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¿Conversando...? Había llegado sin un ruido, casi inmaterial, con esa manera suya de andar y presentarse, con el cuerpo evadido un tanto. ¡Miren, lenguaraces! ¡Ha aparecido entre nosotros la gracia y la belleza! Bienvenida o bienllegada. Ya nos hacía falta el elemento femenino, y Aristarco trazó un ademán gentil, de oficioso galanteador. Alguien aseguró, al final de una obra célebre, y miró a sus contertulios retador, que lo eterno femenino nos impulsa al cielo, desprendido del cuerpo lo mortal y perecedero. Sin embargo, a mí lo femenino me deja en tierra. Me hunde en tierra. Me hace ver y comprender la hermosura terrenal, dichosa, amenazada, y más hermosa cuanto más efímera. La recién llegada se recostó leve en la silla de Jenofonte. ¡Vaya cadencia! Sólo una mujer puede recostarse de tal modo en una silla de palo, prorrumpió entusiasmado el tercero de los interlocutores. Cuando no es gorda ni le suda el labio, replicó el Aguafiestas, siguiendo su método riguroso. Nuestro diálogo se disponía a iniciar una aventura en el proceloso mar de las teorías, mar o lagunato, y apareces tú. ¿Qué nos importa ahora la primera razón del releer? Creo, lo descubro en tus grandes ojos siempre asombrados, que llegas para rescatarnos por un rato de la gravedad insípida. Todos la saludaron, y ella respondió al saludo pronunciando sus nombres, la voz frágil y no obstante muy clara. Pero siéntate, mujer. Cumple con el arte civil de estar sentado, y nada menos que a una mesa china, lamentablemente en sus postrimerías. Filonús, arrímale una silla, para que se sume a la tertulia con el número cinco. Y Aristarco apuntó en dirección de una mesa cercana. Aquélla parece desocupada, dijo confidencial. Pide permiso antes de traerla, no sea una pifia de los sentidos, y se halle ocupada por el fantasma de Canterville. O el de Guanabacoa, tocador de bongó.
Cuando llegó la silla vacía, se levantaron y abrieron espacio alrededor de la mesa. La recién llegada se acomodó, separada un poco del borde, y cruzó las piernas. Descansó el codo en la rodilla, el mentón en la palma de la mano.
¿Cuántos anillos llevas? Cuéntalos tú, y le tendió su mano. El Aguafiestas contó hasta seis. ¿Es un número mágico? ¿Pitagórico? “Todo está arreglado según el número”, opinaba el de Samos. Me parece que el tres era el número pitagórico, rectificó ella, y retiró la mano. Simples metales lisos, sus anillos resplandecieron brevemente bajo la luz de los globos de papel rojo. El tres preside tantas cosas. ¿No desentona en este ambiente que les diga una sentencia de Lao-Tsé? ¡Caramba! Venga de ahí. Viene como anillo a un dedo chino, y soltó la risa el Aguafiestas. “El uno engendra el dos —ella dijo entonces, con una seriedad muy graciosa—, el dos engendra el tres, y el tres engendra todas las cosas.” La fragilidad de su voz era encantadora.
Aristarco dio tres golpes en la mesa con el tenedor. Tres eran las razones que debíamos tratar esta noche. ¿Debíamos o queríamos? En fin, con el número tres, con tres razones, estábamos dispuestos al juego de la imaginación, la inteligencia y el espíritu. ¡Y salieron a relucir tres cosas más! Ahora di tú, Filonús, las tuyas. Pasado, presente y futuro. Te toca, Jenofonte. Nacimiento, vida y muerte. Y el tercero mencionó a continuación, dentro del mismo ritmo, triángulo, trébol, tridente... Las tres cabezas del Cancerbero, las tres caras de Hécate, agregó ella, volviendo a dejar el mentón sobre su mano. El Aguafiestas, sonreído, remató la enumeración de tríadas. Tesis, antítesis y síntesis. Tres gardenias para ti...
Hicieron un silencio.
La recién llegada vestía siempre de blanco. La saya amplia y larga, de lino basto o lienzo muy lavado, casi le cubría los tobillos. Sólo en la blusa, con mangas hasta el codo, y de idéntico material, una pizca de color, amarillo y azul tenues, en el entredós del escote o el remate de las mangas. Los anillos de metal liso, contados por Aristarco Valdés, contrastaban con varias pulseras de cuentas de colores, pequeñitas, ensartadas rudimentariamente. Sus lindos pies —el Aguafiestas los consideraba dignos de Actité— estaban calzados con sandalias de cuero, cuyas tiras enlazadas subían hasta las piernas.
