14
Tras las revelaciones del viejo, esa noche Jenofonte la esperó. La esperó desolado, nostálgico, furioso, excitado, jadeante, la esperó inútilmente. Esperarla se había vuelto su manera más estimulante de vivir, la más completa. Diría el viejo que esperarla era recomponerla, acudir a la memoria y a la fantasía, sin calma, con inquietud febril. Hasta cierto punto doloroso, esperar a una persona era tenerla delante sin tenerla. Trazarla en el espacio vacío. Convertirse en dibujante y pintor, fotógrafo sin cámara ni encuadre. Formarla con palabras, sacarla de su boca, al igual que, según oyó contar al Aguafiestas, brotaba el sueño de la boca de los antiguos. El suyo se había convertido casi en voluntario, lo que aclararía después a sus amigos. Si hablaba con ella, aunque estuviera ausente, ¿no era vivir con ella? Al abrir la billetera y contemplar su pobre copia, activamente o con la quietud de un místico, ¿no le infundía otra existencia, una existencia entre los dos?
¿Acaso la Récamier fue su Aurelia, su Nadja, su Maga? Si ella había existido, de lo que no cabía dudar, y se refería Jenofonte a su primera forma de existencia, ya estaba muerta desde hacía más de un siglo, y él no la conoció. Solamente existía, si le permitían decirlo mediante un verbo tan extraño, en una pintura y sobre una tela, contra la pared de un museo. Y hasta donde alcanzó a distinguir en la mala reproducción de la Biblioteca, sin pieza ni habitación reconocibles, apenas sin objetos, acompañada por una lámpara romana solitaria No se le apareció, como hizo Aurelia, en medio de una reunión mundana, tendiéndole la mano en un saludo, ni en la calle, de pronto y al azar, los ojos magníficos, según hizo Nadja, y a la pregunta de quién era, dar como respuesta “soy el alma errante.” O como hiciera la Maga, su silueta delgada de sudamericana inscrita en el Pont des Arts, detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua... Y no obstante, ausente tocaba en su alma, toque tan penetrante y persuasivo. La Récamier no faltaba, en rigor, a la cita —la Maga y Nadja concertaban citas a las que no acudían—, sencillamente, y lo que resultaba más atroz, no le había dado ninguna. Parecía desvanecida, pese a sus esfuerzos, desvanecida para siempre, como Aurelia.
¿Por qué?
Comprendió esa noche, o lo intuyó oscuramente, su insuficiencia: limitarse a mirar un retrato borroso. La lupa, que movía con mano intranquila, jamás llegaría a penetrar las oscuridades de la reproducción. La aproximaba, la alejaba, se ponía de pie, Holmes caribeño, sin importarle la vigilancia de la bibliotecaria, llegaba absurdamente a alisar la página: nada conseguiría precisar. Y esto tal vez, ignorar detalles de la estancia, acontecimientos de su vida, después lo pensó, tenían que dificultar la reaparición de la Récamier. Si la lupa aumentaba los ojos, los volvía manchas deformes sin color. ¿En qué lugar de la casa se encontraba la cline? Hacia allá se encaminaba el cristal de aumento: manchón general. Una vez, así lo hacía de niño con las fotografías que me intrigaban, di vuelta a la reproducción, creyendo descubrir lo que estaba detrás de Julieta. Algo parecido a verla de espaldas. Soltó en plena sala de la Biblioteca una risotada y entregó el libro. La bibliotecaria supuso, al verme sonreído, que había llegado su cuarto de hora. Seguro pensó: hoy se franquea. Todavía sonreído, planté el libro en su cara voraz y me largué mudo. Fue entonces cuando me di cuenta de lo flaca que estaba.
Prefirió mirar con los ojos. Lo que no veía, lo inventó. Ya conté en poco sobre esto. Agrego que desarrollé funciones como arquitecto y decorador: puse una ventana en el manchón del fondo y coloreé la lámpara romana de verde metálico.
