5
El camarero dejó puntualmente el quinto plato sobre el mantel. Dijo alejándose, mi trabajo es usted. Observó el Aguafiestas que al decirlo de espaldas impidió le vieran la cara de burla. Con el tono basta. Puso la burla en el aire. ¿No distinguen el trazo? La dejó en tu elemento, observó irónico Filonús.
Las manos del Aguafiestas se extendieron abiertas encima de su plato. Cumplido el arribo frutal, pueden sumarse, amigos, al momento postrero. Eran sus manos anchas, hermosas, de vigorosos grandes dedos, uñas muy recortadas, limpias hasta el asombro. Al comer, sus dedos se movían diestros, con grácil destreza. Tenemos ya el Sui Kuo, compuesto precisamente de tres: naranja, piña y fruta bomba. La palabra “bomba” fue pronunciada en tono de bajo operático, súbitamente grave, como si al parecer se tratara de un artefacto peligroso, a punto de estallar en el plato inocente. O más bien, en su boca.
Esta noche, manifestó el Jenofonte refiriéndose a la recién llegada, hiciste reinar el tres en La Torre de Marfil. El tres y su múltiplo. Los números reinan en secreto, replicó sibilina Actité. Como buenos conversadores, partícipes en todo, compartamos, y el Aguafiestas entregó parte de sus frutas a Actité, e indicó a los demás que compartieran las suyas. Se alzaron los platos, se movieron los cubiertos. Actité tuvo raciones de cada una de las tres frutas. Jenofonte le dio parte de sus naranjas, que ya venían listas para comer. Naranjas de China, fruta milenaria. La madera del naranjo es dura y amarilla. Vamos, Jenofonte, lo interrumpió el Aguafiestas, no emplees términos ajenos a la conversación nativa. En Cuba nadie dice naranjo, sino mata de naranjas. Habla como se habla, y si escribes, escribe como se habla. Bueno, Ari, de acuerdo. De esa madera tenía mi padre un bastón. ¿Perfumado?, indagó Actité. Posiblemente. Es mata de flores, madera y frutos fragantes. Huele a distancia. Como cumplido griego, haces el elogio de la naranja. Quise decir, rectificó Aristarco Valdés ante la cara estupefacta del amigo, como buen griego criollo. Está muy dulce, opinó ella, tras comer un pedazo. Debe de ser, entonces, una de las que llaman “de ombligo”, opinó Aristarco. Si está pelada, ¿dónde le has visto el hoyuelo?, y Actité miró al Aguafiestas con malicia. ¡En la dulzura! La risa del Aguafiestas resonó en el salón.
Ahora prueba, Actité, la piña que te he dado, Aristarco apuntó con su tenedor. Es tan dulce como la naranja... ¿Ya ves? Del seno fértil de la madre Vesta, recitó el Aguafiestas. Durante el siglo pasado fue considerada la reina de nuestras frutas. Figura, para mí, entre las cuatro frutas misteriosas de la Isla. Hubiera querido decir tres, o seis, para estar más acorde son la noche, pero no gusto del dispendio elogioso. Escojo solamente cuatro. Si no es número, quizá, críptico como el tres, debe de tener lo suyo. ¿No es cierto, mujer? Te respondo con emoción. Has escogido el cuatro, tal vez sin darte cuenta, y el cuatro es el número del espacio terrestre, del límite natural, de las realizaciones que pueden tenerse en la mano. En la mano y en la boca, dijo Aristarco de repente. ¿Ya ven, cubanos incrédulos? El número reina en secreto, y era tan graciosa, frágil, la voz de Actité...
Para el Aguafiestas las cuatro frutas misteriosas eran el marañón, el mamey, los caimitos y la piña. La primera, de piel tan delicada, casi translúcida, colores iluminados que van del amarillo al rojo desleído, parece dispuesta a permitir la contemplación de su contenido carnoso. Esta maravilla extravagante está rematada por una dura semilla extraña, en forma de gancho, que impresiona como un objeto prehistórico olvidado. Comerlo es un gusto al instante y una molestia después. Deja, como dice la gente, la boca apretada.
Luego mencionó el mamey. Por fuera rugoso y marrón, diría Filonús el santiaguero, con una corteza que esconde en su apariencia áspera la suave hermosura del fruto. Al abrirse culmina el misterio. Pura sorpresa perfumada, azucarada: su interior es como de carne pulida, y simula espejear. A semejanza de la carne, no tiene color fijo: va del rojo a un rosado absorto, en variable gama entrelazada. La semilla que, a diferencia de la del marañón, se encuentra en su interior, tiene un parecido con la de éste: es tan insólita y tan extraordinaria. Parece una piedra onírica. Al observarla con cuidado, por arriba su color castaño oscuro es pulido, reluciente, como la pulpa fibrosa del fruto, y por debajo, imita la rugosidad de la corteza. La semilla es una copia transformada, una añoranza del fruto, en su parte externa e interior. Al hundir la cuchara o la boca, la pulpa se abre tierna, acogedora.