Acá, los amigos oyentes me culpan de olvidar ciertas respuestas. Que dejo preguntas al aire, confió Aristarco. Pero el aire es mi elemento. Como el polen, lleva mi voz. Es más, amiga inesperada, fundo en el viento. Te digo completa una de mis divisas: trazo en la arena y fundo en el viento. Mis instrumentos de trabajo son mi lengua y el oído ajeno. No quisiera sin embargo que nos levantáramos de la mesa sin escucharte la respuesta a una pregunta, que al pasar, te hice hará un ratico. ¿Era sobre el número de anillos?, interrogó la recién llegada. ¡Precisamente! Todos estamos ansiosos por oírte el significado de tal número. Llevas el doble de tres en tus dedos. ¿Y no lo sabes tú, Aristarco Valdés? Esta noche prefiero ignorar ciertas cosas. ¿Exageras o multiplicas?, volvió ella a preguntar. Me encanta esa cara de ingenuo repentino que pones. Es simple. La estrella de seis puntas une dos triángulos. Algunos antiguos la daban por signo del alma humana: ambivalente y equilibrada a un tiempo mismo.
El Aguafiestas quedó estupefacto. Bajó la vista al cabo y vio que ella movía el pie derecho, movimiento pausado, pendular, y elogió sus pies de nuevo. Tan hermosos como los de Actité y siempre un poco desnudos. No puedo pensar si me los cubro o aprieto. Cabalística estás, exclamó Filonús.
Repuesto de su estupor el Aguafiestas, mirándola a los grandes ojos, pues como estás tan cabalística, le dijo, qué significa el número que representas. ¿Qué represento? Mujer, eres el cinco en la mesa. ¿No te fijaste? Pensé que darme tal número era un hecho casual. No, Actité, y me extraña tu inconsecuencia. “Todo está arreglado según el número.” En un cosmos ordenado y armónico, no tiene cabida ni peso la casualidad. Eres el cinco a nuestra mesa china. Tin, marín de dos pingüé... Dime, ¿qué es? Dame la cifra cabalística que ilumina tu presencia. Los cuatro puntos cardinales más el centro, dijo ella entonces. Bella respuesta. Dime otra. Los cinco sentidos. ¿Y qué más?
Símbolo de la salud y del amor. Siéntate en medio de nosotros. Preside.
Cambiaron sus puestos. Formaron una especie de semicírculo. Ella ocupaba ahora el centro. Escoge un tema para esta noche. ¿De qué hablaremos, Actité? Hablemos del conversar, y movió una mano, como si sacara del seno una flor que ofrecer a los cuatro interlocutores. De la punta de tus dedos anillados brota la primera cuestión: la que impide que conversemos. ¿Alguien conoce este impedimento? Resulta muy curioso, dijo ella, empezar algo por sus enemigos. Sería como decirte lo que es una piña hablando del aguacate. ¡Exactamente!, vociferó el Aguafiestas. Tenderemos un cerco. Si yo te digo, el amor no es esto, ni esto otro, ni lo de más allá, ¿qué queda? ¡Queda el amor solo!, proclamó ella, arrastrada por el entusiasmo de Aristarco. Pues empecemos por una definición de contrarios. ¿Qué se opone al conversar? ¿Quién es su contrario? Es una buena manera de preguntar, supongo. Sin duda soy un filósofo de pacotilla, de mesa china. No hay que insistir. Pero seguramente, amigos, han captado lo que intento hacer, y pueden darle comienzo. Jenofonte, ¿qué se opone a la conversación? Varias cosas, Aristarco. Personas y cosas, en rigor. Bueno, antiguo memorialista, empieza por los factores sicológicos, y luego revisaremos los sociales, esos que llamas cosas. Cuando la conversación se desliza, fluye, dijo Jenofonte, y esta es una de sus peculiaridades, la fluencia, de pronto un personaje, al que nosotros motejamos Yo-yo, la interrumpe, la deja parada en seco. ¿No es cierto, Aristarco?, terminó preguntando Jenofonte. Prosigue. Te oímos con suma atención. Yo-yo ha iniciado el desfile de su persona por la conversación, continuó Jenofonte. Habla eternamente de sí mismo, se oye hablar, convierte las caras de los interlocutores en espejos en los que anhela verse reflejado. Toma o se propone tomar a los demás como testigos de sus triunfos y sus desgracias.
