17
Esta vez no le ocurriría a Filonús lo mismo que en el momento en que le tocó hablar de la papaya. Por el contrario, se sentía dispuesto y entonado, y ningún prejuicio, ante la presencia de Actité, obstruiría el desarrollo futuro de su discurso. Esta vez, además, se sentía capacitado para recordar sin ayuda del Aguafiestas, el que, recostado en el árbol, continuaba en un letargo, desdibujándose, sin su ayuda y sin que le fuera menester expresarse mediante él, ni con su espléndida voz, según sucediera en La Torre de Marfil. Ahora se encontraba a cielo raso, bajo la bóveda sorprendente de la noche, ya en su postrimería, sorprendente por su manera de acoger. Pensó que si abandonaba el banco y se ponía de pie entre ellos y el Aguafiestas, surtirían sus palabras mayor efecto. Así lo hizo, y observó persistente a sus amigos, creando con ello una corta expectación. Les mostró sus grandes dientes puntiagudos, dispuesto a pegar un salto de gimnasta, abrió los brazos y las manos, y separó los dedos. Comienzo a perorar, dijo de pronto. Impulsivo, excelente contrincante, experto en réplica, el joven Filonús tenía el pelo fuerte, resistente y extrañamente encanecido. Como los santiagueros que se respetaban, vivía en La Habana, que era siempre para él La Capital, pronunciada con mayúscula y subrayando. Tras su corto exordio, prosiguió con vehemencia contenida.
Si triste es estar, según criterio de Jenofonte, recostado en la pared y falto de compañía durante una fiesta, en mi adolescencia acostarme era lo más desolado que me podía pasar, y decir “hasta mañana”, lo más espantoso. Sus oyentes prestaron atención: el discurso del santiaguero resultaba de repente una lástima: al designarle el turno del acostado, creyeron que, realizando una elección errónea, habían cometido una equivocación. Filonús parecía rechazar dicha posición y carecer de experiencia sobre ella. Continuaba por lo visto siendo imprevisible en sus reacciones. Desde que Actité se refiriera al estar sentada, recordando el modo en que se sentaba su madre, incluidas las historias de Licino y de Jenofonte, sólo les interesaba la posición en sí misma, y sólo en cuanto se correspondía con las cosas, estableciendo un nexo, como en este caso, con los muebles que la generaron. Habían pasado, hablando, de la silla al diván, e inesperadamente Filonús manifestaba cierto desinterés por la cama. Medio decepcionados le oyeron continuar.
Cuando decía “hasta mañana”, anulaba las posibilidades acumuladas durante el día, y que en mi adolescencia creí y sigo quizá creyendo en este instante, se cumplirían al fin en el transcurso de la noche. La noche heredaba las posibilidades diurnas, el germen de todas, y en ella iban a florecer. Y de repente, en presencia de su tía y de su padre, debía decir “hasta mañana”, saludar y despedirse, despedirse de las posibilidades a punto de convertirse en realidades, caminar a su cuarto y sepultarse, semejante a un cadáver, en la cama, y en las tinieblas. La noche proseguiría sin mí, las cosas se revelarían sin que yo estuviera, y necesitaba estar despierto, no perderme nada de cuanto podía ocurrir. Compadres, no se rían, ni sonrían siquiera, pero a esta etapa de mi vida debo el ansia inexplicable por lo ignorado y una abrumadora preocupación por lo que pudiera suceder a través y durante las ocho horas en que me encontrara, obligatoriamente, dormido.
Ocho horas perdidas. ¿Quién iría a devolvérmelas? Ocho horas que le habían robado y que jamás recuperaría.
¡Y qué cosa extraña ese “hasta mañana”! Era una especie de suspensión, y nadie se hallaba capacitado para garantizar que existiera un “mañana”, y las cosas en él volvieran a reanudarse. Acostarse era la manifestación de un acto de confianza excesiva. ¿Confianza en quién o en qué? Cerrar los ojos era un hecho indudable, y abrirlos de nuevo, solamente una hipótesis. Y mientras no los abría, terminaba de pasar un día más, y él, como muerto sobre las sábanas. ¿Qué contaba su padre? ¿De qué hablaba su tía con los vecinos, reunidos en la sala, sin ir a acostarse ni despedirse? Ciertamente, alguna cosa admirable tendría que estar aconteciendo, alguna felicidad pasaba cerca de su cama y, hallándolo tontamente ciego, sordo, virado de espaldas, se alejaba.
