1

Pues esa noche, de paseo por La Habana, estuvo muy locuaz. Cualquier cosa le servía de asunto, se le convertía en tema. Sus amigos lo escuchaban exaltados y se detenían en las esquinas, no para cuidarlo y cuidarse del tránsito, a esas horas casi convertido en palabra, sino para rodearlo, acuciarlo con preguntas, contradecirlo un poco y espolear su imaginación de contrincante. Ellos lo sabían: que lo contradijeran le encantaba, y lo llevaba, presa de su encadenamiento lógico, a nuevos desarrollos y novedosas perspectivas. A esa hora, en la alta noche, estaba la ciudad de La Habana completamente dócil, diáfano el cielo y estrellado, según su costumbre de verano, apagados los televisores, terminada su diaria ración de bobería.

El Aguafiestas, así lo tenían bautizado, se aventuró en el tema de la relectura. No de la lectura, del que nunca se ocupó hasta la fecha, sino de la relectura. Se refería al efecto que en el lector habitual producía volver a un texto significativo para él, y al hecho de clasificar el valor de los libros según la mayor o menor necesidad que le inspiraba releerlos. De eso hablaba el Aguafiestas, cuando, mientras caminaban, y acorde con su modo, citó a un autor al que se disponía a contradecir, renglón oral seguido. ¿Han leído a Emile Faguet? Tales preguntas salían de su garganta en tono despectivo, sin vacilación, con insolencia retadora. Pero solía ocurrir que si alguno de sus peripatéticos contertulios conocía al autor mencionado, lo callaba para no impedir el despliegue de su discurso. La pregunta era sólo el exordio. El Aguafiestas no requería respuesta, ni la buscaba. En un libro encantador de Emile Faguet, crítico olvidado con entera justicia y a quien suelo releer con provecho, encontré una serie de observaciones agudas sobre el arte y la virtud de la relectura. Su libro es un tratadito delicioso, escrito con la gracia y lucidez tradicional de los franceses lúcidos y graciosos, y no con la tradicional pedantería francesa que representan eficazmente Hippolyte Taine y Paul Claudel. Dice allí Faguet algunas cosas importantes, dichas como si no lo fueran, y que hacen meditar.

Así el Aguafiestas se lanzó en el tema del releer. La noche avanzaba, y sus contertulios avanzaban también. La noche por el cielo y por los árboles y viejos fragmentos de murallas habaneras, ellos por las calles, parándose en las esquinas, fumando, pendientes de la peroración del Aguafiestas. Uno relee, afirma el señor Faguet, cuando es viejo. Es un placer de la vejez. ¿Qué les parece? Pues que es cierto, dijeron todos, muy contentos. Y el Aguafiestas, acorde con su práctica, dijo que no. Un no tan rotundo que las risas se helaron y la noche pareció detenerse: ellos y Faguet estaban equivocados. Si pensaban bien el asunto se darían cuenta. De niño se releía más que de anciano. Explica eso, pidió uno de los amigos. Y él no explicó nada. Pasó a una de esas preguntas que le gustaba formular. Cuando niños ¿qué hacían ustedes? Un montón de cosas. Pero de niño no se vale. ¡Pues sí se vale!, exclamó el Aguafiestas muy decidido. Todos rieron en la mitad de la noche. Alguien que no podía dormir gritó, desde su cama de insomne, cállense, cabrones, mañana hay que trabajar. Y el Aguafiestas, la cara encendida, invitó a los amigos a seguir trabajando. Si el desvelado ese no puede conciliar el sueño, que se ponga a releer y nos cuente lo que le pasa releyendo. Siguió con su andar animoso, su hablar impertinente. Pues de muchacho, ustedes se acordarán, uno tiene muy pocos libros. O si tiene muchos, da lo mismo, le gustan pocos, pocos lo convencen y poquitos lo apasionan. Los niños son lectores difíciles de contentar. No leen nada por obligación cultural. Felizmente para ellos, leen lo que les da la gana. Y a los libros que les gustan, sin que puedan explicar el motivo, vuelven a cada rato. Yo leía tirado en el piso, el libro acostado ante los ojos. Otros se meten debajo de la cama o se tiran bocarriba. De chico apenas se lee sentado. Como los hábitos no se hallan configurados del todo, uno busca sus propios lugares, lugares de la infancia, y adopta sus propias posturas. Lo está estrenando todo en el mundo. Cuenta Proust en una página inolvidable, o mejor dicho, describe en una página inolvidable, el sentimiento de asombro y recogimiento que nos produce la lectura cuando somos párvulos, o pipiolos, como dice un cómico de la tele. Voy a glosarles la página, amigos míos. Cada vez que digo esto, recuerdo una frase familiar a Aristóteles. Y precisamente ahora que vamos caminando viene a propósito: “¡Oh, amigos míos, no hay ningún amigo!” Los amigos del Aguafiestas estaban acostumbrados a sus desplantes y negaciones ruidosas. El Aguafiestas, que no podía existir sin la compañía, sin la conversación entre amigos, negaba el hecho a cada instante. Proust tampoco, continuó, creía mucho en esto de la amistad. Creía más en la amistad de los libros. Respecto a esa página de que vengo hablando, sobre nuestras lecturas de infancia, hay cosas dichas en ella que siempre creí inexpresables. La dichosa página forma parte del prólogo a Pastiches et Mélanges.

