8

¿Y qué más falta en homenaje a la coherencia? El Aguafiestas preguntó sin volverse.

Desde que salieron de La Torre de Marfil, andaba con idéntico andar delante de sus amigos, incontenible, apremiante, alejándose de ellos, y hablando alto para hacerse escuchar. Unas veces tratando de alcanzarlo, otras dejándolo distante, el grupo avanzó por Mercaderes, dobló por Obispo y desembocó en la Plaza de Armas, iluminada a tal hora por la claridad amarillenta de sus farolas de gas.

Fue Aristarco el primero en llegar y entrar en la Plaza. Al verlo avanzar, pisando fuerte en las viejas losas, supusieron sus amigos que iba en busca de un banco apartado, donde pudieran sentarse juntos y continuar conversando. Esto les pareció mientras lo seguían y entraban a su vez en la Plaza. Se darían cuenta luego de cuál era su intención.

Siéntense, mis amigos. Este lado es el más tranquilo.

Actité caminaba del brazo de Filonús, y fue la primera en desprenderse y ocupar el banco, un largo banco de vieja piedra, revestido en su parte superior por un mármol gris. Filonús la siguió, sentándose junto a ella. El apodado Licino y Jenofonte, que venían flanqueándoles el paso, se sentaron a ambos lados de la eventual pareja. Los cuatro quedaron frente al Aguafiestas y de espaldas al Templete, cuyas luces se hallaban apagadas, cerradas sus grandes puertas macizas. Sólo Aristarco continuó sin sentarse, parado frente a ellos, las manos en los bolsillos. Echó a andar de repente. Caminó del uno al otro, con paso calisténico, y regresó al punto de partida, para repetir su especie de inspección. Pareces el capitán de un navio, dijo Actité. De un navio en tierra. Llevo largo rato varado. Por unos instantes se apoderó de ellos la calma de la noche, su silencio esencial. Quietos, callados, oyeron el viento en la ceiba secular del Templete. Aristarco veía a sus cuatro amigos en el largo banco, y pensó, o temió quizá, que su tiempo comenzara a agotarse, sin permitirle conversar sobre tantas cosas abandonadas, regadas por su lengua en el viento.

Escogió un árbol próximo, desde el cual podían verse y escucharse, y se recostó en su tronco. ¿Estaría recostado en un laurel? Pese a la prontitud de su palabra, a los enlaces inesperados que tendía entre elementos disímiles en apariencia, algunas veces se quedaba vacío, balbuciente. Colocadas de pronto en una esfera vidriosa, las cosas se alejaban en una especie de inexpresión, inapresables. Si ignoraba el nombre de algo, el del árbol en que se recostaba —¿de veras sería un laurel?—, no le agradaba sin embargo preguntar.

De hacerlo, lo invadiría una sensación de disminución, y se sentiría en entredicho, un poco perdido.

Además, la renuncia a preguntar le propiciaba el disfrute de una sensación peculiar: aceptar el árbol como especie inefable, innominada, inclasificada, aceptarlo, sencillamente, como cosa. Un nombre ¿qué era o que podía ser? Ni un pie, ni una mirada, ni una boca, consideraba Julieta, inflamada de amor. Si no lo decía ella con parejo sentido, ni en la dirección en que Aristarco pensaba, no le importaba mucho. A menudo una frase decía una cosa que no decía realmente, para lo que no fue pronunciada o escrita. No hablaba de la época, ni de la ciudad ni del asunto del que en verdad hablaba, sino de su tierra y de su asunto.

Bastaría con sentir la rugosidad del tronco, su ruda corteza, para experimentar su presencia (o su ser) de árbol. Pedacitos de madera, pegados a las ropas del Aguafiestas, hincaban su espalda, sus nalgas. Dobló la pierna y pegó el pie derecho en el tronco. Sin palabra ninguna: estaba.

