15
Alzada la mano, mostró Jenofonte a sus amigos tres de sus dedos. Tres fueron las sorpresas que la tarde siguiente le deparaba en la Biblioteca. Tres, subrayó. Licino y Filonús se volvieron hacia Actité, que inclinó reverente la cabeza. Juego con el número pitagórico. Jenofonte se dirigía a ella, la de los pies encantadores y los seis anillos. Cubana pitagórica, la llamaba el Aguafiestas al mencionarla en sus conversaciones, y Filonús afirmaba que Pitágoras —precisamente— había sido grabador de anillos. Los seis fueron regalo de su maestro a esta cubana, decía el Aguafiestas a punto de la carcajada.
Cuando volví a la Biblioteca, tres sorpresas me esperaban. Hasta la tarde que les cuento, estuve encadenado al libro de pintura francesa. Si en las bibliotecas de los conventos medievales eran los libros encadenados, yo era el que ahora estaba encadenado a un libro. O mejor, amigos, a una imagen.
Apenas entró se produjo la primera: nuevamente el viejo ocupaba su silla en la sala de arte. Vestido de limpio, cepillado el traje negro, rasuradas con pulcritud las mejillas, muy blanco el cuello duro de la camisa. Jenofonte se estremeció. No supo dónde sentarse ni qué mesa ocupar. Risueño, agitando los brazos, el viejo lo saludó. ¿Se habría acicalado para concurrir a una fiesta o para reencontrarse con su confidente involuntario? Mientras Jenofonte permanecía alelado, la primera sorpresa alcanzó una culminación terrorífica: el tomo de pintura se hallaba en las manos del viejo enlutado, en sus sarmentosas garras de ave rapiñera. Lo agitó en el aire. Ya no es menester pedirlo, joven. Por ti lo hice, gritó pasando súbito al tuteo, y se rió, con su inhibida risa intolerable. Como un militar ofendido giró Jenofonte sobre sus talones sin responder, dispuesto a abandonar la sala. Mis sociales, en ese momento crucial, en el que mi secreto iba dejando de serlo, habló la flaca bibliotecaria. Quedé cogido entre dos fuegos. La bibliotecaria invitaba al viejo a que pasara. ¿Pasar a dónde?, se preguntarán. Con idéntica desorientación me hice la pregunta. Porque en ese momento, oía más que veía. Descubrir al viejo con el libro, mi libro, me aturdía y desordenaba los sentidos. Seguí la voz de la flaquita: mi vista tropezó con un cubículo pequeño, en el que nunca había reparado. Tenía abierta la puerta de cristales. La bibliotecaria, parada en sus huesos, sostenía en alto una cortina corrida. Reiteró al viejo su invitación. Éste cerró el tomo de pintura —¿se las habría “llevado” a todas?— sin dejar de mirar a Jenofonte, de mirarlo con un mirar burlesco, y se levantó de su silla. Más que levantarse, levitó el ocambo. Como el que sostiene un objeto sagrado puso el libro en la mesa, y se encaminó al cubículo. Rejuvenecido, exultante parecía. Un movimiento burlón de sus dedos dijo adiós a Jenofonte. Adiós jodedor, saben. Di unos pasos hacia el libro, otros hacia el cubículo. El libro quedó en la mesa, lanzando destellos, y yo frente al cubículo, oyendo a la bibliotecaria que me invitaba también a entrar. Va a empezar la proyección. Azorado asomé la cabeza. Vio en la penumbra una pantalla abierta, un proyector de vistas fijas encendido. Acá solicitó, aludía al viejo jodedor, varias diapositivas de cuadros famosos. Ya casi estaba adentro, impulsado por el deseo de enterarse si la Récamier se encontraba entre las escogidas y temeroso a la vez de que estuviera, cuando la cortina cayó a sus espaldas. Su suavidad muda me erizó el espinazo. Se hallaba en medio de la segunda sorpresa. Al igual que la anterior, ésta tendría su culminación terrorífica.
La primera diapositiva apareció en la pantalla.