Un tiempo atrás, leyendo a madame la comtesse de Merlin, el Aguafiestas pronunció gustoso y remató diciendo Merlán, encontré algo inquietante acerca del mamey. La comtesse, y su voz subrayó de nuevo la palabra arrastrando el final, afirma que constituye el alimento “de las almas bienaventuradas en los valles del otro mundo, según la creencia de los habitantes de Haiti”, al igual que los pasteles de azafrán, digo yo, para las almas de los difuntos del antiguo Egipto. Que las sombras se alimenten con mameyes, la sombra de los negros supongo, ¿no les resulta inquietante? Afirmaron todos con la cabeza y los labios. Pues a mí, francamente, no me inquieta tanto el hecho, sino que sea precisamente la Merlin, esta vez pareció tan absorbido por el desarrollo de la idea que olvidó pronunciar Merlán, blanca aristocrática, vestida de muselina y descendiente de una familia propietaria de esclavos, la que se preocupe por mencionar creencias de negros, y mucho más, que le sirvan de fundamento para un elogio. ¿Qué podía importarle a esta cubana aristocrática que los negros comieran mamey en el reino de ultratumba, y que este hecho fuera una razón más para elogiar la fruta? Jóvenes meditabundos, dejo esta cuestión en sus manos. O mejor: en sus mentes. ¡Denle taller!
Y pasó al caimito. Como el mamey, era por fuera casi anodino, al contrario del marañón y la piña, y por dentro una maravilla, del sepia muy pálido al morado obispo, un laberinto luciente de cuarzo, que se rinde al deseo, a la boca trémula.
Antes de terminar esta ofrenda, donde al menos se encuentra una de las misteriosas, volvió a mencionar la piña. Pocas de nuestras frutas tienen su poema.
Pocas, o ésta tan sólo. Las otras, creo, cuentan con una estrofa, con un verso, la piña tiene su oda. Ha sido consagrada por la musa neoclásica del poeta Zequeira. En esa oda, modesta y en ciertos pasajes encantadora, la reina de la ñora tropical es conducida al Olimpo para morar, con su fragancia y su néctar, entre los inmortales. Si las sombras de los negros en el mundo subterráneo se alimentaban de mameyes, los dioses griegos, en el mundo celeste y apolíneo, disfrutaban, tras despojarla de su ruda, barroca vestidura, del “óleo” de su esencia, según más o menos dijo el poeta. Aquí, amigos míos, la memoria comienza a hacer su trabajo imprescindible. Nos da su lección. Como pueden comprobar, lucho contra la dispersión de que se me acusa. Busco cierta coherencia. Liviana, ligera, por supuesto. Ninguna fruta nuestra, retomó el hilo en apariencia extraviado, fue elevada a tan alto sitial. Es espléndido el momento en que Zequeira imagina el nacimiento de la piña. Ocurre en la tercera estrofa de su oda, si la memoria... Dice en ella que antes de existir su “augusta madre” —les aclaro que se trata de Vesta, y Vesta para Zequeira era la madre tierra—, le prepara su imperio vegetal y pone por diadema todo el verdor del campo. Piensen en ese campo, fecundado por la lluvia y la mano humana, batido por el alisio, tal vez gustaría decir Zequeira, y lenta, día tras día, al igual que toda obra decisiva en la vida, brota la fruta, desgranando la tierra, la túnica de Vesta. Lector asiduo de los clásicos, Zequeira hace nacer la piña a semejanza del nacimiento de la diosa Afrodita. Me gustaría destacarles el nexo entre la fruta, elemento terrestre, para decirlo como gustaría Actité, y el Olimpo, donde tras su nacimiento en la tierra de esta isla, es llevada a morar. Este nexo, que la pifia propicia, entre lo terrestre y lo celestial, es uno de los aciertos, quizá imprevistos, del poema. Y hay otro más. Radica en la duplicidad del néctar. O mejor: de sus efectos.
Ah, los tengo realmente interesados. Brillan sus ojos, y les brincan las orejas. Amigos, calmo enseguida tanta expectación. Esa duplicidad del efecto del néctar, “el dulce zumo del sorbete indiano”, estimulará, como en un rapto, el canto y el amor. Cuando Orfeo lo prueba, tañe la lira y rompe a cantar. A su vez, Venus queda embriagada de “lúbrico placer”, y llama, “con voz festiva”, al bello Ganimedes. ¿No es admirable que Zequeira percibiera esta duplicidad? El jugo del ananás, propiciador de la poesía y del amor. Y no creo necesario detenerme en señalar el enlace entre Eros y la poesía. Mediten, amigos. ¡Denle taller!
Se llevó a la boca una tajada de piña.