“Hasta mañana.” Cuántas argucias y disimulos con el fin de demorar la llegada de ese instante fatal. Filonús comenzó a representar las cosas que hacía para retrasar en lo posible su partida. Se paró, al mencionarlo, debajo de una farola del parque, pareció sujetar un libro, hojearlo y leerlo, habló con la voz de su tía, se puso la mano en la boca como si voceara. Cada noche permanecía un lapso más largo al pie del farol de la esquina de su casa, conversando con sus amigos —ellos tal vez también se retrasaban—, esperando que la noche reinara absoluta. Demorarse era lo esencial, aunque se dijeran, mientras tanto, sandeces o se quedaran callados e inertes. Asomada al portal, su tía lo llamaba para que volviera a la casa y se acostara, tendría que levantarse temprano para ir al colegio, y Filonús continuaba impertérrito con la conversadera, simulando no haberla oído, o le contestaba desde la esquina, ya voy, ya voy, sin moverse de su lugar. Acuéstate, tía. Yo lo haré después. Y el “ya voy, ya voy” se repetía varias veces en la noche. Otras, sentado en la sala o ante la mesa del comedor, fingía estar abstraído en la lectura del libro de historia o que sacaba cuentas inclinándose sobre la libreta escolar, como un muchacho aplicado. Su tía lo rondaba sin ruido y terminaba diciéndole, en una de sus rondas, que la cama estaba lista y que su padre ya se había acostado. Es tarde, sobrino. Y yo, indeciso, sin pronunciar la despedida irrevocable, remoloneando como un gato, más interesado en escapar al tejado que en echarme a dormir. La tía se iba a la cocina, daba otra vueltecita y comenzaba a cerrar la casa. No te demores, le decía. En esos cinco minutos últimos podría presentarse el acontecimiento desconocido. Con frecuencia, esos cinco minutos se convertían en veinticinco. Tenía que levantarse al fin, cerrar el libro y la libreta, dar por terminado el asunto. ¿Qué hacía entonces? Una acción en apariencia carente de sentido, después de tanto retraso: semejante a un nadador que desde el trampolín contempla por largo rato el agua sin decidirse y que, repentino, se lanza de cabeza, tal vez avergonzado por su prolongada espera, así de repentino me metía en la cama. O mejor: me lanzaba, despidiéndome con un “hasta mañana” ahogado, que tía lograba apenas percibir.
Fue ella la que anuló estas demoras.
Filonús tenía varios meses de nacido cuando su madre murió. Mi tía, hermana carnal de mi madre, me crió y mandó a la escuela. Naturalmente, a mi madre no la conocí. Se convirtió con el tiempo en dos palabras, “tu madre”, que mi tía pronunciaba muchas veces durante el día y también en la noche, como punto de referencia y de comparación. “En eso te pareces a tu madre.” “Procura hacer lo que tu madre hacía en esos casos.” Cuando me comparaba de tal forma, sentía miedo. ¿Cómo parecerse y cumplir las indicaciones de una muerta? Para su tía era diferente. Ella y mi madre se habían tratado como seres vivos, convivido, escuchándose y viéndose. A su tía le gustaba, o lo necesitaba quizá, compararse con su hermana, tal vez equipararse. Tanto hacía esto, que llegué a creer por un tiempo que eran mellizas y habían nacido juntas. En verdad, lo supe luego, no ocurrió así. Tía nació dos años después.
Se detuvo. Extendió un brazo y unió el índice con el pulgar, formando una especie de círculo en el espacio. Sus oyentes, removiéndose en el banco, manifestaban cierta impaciencia ante lo que consideraban una digresión flagrante, y Jenofonte expresó su temor de que el relato de Filonús fuera tan largo como había sido el suyo. En un rápido tartamudeo dijo Licino que confiaba en que la narración de su amigo no empezara por el Génesis. Sin hacer caso, con ademán impetuoso, nuevamente oyeron la entonación subrayada del santiaguero.
Para llenar con algo el vacío que la ausencia de mi madre dejara a su alrededor, mi tía solía mostrarme, cuando mi cara patentizaba el desencanto por la reducción de una persona a dos palabras, varias fotos en las que aparecía una mujer, bastante linda, con pelo negro y ojos grandes, que tía afirmaba había sido mi madre. Como yo no la conocí, ni la vi ni la oí hablar, esas fotos me impresionaban como el mensaje de una sombra que no acababa de encarnar, no miraba a nadie ni sonreía a nadie, y sólo lo hacía, o lo hizo, por sugerencia del fotógrafo, quien la animó a mirar y a sonreír un segundo antes de que ardiera la luz del magnesio. Nunca Filonús llegó a creer que mostrarle las fotos fuera suficiente. Los ojos grandes y el cabello —su tía lo reputaba negrísimo pelo de “mora”—, en un papel de brillo, tras la desaparición del cuerpo, no podrían jamás llenar el vacío. Descubriría luego que, de manera mucho más desdichada, a papá le sucedía lo mismo. En casi nada, por no decir en nada, se parecía mi tía a su difunta hermana. Era fea, sin encanto físico, horribles la nariz, prominente y deforme, y la boca sumida, de labios imperceptibles. Boca de miserable, Filonús oyó una vez decir a la vecina. Tal opinión lo llevó a comprender pronto que la cara no era el espejo del alma. Tía fue conmigo, y con papá por igual, el arquetipo viviente de la generosidad. Acalló su instinto sexual de mujer y no se apartó de nuestro lado. Si fue evidente que contados hombres, o tal vez ninguno, la desearon, tampoco lo añoró, y permaneció soltera el resto de sus días.