Tantos cuadros había visto desde que visitaba la Biblioteca, que lo reconoció enseguida: Venus y Cupido de Velázquez. Recordó la tarde confidencial en la que el viejo enlutado se lo mencionara vehemente. El único desnudo de mujer pintado por Velázquez. Hasta que él se atrevió, ningún pintor español se había atrevido con tal asunto. Velázquez figuraba en nuestras filas. Lo suyo era mirar. Mundo, carne, luz, aire, existían para él. Qué manera de mirar. Todo está en la luz, nimbado por la luz. El viejo, sentado, se mantenía erguido ante la pantalla, dándole la espalda a Jenofonte. Ni una vez se volvió, y sin embargo hablaba en voz alta. Contaba conmigo, como si tuviera un ojo en la nuca. “Yacentes” llaman los especialistas a estas mujeres. A esas cinco grandes mujeres pintadas, la del Giorgione y la del Tiziano, La maja desnuda y la Olimpia. Cinco glorias carnales. Jenofonte distinguió que erguía más la cabeza y parecía lanzar un resoplido. ¡Yacentes! Palabra despreciable, cercana a la muerte.
Están vivas, y solamente recostadas, señores especialistas. Sé, joven, cuánto significa para usted —dio la impresión de que iba a virarse y no lo hizo— el estar recostado. En mis paseos vespertinos, de los cuales le hablé, lo vi siempre recostado en las columnas de la ciudad. También esas cinco mujeres están recostadas, no yacentes, según intentan hacernos creer seres pudibundos que se avergüenzan ante la desnudez espléndida. Sobre todo si la desnudez se ofrece sin ambages, como hacen estas cinco hermosuras, a quien tenga el valor de mirarlas.
Hizo un silencio. La bibliotecaria supuso que debía poner la siguiente diapositiva. El proyector emitió un sonido sordo y el cuadro de Velázquez desapareció. No, no, señorita.
Detenga esa mano fatal. El viejo enlutado parecía agonizar de dolor. Disculpe. Creí que quería ver las demás. A su tiempo, señorita. Por favor, haga volver a esa mujer inmortal. Venus y Cupido reaparecieron en la pantalla. Qué milagro, exclamó el viejo, recuperando la alegría perdida. Ésta era su fiesta, pensó Jenofonte. Para ella se había vestido, acicalado. La fiesta del mirar.
Por un momento Jenofonte se reprochó su excesivo afán en mantener secreto su “trato” con la Récamier. A dicho afán, decisivo en su ánimo, le debía ignorar, ahora se daba cuenta, la existencia del cubículo y la de la colección de diapositivas en colores. Por conservar su aislamiento se había visto precisado a tratar con una reproducción en blanco y negro, mientras el viejo, seguramente guiado por la flaca bibliotecaria, disfrutaba de la penumbra del cubículo y de los colores deslumbrantes de las diapositivas. Rescatado por la máquina ahí estaba otra vez el cuadro de Velázquez, el rosa conmovedor de la carne, el rojo profundo del cortinado. Oyó entonces al viejo batir, con júbilo infantil, los nudillos de sus puños cerrados. Un gritico escapó de sus labios. Santa técnica, proclamó luego, recobrada la voz madura. A ti debemos la vuelta de esta mujer gloriosa. Tienes el poder fáustico de hacerla regresar. Y no sólo éste, también el de hacerla viajar desde la isla remota de Bretaña, donde habita, hasta una isla del Caribe.
Yo, mis sociales, que me acuerdo más de las cosas que no hice que de las hechas, y las llevo siempre conmigo como un tormento, me acordé, y Jenofonte realizó un ademán sobrio con el brazo, digno ademán de un caballero neoclásico, me acordé del amor por reminiscencia, amor a lo que no puede tocarse ni tenerse, ni verse de cerca, en persona u original, y uno está obligado a completar mediante imaginación y sueño. Pero al enlutado no parecía importarle. En tal ejercicio tenía una larga costumbre. Conforme les contara, era experto en reconstrucciones.
