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¿Pero cuándo dejaste de ser remiso a tenderte en la cama?

La palabra “remiso” le hizo recordar a Filonús una frase. No podría reproducirla exactamente, aunque no era impreciso el momento en que la dijo. Actité, impaciente, la aludía al preguntarle, exigiéndole que retomara su compromiso: contarles su experiencia (o relación) con ese mueble al que llamaban “cama”. Lo hacía Actité con su vocecita encantadora y frágil, que esta vez sin embargo resonó apremiante. ¿Esa frase no implicaba que algo quedó sin aclarar, carente de conclusión? Esa frase, al igual que tantas cosas durante esa noche, una línea en el discurso de Filonús, permanecía en suspenso. Ni Actité ni el resto de sus interlocutores, tal vez ni el mismo Aristarco, la había olvidado. Dejar en suspenso la frase y cuanto a continuación debió de pronunciarse, en apariencia garantizaba —¿dónde?, ¿cómo?— la existencia de un futuro. Habría un después, un más tarde. ¿No tenía cierta semejanza esta suspensión con acostarse y cerrar los ojos, creyendo, ingenuamente quizá, que volvería a abrirlos, a levantarse? Su propio deseo de continuar en una dirección el discurso, tras la advertencia que significó esa frase, y el deseo de los otros que lo escuchaban, también esperando que en algún momento retomaría la parte inexpresada, tales deseos buscaban una representación. O mejor, pensó Filonús: crear una especie de realidad, dibujarla, mediante el discurso, en el espacio y en el tiempo. O trazarla, diría Aristarco Valdés, en el viento.; Dónde si no? La pregunta y el tono apremiante de Actité, dieron a Filonús una certidumbre: trazado el carácter de su tía, retornar a la frase abandonada y proseguir. Minutos antes u horas antes, ésta anticipó a sus oyentes el hecho: la tía de Filonús fue quien eliminó las demoras del sobrino en acostarse. ¿Después no te lanzaste más de cabeza en la cama?, interrogó nuevamente Actité. Aprendí algo muy distinto: a tenderme, repuso Filonús. Y Actité le pidió, cuéntanos eso.

Sintió Filonús que se hallaba dispuesto a abordar la parte no dicha de su discurso, y la vio claramente, sin verbo y en suspenso, la que Actité reclamaba escuchar, la vio, singularmente ordenada antes de configurarla en (o con) la lengua. Extendió el brazo, como si pudiera apresarla con la mano, tras haberse convertido esa parte inexpresada en una cosa cercana a lo físico, y aproximó la mano a sus ojos, le dio la vuelta, la palma hacia arriba, y entrecerró los dedos: ¿estaría ahí, invisible, en el pequeño espacio ahuecado? Doblado el brazo, dejó la mano en el aire como un ofrecimiento y se dio cuenta, con inesperado saber anterior, que su discurso estaba organizado, al igual que el primero, en dos partes, imposibles de variar. Venía así, fluía de tal modo, ¿de dónde? Le resultó extraño de improviso que Actité no hubiera reparado en que, parecido en esto al de Jenofonte, en su relato igualmente prevaleciera el número dos. O tal vez, por esotérica, considerando nefasto ese número, optaba por callarse para no destacar su presencia. ¿El dos no era contraposición, conflicto, la luna opuesta al sol? Y a su vez: ¿no era el oscuro nexo de la pareja, la ligazón de la muerte con la vida? Giró hacia ellos la mano: sus oyentes la vieron tenderse en su dirección, abrirse plena y después descender despacio, moviéndose, como si trazara un rostro contra la oscuridad nocturna. La mano descansó en su cuerpo, y Filonús abrió la boca. De ella salió un ronquido, semejante al de alguien que despierta, y oyeron la voz de antes, empañada al principio, aclararse luego: la voz que debían atribuir a su tía.

Sobrino —semejaba abarcar a Filonús y a los demás—, sé que te acuestas con las ropas del día. Cuando nos acostamos sin desnudarnos ni cambiar de ropa, es tan fácil creer que el sueño sigue siendo la realidad... Si quieres no confundirte, debes quitarte esas ropas y ponerte las de dormir. De cierta manera las del día conservan el polvo del quehacer y diario bregar. Al ir a acostarme y poner la mano en el primer botón, para quitarme la batica de andar y vestir el camisón de dormir, salgo, al hacerlo, de la mitad de mi vida, y me dispongo a entrar en la mitad que falta. La batica se queda para el regreso, cuando vuelva y me levante a colar el café.

