13

¿Por qué no te la llevas?

Jenofonte se estremeció.

Oh, mis sociales: no era yo. Era el viejo. Se sentaba a veces a mi mesa, yo a veces me sentaba a la suya. Nunca habíamos hablado. “Buenas tardes” y “con su permiso” era todo el hablar de nosotros. Y de pronto me disparó la pregunta, parado al pie de mi silla. El muy bicho miraba también el retrato. ¿Cuándo este viejo, que ni sacaba la vista de sus libros, me descubrió? Cuándo. Les juro que nunca me lo figuré. Llévatela, muchacho, volvió a decirme. A decir no, a apurarme, sonriente, malicioso, malicia de viejo entendido en la materia. Cuándo se fijó. Cuándo. Trajeado de negro, en frío lo mismo que en calor, en lluvia que en seca, cubiertos los ojos con lentes gruesos. Pero de lo cerca que estaba al fin se los vi: eran de lechuza. Quise cerrar el libro, y lo evitó: metió el dedo y un lápiz, deteniendo la página. No lo haga, joven. Déjemela vivir. Es la única que me falta.

Les juro que sentí ganas de sonarle un piñazo. Cerré el puño y todo. Estaba tan sonreído, y yo estaba tan encabronado. Me quitaba algo mío Yo no podía ser, ni nadie me figuro, marido o amante de la imagen pintada de una muerta, que tan sólo en ciertos momentos me parecía revivir, y sin embargo sentí celos, unos celos tremendamente extraños. ¿Por qué este carcamal tenía que meter sus sucios ojos en el retrato, en mi retrato? Ni siquiera la bibliotecaria, con lo mirona que era, se había atrevido a tanto. ¿Y qué significaba eso de la única que le faltaba?

Entonces, quitándose los espejuelos, el viejo se sentó junto a Jenofonte Lo hizo sin ruido, igual que una sombra. En medio de su furia, Jenofonte oyó que el viejo había visto las cuchillas y descubierto la copia en papel de China. Ninguno de estos subterfugios, fue su palabra, servían para llevársela. No había que cortarla, ni despegarla ni copiarla. Pierde el tiempo, joven. Aunque noto que tiene tiempo de sobra que perder. Él se las llevaba sin cuchillas ni copias. A las mujeres reales y a las pintadas.

Salía todas las tardes. Vigilaba a la puerta de los cines, entraba en tiendas y cafeterías, se sentaba en los parques. Cuando una me conquista, porque son ellas las que me conquistan, la sigo y la persigo. Con mucha prudencia. No aspiro a que se enteren, por el contrario, aspiro a que lo ignoren. Aspiraba a una conquista muda e impune. Así gozaba doblemente. Lo mío es mirar. La vista es un don portentoso. La maravilla de las maravillas. ¿Se da cuenta del privilegio que es mirar? Presente celeste. ¿Cómo podría, joven, disfrutar de la belleza de ese retrato? El mundo solamente es figura. Se hizo para los ojos. Hasta el aire mismo tiene cuerpo. He gastado la vista en mirar la hermosura del mundo. Y no me importa haberla gastado. Se puso los espejuelos. Jenofonte, desconcertado y todavía furioso, alcanzó a ver nuevamente sus ojos saltones, redondos como los de un ave de presa, antes de que desaparecieran tras los gruesos cristales. El viejo repitió su consigna: lo mío es mirar. Mirarla completa y en detalles. Pelo, cara, nalgas. Seguirla en cada parte del cuerpo. Verla caminar. No existe nada como ver caminar a una mujer, y sin que lo sepa. Quiero que mis ojos prueben las cosas, como opinaba mi amigo Montaigne.

Lanzó una carcajada, que reprimió en el acto. Jenofonte notó que tenía la mano avejentada, sarmentosa. Ambos miraron a la bibliotecaria. Con aparente tranquilidad, se limaba las uñas. Ésa no sirve, el viejo aclaró de inmediato. Jamás se descuida. Él buscaba a las que iban olvidadas de sí mismas y se entregaban al ritmo natural del cuerpo. Sin darse cuenta lo dejan desarrollarse: eran cuerpo nada más. Tal abandono lo cautivaba. Van libres, sin sujeción ni reglas. Ni un prejuicio alienta en ese paso. Cuando descubría tal entrega, marchaba detrás como un avaro contando su tesoro: golpe de cadera, nalgas paraditas... Conmigo nada de nalgas ni tetas caídas. Eso para quienes padecen alguna melancolía recóndita o afición enfermiza por la tierra. Las que tienen mucho, tampoco. Esa abundancia no me conquista.

