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El camarero trajo el plato siguiente. El menú, ordenado por el Aguafiestas, estaba a punto de terminar.

¿De veras que han comido?, indagó otra vez, risueño el semblante. La comida china parecía también contribuir a devolverle el buen humor. Cierto, Ari, comimos, antes de encontrarte. Pues les noto cara de desventura. Figúrate, y la mano del llamado Jenofonte hizo una seña, no es para menos. Comprendo. Delante de algo así, como este platico chino. Su voz adquirió un dejo cariñoso, y se le quedó mirando. Con la punta de su tenedor pinchó tiernamente un camarón. Dejó el tenedor en alto y exclamó, ¡delicadeza suma! Hasta el nombre es una maravilla: Chao Ja Lux. Me sabe a latín, latín clásico. Consiento: con su mezcla de italiano. Ya veo en tu cara, en ese aire impulsivo tuyo, que estás tratando, Filonús, de iniciar el torneo de las contradicciones. Espera el momento. Llegará, si llega, y si no, igualmente seremos felices esta noche. Miren, mejor contemplen, estos camarones salteados con tallos de vegetales, cebollas y ajíes, como sólo los chinos lo saben hacer. El camarón tan pequeñito, saltarín y vivo en el agua marina, delicadamente yace, ofreciéndome sus venturas. ¿No está de acuerdo conmigo, camarero? Asintió el camarero, que parecía bisnieto de chinos. De eso usted conoce más que yo, manifestó mientras se alejaba, doblada la blanca servilleta en el brazo. Él y yo, noches atrás, tuvimos una conversación alrededor de los camarones, y en general de mariscos, y le hice conocer algunos detalles. No es bueno que la gente ignore de lo que vive.

Contó que aquélla conversación llegó a adquirir ribetes polémicos. Aparecieron en ella las diferencias entre el camarón chino y el natural, entre el tamaño, mucho mayor según insistía el Aristarco, del camarón americano comparado con el europeo, y la leyenda de que al percibir, a su modo larval por supuesto, la proximidad de la muerte, el camarón regresa al lugar de su nacimiento para morir entre los suyos, a semejanza de otros animales, la ballena o el elefante.

En esto Filonús soltó la risa. Vaya, Aristarco, equiparar al pobrecito camarón con el paquidermo africano. La muerte los iguala, ripostó de golpe el Aguafiestas. Cojan la metáfora al vuelo. No me obliguen a la aburrida exactitud. Hay horas en que se es hondo, exacto y otras, ingenioso y ligero. Paradoxa, nunca doxa, concluyó citando una de sus divisas, y ensartó en el tenedor tres camarones. Final del viaje, el último del día. Que estos tres animalitos, hermosos yacentes, alimenten mi vida. Y se los comió.

Dijo entonces el llamado Jenofonte que un amigo suyo aseguraba que la langosta Thermidor lo impresionaba por su plenitud litúrgica, perfumada, extensa. Es mucho más, agregó entusiasmado Aristarco Valdés, es una catedral gótica: asciende al cielo.

Jugueteando con el tenedor se dirigió de pronto al tercero de sus interlocutores. Guardas silencio, meditabundo. Me callo porque recuerdo. ¡Caramba! Si yo no hablara o me hicieran hablar, no recordaría. El tercero le preguntó, ¿o no hablas si no te recuerdan? Hubo un silencio, increíble entre ellos, bastante prolongado.

Fue el Aguafiestas quien volvió a dirigirse al tercero. Cuéntanos tu recuerdo. Miraba yo los camarones cuando de repente me acordé... Sí, amigo, así es el recuerdo, imprevisto, asaltante. No subrayes lo obvio, que es fatigoso. Estos camarones, continuó el tercero, me recordaron otros. Mi madre me enseñó a limpiar camarones en la cocina de la casa. Me enseñó a quitarles el caparazón, a cortarlo, a apretarlo por un extremo, y el camarón..., como que lo abandona de un salto. Claro, impaciente por llegar a mi boca, interrumpió el Aguafiestas. Todavía me parece tener en los dedos la sensación de la dureza húmeda del caparazón, el tierno cuerpecito del crustáceo, y unía el tercero las yemas de varios dedos de su mano derecha. ¿Y qué más?, preguntó Aristarco, tras comer unos tallos de vegetales, el tenedor en alto. No. Más nada. El tenedor descendió, tocando suave el plato. Una corta lección de memoria, resumió el Aguafiestas. Aludía al principio de la charla en La Torre de Marfil.