La exhortación no surtió efecto inmediato en Filonús. La oyó con curiosidad, incluso con respeto, pero sin hacerle el caso que su tía esperaba. Ella, no obstante, cada noche le colocaba la payama doblada sobre el respaldo de la butaca de su cuarto. Ahí amanecía, sin que Filonús la hubiera tocado. Su tía la retiraba, al penetrar en el cuarto para hacer la cama, y volvía a ponerla en el mismo sitio a la noche siguiente. La payama estaba siempre lavada, planchada. Esto, que no la tocara y la viera, mientras me dormía, colgar sobre mi cabeza, oliente a jabón de Castilla, duró varias semanas. Lapso corto. El que necesitaba, sin duda, para que sus palabras entraran en mi cabeza y fueran apoderándose de mí. Iban haciendo su trabajo mudas, pero laborantes. ¿Con qué se podría medir el tiempo interior? Dije “unas semanas” por decir cierta cantidad objetiva. Unas semanas resulta vago, y sin embargo medible. Como ustedes conocen, el tiempo de adentro carece de agujas y esferas. Así, cuando quiso y me tenía madurito, sin darme mucha cuenta, me quité las ropas del trajín diario y me puse la payama. Oscuramente dos cosas, y de nuevo el dos, terminaron por hacerme cambiar de actitud, que un cambio se operara en mi ánimo. Fueron éstas, un montón de fotos, un rollo entero, estropeado por mi torpeza de principiante, y un tremendo cero en un examen de botánica, las que contribuyeron —repito, oscuramente— a que las palabras de mi tía terminaran de hacer su trabajo y me pusiera la payama.

Tras ese punto insólito —secretamente propiciado—, la prédica de su tía se desarrolló en labor ordenada e incesante. Filonús llegó a aficionarse al ritual, y le cogió gusto a tenderse en la cama. Aprendió a despedirse, a pronunciar “hasta mañana” sin temor de que ocurriera algún acontecimiento en el mundo de los despiertos, mientras él dormía sin percatarse. Se acostó sabiendo que la cama, proporcionándole una posición diferente, lo esperaba con sus novedosos placeres.

Su tía lo adiestró en el ritual.

Empezaba por quitarse los zapatos y las medias, máximos poseedores del polvo diario, y guardarlos lejos de la cama, para evitar cualquier contagio. Sentado en la butaca —en esto recordó Filonús a la madre de Actité—, disfrutar de los pies liberados, sin sujeción ni opresión, prontos a caminar en otro espacio. Por ellos daba comienzo el acto de desnudarse. Descalzo y puesto de pie, se quedaba en calzoncillos. Mi tía, al principio de mi aprendizaje, después de darme las instrucciones siguientes, salía varios minutos del cuarto. Después que crecí, no volvió a verme desnudo. Soy una señorita, decía sonreída y se marchaba tapándose los ojos. Filonús debía permanecer un rato completamente desnudo, libre de ropa y sin sujeción, sintiendo la frescura de las losas del piso, y calzarse luego las cutaras, un par de viejos zapatos, sin talón ni puntera, cortados con un cuchillo. Abrir el armario, colgar la ropa del día y cerrarlo herméticamente, como el que trata con la bóveda de un banco. Es muy insistente el polvo del día y se cuela por un resquicio, observó con la voz de su tía. A continuación, protegido ya de las ropas, realizar un corto paseo desnudo por el cuarto, ponerse la payama, orinar y, con minuciosidad, lavarse las manos y la boca. Ningún residuo del día debía perdurar bajo las uñas ni entre los dientes.

Ahora, antes de que tía vuelva a entrar, y siguiendo el orden previo que tiene mi discurso, aunque les parezca una interrupción, debo decirles que desde los primeros instantes ella decidió cambiar de lugar mi cama. Pegada a la pared que daba al patio, se encontraba en lugar deslucido y caluroso. Durante los días cálidos de agosto el muro del patio, pintado en cal amarilla, arrojaba sobre esa pared vapor ardiente, luz destellante, cruda. Ayúdame a correrla, y juntos pusieron la cama en el centro del cuarto, la pielera bajo una ventana por donde Filonús veía, ya acostado, las hojas de una mata de plátano. Tienes la cuna, dijo su tía, el trono del amor y el ataúd, en el sitio principal.