Goce, joven, esa espalda ondulada, el dibujo fino, casi moviente, el rosa trémulo de la carne. Goce ese hoyuelo prodigioso en el nacimiento de las nalgas. Con el índice se ajustó los gruesos cristales. Instantáneamente Jenofonte recordó la sentencia del Aguafiestas: “No me simpatiza la gente con espejuelos. Se esconden tras reflejos artificiales.” Al viejo le vibraba la voz, entre modulaciones ahogadas repentinas. Si el resto de las cinco mujeres que había mencionado se ofrecía de frente, la de Velázquez lo hacía de espaldas. Tranquila, en silencio, se dejaba admirar. Y él se sentía fascinado por su abandono. Le resultaba delicioso que ignorara el efecto devastador que provocaba en los demás, dándoles la espalda. Jenofonte notó que movía Jas piernas, abriéndolas y cerrándolas con ritmo creciente. Llegaba a chocar las rodillas. Tenía apoyadas en el suelo las puntas de los pies. ¿Estaría intranquilo su viejo pene? El busto se mantenía erguido. La mirada devoradora no se apartaba de la pantalla. Su voz sonó entrecortada cuando afirmó que ciertos adoradores del arte eran soberanos hipócritas al negar la impresión sensual, casi licenciosa, de la obra artística. Pretenden negar que el arte entra por los sentidos. No sólo entra, los dilata. Eros reina en todas partes, joven. Y cuando deja de reinar, todo es ceniza. Sus piernas empezaron a moverse muy despacio hasta inmovilizarse. ¿No te has fijado en el espejo?, preguntó tuteándolo, nuevamente en forma inesperada. Jenofonte se encontraba en tal estado de confusa irritación, que apretó los dientes para no responder. Insultos en montón se me agolparon tras los dientes. Cuanto ocurría dentro del cubículo, incluida la figura de la bibliotecaria iluminada por el rayo de luz que salía por detrás del proyector, lo atormentaba con insólita emoción. En rigor el viejo no aguardaba ninguna respuesta, tan sólo había preguntado para darle a conocer que no ignoraba su presencia, y continuó en la misma tesitura. ¿No se ha fijado que se trata del propio Cupido, mensajero del amor? Él es quien le pone delante el espejo. Ella se mira en sus aguas. Se mira a sí misma. Vemos, y ella la ve también, su cara reflejada en el agua especular. ¿No le parece interesante? Más que interesante, ¿una revelación? Esta hermosura se ama a sí misma. Por eso Velázquez, mediante el andrógino, le puso delante el espejo. Él sabía mucho de estas cosas. Y además, joven, tenía una pasión personal por los espejos. Aparecen en sus cuadros definitivos. Y en Las Meninas, dijo bajando la voz como si fuera a revelar un secreto, Velázquez se mira a sí mismo pintando. Se detuvo con el fin de hacer una rectificación. En realidad no se trataba de una pasión por los espejos, sino por las cosas del mundo. Tanto las amaba, que acudía a los espejos para multiplicarlas.
Amigos, el carcamal dijo entonces a la flaca que ya podía quitar la diapositiva, no vaya a quemarse y la perdamos. La súbita blancura de la pantalla impresionó a Jenofonte, como si se tratara de una blancura anómala. ¿Pongo otra? Fue la flaca quien indagó cómplice, oficiante del rito, propiciadora. ¿La de Goya o la de Manet? Inesperadamente se viró el enlutado. Sus gruesos cristales relampaguearon. Los ojos gastados de mirar la hermosura del mundo, el mundo es figura y el propio aire tiene cuerpo, me dijo la tarde en que me habló, no buscaron a la bibliotecaria, se posaron en Jenofonte. ¿Por qué me miró a mí? Yo no fui. Yo estaba mudo, mordiéndome los dientes. Pero la cosa era conmigo. La segunda sorpresa se desencadenaba, llegando a su punto culminante. Lo que no quería oír, fue lo que oyó. Lo que no quería ver, era lo que querían mostrarle. Señorita, pasemos a las vestidas. Me miraba a mí, le hablaba a la flaca. La ropa oculta, y al ocultar, sugiere. El cuerpo vestido también hace señales. Cada sugerencia es un estímulo. Sólo lo sugerente es estimulante, y lanzó una carcajada. Bueno, mis sociales, no la lanzó, supuse que lo haría. La reprimió enseguida, de acuerdo con su naturaleza. Pasar de la desnuda a la vestida, puede resultar un desafío. Póngala, señorita.
¿Qué otra vestida podía aparecer sino ella? La estratagema se tornaba evidente. Ambos lo sabían.