No te creíamos tan aficionado a los placeres de la mesa, al buen yantar, observó Jenofonte. Claro. No soy comilón. Me conformo con pequeñas raciones, pero bien cocinadas. En lindos platos, sobre un limpio mantel, una flor sólita, contestó Aristarco. Frugalidad, sencillez, apuntó Jenofonte. ¡Exactamente, amigo! Tolero más una obra extensa que una extensa comida. Me entran ganas de levantarme, dejarla a medias, cuando me siento satisfecho. Si a menudo suelo decirme la sentencia de Kafka, “La impaciencia es el peor de los males”, no consigo ponerla en práctica. Con ciertas obras extensas sin embargo ocurre, en esto semejantes al amor logrado, que no se quiere terminar con ellas, llegar a la última página. Pero es mi propósito advertirles: la cantidad que ingiero la disfruto igual que si se tratara de un banquete en la casa de Luculus, romano al que gustaba atracarse. Soy frugal, frugal en todo. Nada en exceso, advertían los griegos antiguos. Y me parece, además, que el cubano es pueblo de comer poco. De boca sobria, cazuela modesta, más bien pobre y no muy variada, según dije hace un rato. No es pueblo de tragones ni glotones, felizmente, creo yo. Y para que no se diga que deliro, menciono o presento pruebas. Dos solamente. Ya en el siglo pasado, por la década del treinta o del cuarenta, y por un momento volvió a su imprecisión cronológica peculiar, madame la comtesse de Merlin, pronunció gustoso y remató diciendo Merlán, regresó a la Isla, después de residir muchos años en París, y observó que el cubano, rico o pobre, comía poco de una vez, “como los pájaros”. Breve era el tiempo que dedicaba a una cena, y sin embargo, se le encontraba a cualquier hora del día con una fruta o terrón de azúcar en la boca. Hemos seguido así, picoteadores, zunzunes de la comida, y de muchas otras cosas. Ya veo al Filonús venir. Sí, razonable: el picotear tiene desfavorables aspectos, veleidad e inconstancia, y peligrosos sobre todo en el orden social. Pero no cabe dudar de que picoteamos. Como la luna, la inconstante, no obstante siempre acabamos por salir. Y soltó una de sus ruidosas carcajadas.

Voy a la segunda prueba, pues dije la primera.

Se trata de una comparación. Para realizarla, leerse previamente el almuerzo que describe, o más exacto, enumera, Cirilo Villaverde en Cecilia Valdés, almuerzo diario de la familia Gamboa en su casona habanera, que hoy ya nos parece pantagruélico, y compararlo con las comidas, realmente agotadoras, que aparecen en las novelas de Dostoievski o Tolstoi. Y si quieren, para acercarnos a nuestra tradición, con una de las que aparecen en Galdós o Eça de Queiroz. El cotejo resultará abrumador, pero instructivo. Y si me consideran muy siglo diecinueve y muy antiguo, su voz vibró paródica, acudiré a una prueba actual. Actual y cinematográfica. Ah, resplandecen sus caras de partidarios de la pantalla y la cámara oscura. Pues ustedes, que no se pierden un filme de Bergman, no tienen más que confrontar la alucinante, interminable secuencia de la cena de Pascuas en Fanny y Alexander, con una comidita nuestra, tanto del diecinueve como de los años del siglo veinte. Mediten acerca de esto, amigos míos, y varios camarones se perdieron en su boca.