Daba su tía suma importancia a las comparaciones. O con mayor exactitud: a una comparación, en singular, la que efectuaba entre ella y su hermana muerta. Según contó ya, realizaba esta comparación con inflexible, incluso misteriosa, insistencia. Al menos parecía tocar un misterio, algo inexorable. Me hacía pensar en que una suerte de fatalidad, a la que ella llamaba “desgracia”, debió de regir su nacimiento, y sin fatigarse la increpaba, exigiéndole explicaciones, una razón, a la desgracia o al destino, términos equivalentes para mi tía. Lectora apasionada de biografías de mujeres célebres —siempre que hubieran sido feas—, de las memorias de Lola María y de las cartas de Madame Du Deffand, le faltaba formación filosófica. Miraba las fotos, e incluso parecía mirar el recuerdo de su hermana, como quien se mira en un espejo doble, si puedo con el permiso expresarme así, o espejo dúplice, usando un adjetivo gustoso para el Aguafiestas. A propósito, encuentro cierta similitud entre mi tía y el Jefo, en cuanto a la relación de ambos con un retrato o varias fotografías. Cautivo de un don inesperado en él, y en el tono de su voz había un dejo irónico, fue contada esa relación por Jenofonte durante varias horas, con prolijos detalles. Percibió y aceptó Jenofonte la ironía instantánea de Filonús, complacido de haber causado algún efecto en su amigo, contribuyendo, sin proponérselo y mediante un juego de similitudes digno de Aristarco Valdés, al conocimiento de la persona de su tía. Todos habían escuchado cuanto le sucediera a Jenofonte, en los comienzos de lo que por sí mismo llamara “su trato” con el cuadro de la Récamier, y de modo semejante, las fotos de la hermana permanecieron detrás de las pupilas de la tía de Filonús, y a las mujeres, amigas o simples vecinas, las veía como a través de esas fotos postumas. Si me disculpan la pedantería, diré que llevaba puestos mi tía un par de espejuelos valorativos. Por intermedio de ellos las comparaba, juzgándolas.
Para ella, no obstante, tales mujeres casi carecían de interés. Juzgarlas era un género de adiestramiento, la mayoría de las veces divertido. Solía empezar por él, y luego, a medida que avanzaba, se tornaba sombrío, un extraño trasiego, y pasaba a compararse con su hermana. Al principio, riéndose burlona, sin acritud, llamaba a su sobrino para darle participación en el ejercicio, en su primera parte como igualmente lo haría al finalizar. Me convertí en su testigo. Aunque yo no hubiera visto viva a mi madre, era su hijo, sangre de su sangre —una expresión favorita de mi tía—, y aquello me otorgaba el privilegio de participar en la controversia. ¿No se trataba de controversia, de un dilema? Filonús se le unía en el portal y, uno al lado del otro, se dedicaban a ver pasar a las mujeres por la calle. Únicamente a ellas, el aspecto de los hombres no preocupaba a su tía. Detrás de sus fantasmagóricos espejuelos, igual que hacía Jenofonte con los suyos, calibraba a las mujeres. Medir, nivelar, calibrar: léxico exacto. Mira a ésa, sobrino, el pelo en burujones semejante a un monte. ¿Eso te parece bonito? A tu tía, un horror. No te la pierdas, mírala ahora de espaldas: el burujón le llega a la cintura. Y camina como dueña del mundo, con esa cabeza que está pidiendo cinco horas de tijera. ¿Quién le regalaría esa hilacha a la otra piruja que viene caminando? ¿A quién echarle la culpa de tal verruga? No la miremos demasiado, puede darse cuenta. De memoria conozco que tiene un pelo negro en mitad de la verruga. ¿Quién le regalaría esa hilacha? Pobrecita, ni siquiera lo sabe, y camina detrás. Diviértete, sobrino, con aquella luminaria que está doblando la esquina. ¿Notas algo? Le falta una parte, fíjate. Sí, mi niño, nació con un brazo más corto que el otro. Si miras bien a la vestida de verde, bella de un pronto, si la calibras, dijo súbitamente Filonús, como si el verbo fuera utilizado en realidad por la tía en su época, si la calibras es patizamba, y anda parecida a esa gente que tiene flojas las piernas.