Mi relación secreta con la Récamier formaba parte de sus relaciones públicas. Como si la historia retrocediera, se sintió y casi se vio de repente en el salón de la Abadía del Bosque, rodeado de sus molestos contertulios, igual que se sintiera el indefenso Benjamín Constant. Ella, ya lo anunciaban, estaba a punto de hacer su aparición. En una de esas diapositivas, metida en una pequeña caja estrecha, se encontraba la Récamier. Mediante el auxilio del rayo luminoso, surgiría del celuloide. Brotaría como Afrodita del mar griego. Colocarla, con su mano propiciadora, y correr el aparato, era cuanto tenía que hacer la bibliotecaria. El rayo luminoso se encargaría de poner a Julieta Récamier ante sus ojos, con todos sus colores, quizá con un leve brillo de artificio. Podría mirar, mirar a la manera del viejo enlutado, los detalles que faltaban a su mísera reproducción en blanco y negro. Cada nuevo detalle desconocido propiciaría la nueva visita, tan invocada por él. Untada de provocación seguía sonando la voz del viejo. Ahora, joven, viene la suya. Si lo desea, puede llevársela, conforme le enseñé. Al mito del amor como antropofagia, es decir, deseo de comerse a la persona amada o ser comido por ella, opongo un mito nuevo: el de hacerla vivir dentro de uno. Y si tu alma es complementaria, a diferencia de la mía, puedes completar la relación: vivir dentro de ella.
Sería difícil concebir, al menos hasta ese momento, dos seres tan alejados entre sí como el viejo y el Aguafiestas. En él creyó sin embargo Jenofonte escuchar, si no su voz imponderable, algo que a Aristarco Valdés le hubiera complacido decir. Por un plazo muy corto las diferencias esenciales entre ambos parecieron disolverse: el nuevo mito propuesto por el viejo hubiera encantado al Aguafiestas. Estaba en su tesitura. Hacía poco, en La Torre de Marfil, habían hablado de la posesión sexual como de un comer, la incorporación de la fruta. ¿No era una forma singular de antropofagia espiritual? El Aguafiestas parecía haberse adelantado al nuevo mito. Jenofonte experimentó la sensación de que se duplicaban. La voz del viejo se producía en la vigorosa garganta del Aguafiestas, o la de Aristarco, en la decadente del viejo. Tal sensación, un tanto alucinante, duró poco. ¿Se disolvían las diferencias o se integraban? No estoy seguro. ¿Qué piensas de esto, Filonús? ¿Y tú, Actité? Interrogaba a sabiendas de que sus amigos no responderían. En el transcurso de tan larga noche, se habían negado —sin decirlo— a participar en su exposición, a ofrecerle ayuda cuando su lengua farfullaba o se paralizaba. Los tres, incluía en esto también a Licino, se comportaron como perfectos escuchas: fueron de un silencio atronador. Pero esos dos antípodas, inesperadamente semejantes, el viejo y el Aguafiestas: ¿se habrían conocido? ¿Conversaron alguna vez? ¿La mano sarmentosa del viejo estrechó la del Aguafiestas? ¿O en la suya, ancha y con largos dedos, se perdió la del viejo enlutado? Lástima que Aristarco permaneciera cada vez más mudo, al parecer haciendo causa común con sus amigos. Mudo, huraño, recostado en su árbol. Lástima. Sentía la necesidad de preguntarse, necesidad que se obligaba a reprimir. Existía no obstante algo claro: conversar tenía para ellos un sentido. Sobre él se explayaban a menudo conversando. Encontraron conversando el sentido del conversar. Y aquí me detengo. Empieza la lengua a enredarse solita.
