piernas estiradas. Como ella estaba sobre mis piernas, y los dos formábamos una pareja en un vis-à-vis, contemplándose diagonalmente, quise de pronto, en una de las figuraciones de ese día, que algún pintor me hubiera pintado con la cabeza vuelta hacia ella y de espaldas al resto del mundo, acompañándonos para siempre. O por los años que la tela durara.
Tras mirarla y pensar en ella, por un tiempo que fluía oscuramente, sin dejarse medir, tuvo la sensación renovada, tibia, inquietante, de que alguien se encontraba en el aire de la habitación. No se trataba únicamente de sensación, también era convencimiento. Sin apartar los ojos del cuadro, sin buscar comprobación alguna en el espacio, me limité a aspirar, a respirar profundo. La tibieza diluida en la atmósfera se pegaba en su piel, y a la vez, complementariamente, brotaba de sus poros. Entonces, como hiciera antes, volvió a cerrar los ojos. De su boca, esta vez, salió como un soplo, y casi de inmediato, con algo desconocido, medio áspero y que olía a yerba, tocaron sus labios. Sintió que luego le daban, con el mismo objeto, golpecitos en la frente, después en las mejillas, y por último en los párpados. Comprendió llegado el momento de abrir los ojos: era la Récamier, en los dedos la ramita verde, con la que lo había tocado. Haciendo un gesto de niña la agitó ante sus ojos abiertos. Esta vez estaba vestida igual que en el cuadro, la túnica blanca, vaporosa, los brazos desnudos, la cinta morada que aprisionaba sus rizos. Se sentó junto a él, reclinando su espalda en la pielera.
Ni me moví esta vez. Me sentí más recostado que nunca. Y sin proponerme asombrarlos a ustedes ni vanagloriarme de nada, fue ella, famosa por esquiva con los hombres que la amaron, víctimas de ese arte suyo de transformar a sus adoradores en amigos que renunciaban a poseerla, fue ella, la que preservara su virginidad durante cuarenta años hasta que Chateaubriand rompió su sello, la Récamier, quien inició la cosa. Ella tomó la iniciativa. Pasó la ramita por las piernas desnudas de Jenofonte, la subió por el vello del pecho hasta la garganta y, bajándola de pronto, pegó finalmente un golpe suave en su sexo erguido. Entre ambos muslos colocó la ramita verde. Sus ojos emitieron una irradiación tenue, y Jenofonte descubrió que, con sus blanquísimos dientes, se mordía el labio. Los dos, según él prefigurara, se miraban, las cabezas vueltas, uno en busca del otro, y se besaron entonces. Jenofonte sintió un ligero soplo mezclarse con su aliento. Ella circundó sus tetillas con la punta de la lengua. Desamarró su toalla y descendió hasta besar y lamer su sexo. Tan segura osadía contrastaba con la actitud titubeante del Jefo, temeroso de que la Récamier desapareciera si él hacía algún movimiento declarado. No obstante, la alzó en sus brazos vigorosos y la puso de cuclillas sobre él. Ávido de deseo intentó poseerla, pero su miembro oscilaba en el espacio, latiendo vacilante, sin encontrar la herida. Tras un espasmo, se vio eyacular solitario, sin acertar. Perdóname, dijo con pena casi grotesca, mientras sentía la tibia rozadura sobre su pecho desnudo.
Oyó caminar por la azotea y a su padre tocar luego en la puerta. ¿Ya puedes darme el sobre? Sin responder, pesadamente, se secó con la toalla. Se incorporó y encontró el sobre. Fatigado, entreabrió la puerta, que su padre había vuelto a tocar, y se lo entregó. Gracias, hijo. Que los orichas te protejan. Vístete, anda. Jenofonte nada respondió. Recostándose contra la puerta otra vez cerrada, contempló aburrido su cuarto. Sin la Récamier, lo impresionó como algo completamente opaco, carente de esplendor la pielera vacía, amarillenta la luz del bombillo del techo, todo cuanto veía cada noche, cuando ella no estaba. Se agachó a recoger de los mosaicos la reproducción, y casi indiferente la colocó debajo del cristal del velador. Tirado en la cama, ovillado como un feto, parecía haber dormido mucho tiempo, aunque no había dejado de estar despierto ni un instante.
¿Qué tal lo he contado, Licino?
Tras la pregunta de Jenofonte hubo un silencio. Si la pregunta estaba formulada directamente a Licino, enlazaba a los demás, que se sintieron también implicados. Era evidente: la historia del reclinado arribaba a su conclusión. Del banco de piedra, en el que sus amigos empezaban a adquirir una presencia, perdiendo la neutralidad y el silencio, le llegó al Jefo una risita divertida. Era la voz aguda y un tanto femenina de Licino Has hecho un relato excelente, dijo cuando la risita cesó. Lo contaste como nunca. ¿Por no dormirme o porque ustedes no se durmieron? No es a ti al que toca acostarse, sino a él, Licino tartamudeó y señaló a Filonús. Es la última posición que nos queda, afirmó Actité. Después de un breve espacio de tiempo, durante el cual Filonús reapareció, hacia adelante el torso y mirándolos a todos con lentitud, me acostaré lo mejor que pueda, prometió decidido.