Casi al amanecer dio por terminada su vigilia baldía y consiguió dormirse. Antes, y varias veces, sacudió la almohada, se levantó, caminó por el cuarto, orinó en el baño un chorro sin energía, y por última vez en esa noche contempló su torpe copia del retrato de la Récamier, bajo la luz del velador. A este intento de evocación, su padre, practicante de los ritos yorubas, lo habría llamado hacerse un despojo con el fin de atraerla. Él trató de evocarla como, y del único modo en que, hasta ese momento, sabía: mediante el uso de su cuerpo. Largo tiempo la esperó recostado en la puerta de su cuarto. Del cuarto donde ella estuviera una sola vez, sin avisar, dócil y complaciente. Desde aquel instante, no podía Jenofonte entrar sin un corto sobresalto: ¿habría vuelto? Y miraba la cama vacía, apagadas las cosas, sin brillo. Reproducir una postura que los hermanaba, aunque no fuera en un diván, en una cline, pero que en esencia era un estar reclinado, suponía Jenofonte que propiciaba el encuentro. Restablecía de cierto modo el nexo invisible. Y al hacerlo en la alta noche, acrecentaba la posibilidad. Como recordarían seguramente sus amigos, la única visita de la Récamier ocurrió en esa hora indecisa, tras un ligero toque, toque que solo él podía escuchar. Para cada alma existe un toque. O para cada toque un alma, y extendió sobre los labios su equívoca sonrisa. Cuando me dormí había dado esa noche sepetecientas vueltas en la cama sudada.
Durante estas ceremonias de abandonado, sintió la tentación de llevar a la práctica la segunda parte del método preconizado por el viejo. Y no lo hice, mis sociales, incluida Actité. Cada quien piense lo que quiera o necesite pensar. Sé lo mucho que cuesta entre cubanos la franqueza.
Trabajó como un sonámbulo, deseando que llegara la tarde. De entre todas las tardes en que había acudido a la Biblioteca, ésta fue la más anhelada.
Aprensivo, molesto, entró en la sala de arte. Los orichas, que no se preocupan por mí, esta vez se preocuparon: el viejo no estaba. Y pudo recuperar su aplomo neoclásico. La desaparición del viejo enlutado podía ser casual, pero por el momento prefería hallarse en el punto de mira de la bibliotecaria, ignorante del motivo de sus visitas, y no en el del viejo, que lo había descubierto. Tal vez la incipiente relación entre ellos estaba cortada, o quizá le resultaba al viejo, como a él, igualmente molesto un nuevo encuentro con su confidente forzoso. Sin especular, mis sociales, el hecho puro: su asiento desocupado, y así varias tardes seguidas. Esas tardes providenciales las aproveché. Se me fueron volando.
Eros impuso sus exigencias, y Jenofonte inició una búsqueda ardorosa. Dejó de debatirse entre inexactitudes, vacíos e imaginaciones. La conocía poco, y pasado el pasmo, debía ponerse a averiguar. Agotado, requirió datos verídicos. En vez de mirar, saber. Que el saber se le volviera un mirar renovado. Para echar a andar su fragua, necesitaba datos. No se le escapaba que tales datos, que suponía verídicos, habían pasado por potes de pintura y pluma de escritores, y también eran, en consecuencia, un tanto ilusorios. Se trataba sin embargo de datos nuevos. Su novedad avivaría el fuego de la fragua. O de la computadora, para modernizarme, dijo el Jefo remedando una expresión del Aguafiestas.
Precisamente una frase pronunciada por Aristarco alumbró su camino. Dicha en medio de una conversación, durante la que no se mencionó a la Récamier, produjo, por una suerte de refracción posterior, una revelación en Jenofonte. La frase pertenecía a Paracelso. El Aguafiestas, que pronunciaba en latín el nombre y decía Paracelsus en un susurro misterioso, tras asimilarla, transformándola un tanto, la citaba como suya. Quien no conoce, rezaba la sentencia del médico nigromante, nada ama. Quien ama, ve. Y a mayor conocimiento, mayor amor.