Ya sus oyentes habían notado cambiada la voz de Filonús. ¿Remedaba acaso la propia voz de su tía? Afinado, su vozarrón adquiría inflexiones femeninas, un tono de delicadeza un tanto caricaturesco, que molestaba a Actité. Lo veían sus amigos andar poseído por el recuerdo de la tía que, aunque ya fallecida, cualquiera de ellos podría creer que volvía a vivir y se encontraba presente. Filonús se detuvo a su vez y, semejante al que se asoma a la calle, pareció acodarse en la baranda invisible de un portal santiaguero. Bella era mi hermana, dijo reproduciendo otra vez la voz aparente de su tía, y quizá algún gesto que ellos fueron incapaces de reconocer. El calibre de su belleza resultaba difícil de medir con el de otra mujer. Yo, mi tía —habló de repente con su vozarrón—, la contemplaba alelada, y recuperó el tono anterior amujerado. ¿Quién o qué la hizo perfecta, tan desarmante? Su belleza era de tal índole que nadie se acostumbraba a verla. De la cabeza a los pies, cada región de su cuerpo se acompañaba al unísono con la siguiente. El cuello con los hombros en una continuación maravillosa, los brazos encajados a la perfección. Los senos se disolvían en el vientre, y éste se enlazaba a las piernas sin interrupción alguna, sin nada abrupto, de modo tal que debía, para apreciarlo, observarse deliberadamente: tanta finura había en la realización del engarce. Pero, mi niño, pese a esta abundante perfección, donde el esmero natural lindaba con la filigrana, en la belleza de mi pobre hermana muerta, era en las manos y en los pies, que semejaban remedos entre sí, completando los armónicos acordes finales. Ni sobresalían las muñecas, al entrar la mano en el brazo, ni los tobillos se dejaban ver al articular la pierna con el pie.
Siguiendo el criterio de tía, Jenofonte habría adorado los pies de mi madre, de haberla conocido, manifestó Filonús cortando su representación. ¿Eran grandes o chicos?, indagó el Jefo. Mamá, por boca de mi tía, fue una belleza menuda. Entonces cabrían sus pies en mis manos, y Jenofonte pareció recibirlos, como en una de sus figuraciones No los aprietes demasiado, le dijo Filonús, y Jenofonte replicó que eran inconcretos y sin forma, solamente chicos. Más que sentirlos, habrá que presentirlos, precisó. Y Actité, sin ánimo de compararse, resaltó que sus pies también eran pequeños. Los tuve hace un rato sobre los míos, recordó Jenofonte. Piensa en algún pie chico que te haya gustado, sugirió Licino interviniendo, y los tendrás en la mano, Jefo, aboliendo el vacío. Estarán presentes y estarán ausentes, como todas las cosas que nos rodean. ¿Qué te parece la ocasión? Jenofonte continuó absorto, sin responder. Yo creo que no tendrás que ir muy lejos: piensa en los pies de Actité, tan hermosos, propuso de inmediato Filonús, haciendo una confesión que lo conmovió.
Súbito sobrevino un silencio, durante el cual alcanzaron a oír derramarse el agua en la taza de mármol de la fuentecita. La tenían delante, en uno de los parterres del parque.
Si éramos hermanas carnales, hijas del mismo padre y de la misma madre, engendradas con el mismo semen y en idéntica vagina, dime, sobrino, y perdona a tu tía que se deja ganar por la desesperación y se expresa en forma indecente, pero dime, ¿por qué fuimos tan distintas tu madre y yo? Volvió a atiplarse la voz de Filonús y regresaron gestos y ademanes indescifrables, que sus oyentes decidieron atribuir a la tía difunta. Se repite la posesión, susurró Jenofonte. Tendré que pedirle a papá le haga un despojo. Dime, sobrino. Te formulé esta pregunta cuando eras pequeño y te la hago ahora cuando eres mayorcito: ¿qué respuesta encuentras? ¿Por qué me pasó, y no a tu madre? No fui yo la elegida, la bella, la turbadora, que hacía temblar y obedecer y enamorarse de un golpe a cuanto ser viviente la miraba. Ser su hermana, y que la gente lo supiera, me enorgullecía. Ufana, altiva, caminaba por la calle a su lado, siendo jovencitas y ambas solteras, cuando ella aún no había escogido al que sería tu padre, no tenía novio y tenía decenas de admiradores. Si me sentía orgullosa, igualmente, y con alguna frecuencia, sentí mi alma lastimada. No envidiaba a mi hermana, sobrino. Era una cosa distinta, más peligrosa que la envidia, por insoluble. La convertía, para aclarármela, en una pregunta, de la que jamás alcanzaba respuesta. Quizá no la tuviera ni existiera tampoco la cuestión, y yo solamente era una tontuela, con un cerebro de mosquito. Pero no podía evitarlo. La voz de la tía —o la de Filonús— elevóse bruscamente, ¿qué Dios o qué demonio, sin consultarme, me designó la fea de la familia?