Regresando al punto en el que tía se encontraba fuera del dormitorio, cuando me ponía la payama, ella entraba, desvestía la cama, alzando el cubrecama por el medio, doblándolo luego con cuidado, con esmero. Desvestir y vestir la cama era uno de sus gustos, y en lapso breve también fue uno de los míos. Después de esto, seguía la acción de avivar las almohadas, de pasar la palma de la mano y estirar los pliegues a la sábana —hasta que se parezca al mármol, decía mi tía—, doblar luego la punta de la otra sábana, dejarla abierta, como esperándome. Finalmente daba cuerda al reloj y ponía un vaso con agua fresca en la mesa de noche. Ya podía acostarme.

Y entonces, Filonús, dejándote solo, ella cerraba la puerta e iba también a tenderse en su cama, realizando por sí misma, naturalmente, el ritual enseñado. Uno adquiere la práctica de acostarse, y se acuesta por tradición. Los padres la trasmiten a sus hijos, o los tíos a sus sobrinos. Ya estás al fin en la cama, según indica el discurso. Licino hizo una pausa. Sigue, continuó. Estamos oyéndote, también casi acostados.

Antes de cerrar la puerta y dejarme solo, tía me decía susurrante, con pizca irónica, “hasta mañana”.

En cuanto a lo que Licino llamara “práctica” heredada, sintió Filonús la necesidad de rectificar esa expresión de su amigo. Para él no se trataba, sin duda, de “práctica”, sino más bien de “arte”, un arte que muchos habían olvidado. Sin práctica no será un arte, prorrumpió Licino, y no tartamudeaba. Filonús observó entonces que esa paradoja parecía obra de Aristarco. Siempre, como todos nosotros, he querido parecerme a él, dijo Licino.

La emoción los paralizó. Nadie articuló palabra Nuevamente el Aguafiestas adquirió una presencia. Los cuatro miraron hacia él, buscándolo entre la penumbra que despedía el ramaje: allí estaba, reclinado en el tronco del árbol, y un tanto más visible.

En la práctica de ese arte olvidado, prosiguió Filonús al cabo de un rato, incorporando con fraterna chanza la expresión de Licino, lo primero que se siente es un descenso. Puestas las nalgas en la cama, en ese espacio abierto para uno, la columna gira en el hueso de la cadera, y tras elevarse las piernas en el aire, caen al tiempo que tu cabeza: estás tendido. Por un número de horas impreciso, renunciaste a la célebre posición erecta. El hombre, y las demás bestias, son incapaces de prescindir de este descenso. Durante el día lo buscamos o extrañamos, y cuando llega la noche: descendemos. No importa que se trate de la noche real: sabemos, al descender, hacer reinar cualquiera de las noches, reales y artificiales, o ambas a la vez. Hay quien huye por un tiempo de ese momento, al igual que él hizo, hasta que tiene que aceptarlo. ¿Descender en qué dirección, hacia dónde?, inquirió Filonús. No lo sabía: descender solamente. En la punta de la columna vertebral, su cabeza, antes orgullosa y prepotente, renunciaba a su majestad dominadora —que contempla el porvenir y parece resuelta a abrirse paso en el mundo—, entregándose mansa a un simple apoyo de plumas o guata modesta. Descuidada del horizonte mira al techo, alrededor del corto perímetro de la habitación, o en mi caso: la mata de plátano contra la oscuridad del cielo.

Lo que ocurría a su cabeza, le ocurría con las piernas: renunciaban, verdaderamente emancipadas, a sostenerlo, y en la cama no lo conducían a ninguna parte, las potentes, las serviciales. Si alzaba un poco los ojos y se miraba los pies descansando en la sábana, éstos simulaban decirle “ya no somos los mismos”. Al dejar de aproximarle el mundo, sus brazos tampoco eran brazos, y sus manos, complacidas, no cumplían su función prensil. Por tanto, Filonús no era ya vertical: estaba, o por varias horas era, un ser horizontal. En alusión a las posiciones anteriores de sus amigos, afirmó que valoraba la suya como la más radical: ni sentado ni recostado: escandalosamente tendido.