Lo sorprendía la hora del cierre, once de la noche, con la mesa repleta de libros. La cálida semblanza escrita por Sainte-Beuve, amigo y concurrente al salón de la Abadía del Bosque, donde residía la Récamier, historias del periodo napoleónico y la restauración borbónica, las Memorias del vizconde de Chateaubriand, las cartas de amor —fracasado amor— que le dirigiera Benjamin Constant, ocuparon un lugar en su mesa de apasionado. La Récamier escribía poco. No le gustaba escribir. Había adquirido este disgusto temprano en su vida. Según Sainte-Beuve cuenta con cierta deliciosa ironía, tuvo la costumbre de escribir lo menos posible. Su mayor pasión, quizá la única que sufrió, era conversar. Iniciaba la conversación muy hábilmente, escogía y proponía un tema para animar, con el auxilio eficaz de su belleza legendaria, a los asiduos a su salón parisino. De su propia mano sólo se conservaban fragmentos de un diario, algunas cartas y billetes, que Jenofonte leyó con fervor. Logró, en uno de los libros consultados, ver su letra en copia fotográfica. Sentí una convulsión, un arrebato. Escritura pulcra, llena de armonía. Ninguna letra desentonaba. Nunca vi una escritura de giros tan perfectos. Diminuta, péro justa, clara. Y la besó emocionado.
Si al principio de su “trato” prefirió mirar en vez de saber, y gozó del encuentro fortuito, sin presentaciones previas, al cabo necesitaba intensificar su conocimiento. Anotaba en su libreta cada dato interesante, en el que descubría (o inventaba) algún significado que alimentara el fuego de su fragua: fechas de nacimiento y muerte, ciudades en las que había residido, edad en que casó con el rico banquero Récamier, dieciséis años solamente, matrimonio al parecer sin consumación física, partida al destierro y regreso posterior a Francia, a la caída de Napoleón. En uno de esos libros encontró un mapa de París. Buscó la calle en la que viviera Julieta, y con lápiz rojo la encerró en un círculo. Su calle, destacándose sobre un amasijo de líneas, parecía la única con que contaba la ciudad. Moviendo los dedos, Jenofonte la recorría. Para esas caminatas se valió de la lupa por última vez.
Abandonar provisionalmente la sala de arte e indagar en las restantes salas de la Biblioteca, sin tener que preocuparse de la vigilancia de la flaca inquisidora o de si el viejo se hallaba en su silla, trajo gran alivio a Jenofonte Dejó de espiar y de sentirse espiado. No tuvo más asunto aquellas tardes que la intensidad del trabajo y de sus emociones. Me sentía como debe sentirse un desenterrador. Cada detalle que descubría tenía el sabor de la indiscreción. O mejor, mis amigos, el de una posesión indiscreta. Eso sí, inevitable: a la hora del cierre, volvía muy serio a pedir nuevamente el tomo de pintura francesa, para despedirse de Julieta Récamier. Cuando alguna corta distracción de la bibliotecaria se lo permitía, acercaba el retrato fugazmente a sus labios, con terneza cerraba las páginas y lo dejaba encima de la mesa. A la bibliotecaria indicaba al salir que lo recogiera. Ya podía hacerlo. Jamás descubriría a quién miraba y había besado.
Me toca ahora correr un riesgo, mis sociales: ser sincero. ¿Correrlo o continuar corriéndolo? Oyeron lo que pienso acerca de la honestidad. Lo peligrosa que resulta esa aventura. Debo confesarles que solía obligarme en ciertas ocasiones de páramo mental y falta de compañía, obligarme, como si eligiera el deseo. Esto lo fatigaba, dejándolo sin satisfacciones. ¿Elegir un deseo? Podía sonar estrambótico, paradójico o forzado, al gusto del consumidor, pero a menudo quería desear, y elegía a la Récamier como objeto. Otras tenía la impresión, precisa, diseñada, de que brotaba espontánea, de que la tendría delante de sus pupilas abiertas. Las cerraba entonces para probarse la eficacia de su espera, y aumentar el goce. Se convertía de verdad en algo mío, y apretaba los párpados. Esta aclaración debía a sus amigos.