Cogió al sobrino del brazo, lo condujo imperiosa por el pasillo y lo empujó dentro del cuarto de la madre. Sin soltarlo, haló una gaveta de la cómoda y sacó la caja en la que guardaba las fotos de la hermana, conminándolo, siéntate en la cama, y lo soltó entonces dándole un empujón. Siempre que podía evitaba Filonús entrar en el dormitorio y acercarse a la cama en que, según su propia tía solía decirle, falleció su madre, y esta vez sin embargo tuvo que obedecer, pero se sentó en la punta de la cama y con cierta aprensión. Aproximándosele luego, su tía entreabrió la caja. Saca una, le dijo. No veas las demás. Ni escojas. Si hay un destino, como en mí es manifiesto, tú y yo jugaremos al azar. Sin mirar al interior ni apartar de la tía los ojos asombrados, extrajo Filonús una foto. Con un movimiento rápido, impidiéndole verla al menos un instante, ella se la quitó, y a Filonús le pareció haber tenido en la mano un reflejo. La tía alzó la foto y pegándola por el borde a su propia cara, la sostuvo de esa manera. Compáranos, sobrino. Éramos hermanas carnales, no lo dudes. Filonús comprendió que habían llegado a la porción sombría de las comparaciones. Se encontraban en el final, el más doloroso tal vez para su tía, y miraba ambos cuerpos unidos sin saber qué opinar. Su tía tampoco pretendía obtener confirmación ni una opinión siquiera: tan sólo se proponía ser oída. Filonús estaba seguro de que no se fijó en la foto que él sacara, como si todas las que atesoraba en la caja las conociera de memoria. ¿No te asusta mi nariz?, lo interrogó con acento inusual en ella, entre angustioso y de mofa, manteniendo la cara de la hermana pegada a su cara, semejante al fiscal que enarbola una prueba irrefutable. Si nadie se acostumbraba a la belleza de tu madre, nadie, ni yo, se acostumbra a mi fealdad. En esto fuimos iguales. Como los ángeles, especie única.
Para abundar en su “desgracia”, convertir en absoluta su comparación, volvió la cabeza en busca de un espejo y se paró ante el de la coqueta, bastante grande, bien azogado, escrutándose despreciativa. Trató con un dedo de elevarse la nariz, que casi le caía en la boca. Inútil, inútil, gritó al espejo, y a Filonús se le figuró un quejido. Movió los labios, se los mordió y ordenó salir. Inútil, inútil, volvió a exclamar, sin apartarse del espejo. Filonús recordó la opinión de la vecina, “boca de miserable”, avergonzándose enseguida por recordarla.
Abuela, dijo su tía y se alejó del espejo, quitándose la foto de la cara, abuela, a la que apasionaba reírse de mí —llamaba a su nieta “la extraña”—, cuando me veía preocupada rodar por la casa de un espejo al otro, me recomendaba dormir bocarriba, inmóvil, atado a la nariz un cordel, tensa la punta sobrante y amarrada a la cabecera de la cama. Para la falta de labios, ponerme calabaza caliente. En la entonación de mi tía —Filonús de pronto volvió en si, usando su propia voz— vibraba un murmurio de llanto estrangulado en la garganta, que ella impedía asomar a sus ojos. Guarda la prueba, sobrino, dijo tendiéndome la foto. Deseoso de que el ritual concluyera, la metí en la caja y la tapé.
No supe qué responderle. Cuando ella se conducía de tal manera, transformándose, se convertía en una mujer diferente. Estaba entonces poseída por un demonio, súbitamente habló el Jefo. Ella también necesitaba una limpieza. ¿Por un demonio?, indagó Filonús con inesperada ingenuidad, y movió la cabeza dubitativo. ¿Por un demonio?, más bien repitió para sí. Al menos que fuera el daimon socrático, hacedor de preguntas. A mí, lo confieso, su actitud me sacaba de quicio. Si era fea, lo que resultaba manifiesto, diría ella, yo no la juzgaba repulsiva, y la quería, pensando que su falta de belleza no me importaba. Ella era, en verdad, mi única madre. Hubiera dado cualquier cosa por ayudarla y curarle su desesperación. Después de tapar la caja, se me acercó. La noté más serena, como el que empieza a calmarse. La desesperación de mi tía implicaba una actividad, actividad que la inducía a abandonar la imagen doméstica de la persona que nos cuidaba y atendía con devoción, y a trocarse en una mujer insatisfecha, sin sosiego, a ratos acerba. No me duele mi fealdad, sobrino, lo que me deja el corazón deshecho es ignorar el porqué. Te digo: “es una desgracia”, y supongo, al calificarla, que carece de explicación o de razón. De razón, sobre todo. Si dijeras, y fuera tu respuesta, que Dios me hizo nacer así, la cadena de mis preguntas no tendría término. Lo increparía hasta la muerte, y después de muerta, esperaré que finalmente me dé una explicación en la claridad de su reino. En tanto eso no llega, tu tía se siente, en ocasiones parecidas, abandonada de Dios. Tomó la caja de la cama, donde yo la pusiera hacía poco, y la devolvió a la gaveta de la cómoda. Encima había una lámpara, y sus cristales tintinearon al cerrar la gaveta. Iré a leer un rato la biografía de Cristina de Suecia, y echó a andar hacia la puerta de la habitación. Era esta reina una mujer feísima, de hombros disparejos, defecto que sus modistos disimularon con gran habilidad. Alguien de la corte, para eludir su fealdad, le hizo un cumplido: “lleva los guantes mejor que nadie”.