Tenía el Aguafiestas la superstición de conocer idiomas y el gusto de citar los títulos, cada vez que podía, en la lengua original. Nunca sus amigos supieron en rigor y profundidad hasta dónde conocía los idiomas en que citaba, y cuántos eran éstos. Pero habían alcanzado una certidumbre: todos los pronunciaba mal.

Memorizo y gloso el comienzo. Se refiere Proust a los días de la infancia en que más hemos vivido, pese a creer que nada vivimos, y son aquellos pasados con un libro de nuestra preferencia. Y soy yo quien les digo, el Aguafiestas —pues a él divertía el mote: era como la divisa de un caballero medieval, aunque sin dama reconocida, o con varias sin reconocer—. Les digo que tal libro preferido es, indudablemente, no leído sino releído, y Proust debió escribirlo así. Releído con gozo y varias veces. Tales veces pueden ser interrumpidas o seguidas: abandonándolo por una temporada, o terminado, volviéndolo a coger entre las manos. La infancia es obstinada en sus gustos. Durante esa edad privilegiada en que los libros queridos se manosean, se pintan o pintorrean, se duerme con ellos y se quisiera uno bañar en su compañía, en esa edad privilegiada, repito, amigos míos, caminantes nocturnos, y ya alguien dijo que el genio es la infancia recuperada a voluntad, y otro, a quien ustedes no conocen ni por carátula, y es Alain, que el mayor aporte que nos pueden hacer los hombres de edad es contarnos las experiencias de su juventud, quién no recuerda esas lecturas o relecturas, digo yo rectificando a Proust —que en esto sufrió seguramente un lapsus—, tempranito en la mañana, la mejor de todas las horas para releer, cuando en la casa se han marchado a dar un paseo o al trabajo, han salido por frutas y legumbres al mercado, la casa está solitaria, callada, pues sepan ustedes, ruidosos cubanos nocherniegos, y el Aguafiestas se regocijó de lo lindo al poner en circulación oral, en plena calle y entrada la madrugada, un vocablo que consideraba en desuso, que la lectura busca soledad y apartamiento, el árbol más frondoso del Prado o del Parque de la Fraternidad. Sin duda, y quien posea vista sagaz lo percibe, alrededor del lector se tiende una especie de halo, un círculo luminoso que lo aparta del resto de los mortales. Va de viaje el lector, sin pasaporte y sin maleta. Si ya usa de la silla, cuando es mayorcito, se le vuelve voladora. Para él no existen fronteras ni policía de inmigración. De repente se presenta en Yonville y entra en la sala de la Bovary, asiste a su boda, y sin que nadie pueda impedírselo, sube al coche cerrado en el que Emma engaña a su marido con un amante. El lector es un testigo que asoma nariz y ojos en cualquier lugar y en cualquier época.

Amigos, vuelvo a mi materia. Creo que me interné en una digresión, o según aparece con frecuencia en nuestra prensa, en una disgesión. ¿Por dónde iba? Por la mañana, dijo alguien con sorna. Gracias.