Jenofonte no debía pensar que trataba de descubrir (o inventarse) sus vidas personales y problemas domésticos, que se proponía seguirlas hasta sus casas para establecer relaciones románticas y novelescas. No, joven. Yo solamente las miro. Son sus cuerpos lo que adoro, no sus almas. El alma se la dejo a los curas y a los siquiatras. Además, nunca repetía. Tras llevarse a una mujer, si volvía a encontrarse con ella, la ignoraba. No repito ni las reales ni las pintadas. La floresta es interminable. Demasiadas me conquistan, inocentes, como si fueran niñas, para repetir.

Iba tras ellas, y de pronto delante. Cuando alguna lo conquistaba, le permitía pasar, fingiendo que observaba una reja, una puerta antigua, y luego marchaba detrás. Hacía diversas escaramuzas, se adelantaba o atrasaba según sus cálculos, se paraba en la esquina. Se detenía de repente a marcar un número cualquiera en un teléfono público: la nuca contra la pared, de medio perfil, utilizando como pretexto el auricular en la mano, podía gozar impunemente de la conquistadora. En el interior de una tienda, recorría el pasillo entre mostradores buscando un encuentro fortuito, siempre a cierta distancia. Con ninguna tropezaba, ni se proponía el roce más leve. Procuraba en las cafeterías ocupar en la barra el asiento de enfrente. Parecía extasiado con la carta, y era la mujer quien lo extasiaba. Salvo algún error de cálculo, nunca permitía a sus ojos tropezar con los de la mujer. Cada cierto tiempo un estremecimiento extraordinario hacía vibrar su viejo cuerpo.

Durante esas tardes se producían dos momentos supremos. En cada uno su goce alcanzaba la máxima saturación. En las vidrieras se cumplía uno de ellos, el otro en los parques. Parado ante una vidriera, aparentando que contemplaba alguna cosa expuesta, esperaba que se aproximara. Qué gusto verla inclinarse, dejándome mirar parte del seno. Sorprender el brillo de sus pupilas, la boca abiertica, a punto de la salivación, ante la presencia de una tela o de un perfume, completamente olvidada, sin cuidarse de su persona. Él calculaba la dimensión del talle, tenía la impresión de tomarlo entre sus dedos, aunque estuvieran escondidos en los bolsillos de su negro pantalón, y percibir el temblor emocionado ante los objetos, poquitos en realidad. Esta escasez encierra cierta ventaja para mí: encontrar un creyón labial, un estuchito de rímel se convierte en fiebre, en hecho agitado. Tenso se pone el cuerpo, y repentino suelta un resorte escondido: brillan mucho las pupilas y los pies parecen precipitarse... Y ese avanzar, en el preciso minuto anterior en que cruzaba la calle, ese avanzar hacia la vidriera entre el relumbre de los cristales, que duplican el cuerpo y parecen relucir en la carne y en el pelo... Tiemblo si se paran a mi lado y juntos miramos la vidriera de la tienda, tiemblo.

Era el otro momento el de los parques. Cuántos goces inenarrables en ese parquecito de Galiano con nombre de mujer. Inenarrables, joven. Jenofonte pensó en el decir del Aguafiestas asegurando que él había convertido a la fiera en hombre. Y este viejo se refería a estados inenarrables. También él los había sentido, ¿pero qué testimonio valedero podía ofrecer una lengua tortuosa como la suya? El viejo enlutado pareció adivinar su pensamiento, y se detuvo. La palabra inenarrable permaneció posada en sus labios resecos. Con la punta de las uñas, en las que Jenofonte tuvo la impresión de encontrar ojos en cada una, la extrajo como se aparta una hilacha de picadura. ¿Inenarrables...? La palabra semejaba un creyón labial en sus dedos.

¿Inenarrables...? Claro, joven. O, si lo prefiere, oscuro. Supongo que conocerá la importancia del lenguaje. Hablamos para poseer lo que pensamos, y hasta lo que hemos realizado. Poseemos la acción cuando la contamos, y hasta los sueños, si no se pierden y se apagan. La lengua nos redime del silencio y de las tinieblas. Pero también, dijo a continuación, existían estados innominados, que suelen ser ajenos a la palabra. O si quería, ésta no los puede apresar. Con frecuencia sentía esos estados, tan ásperos y emocionantes a la vez. Casi nulo era el auxilio de un pobre sistema gutural de ruidos y de gritos. Se quedaban en una zona innominada. Después, pasada la emoción, la lengua podía extraer alguna simple hebra y, al darle forma, esclarecerla.