Me levanté de la cama y salí tras mi tía. Ni por un segundo iba a permanecer solo en el cuarto de la difunta.
Por largo tiempo mudo, arrepentido de sus varias intromisiones, Licino prestó cada segundo una atención creciente al relato de Filonús. Preso de sus palabras y de su representación, la tía revivía y echaba a andar por una casa imaginaria, de patio y pasillo, y entraba en una habitación que Licino trazaba, como hiciera Jenofonte con la de la Récamier, poniendo una ventana en el lugar donde no la había —¿cuándo, en qué punto del espacio?—, un espejo y una cómoda —¿relucía el espejo bien azogado? ¿Era la cómoda parecida o igual a una que poseyó su madre cuando él era un niño?—, que la tía cerraba —¿con un movimiento parecido o igual a uno que él mismo hacía al cerrar la del cuarto de su madre?—, dando por terminado el asunto. Pero no había terminado. Realmente carecía de término y de final. ¿O su final eran la muerte y la ausencia de preguntas? Veía Licino a la tía de Filonús —¿la veía o más bien la inventaba?—, con su inquietud sin respuesta. Existían tantas fealdades y tantas diversas bellezas. ¿Cómo, durante su existencia, fue esa fealdad, la nariz deforme y esa boca sumida? ¿Con qué compararlas, siguiendo el ejercicio de la tía? ¿Sumida, cómo? ¿Deforme, cómo? Atraído, aguzaba el oído Licino, sin permitirse una pausa ni una distracción. Atendía de un modo insólito, casi doloroso. De la boca de Filonús surgía, cuando ellos lo designaron —exclusivamente— para que narrara su experiencia de tenderse en la cama, tan sólo eso: una simple posición, surgía ese asunto inesperado de su boca y del resto del cuerpo, dándole forma a la preocupación de una muerta, preocupada a su vez por la belleza de otra muerta. Cuántas inexistencias los rodeaban esa noche, a él y a sus amigos, y al propio Aguafiestas, recostado en el tronco del árbol y silencioso. ¿Acaso también él era una más de esas inexistencias presentes, con su manera de estar y de no estar? Se repetían los nexos inusitados y las contaminaciones. ¿A quién se pasaba él, mientras hablaba Filonús? El pasaje invisible, el arco voltaico, igualmente invisible. ¿De qué otra forma, más exacta, expresarse, utilizando palabras? ¿No eran eso, palabras, la cómoda y la nariz? ¿No era una enorme palabra la tía misma?
Con toda la fuerza de su deseo, rogó, imploró callado que nada interrumpiera el relato de Filonús, la creación de figuras que desplegaba, casi mágicamente, ante su mente fertilizada y sus pupilas ávidas, que ni un transeúnte extraviado se acercara al banco. Se mantuvo tieso sobre el duro mármol, con las nalgas acalambradas por el tiempo que llevaba sentado. Su cabeza se apartaba de las cabezas de sus amigos y avanzaba hacia Filonús en busca de su voz, o de sus voces diversas, y de la expresión de su cuerpo flexible y poseído —según dictamen de Jenofonte—, inclinando el tórax y sin que nada, no obstante, denotara su devoradora curiosidad, atendía Licino y simulaba no atender. Miraba de pronto a Jenofonte y después a Actité, para cerciorarse de que no había sido descubierto.
Por un instante pensó que a ellos podría ocurrirles lo mismo que le estaba ocurriendo a él: entonces serían iguales o se pasarían, por ese pasaje invisible o arco voltaico, los unos a los otros.
Sin embargo, para él existía una salvedad: la predestinación. De las cosas que llamaron su atención en el relato de Filonús, ésa era la primera, la importante, también la más misteriosa, la que lo afectaba con mayor profundidad, llegando a turbarlo. Esa la mencionaría, dado el caso, en segundo lugar. Necesitaba ocultar, o mejor, ocultarse. ¿No era él un predestinado? Temía, pese a la intensidad de su relación con el resto de sus amigos, el reproche, la existencia de algún prejuicio escondido, solapado. La otra cosa, que Licino formularía en primer lugar, como si fuera en realidad la más importante, consistía en una especulación sicológica sobre la vocación de Filonús.