Volvió luego a la opinión de Jenofonte. No me gusta levantarme de la mesa repleto, demasiado material, sino disponible, fresco, atlético. Comer, para empezar al rato a bostezar, los párpados inflamados y la respiración estertorosa, qué va, amigos. El cuerpo listo, la mirada vigilante. Tampoco me gusta la beatería de los vegetarianos. Nada de entregarme a entonar palinodia alguna, ni siquiera la de la zanahoria. Y prosiguió refiriéndose al hecho de que los vegetarianos se justificaban al afirmar las virtudes curativas de la zanahoria, o las diuréticas del chayote. No me digan que cayeron en tal inopia, y se hallan dispuestos al vituperio de los mariscos, a jurar que el estofado de carnero es putrefacto. No profieran, amigos míos, en este santuario de marfil, donde parece que un dragón de seda entrará de improviso, semejante irreverencia. Los camarones son una maravilla natural, tanto en el agua como en el plato, animalitos conmovedores, y muy generosos. Utiles hasta después de muertos. Y éstos, salteados con tallitos y ajíes, son incluso un tanto vegetarianos. Concilian ambas posibilidades en apetitosa síntesis hegeliana.

Tuvo que taparse los labios para impedir que la risa, espontánea y saludable en él, despidiera de su boca un pedazo de camarón en forma de proyectil. Tras reponerse aseguró que un cronista calificaría tal plato como “eximio”. O más exactamente, “divino”.

Hizo una pausa.

No sé si les he contado que tiempo atrás iba a la Biblioteca Nacional y me ponía a leer cronistas. Y Filonús lo interrogó guasón. ¿Cronistas de Indias? ¡Eso es lectura de Carpentier! Cronistas sociales, los del grand monde. Encantado pasaba varias horas en la tarde. Salía de la Biblioteca regocijado. Después curé de ese gusto tan peligroso que consiste en estar cerca de lo picúo, y disfrutarlo a sabiendas.

Apuntó a continuación que el cubano había inventado nuevas categorías estéticas. Existían lo cursi, lo ridículo, y el cubano agregaba una escala inferior, lo picúo. Lo picúo es más que cursi, está más abajo. Al igual que lo populachero es más que lo popular y lo populista. En esto debe figurar también lo cheo, otra categoría. Un día habrá que organizarías debidamente. Pueden ser nuestra contribución a las categorías estéticas del mundo.

Aristarco, ¿no te parece que divagas?

El Aguafiestas miró al tercero de sus amigos, y nada respondió. Terminó el plato de camarones y se limpió la boca con la servilleta. La colocó de nuevo en sus piernas, la alisó despacioso. Ya te responderé, dijo súbitamente.

De aquella afición por la lectura de crónicas sociales, se me quedaron grabados algunos momentos inolvidables. Quiero decir, de prosa inolvidable. Como ustedes saben, y si no, ahora lo aprenderán, así es de dadivosa la vida, los cronistas dedicaban a las bodas y grandes fiestas los mayores esfuerzos descriptivos de su pluma. Recuerdo que en una de estas crónicas, al hablar de la novia se decía: “Iba preciosa con un modelo de Lanvin, en jersey de seda. La larga cola la cubría totalmente el vaporoso velo de tul ilusión, el cual velaba el rostro, sostenido por una original diadema de azahares y diminutas rositas.”

¿No es una delicia? Los he visto sonreír. Uno se pregunta, ante ese sostenido fatal: qué sostenía, ¿el velo o el rostro? ¿Y qué me dicen de esas rositas? No sólo eran rositas, sino también diminutas. Serían invisibles, opinó Jenofonte. El Aguafiestas vociferó. ¡Claro! La palabra que transforma la naturaleza y las cosas. A mí me encanta, comentó Filonús, el “iba preciosa”. Veo moverse a la novia, caminar por la senda nupcial. Es un gran momento, continuó Aristarco, pero sólo el inicio de esta jitanjáfora del disparate. En tanto la novia caminaba hacia el altar, el cronista se fijó en las claraboyas del templo: “óvalos cuadrados por donde penetraba la luz clarividente del astro del día”. Qué prodigio geométrico encierran estas líneas. Tras los camarones, esto es la culminación. La Torre de Marfil pareció estremecerse con una de sus carcajadas homéricas.