Tal parece por tus palabras, Jenofonte, que Yo-yo espera el momento oportuno para su despliegue, y no ocurre así, objetó Filonús. No espera, se lanza desde el principio, sin final. Hay que levantarse de la mesa, abandonar la sala, dejar la esquina, el banco del parque o la butaca del bar, y huir, huir de su labia vindicativa. Este personaje, destructor de toda conversación, continuó Jenofonte, no sólo quiere convencernos, sino, lo que es más triste, convencerse, convencerse de cuanto dice o de lo que pretende ser. A veces nadie duda de lo que afirma o de que realmente lo sea, pero su tono clamante, insoportable, busca la confirmación, la validez. Ha convertido a sus interlocutores en jueces. Espera ansioso, convulso, el veredicto. Nunca será un conversador este tipo, ni siquiera enfermo o con la lengua cansada. Cuando se halla enfermo o tiene la lengua exánime, opinó Aristarco, se queda en casa, sufriendo su soledad. La conversación es uno de los mayores antídotos posibles contra la soledad. El hombre que no conversa, tiene que dialogar consigo. Tal diálogo es más pobre: nadie lo contradice.
Un tipo como el descrito por Jenofonte me parece un hombre inseguro, en grado superior al resto de los mortales. Tu intuición femenina ha dado en el blanco, confirmó Aristarco. Además, prosiguió la recién llegada de los anillos, la conversación no es un monólogo, sino un diálogo, como ya lo indica el prefijo: con. Es decir, algo que se realiza entre dos o entre varios. El Aguafiestas exclamó regocijado ¡entre cinco!
Jenofonte se refirió entonces al caso de quien necesita destacarse. El individuo que lo sabe todo y está de vuelta de todo. Su vanidad —vanidad, no orgullo, sentimiento más elevado, aclaró de paso el Aguafiestas—, no lo deja escuchar. Es el magister a quien no interesa la enseñanza ni el beneficio de los demás, sino lucirse. Representante del figurao, ha leído todos los libros, conoce todos los oficios y ha sufrido todas las enfermedades. Todo lo ha oído, lo ha visto y lo ha hecho. De nada duda. Por nada pregunta. Habla siempre con el aplomo de quienes tienen la vida resuelta. Carece de problemas con su persona, y posee una respuesta para cada ajeno problema. Su voz se alza tonante, como la de Júpiter, desde las alturas. A quien no cree en él, su rayo celeste lo fulmina.
A este tipo sicológico, al que mi amigo Jung podría haber puesto entre sus extravertidos, se le asemeja otro, de parecidos rasgos, señaló Filonús. Es el disputador profesional. A cualquier teoría, hipótesis, sugerencia, se opone con viveza, resueltamente. Discute por discutir, como si tuviera necesidad de mover la lengua, los brazos, levantarse y gritar. Todo lo enreda, lo complica sin necesidad. Detiene el curso ondulante de la conversación. Es incansable en la disputa de términos. Tampoco, como el anterior, escucha. Ha formado un barullo a su alrededor. Choca con los demás, con las palabras, y parece morderlas y escupirlas en la cara de sus oyentes. Como todo lo rechaza, todo lo confunde y lo mezcla. O bien, si alguien lo pone en su lugar, demostrando que está en un error, se incomoda y calla despechado. Pasa entonces al silencio despreciativo. Mohines, chasquidos de lengua imprevistos, ante cualquier tema que genere el resto de la conversación. O se esconde detrás del cigarro o del trago. Nada de lo que ocurre tiene importancia, desde ese momento fatal, hasta que recupere sus fuerzas, y se lance de nuevo a la lipidia. Filonús, como oriental al fin, observó el Aguafiestas, esmalta su lenguaje con algún localismo. Lipidia es pleito, dijo Filonús de lo más tranquilo. Bueno, estuvimos a punto de la disputa terminológica, de caer en el mal que criticamos.
Y el Aguafiestas se dirigió a la recién llegada. ¿Vas viendo la cosa?
Ella lo miró con sus grandes ojos asombrados. Parecía confundida o afanosa de confundirlo. Al cabo confesó, con el fin de calmarlo, que empezaba a ver la cosa. ¿Qué cosa? Las frutas que trae el camarero, y sonrió. Sus dientes eran diminutos, muy parejos, menos uno delante, graciosamente separado del resto. ¡Bella empírica!, clamó el Aguafiestas. El camarero había llegado con el postre. Traiga un plato más. Compartiremos estas hermosas frutas del trópico chino. Colocó el camarero los cuatro platos en la mesa y se marchó. ¿Vas viendo la cosa?, repitió el Aguafiestas. Muy despacito, contestó ella sonriente.
El Aguafiestas se poso tieso en la silla y respiró hondo. Las aletas de su gran nariz se dilataron. Movió la cabeza, como si volviera a la superficie, tras una zambullida en el mar. La observó serio, con su peculiar seriedad, entre cierta y fingida. El tono de Actité resultó solemne al decir que la sabiduría se alcanzaba despacio.