Para cualquier freudiano, dijo con el habitual tartamudeo que lo acometía cuando empezaba a hablar, para cualquier freudiano, reiteró enderezando el cuello, ortodoxo o heterodoxo, que está más a la moda, resultaría ostensible encontrar el origen de tu vocación fotográfica en estas sesiones de tu tía con las fotos de su hermana. Sin duda, tu vocación tuvo un origen traumático, y Licino sonrió. Filonús parecía —momentáneamente— cansado y nada respondió a esta observación. ¿Cuándo te colgaste la camarita en el cuello?, inquirió Actité, sin mirarlo y haciendo girar uno de sus varios anillos. Filonús, algo recuperado, contestó que no se hallaba interesado ni dispuesto a sicoanalizarse. Para mí no hay más diván que el diván de la Récamier, y dedicó a Jenofonte una mirada de connivencia. Sin embargo, y debido a la atracción secreta que sobre él ejercía Actité, retomó su pregunta. De muchacho empecé a tirar fotos y no he dejado todavía de hacerlo. Tras esa deferencia, oyeron a Licino reanudar el interrogatorio. Interrogó sin vacilar ni balbucir, abolida en apariencia la emoción que el tema le produjo ¿Creyó tu tía en la predestinación?
Imperó un silencio alerta y nadie habló por un rato.
Después, espoleado por la cuestión que planteaba Licino, Filonús se esforzó en anular su cansancio o tal vez el principio de una etapa, casi momentánea, de evaporación, parecida a las que acometían al Aguafiestas. Emergió como del interior de una cámara oscura, resbaladizo y torpe, untado del liquido materno. Lo auxiliaron sus interlocutores, mirándolo, pensando en él, con el deseo de que hablara, volviendo a ser. Caminó y gesticuló, imperioso, vehemente, y sonrió, al parecer burlándose de la anticuada preocupación de Licino. Éste temió por un momento que adivinara su oscuro temblor resguardado ante el tema, o más bien, ante un tema que se le había convertido en lacerante inquietud personal. Riéndose francamente, dijo Filonús que Licino, al usar el anacrónico concepto teológico de predestinación, intentaba colocar a su tía en el siglo diecisiete. La vi representando un auto sacramental o una comedia de Tirso. Ya lo dije, no era una filósofa, y menos una teóloga. Hubo en su existencia un acontecimiento que no pudo soportar: el descubrimiento de su fealdad. Era inagotable sobre esto y de una lógica terrible. Cuando se tienen nariz y boca como las mías, no se puede aceptar el hecho sin protestar. Así resumía la cuestión. ¿Cuándo lo descubrió? Filonús no podría confirmarlo, pero tuvo que descubrirlo en plena juventud o tal vez antes, en la temprana adolescencia. Su furor partía de este descubrimiento, y sentirse distinta a su hermana y en oposición, partía de ese descubrimiento por igual.
Es posible que ella, y en esto Licino tendría razón, me doy cuenta ahora al pensar en su pregunta, como se da cuenta alguien tras una suspensión de lo habitual, y lo habitual en este caso era ver a mi tía inconforme con su cuerpo, me doy cuenta ahora de que ella estimaba su fealdad como un destino, algo que, sin su consentimiento, le había caído de alguna parte. Parte desconocida, y en la que, por tanto, no podría entrar para exigir explicaciones. Lo que hizo singular a la tía de Filonús, residía en el hecho de negarse, mientras vivió, a soportar con resignación ese destino inclemente. Por el contrario, se precipitó en él con rabia, y jamás aceptó su fealdad ni la revindicó. ¿Cómo y con qué iba a legitimarla? Después de escuchar la pregunta de Licino, se dio cuenta Filonús de que algo le faltaba por conocer sobre su tía. ¿Creyó en la predestinación de su fealdad antes de que naciera? Nunca podré ya confirmarlo. Sin embargo, algo se le destacó con claridad: la predestinación implicaba partir de la creencia en un cosmos organizado y en un Dios como fundamento, en uno o en varios. A su tía nunca la vio asistir a misa, hacer brujería, santiguarse o encender velas. Las paredes de su cuarto estaban desnudas: ni un crucifijo ni la imagen de un santo, y sobre todo, ningún espejo. Ella durante su vida se peinó al tacto y se pintó la boca sin mirársela. Como su intelecto iba a la zaga de su sensibilidad, tropezó con el problema, y lo vivió y lo revivió sin intelectualizarlo.
Quiero sobre mi tía decirles una cosa, que acaba de hacérseme patente, y que hoy me es dado interpretar. Cuando se refería a la fealdad, y a su contrario la belleza, alzaba la mano en el espacio y parecía cortarlo en dos, apartando radicalmente ambas categorías. Su brazo las aislaba de un tajo, en un dualismo sin remisión.