La mañana está a punto de asomar, y no trajimos un termo de café con leche. Proust se refugiaba, caten lenguaraces el vocablo, en el comedor de su casa para releer, como supongo yo. Los platos de las paredes no pronunciaban una palabra, el reloj de péndola y el fuego de la estufa lanzaban frases sin sentido o que no requerían respuesta, no entablaban diálogo con el libro, sino, y más bien, servían de acompañantes mortecinos. Nada había que responderles. Pero, Aristarco, te has desviado del tema. Eso piensas tú. Tengo más ordenamiento mental que un teutón. Todo esto lo digo porque en la infancia vivimos enamorados de pocos libros y a ellos regresamos, no en busca de algo nuevo, sino de lo que ya sabemos. Por eso es mi deber contradecir al señor Faguet, en este tiempo y en esta isla caribeña, ambos bien distantes. Creo que Faguet compuso en Francia su tratadito por mil novecientos diez y pico. Aristarco Valdés, tildado el Aguafiestas, nunca daba una fecha exacta.

Habían llegado a la Avenida del Puerto. La bahía era de tinta y el silencio, denso. Resplandecían las luces amarillas del alumbrado y un barco se iba por el puerto hacia el mar, la sirena muda. Tras dejar descabezado a Faguet y rebatida ampliamente su afirmación acerca de que el releer es placer de viejos, cuando lo es de niños y también de ocambos, por supuesto, pasaré a enumerar las tres razones que este señor Faguet aporta del hábito de releer en su ars legendi, y la voz del Aguafiestas vibró de gozo. Hábito, afición o sabiduría, como ustedes quieran. Pero antes, y con método de novelista policial, creador del fácil suspenso y otras baratijas narrativas, citaré un desplante del inglés William Hazlitt, al que releo con provecho continuo. ¿Desde tu niñez?, preguntó guasón uno de los amigos. Desde que aprendí a releer, lo que tú no aprendiste todavía, y cruzó la Avenida dando grandes zancadas, seguido por sus tres acompañantes. Se sentaron en el muro del Malecón. En fila india sentada, dijo alguien. Y el Aguafiestas deslizó encantado la frase de Hazlitt: “Odio los libros nuevos. Poseo veinte o treinta volúmenes que releo y vuelvo a releer, una y otra vez, y son los únicos que me gustan.” Luego de esta opinión descomunal, vienen las tres razones de Faguet. Fíjense que son razones. El señor Faguet es un buen francés racionalista, no un buen francés irracionalista como Lautréamont. Releer puede hacerse por tres razones. No sé si las digo en su orden primigenio —caten, caten—, pero es el orden en el que las recuerdo. ¿O mi memoria les dio otro más apropiado y justo? La primera, que se relee para comprender mejor. La segunda, para comprenderse mejor. Y la última, para gozar nuevamente el estilo. Cada una merece un comentario, y lo dejaremos para otro día, si volvemos a encontrarnos y el encuentro obtiene que me siga latiendo el corazón.

Hubo un silencio, que uno de los contertulios se arriesgó a romper. ¿Entonces releer es volver a vivir? Eso dicen. ¿Y tú aceptas o no, Aristarco? ¿Qué fiesta nos vas a aguar? Si se trata de la fiesta del ejercicio de la mente, del espíritu y la imaginación, ninguna. Por el contrario, contribuiré a ella con una agudeza. Déjenme decirles, ahora que la noche se precipita hacia el horizonte del mar, que releer es volver a vivir, y yo lo acepto. Pero nunca se vive de igual manera, ni siquiera haciendo el amor con quien amamos. Cada momento de la vida es, sutilmente, diferente. Y releer forma parte de tales momentos. Nuestra piel se modifica. O con más exactitud: es pausadamente diversa. Releer libros amados es descubrir que ya no somos los mismos. Algo queda en nosotros sin duda, y algo ha cambiado. El Aguafiestas miró hacia el mar. Disfrutaremos pronto del futuro nacimiento del sol, viejo y eternamente renovado, como nuestras pupilas. Aunque mi vida corra peligro, no hablemos más. Será una epifanía. ¿No oyen el canto claro y armonioso de Memnón ante la aparición de la aurora? Son las olitas contra el arrecife, dijo alguien bajo el influjo del Aguafiestas. Ellas también cantan, tú. Déjame a mí los jarros de agua helada.