Se fijó que a su pie izquierdo solitario lo circundaba un enrejado de hierro fundido, suerte de armadura defensora de las raíces del árbol. Era evidente: el hombre protegía y organizaba sus jardines, sus paisajes, sus parques. Escogía, recortaba, dándole al árbol, a la planta, formas ideales, y marcaba el sitio, fertilizaba. Oyó el rumor de las ramas y no alzó la vista: el viento se trenzaba en el álamo o en el laurel. Con la llegada de la noche callaban los pájaros, respetuosos se iban a dormir, al igual que vacas y gallinas. Seguramente, sobre su cabeza, dormían gorriones picarescos, como los vio Víctor Hugo y repitió Casal. Imperaba la hora del ave de presa, picos hábiles y suspicaz pupila, y la de los pobres roedores en la oscura tierra, hora de la cacería.

Actité lo invitó a sentarse a su lado, y Aristarco Valdés abrió los brazos, indicando que se hallaba ocupado el espacio. Los amigos se corrieron rápidamente para abrirle lugar, y Actité repitió la invitación. Sus dedos, plagados de anillos, daban golpecitos en el mármol. Le recordó la frase que Aristarco pronunciara cuando ella entró en La Torre de Marfil, cumple con la misión civil de estar sentado.

Esta vez se negó.

La mano invitadora se fue deteniendo y, tras un momento de vacilación, avergonzada quizá por su insistencia, volvió Actité a unirla a la otra solitaria en la falda, y la dejó descansar encima. Quedaron a la vista sólo tres anillos, tres anillos que no emitían ningún reflejo.

El espacio en el banco permaneció vacío. El Aguafiestas, pegado en el tronco del árbol inefable, no se sentaría a su lado. Dejar de complacerla era una indicación de su libertad personal, ligera, un poco boba sin duda, pero que Actité percibiría, dada la relación que desde su llegada a La Torre de Marfil se estableciera entre ambos. Una corriente de simpatía y de deseo iba en aumento a medida que la noche, gran propiciadora, libertadora de los anhelos del Eros, despertaba en su marcha hacia la madrugada. Al dejar de complacerla, además experimentaba, nuevo Narciso mirándose en las oscuras aguas del espejo nocturno, la deliciosa y temible sensación de su propio poder. Se limitaba, se imponía una disciplina, y posponía su deseo. O más bien, lo prolongaba. Calladamente le decía espera. Y si no conseguía calmar su sexo intranquilo, podía posponer la consumación. Sumarle otra inquietante delicia. Quedarse de pie, renunciar a ocupar el sitio que ella le ofrecía en el banco, lo hacía vivir interiormente, medir y gobernar el alcance de sus fuerzas.

Otras veces, por el contrario, consentir y entregarse al deseo ajeno constituía una manifestación de su propia energía. Dejarla escapar, ofrecerle una salida compartida, le permitía apreciarla con mayor claridad. Se volvía ostensible. En cierta medida, ¿no era ser? Conocía sus reacciones. Al menos podía suponerlo. Para tener noticias de sí, recordó haberlo encontrado en su amado Séneca, se necesitaba alguna prueba. Sin probarlo, nadie alcanzaba a conocer lo que podía.

¿Que reacción tendría Actité? El mensaje que implicaba no sentarse a su lado, ¿cómo sería entendido? O para modernizar su lenguaje, con frecuencia muy siglo diecinueve, cómo sería descodificado. La miró procurando captar lo que sentía. Intentó leer en su cuerpo, interpretar a su vez el signo que éste le hacía. ¿Qué movimiento podría delatarlo? ¿Echar los senos, tan deliciosamente pequeños, hacia adelante? Por el contrario, recostarse en el respaldo de hierro del banco, ¿y echar hacia atrás la cabeza? ¿Callarse? ¿Precipitar la conversación...? De estos signos, cualquiera resultaría susceptible de variadas lecturas. Y volvió a experimentar, al igual que muchas veces delante de otras mujeres, que había algo oculto, secreto, en eso que gustaba llamar una persona.

Quizá Actité, obediente a su instinto femenino tan perspicaz, comprendería su inclinación y por qué renunciaba, dilatando el inicio. O mejor, sus consecuencias posibles. Desplegaba en realidad una tonta estrategia, muy perceptible para una mujer, encaprichado en seguir de pie, recostado en el tronco... Temió de repente no ser comprendido, cabía esa posibilidad dentro de la infinita posibilidad, y estuvo a punto de ocupar el espacio en el banco, el espacio que ya la mano no ofrecía. Y por el contrario se pegó más a la madera, hasta que un fragmento de la corteza se hundió en su espalda. Volvió el deseo, apenas aplacado, a percutir en su sexo, como ocurriera en La Torre de Marfil, cuando exponía sus opiniones y se entregaba a los destellos del torneo intelectual. ¿O en él también reinaba Eros, los impelía a todos? Su sexo insatisfecho se manifestaba cada vez más anhelante. Queda tiempo, insistió en decirse. La noche es joven, como el inglés diría. O muy vieja y muy sabia. Hecha a la espera estratégica.