Aunque en su adolescencia aceptó Filonús esta separación concluyente, sin discrepar del criterio de su tía, comprendió más tarde que ella separaba y aislaba la belleza de la fealdad con el fin premeditado de gozar la diferencia, haciéndola suya, y para permitirse a continuación impugnarla. Su comprensión lo indujo con el tiempo a establecer una suerte de relación creciente entre ambas categorías aisladas, y empezó a descubrir ciertas convergencias o conjunciones, o más exacto: momentos en que se diluían una en la otra. Raras veces su tía avanzaba descuidada de sí misma por la casa, o se sentaba a leer las cartas de Madame Du Deffand, abandonándose a la lectura, cerca de una ventana abierta. Pero cuando tales ocasiones ocurrían muy de tarde en tarde propiciaban a Filonús encontrar la luz, el encuadre acertado, revelador, pues a esa edad ya miraba el mundo como fotografiable, y sólo estas veces de descuido involuntario le propiciaban contemplar a su tía. ¿Dejarse mirar? Sólo de soslayo, jamás de frente, con fijeza ni continuidad. Filonús buscaba estas oportunidades singulares disimulando, aguardando que olvidara su fealdad por algún tiempo.
Fue en el curso de tales oportunidades que comenzó a notar menos concluyente el dualismo. Influido por su maniática pasión de comparar, comencé, siempre que podía ver las fotos de mi madre, a compararlas con la realidad de mi tía. Reconocí que tenían, en algo, que no sabría determinar, un parecido. Sin mucha precisión podría decir que su tía era la fealdad detrás de la belleza sin formar, como en un bloque de piedra estaba dentro, antes de que el escultor la sacara con golpes de cincel, la belleza escondida. Miró a sus amigos, un tanto aturdido. Le pasaba, por primera vez, lo que a Jenofonte: luchaba por expresarse, sin conseguirlo. La metáfora del escultor y la piedra no resultaba del todo válida. Demasiado distante de cuanto aspiro a decirles, me confunde y desconcierta. ¿Distante o demasiado dura?
Eso: muy pétrea. Veía yo esa diferencia, por contraste, fluyente, transcurriendo entre las dos. Quizá si apelara a la noción “tiempo”, haría inteligible la sensación. En rigor no pasa de ahí, de ser una sensación. Si aplico la noción mencionada, como demorada al nacer, me impresionaba la fealdad de mi tía. Para mí permaneció, y servirá el ejemplo de la figura de cerámica a la que dan en el horno más tiempo de cocción del necesario, permaneció mi tía más tiempo del necesario en el útero de mi abuela. Con la belleza de su hermana sucedía lo opuesto: nació a tiempo, ni antes ni después. Y de no suceder, habría nacido fea. También, y se me ocurre ahora, sería plausible al revés: que tía nació anticipadamente, sin tiempo para la cocción. Puestas una al lado de la otra, mi tía junto a mi madre, estaban a punto de haber sido igualmente feas o igualmente bellas.
Fue Actité quien preguntó si nunca había retratado a la fea.
A ella no le hubiera ofendido ni siquiera molestado esa franqueza tuya. Aunque parezca contradictorio, a veces podía referirse a su físico con gran desenfado, incluso risueñamente. Solía decir que, como la hoja de la yagruma, tenía reverso. La primera cámara que tuvo Filonús se la regaló su tía, una camarita que era casi un juguete. La recuerdo con cariño. La guardé cuando dejó de servirme, y luego, al mudarme para la Capital, se extravió y nunca volví a verla. Pronto aprendí a tirar fotos con ella. Al regalársela por su cumpleaños, tal vez la tía no previó que ella iba a convertirse en el objetivo fotográfico de su sobrino, y cuando le dijo que estaba listo para retratarla, sufrió un disgusto y montó un berrinche. Conociéndola, él no insistió. Dejó que pasaran varias semanas, durante las cuales continuó tomando fotos a bañistas en la playa, a transeúntes por la calle, o en el patio de la escuela, a condiscípulos y jugadores de balompié. Si lo sorprendía con la cámara en la mano, la tía se refugiaba en su cuarto o se tapaba la cabeza con un cartucho.
Sin yo esperarlo una tarde se me acercó, y con aire sibilino me dijo, estoy lista para que me retrates. Se había puesto su mejor vestido, un traje azul que le llegaba a los tobillos, y ella, que jamás se pintaba, tenía pintados los ojos y las pestañas, colorete en las mejillas, creyón en los labios, y una gota plateada sobre los párpados. En la cabeza llevaba un sombrerito de plumas teñidas en negro con las puntas blanqueadas. Dulce y mansa ocupó el sillón al pie de la ventana, en el que leía a Lola María y a Madame Du Deffand, y apoyando la barbilla en la punta de las uñas perladas, ¿te gusta esa pose?, le dijo al sobrino. Él gastó un rollo en retratarla. Cuando las reveles, dame la mejor. Me servirá para compararla con la mejor de tu madre. Te complací, sobrino, y entró en su cuarto para quitarse “los trapos”, como llamaba a la ropa. Filonús extrajo el rollo y lo puso en la mesa de la sala. Varias horas después sintió un fuerte olor que venía del patio. Era casi de noche. Su tía quemaba los negativos en una candelada. Estaba vestida como de costumbre, con una batica de andar por casa. Me quedé paralizado, mudo, mirando los negativos chamuscados. Fue ella quien dijo, no quedará una prueba, y se apartó, desapareciendo en la sombra del patio.