Volviendo a su relato interrumpido, relato que Jenofonte ni siquiera había pedido que le hiciera, repitió “goces inenarrables” y agregó “siempre al final de la tarde”. Ellas han terminado de comprar, hacen la cola para conseguir un taxi, y se sientan un rato a descansar. Descansan en un banco. Colocan los paquetes en sus piernas, o pegados a sus muslos. Entonces alguna lo conquista. Paseaba contemplativo: los árboles, el cielo, cuando siente la flecha. Se detiene, abandona el fingir contemplativo, busca un banco cercano y enfrentado. Se sienta y abre el libro con el cual paseaba: Crítica de la razón pura de Kant. En ese instante, a través de la luz final del día, adquiere la carne una ternura tibia, un delicado brillo, en deliciosa divergencia con el momento de la vidriera. No tengo de la tarde el concepto y la sensación de la gente y los poetas habituales. Me figuro que si conoce de poesía, sabrá de lo que estoy hablando. Para muchos poetas la tarde es cenicienta, melancólica, destartalada. Para mí, todo lo contrario: dichosa, repleta de claros cuerpos femeninos espléndidos. ¿Cenicienta...? ¿Destartalada...? Ceguera romántica, gente que no aprendió a mirar.

Con su Crítica de la razón pura delante de la cara, iban sus ojos de la metafísica trascendental al cuerpo sentado en el banco de enfrente. Como un cazador esperaba, como un espía famoso —lo que desde mi infancia quise ser—, un movimiento cualquiera de la conquistadora. Le llegó la primera irradiación cuando cruzó las piernas, se acomodó en el banco y se estiró el vestido, el vestido —felizmente— corto. Cuánto admiro la mini, y si es menos que mini, más admiro. También los trajes largos, como el que lleva la Récamier. Ocultan, y al ocultar, sugieren. Cada sugerencia es locura, reto a la fantasía. Luego, tras su regreso simulado a la razón pura kantiana, vio que descruzaba las piernas, aquellas adorables piernas palpitantes, y le llegó la segunda irradiación. La tercera fue casi inmediata: no quedaron muy juntas. Acto piadoso, generosidad cristiana. Las dejó entreabiertas y comenzó a mover suave las rodillas, rodillas perfectas, tersura infinita. Su cuerpo emitía ondas de fuego.

La falda se encogía y tensaba sobre los muslos con un chasquido. Casi me llegaba el olor. Él iba llevándoselo todo. Y pronunció “llevar” como clave de cuanto quería decirle a Jenofonte. Llegué a dejar el banco vacío. Incliné la razón pura, ladeé el cuello: sólo quedaban los paquetes. Ella se encontraba dentro de mí. Regresó su olor, dulzón, canallesco. ¡Oiga, compañera! Ya le toca. Apareció su taxi. Eso gritaba un tipo desde la cola. Tan tonto, tan simplón, creyó que podía separarnos. Ella podía irse: y recogió los paquetes y se metió en el taxi, y oí el ruido vago de la partida: pero se quedaba conmigo. Yo antes me la había llevado.

Al oscurecer ponía punto final a sus caminatas y entraba en la Biblioteca. Entraba repleto de mujeres. De mujeres vivas. Aquí comienza, joven, mi relación con las pintadas. Enrojeció y los ojos se le aguaron:

O poco faltó para que soltara una nueva carcajada. Jenofonte recordó la risa del Aguafiestas, que atronaba el espacio, y se distinguía de la carcajada del viejo enlutado. El viejo reía sin franqueza ni espontaneidad, con la risa de un hombre que se cuida. Lo mismo que cuidaba sus miradas, cuidaba sus carcajadas. Aristarco era un enamorador, el viejo, un fugitivo. ¿Qué parecido existía entre ellos? Nuevamente la voz del viejo ocupó su atención. Cada página donde encuentro una mujer que me conquista, la dejo en blanco. Entonces, se preguntó alarmado Jenofonte, ¿recortaba y mutilaba los tomos de pintura? Recorra cada uno de los volúmenes de esta biblioteca, y de todas las bibliotecas de La Habana, y no encontrará retrato de hembra que válga la pena. En blanco, y se mojó su añeja boca como un perro sediento el hocico. Si desiertos dejo a mi paso las calles, el vestíbulo de los cines, las cafeterías, las tiendas y los bancos de los parques, desiertas dejo también las páginas de estos libros. Puramente blancas, puramente castas. Los he convertido en libros de oraciones. Camine la ciudad o pase las páginas: ninguna mujer encontrará que valga la pena. ¡Me las llevé a todas!

Quiso reír y cloqueó detrás de la mano.

Jenofonte buscó a la bibliotecaria con la vista: seguía limándose las uñas. Pero él sabía que los observaba, y que su labor de espiarlo como se espía a los locos, no había cesado. El viejo dejó de cloquear: sus manos se posaron en la mesa. ¡Me las llevé a todas!, volvió a exclamar. Y esta vez no se rió. Miró a Jenofonte con cierta lástima remota. Ni un roto ni una cortada.