Yo, temeroso de las tinieblas, que no me sentía acogido por ellas, sino, por el contrario, rechazado por la luz y por el prójimo, cuando comencé a practicar el arte de tenderme en la cama, apagaba la lámpara y me quedaba a oscuras. La claridad me estorbaba, impedía que me apoderara de la cama, que fuera haciéndola mía. Para este hacer y esta posesión, mi cuerpo, al perder sus facultades diurnas, adquiría facultades distintas, a las que no me atreveré a llamar nocturnas. Se volvía tan dócil mi cuerpo, tan adiestrado en disfrutar placeres sutiles, casi inasibles. Pedía a su tía que plancharan y almidonaran las sábanas. Debían quedar bien estiradas, tiesas, marmóreas, según sugería ella misma, y lo más importante, estar heladas. Al entrar en la cama, esa frialdad pulida, en los primeros instantes, lo rechazaba. Iba Filonús venciéndola luego. Las plantas de sus pies recorrían el extremo de la sábana. Se abrían las piernas como las puntas de un compás, y las manos, separados los dedos, iban y venían a nivel de los muslos y la cintura.

Su cuerpo se apoderaba, deliciosamente, usando su propia temperatura, de la adversa frialdad inicial. Dio comienzo el proceso durante el cual las camas llegan a ser de uno, y se llega a poseerlas realmente. Donde yo me acostaba, varios miembros de la familia antes se acostaron. A mis abuelos maternos perteneció el colchón y sirvió —humildemente— de instrumento o de trono, al decir de mi tía, para engendrar a mi madre y también para engendrarla a ella. Sobre ese colchón murió la abuela y luego mi abuelo. Pasó después por varias camas, y en su recorrido paró sobre la mía. Sin duda mi cama contaba con un hondo pasado, una historia que me precedía y que dada mi afición historicista, podía multiplicar y enriquecer con la genealogía familiar. ¿No compartía la cama con todos ellos?

Pero el interés de Filonús no radicaba en escrutar ese pasado, sino en abolirlo, y después de que fuera suya la cama, tal vez rememorarlo a su manera. El calor de su cuerpo, el movimiento acompasado y delicioso de sus pies, por la planta y el borde, igualmente de sus manos, su espalda y su cuello, fueron creando zonas propias: olían a él y poseían su temperatura. La frialdad impersonal y la historia de la familia, en la que no participó, se convirtieron, sin embargo, al correr de su sangre, en zonas que le pertenecían. Con el tiempo pudo decir que se acostaba sobre sí mismo.

Si mi tía, tendida vistiendo su camisón, se tapaba y dejaba, extrañamente, un pie afuera, y más extrañamente, la pierna doblada fuera de la cama, y el pie tocando el piso, como si aspirara a recibir algún influjo magnético, yo, en cambio, introduje ciertas variantes en el ritual. Al poco tiempo me tendí sin la camisa de la payama, después me despojé del pantalón, y por último, lo hice completamente desnudo. Dejé luego de taparme con la sábana, cuando perdí el miedo de que, estando dormido, algún insecto viniera a darme una picada en el pene. Alcé esa pierna del piso y la crucé sobre la otra. Si se presentaba algún influjo magnético, operaría en mi cabeza, orientada hacia el norte, con la ventana abierta al frente. Compadres, creo que uno de los mayores placeres consiste en cruzar las piernas en la cama. Da seguridad, tranquilidad, sana pereza. Todo, como en los placeres que valen la pena, mezclado. Con las piernas cruzadas, cualquiera puede aceptar la vida. Es una postura esencial: engendra excelentes ideas, y hasta un descubrimiento que revolucione la época puede engendrar.

Si la tía de Filonús se acostaba del lado derecho, con las rodillas plegadas, doblados los brazos bajo la sien y las manos unidas, él, en cambio, se tendía de espaldas, mirando al cielo raso, el cuerpo a lo largo de la cama, recto, ofreciéndose a la meditación. Nada de brazos detrás de la nuca ni axilas al aire: yacer como un cadáver, a sabiendas de que se está vivo. He ahí un nuevo placer contradictorio. Constituye, el estar así, un lujo que el vivo aún puede regalarse. Ninguna evasión tampoco que anule o me distraiga de eso que alguien llamó “la temporada interior”. Por tanto, ni leer, ni oír música ni ver televisión, hablar por teléfo- no o comer en la cama. Elegí, además, no masturbarme. Eso lo hacía en la bañadera, bajo la ducha. Tenderse, amigos, tenderse sólo.

Sin embargo, apenas despertaba, de un salto Filonús se echaba fuera de la cama. Repetía la operación anterior, pero al contrario: recuperaba su posición vertical. Pese a mi adiestramiento, quedarme sobre esa especie de calor avejentado no me complacía. Cada mañana, con corte rápido, le puse fin. Vacante entraba en la otra mitad. O digo mejor: en la dimensión que abandoné al tenderme. Entraba canturreando, tirando pasillos de conga. Dentro sentía un singular agradecimiento. Compadres, amanecía.