Para asombro de los mismos, afirmó que la reproducción empezó a parecerle menos borrosa. Se figuraba que cada nuevo dato adquirido, cuanto iba conociendo, iluminaba los negros manchones. La mujer reclinada se me estaba aclarando. ¿Cómo podía darse tal fenómeno? ¿Ella se acercaba a su tiempo o él se trasladaba al suyo? Con exactitud nunca lo supo. A fuerza de compenetrarse —¿se compenetraba ella conmigo?—, pudo ocurrir simultáneamente. Hacia el porvenir Julieta viajaba, él hacia el pasado, pero en un mismo tren y en el mismo asiento.
¿Brujería o magia negra?
Sus amigos oyeron su punzadora risa explayarse de pronto, y lo vieron sofocarla, la mano en la boca.
Cuando Jenofonte terminó su lectura del manojo de cartas que Benjamín Constant dirigiera a madame Récamier, se vio precisado a levantarse y a caminar por la sala, entre las mesas y los estantes. Sentía un júbilo insólito. A través de la escritura nerviosa del amante malogrado, tuvo la sensación de recuperar algo suyo, algo que le pertenecía. Durante la lectura, a pesar de que el libro era propiedad de la Biblioteca, no pudo evitar (ni se lo propuso siquiera) subrayar fragmentos, como había trazado un círculo rojo sobre el mapa de la ciudad de París o besado la reproducción fotográfica de la letra de la Récamier. Eran dos modos de posesión diferentes. Pero sólo en apariencia. En uno usaba la mano, en el otro los labios. ¿No era usar en realidad su cuerpo? Los trozos marcados de las cartas de Constant, hablaban de mí mismo. O con más rigor, hablaban de nosotros. Diez meses duró el asedio infructuoso de Constant. Diez meses en que escribió a Julieta cartas suplicantes, tiernas, sarcásticas o despiadadas, plenas de repentina ilusión o desesperanza súbita. Empezó a visitarla en su piso de la Abadía del Bosque en septiembre de 1814, catorce años después de que la pintara David. Tenía cuarenta y siete años, ella treinta y siete. En la primera de sus cartas, Jenofonte subrayó la siguiente observación, y quizá mejor y más dolorosa, confesión desolada: “Su imagen la he transportado a todas partes, a casa de Talleyrand, a casa de Beugnot, a mi propia casa.” Y en la segunda, escrita horas después: “Quizá le parezca loco: pero veo su mirada, me repito sus palabras. Veo su aire de muchacha, que une a tanta gracia la mayor finura.” Veo, veo, como todo el que ama, según la sentencia de Paracelsus. La transportó, la llevó consigo. ¿Te imagino o te sueño? Una cosa imaginada es siempre una cosa existente.
Jenofonte movió la ensortijada cabeza y se calló un rato. A menudo rectifico esta opinión, dijo un poco después, con una de Virgilio Piñera que más o menos dice así: hemos soñado lo suficiente para penetrar la realidad. No sé ahora en verdad si rectifico o completo la sentencia.
En la tercera carta marcó la confesión de que había huido de su “temido encanto”, huido de la imagen. “Prefiero fatigarme a caballo que consumirme en mi habitación o entre un mundo al que soy extraño y sólo atina a sorprenderse de mi tristeza atribuyéndole causas triviales.” Sin embargo, en el párrafo que sigue, está ya arrepentido y suplica le permita volver: “concédame un paseo, media hora de conversación.” Una mujer convertida en imagen, que anula el tiempo y el espacio, puede aparecerse a cualquier hora y en cualquier parte. Una imagen que se superpone a todas las mujeres conocidas o por conocer. Ya se lo dije: calibro a las demás con la imagen de la Récamier. De la gente que amo, he sentido esto: cuando no las tengo cerca, las tengo delante.