Este poema, como la fruta misma, es una delicia. Alguien afirmó que era digno de Horacio. Para mí, es digno de la piña. Y lo demuestra un hecho. Cuando se le conoce y la memoria es generosa y no falla, lo relees cada vez que la fruta aparece. Si, Filonús, lo relees mentalmente. El habitante de la cavidad —el Aguafiestas entonó guasón—, un enano servicial y trabajador, te pasa la cinta grabada: versos de la oda vienen a tus labios. Es prueba de su validez. La fruta se ha hecho consustancial con el poema, la palabra con el objeto, y parecen consagrarse mutuamente, en una suerte de ceremonial metafórico. A estas cosas el hombre es muy dado. La palabra en compañía del objeto, del verso que lo define, y el objeto que se liga con la palabra. Al comer este pedazo de piña oloroso, dulzón, el viejísimo poemita de Zequeira reaparece en mi boca. No se rían, pero es semejante a una comida conjunta. Aspira Actité, y le pasó por la nariz un pedazo del ananás, “los olorosos jugos de las flores, / las esencias, los bálsamos de Arabia, / y todos los aromas...” que la natura ha congelado en sus entrañas. ¿Ves lo que digo? Ya no podrás comerla inocentemente. El simple hecho de comer la piña está contaminado por el verso. Esta piña no es tan sólo la de la tierra, es también la del poema. Ambas se han unido, conversan entre sí. ¿O son la misma cosa?
“Salve, divino fruto, y con el óleo / de tu esencia mis labios embalsama...”, declamó Actité antes de morder su ración, y se alzó repentino el metal quebradizo de su voz, al continuar diciendo, óleo dulce y agrio a la vez. Es parte de su misterio, lo agrio agradable, replicó el Aguafiestas, tierno y agudo. Me asombra, de nuevo habló Actité, la singularidad de su dulzura, tan peculiar que parece amenazada por lo pútrido, cercano en el tiempo. Probarla es presentir, venidero en el propio dulzor, lo pútrido. Un tanto más, una corta espera: en su olor y sabor conjugados, predominará la descomposición. Pero todavía, Actité, repuso Aristarco, no ha llegado ese momento, aunque se anuncie, y puedes gozar la plena delicia de la piña.
Un rato comieron callados.
Nuestras frutas son, apuntó Jenofonte, más primitivas y silvestres que las europeas. Como en tantas cosas, el trópico ejerce en esto su influjo. El melocotón, la pera, son casi perfectos en su equilibrio. La piña es ostentosa, es excesiva, violenta. Su hiriente perfume puede inundar una habitación. El aroma del melocotón es discreto, exquisito. Aristarco no ha mentado el anón, y podría figurar entre las misteriosas, con mucha dignidad. El Aguafiestas levantó la mano para replicar, pero Jenofonte continuó hablando, ¿quieren apariencia más caprichosa que la del anón? Un poeta afirmó que tenía los mil ojos de Argos. La piña es desorbitada, con el penacho que el cuchillo debe decapitar y la piel cuajada también de ojos mitológicos. Carece de la presencia ordenada del albaricoque, de su matiz coherente, coloración sin sobresaltos. Nuestras frutas, por lo general, impresionan: están manchadas de rojo, morado, amarillo, como si Pollock les hubiera tirado potes de pintura.
Después de intervención tan efusiva, admirada por todos, dijo levemente irónico el Aguafiestas, sólo quisiera apuntar una contradicción que podría aclarar parte de la vida nacional. O mejor: de la cultura cubana. Esa contradicción reside en la abundancia barroca de su flora, y en la pobreza de su cocina.
Para no ser acusado otra vez de abandonar cuestiones, dejar en el viento preguntas sin respuestas, tildado de disgregado y disperso, nuevamente traía la cuestión y la ponía sobre la mesa. Antes de la llegada esplendorosa de Actité, había afirmado la pobreza y poca variedad de la cazuela nacional, y se sorprendía más al compararla ahora con la riqueza frutal de la Isla. ¿A qué se debía esto? Arriesgó una conjetura. Si las frutas europeas resultaban más pobres que las frutas de la Isla, no lo eran la cocina francesa o la inglesa. Poseían variedad, desarrollo. El gusto de esos pueblos había sido trabajado, y hasta corrompido, por sus combinaciones culinarias. En la cocina cubana no sucedía lo mismo. Y aquí deslizó su conjetura. La co- cina era obra de la mano y la mente del hombre, las frutas, un producto natural. Si la cocina era una manifestación de la cultura, las frutas lo eran de la madre Vesta... En fin, amigos, dijo, no siempre en lo variado está lo complejo. Muchas veces depende del saboreo, de la cultura del paladear. Saboreen lo nuestro despacio, como deben releerse las grandes obras, y también las pequeñas. Aprendan a saborear. That is the question.
Con la mano apresurada se tapó la boca para impedirle a la risa escapar. Cloqueó, enrojecida la cara. Pidió perdón por su tirada vehemente, tan vehemente como la de Jenofonte.
Y tú, Filonús, ¿no vas a decir nada? Entregaste a Actité la fruta bomba. Menos misteriosa quizá, y más equívoca. Ahora te toca hablar.