¿Y qué te parece esa luz clarividente? Un acierto, una fiesta intelectual que no me atrevo a aguar, Jenofonte. Sin duda se trata de los ojos de Apolo. El dios, que al penetrar en el templo ha vuelto cuadrado lo ovalado, mira a la novia pasar. Un dios que desciende, deux ex machina, el Aguafiestas no perdía oportunidad, en la boda de una criolla. ¿No era Apolo un dios clarividente, el astro del día? Este cronista cubiche, hombre de cultura recóndita, trazaba imágenes con alusiones secretas. Como los pequeños barrocos, prefería la perífrasis al término llano. No dice el sol, dice el astro del día. Era un kenningarero. Los primitivos rapsodas de Islandia nunca decían el lago, sino “baño de los cisnes”, nunca el fuego, sino “el gallo rojo”, nunca la nave, sino “el dragón negro”. Paso por esta erudición de segunda a toda prisa, para dejarlos meditar en otro momento imperecedero. Antes de subir al altar, “el velo de la novia formaba con el piso un ángulo agudo”. Disfruten del velo misterioso, serpiente de cascabel, y del piso que parece moverse como durante un terremoto.

No quisiera interrumpir el éxtasis, dijo al cabo de un minuto, pero se me ha acusado de divagar, y tengo que defenderme. Su voz se tornó solemne, solemnemente teatral. A la mesa me gusta hablar de cualquier cosa. Hilar el hilo invisible de la madeja universal. Sigo en esto a mi amado Plutarco, coleccionador de curiosidades. De esas curiosidades que abarcan desde la gravedad de la muerte o la desdicha del amor frustrado, hasta proposiciones parecidas a ésta: “¿por qué la A es la primera letra del alfabeto?” Al final, o al principio si lo desean ustedes, todo tiene que ver con todo. Todo se enlaza, hasta se embrolla, y las cosas se miran en las cosas. Nada, amigos míos, se entiende solo. Y todo lo sabemos entre todos, como asegura un proverbio italiano, que le gustaba citar a Blas Pascal y a Alfonso Reyes. Uno francés, matemático y jansenista, y el otro mexicano, humanista y sensual. ¿Satisfecho, joven?

El tercero hizo un signo de asentimiento. Anunció que citaría una sentencia de Goethe que apoyaba en algo, según le parecía, lo que acababa de decir Aristarco. ¡Venga esa sentencia! ¡Que otra mente diferente se nos una! Pues es así, más o menos: “Sólo entre todos los hombres es vivido por completo lo humano.” El Aguafiestas alzó el tenedor y el cuchillo y los hizo sonar. Aplauden también los metales, dijo.

Cuando se disponía a proseguir su charla, se acercó el camarero. Aristarco, elevando la voz, manifestó que el ceremonial de la comida tocaba a su fin. Aquí tenemos al hombre que cerrará el broche, diría quizá un cronista. Los invito, amigos, pidan por esa boca. Como ya comieron, recomiendo las frutas. Yo, que también comí, las pediré igualmente. Sui Kuo. La risa se le asomaba a los labios. Tras retirar los platos y anotar el pedido, el camarero se fue.

El Aguafiestas tamborileaba en la mesa. La luz rojiza del candelera pareció avivarse. Los amigos se dieron cuenta: Aristarco marcaba un ritmo de conga. Una, dos y tres, qué paso más chévere, canturreó. Preguntó de pronto que si no se acordaban. Una, dos y tres... Estoy en deuda. Qué poco memoriosos.

Ahora que ustedes se han sumado al momento postrero, dijo con seriedad simulada, debo cumplir lo prometido. Empecemos por la primera.