“En el momento en que usted quiera, media hora. Se lo suplico.” Y en un cambio brusco de humor, de esos cambios que padecen los que aman, en vano simula desdeñarla (o por un instante quizá la desdeña realmente): “Volverá a ser fría y despreocupada. Vuelva al reposo animado de su salón parlante, que es el que le conviene, y la engaña sobre el mal que causa. De nada la acuso, esto es una especie de muerte, y los moribundos perdonan. Usted ha querido ser buena conmigo, y le doy las gracias por su esfuerzo inútil.” Necesitaba injuriarla, descargar su despecho, decirle (o escribirle) una verdad que la humillara: “Usted encanta a todo el mundo, y no puede lograr la dicha de nadie.”
Al otro día se muestra arrepentido. Teme perder lo poco que se le concede: verla en su salón, sobre su diván, distante, congelada. Entonces se confiesa víctima de su seducción. Se finge resignado, extinguido el fuego de su pasión: “procuraré cambiar en dulce amistad este funesto sentimiento que me devora, y la cansa”. El conquistador pone en práctica una estrategia nueva: pospone el amor, con argucias y tácticas de experimentado don Juan. Y ella, descalza, sosegada, reclinada en su cline, mantuvo erguida la hermosa cabeza turbadora. Él buscaba verla a solas, “lejos de la muchedumbre de amigos y contertulios”, tener una hora para él. La Récamier no se lo permitió. Jenofonte marcó en una de las últimas cartas “la desgracia de que usted no me haya amado es irreparable”. Y luego la observación más misteriosa y sombría de todas las que encontró Jenofonte en estas cartas: “Estoy destinado a iluminarla consumiéndome.”
Despacio repasó los párrafos elegidos, cerró el volumen y lo devolvió a la recepcionista. Entró luego en la sala de arte y solicitó —era inevitable— el tomo de pintura francesa. Se despidió de Julieta con un beso furtivo. Gozaba de esa ventaja sobre Benjamín Constant.
En la calle anduvo sin rumbo. Notó el tiempo cambiado: el aire presagiaba lluvia. En el cielo de la noche brillaban relámpagos. Oyó un tronar lejano. Contaminado por el recuerdo de la Récamier, a la imagen del retrato se sumaban otras, creadas por la lectura. Tuvo la impresión de que oía hablar de ella, de que ese hablar, tan curioso, engendraba una imagen dilatada.
Repentinamente se encontró con Licino. Le puso la mano en el hombro y lo detuvo. ¿A dónde vas...? A dormir. ¿Duermes con tu bolso rojo? Cuando quiero soñar.
Ahora, mis sociales: lo que nosotros, él y yo hemos callado y escondido en esta extensa noche: Licino conoce mi historia. Sin que pudiera evitarlo, Jenofonte se la contó a la salida de la Biblioteca. Tal vez me ahogaba, y quise flotar soltando lastre. Muy escondida llevaba mi pasión, y la lengua se desató sólita. Habló del retrato, del neoclasicismo y David, de lo que anotaba en su libreta y subrayaba en los libros. Farfulló, a ratos fue elocuente. Cuando Licino le confió que también admiraba el cuadro, tuvo Jenofonte una reacción parecida a la que tuviera con la bibliotecaria: creyó que estaba manoseándole su secreto. Sentí que me violaba, dijo sonriente. Pero la sensación pasó. Como Licino quería escuchar una confesión completa, apenas me volvió a interrumpir, el muy bicho. De interrogador, sería un hacha.
Licino se despidió en el parquecito de Albear. Ya estaba enterado. Echó una moneda en la fuente vacía. La moneda rebotó con ruido seco, como un pez saltador.