Ambos persistieron en su sitio: él donde estaba, gozando de su propia obstinación, ella en el banco, entre los amigos, sin un nuevo ofrecimiento. Su voz no obstante se elevó, tan frágil como siempre, y tan inconfundible, para decirle a Filonús acércate, no me gusta ver ese espacio junto a mí. Es un abismo. Puede tragarme con su soledad.

Filonús miró al Aguafiestas. ¿Descodificaría el signo? Creyó Aristarco que se percataría su amigo y, como hombre al fin, reconocería que él no se había sentado por un propósito definido, y en consecuencia dejaría el abismo intacto. Filonús al parecer se dio cuenta y se hallaba dispuesto a ayudar al amigo varón, cuando Actité insistió, y ante su lentitud en responderle, terminó jalándolo por un brazo hasta hacerlo borrar con su cuerpo el espacio despreciado. No sientas su atracción, dijo irónica Actité, al obligarlo a cerrar el vacío.

Formaron los cuatro una especie de fila apretada.

Con una entonación que no era ya íntima ni equívoca, se refirió Actité nuevamente a un hecho.

¿No dijo él, y se dirigía un tanto burlona al Aguafiestas, que se debía cumplir con la misión civil de estar sentados? (Aristarco se preguntó si la expresión era exacta. ¿Había dicho misión o arte? Pensó que con tal expresión, al igual que con tantas otras, ocurría algo parecido: que había sido levemente transformada por el uso.) Y sobre todo, tratándose de sostener una conversación, para lograr integrar lo que él mismo llamara hacía un rato la bóveda, siguiendo en esto el sentido de la expresión espiritista, afirmó Actité que lo debido era sentarse con el fin de propiciarla, aumentar la intimidad y la confidencia, y no mantenerse aislado y de pie. ¿O acaso se debían levantar? Con seguridad se podrían crear diferentes bóvedas, igualmente propicias, pero siempre colectivas. Nadie debía desentonar. Todos de pie o todos sentados. Todos parados o todos corriendo. Si alguien hacía lo contrario, cuando iban todos en una dirección o habían escogido una postura, ese alguien generaba en el resto una especie de desasosiego. Se salía del número... ¿Qué hacía parado solo o solo caminando? Si todos caminamos, no puede haber ninguno sentado, sentado distante, al menos que caminemos en círculo, y volvamos a pasarle cerca. Sonrió para disculpar el absurdo galimatías que empezaba a aflorar en sus labios.

Se mantuvo erguida, con su vestido de tela blanca y basta, sus ojos negros admirables. Medio sensual, medio acerba: una lucecita relumbrante en sus pupilas. El Aguafiestas pensó que seguía siendo encantadora, y menos frágil. Una fuerza inteligente, tranquila y firme a la vez, que él hasta ese momento no había descubierto, parecía, brotando de su cuerpo, desplegarse en la noche. Delicada en su fuerza, singularmente ágil, flexible, como de otra especie humana, si nada había cambiado en ella, se había intensificado su presencia. Tantas cosas él ignoraba de su vida... Hubiera querido ponerse a preguntar.

Ella hablaba otra vez, con ese algo caprichoso y sabio a un tiempo, que atraía —singularmente— al Aristarco. Hablaba de un hecho interesante y abandonado, hecho que la gente solía pasar por alto mientras lo realizaba, mientras se sentaba en una silla, se recostaba en un canapé o se acostaba en una cama. Tres posiciones clave, y tres muebles clave. Implicaban conexiones, distingos entre diversas peculiaridades. No estamos solos, ni hemos querido estarlo, sentenció un tanto sibilina.