Jenofonte presintió que el viejo iba a darle la explicación. Por un instante temió haberse equivocado, entender mal las viscosas palabras. ¿No era de un modo singular como el viejo se llevaba a las mujeres? Lo oyó repetir “ni un roto ni una cortada”. Otra vez parecía adivinarle la preocupación, cuando dijo es tan simple, y tan rico, joven. Aquí me las llevo, y se apuntó a la cabeza. En ese momento fue Jenofonte quien no pudo reprimir la carcajada. Así que el viejo, tras un relato pormenorizado, no hacía otra cosa que llevárselas en la mente. Tanta historia para tan grande bobería. Resultaba infantil, como emplear papel de China o cuchillas de afeitar, y mucho menos tangible. El viejo, para asombro de Jenofonte, también rió. Los dos tuvieron que taparse la boca. No miraron a la bibliotecaria esta vez, ya no importaba: entre los dos nacía una inesperada connivencia, propiciada por la risa. Tanto esperar para tan poco, dijo Jenofonte. ¿Poco...?, preguntó el viejo, cortando la risa. Es uno de los más poderosos ejercicios de la mente humana. Hago con las mujeres lo que hace un artista con la realidad, el teólogo con Dios. Se había puesto muy serio, casi grave, solemne. No sólo es importante llevárselas, sino reconstruirlas después. En eso radicaba la segunda parte de su método. Reconstruirlas en su casa, al concluir sus caminatas de veedor. Se realizan preparativos, ritos diversos para evocarlas. Yo me desnudo y me acuesto. Comienzo a acariciarme. Primeramente las tetillas, luego iba bajando hasta los genitales. Como tengo dentro la que me ha conquistado, mis dedos la despiertan, la extraen de mi carne y la echan a andar. Mi mente se excita tanto como mi cuerpo. Viene, viene primero un muslo, después los senos, finalmente entera. No siempre muy entera, confesó de repente, sino por partes. Su mente tenía que trabajar duro para completarla. Trabajaba igual que un buzo extrayendo del fondo marino restos de un naufragio. Con frecuencia, más que un buzo era una draga, en la inmensa bahía de su memoria, hurgando. Ahora la boca, luego la pelvis... Se esforzaba en completar la figura: que la mujer emergiera íntegra. Sus dedos batallaban febriles. Reanimaban su propio cuerpo, y al reanimarlo la mujer brotaba bíblicamente de su costilla: volvió a reír y a cortar la risa. Solía suceder que la mujer emergiera, pero con los ojos de una en la que apenas se había fijado en su cacería vespertina, y que se encaprichaba —la mujer o la memoria— en inmiscuirse. Se producían interferencias que calificó de “abominables” y a veces “deliciosas”. El pelo perteneciente a una cabeza encima de una ajena, la trigueña convertida en rubia de ojos verdes.

Molesto se movió Jenofonte en la silla. El viejo había cogido la lupa y miraba el retrato de Julieta Récamier. Su confesión abrupta, tanto como el hecho de mirarla, nada menos que a través de la lupa, llenaban a Jenofonte de impaciente malhumor. ¿No hizo él acaso algo parecido durante la visita de la Récamier? Sin duda, mis sociales, el viejo me creía su igual, por eso se confesaba con tanta franqueza.

¿Y no lo eres?, preguntó inesperadamente Actité. Jenofonte se quedó paralizado. Esperó sin responder, anhelante, como un animal acosado en la noche. Esperó a que ella preguntara de nuevo, la misteriosa Actité. Su voz frágil había sonado como un estampido, pero no repitió la pregunta, y Jenofonte pudo fingir no haberla oído. Que el viejo intentara franquear su intimidad, descubierto su trato con la Récamier, aumentaba su malhumor. Deseó levantarse, abandonar la Biblioteca y dejarlo con la confidencia en la boca descarada. Tenía que impedirle al viejo continuar pasándose, que el entre aumentara y llegara a reclamar su propia confesión. Inclinado seguía sobre el retrato, lupa en mano, en vieja y sarmentosa mano. Recordó su afirmación del principio: la Récamier era la única que le faltaba. ¿Intentaría también llevársela? Su malhumor, como si de pronto se hiciera independiente, encontró un pretexto para desfogarse y terminar con aquella situación. A su propia voz escuchó decir, con violencia contenida, que debería darse cuenta. Proponerse disimular vistiéndose de negro, con este sol. Con eso llamaba más la atención de la gente. El viejo no levantó la lupa del cuadro. Cierto, contestó sin ofenderse. Se lo admito, joven: es un fallo en mi estrategia. Pero no soy perfecto. Es hora de irme, casi gritó Jenofonte. Se levantó, le quitó el libro y la lupa. No quiero que hablemos más en la vida. Y si en la muerte se habla, tampoco. Se dirigió a la mesa de la bibliotecaria. Antes de cerrar el libro y entregarlo, miró el retrato por última vez en la tarde: temía que el viejo se hubiera llevado a Julieta y la página estuviera en blanco.