Vuelvo al viejo, mis sociales. Mirándome lo dejé, mirándome con sus ojos singulares. Inclinados en mi dirección, disparó la pregunta clave: ¿Quieres verla? A mi alrededor todo se paralizó. El viejo se quedó inclinado, la bibliotecaria con la diapo lista, encendido el rayo del proyector. Todo a su alrededor esperaba por la respuesta. ¿Quería o no quería? Recuerden: tenía los dientes apretados, insultos detrás de los dientes. Pero cuando se separaron, no escaparon insultos, escapó un no tan rotundo, que la pantalla estuvo a punto de derrumbarse. Y después un no para el viejo enlutado e inclinado, y cegué sus cristales. Otro no directo al proyector, y apagué el rayo. Y el último no derechito a la flaca, y la partí en pedazos. Cayó la diapo en la cajita como en su propio sarcófago. Alzada la cortina, abrió la puerta del cubículo y Jenofonte salió. Con paso resuelto se acercó a la mesa. Encima se hallaba todavía el tomo de pintura francesa. Continuaba abierto y Jenofonte se empinó para ver la página. Fue innecesario acercase más: desde lejos la adivinaba. Era la misma en la que tantas tardes se demorara. Un perito podría tomar sus huellas dactilares: la yema de su índice había recorrido múltiples veces cada una de las partes del retrato de la Récamier: las huellas de su índice y las de cualquiera del resto de sus dedos. ¿Y por qué no las huellas de sus ojos y las de sus labios? Miles de sus miradas podrían desprenderse de los pies de la Récamier, de sus hombros y su cuello, hasta de la cline en la que estaba recostada. Cuántos besos disimulados, aprovechando las ocasiones en que la bibliotecaria no lo vigilaba, podrían ser rastreados por un buen perito. La huella de sus saludos y la de sus adioses: la huella de su aliento cuando se encimaba sobre el retrato para descifrar las partes sombrías. La huella de sus sueños, la de sus largas conversaciones con ella. Todo esto tenía que permanecer, y podría rencontrarse sobre esa página distante. No le cabía duda: había sido su fiesta del mirar. Insatisfactoria a ratos, a ratos plena. Dichosamente amenazada. Para él, las dichas valiosas e intensas resultaban amenazadas por el más insignificante peligro. Una certeza me asaltó entonces: las tardes en la Biblioteca habían terminado. Tras lo sucedido, no podría volver. Me despedía. Era su despedida, su fin de fiesta. Bastó con empinarse desde lejos, con elevar su cabeza encrespada. Nada, aproximándose, quiso comprobar. Tonta o irracionalmente temió que el viejo se la hubiera llevado, y en lugar de la Récamier, encontrara blanca la página. Vacía, sin ella, y sin sus huellas. Se apartó brusco. Caminó en busca de la salida.
Frente al cubículo estaba la bibliotecaria. Parecía esperarlo de pie, dispuesta igualmente a despedirse. Mulato presumido, dijo despectiva cuando pasó Jenofonte cerca de ella. Te gustan demasiado las blancas. Si están pintadas, más.
Me paré en seco. Descubrí en su boca el propósito de decirme algo fuerte. No lo hizo, y apoyó su espalda contra la puerta. Fui directo. Cerquita frené, casi nariz contra nariz. Los dos oíamos nuestras respiraciones. Se dio cuenta entonces de que era mulata igual que él. Eso lo contuvo un segundo. Después dijo: tú que la has visto, compárate con ella. Ni alcanzas a ser una de sus piernas. Te criaron con agua de azúcar prieta. La bibliotecaria jadeó, cogió aire o algo parecido. Con ironía entonó su voz y a la vez mimaba el asunto. “Que a veces sabe Onán / mucho que ignora Don Juan.” Retrocedí, herido. Herido, encabronado, rabiando echó a andar, y se viró de pronto para ripostar groseramente, pero ninguna te dedico, y abandonó para siempre la Biblioteca. Detrás quedaban el retrato, los libros consultados, las cartas y semblanzas: cuanto había metido en su fragua. Apretó su libreta llena de anotaciones y echó a andar.
Cumplidas estaban, en toda su extensión e intensidad, las dos primeras sorpresas. Apenas cruzó la puerta de salida, se produjo la última, la más corta y provechosa de las tres. Licino lo aguardaba en la acera, al hombro su inseparable bolso rojo. Tras los saludos y el estrechón de manos, manifestó a su amigo que le traía un obsequio. Bajó el bolso, lo abrió y sacó un sobre de Manila, muy cuidado, muy limpio. Con sonrisa enigmática se lo entregó. Llévalo sin doblarlo. Ábrelo solamente en tu casa. Se alejó de prisa, sin darle tiempo de hablar a Jenofonte. Vencí la tentación y no lo abrí. Eso sí: lo palpé tratando de adivinar su contenido: parecía vacío, y que Licino, el que desde hacía siglos amaba tanto los retratos y la amistad, le hubiera sin embargo dado una broma. Tuvo no obstante el presentimiento de que la fiesta no había terminado.