Aclaró luego que se vive rodeado de múltiples cosas, sillas y bancos, y extendió un brazo abarcando el asiento donde se encontraba el cuarteto de amigos, y se han inventado movimientos, gestos, destrezas, posiciones con el fin de usarlos. En cada momento singular, se realizan nuevos ajustes corporales. El cuerpo tiene una capacidad infinita para estos ajustes. ¿Qué es una silla, sino una parte del esqueleto? Se irguió más contra el respaldo del banco. Una parte que aprendemos a usar, como la araña, tan mencionada esta noche, su conjunto de cerdas. Y más diría, es nuestro esqueleto externo, el que podemos ver y limpiar. No es el único, pero es uno de los tantos que empleamos. Necesitamos un esqueleto exterior para poder permanecer sentados.

Nunca olvidaré la manera que tenía mi madre de sentarse en el sillón de su cuarto. Nunca pude tampoco imitarla con exactitud. Entraba y la veía sentada de un modo tan especial, tan suyo. Al principio creí que el carpintero había diseñado el mueble —exclusivamente— para ella, pensando en la postura de su cuerpo, o en la postura que su temperamento hacía adoptar a su cuerpo. Pues ella al estar sentada dejaba fluir su temperamento, manaba de su esqueleto y hacía que la externa columna vertebral de madera adquiriera su forma interior. Se conjugaban perfectamente. Cuando ella se levantaba, el sillón me parecía conservar parte de la presencia de mi madre. Olía a ella, a sus vestidos, a su perfume. Olía a su carne, tenía un parecido y como el acento de su figura.

¿Y cuál era esa manera de sentarse?, indagó Licino, muy abiertos los ojos brillantes. Todo en él escuchaba, atendía. La cara tensa, alerta. Se había ido corriendo y ya estaba al borde del banco.

Abandonada del mundo y entregada a sí misma. No era exactamente desmadejada, pero como si las tensiones exteriores hubieran cesado. Los pies tocaban el suelo, también como para que descansaran. Es más, se doblaban en el suelo. Ella descubrió que los asientos, cuanto más bajos, tanto más cómodos. Antes del descubrimiento de esta fórmula tan sencilla, mi madre solía pensar que los ebanistas, inventores de asientos, eran muy hábiles y tenían probablemente una fórmula numérica con la proporción entre la altura, ancho y ángulo de inclinación de los muebles. Sin embargo, notaba siempre al sentarse que algo le impedía hacer suyo el asiento. Fue entonces que descubrió su fórmula. Hizo recortar a las patas varios centímetros, e inmediatamente el sillón de su cuarto le perteneció. Se trataba de acercar sus pies a la tierra. Nada como la tierra para descansar, decía con dejo ambiguo. Pies doblados en el suelo, cabeza en el respaldo, manos muy sueltas sobre el brazo del sillón. Solamente cuando están sueltos, decía mamá, los pies, manos y cabeza, cuando parecen jugar en el vacío, obedecer a su propia soltura natural, puede estar cómodo el corazón. Y es la condición absoluta, les digo en esta noche, para una conversación que merezca la pena.

¿La soltura?

Sí, soltura del cuerpo. La que nos lleva a la soltura de la mente y a la posterior soltura de la lengua, replicó a la pregunta de Licino.

El Aguafiestas comenzó a sentirse inútil, impresión que detestaba. Había esperado algo tan distinto. Quizá de acuerdo con su energía habitual, ese algo llegaría, y Actité a su vez lo demoraba. ¿Estaría haciendo lo mismo que él? Las mujeres estamos hechas de tácticas, recordó que en una ocasión una amiga le confesó. Actité ya no hablaba exclusivamente para él, sino que parecía contar también con los demás, eran sus interlocutores. Generalizaba la conversación, y agregaba el elogio de la conversación auténtica. ¿Iría viendo la cosa y volverían al tema abandonado cuando salieron del restaurante? Ahí sí tendría algunas observaciones qué realizar, y quizá no se sentiría tan solitario. Sin embargo, lo acuciaba su soledad, la inesperada mudez de su lengua. Estaba o se sentía implicado. Dado su interés por Actité, algunas de sus expresiones lo alcanzaban como salpicaduras intencionales. Instintivamente dio un paso para acercarse e intervenir en el momento oportuno.