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Tráiganos cha para tocios. Un té final. ¿Nadie se opone? Recorrió inquisitivo y dominador las caras de sus contertulios. Ellos, para que la ceremonia no se detuviera, pusieron neutras sus caras, y hasta con un esbozo de aprobación. Encuentro aquiescencia en esos rostros notables. Entonces, camarero, que tan portentosa bebida cierre esta noche espléndida, y nos purifique. Póngalo en mi cuenta. En una noche como ésta, me siento generoso.

Mientras el camarero anotaba, el Aguafiestas lo observó. Joven, lacio el negrísimo pelo, no cabía duda: descendiente de chino. Recordó la discusión que días atrás habían tenido sobre los camarones. Como todos los chinos y sus descendientes, aunque estuvieran mezclados con negros o mulatos, le infundían una sensación invencible de lejanía. Joven y misterioso, de una blancura mate, ligeramente lívida. ¿Sería un culí su abuelo, su tatarabuelo? Venían o los traían, cuando la mano esclava de los negros comenzó a escasear, en rápidos clipers, embarcaciones inventadas por los yanquis para transportar mano barata y cargas de té. Pelados al rape o con una larga trenza, semidesnudos, atravesaban el mar. Ignoraban el español.

Firmaban con una negra cruz. Aquí perdieron sus nombres y castellanizaron sus apellidos. En apariencia llegaron contratados, y se convirtieron —realmente— en simples esclavos. Si aprendieron a cortar caña, no fueron buenos cortadores. Bisnieto, tataranieto de culíes, ¿o quizá de los que llegaron desde California por los años veinte y abrieron tiendecitas de abanicos, cajitas de laca, zapatillas y juguetes de papel rizado? Frente a él estaba uno de sus descendientes, vástago de antiguos culíes o californianos. ¿Lo sabría? ¿Sería como miles de cubanos que han olvidado su origen? Tal vez su madre era una mulata clara... ¿Dónde recordaba haber visto miles de chinos trabajando, las canastas invertidas en la cabeza como sombreros, bajo el sol, en un campo de arroz, metidos los pies en el agua fangosa? ¿Y por qué al verlos le traían siempre la imagen de un fumadero de opio, con extraños divanes rojo tinto y candeleros humeantes? Su memoria, en otras ocasiones tan pronta, se negaba esta vez a dar una respuesta. Tal vez luego, la muy caprichosa, aclararía el enigma. O tal vez nunca.

Cuando el camarero se alejó en busca del té, su voz se alzó para decir que los cubanos no habían aprendido a tratarse como descendientes de esclavos unos, y los otros como descendientes de esclavistas. Muy sano sería. En esta tierra, en esta zona del mundo plagada de mixturas, la esclavitud dejó su impronta en todo: trato social, vigilia, sueños. Lo hemos olvidado o hemos querido olvidarlo. Mejor y más exacto: esconderlo, al igual que tantas cosas, para reírnos libremente y sin pasado.

No es tan bueno como el que tú haces, Actité, dijo después que el camarero se había marchado por segunda vez, dejando las tazas con el té sobre la mesa. Cuando hago algo, hago ese algo, sentenció Actité decidida. El buen color del té es amarillo pálido, color dorado. Como el halo de los santos en los cuadros del Giotto, bromeó el Aguafiestas. No, Aristarco, el dorado del Giotto, impostó Actité, es demasiado esplendente y parecería iluminada la taza. Jenofonte, regocijado, colocó su taza en el plato y dijo que tal vez compitiera su luz con la del candelero de ébano.

Todo té negro, igual que éste, volvió a hablar Actité en tono —inesperadamente— magistral, debe ser tomado con leche, limón, menta o cualquier cosa que disuelva su horrible sabor agudo. Filonús, tú que siempre andas limón a cuestas... El interpelado negó moviendo la cabeza. Aristarco, con fingida desesperación, se volvió entonces al tercero de sus contertulios, que había permanecido silencioso durante casi toda la conversación en La Torre de Marfil. ¿Tienes alguna hojita de menta en el bolsillo? Para negar, también movió la cabeza. Podías al menos Licino decir que no, y romper así tu mudez. Hablaste mucho en dos o tres diálogos famosos, si mal no recuerdo, y se volvió hacia Jenofonte, faltas tú, le ordenó. Nunca salgo con tales cosas, dijo éste rápido.

Bueno, encantadora Actité, he buscado en vano. La horrible agudeza quedará sin disolver. ¿Quieres que llame al camarero y pida un litro de leche? Me rindo, Aristarco. Cuando llegue la leche, habrá que mandar calentar el té. Ya bastante recalentado está.

En ese momento, con gran parsimonia, el tercero, una sonrisa silenciosa en los labios, rodó del hombro su inseparable bolso de tela carmesí, que los amigos habían empezado a considerar parte de su cuerpo, y hasta de su alma, aseguraba Aristarco Valdés, y lo colocó con idéntica calma encima de la mesa. Corrió el zíper, metió la mano y sacó un limón. Lo elevó en el espacio como si fuera un diamante, y lo depositó en mitad de todos, semejante a un objeto ritual o al menos que propiciaba el fin del rito. El Aguafiestas clamó. ¿Pero no negaste con esa cabezota vacía? La voz del tercero, matizada de entonaciones, rezago un tanto caricaturesco de las inflexiones y rupturas inesperadas en el hablar del propio Aristarco, se dejó oír en el salón, tras tanto rato de reserva. Preguntaste por menta, y de eso no llevo. En tu brazo rojo, ¿no? Aristarco apuntó al bolso, que ya no descansaba en la mesa, y vuelto a tomar su lugar perenne, colgaba del hombro de Licino, parecido a un pájaro con las alas plegadas. ¡Exactamente! Como acostumbramos decir entre nosotros, contestó Licino. Te mereces el honor de habernos sorprendido. Ya puedes, Actité, borrar la agudeza.

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Ella cortó el limón en pequeñas tajadas y las entregó a cada uno. ¿Ven...?, preguntó mientras exprimía el limón sobre su té. Cortó el grosor. Se formó en el centro de la taza como un lampo claro, y cuando Actité lo removió con la cucharita, se esparció aclarando el resto de la bebida. Los demás hicieron lo mismo. Ella afirmó entonces que el mejor té debía tener un “sabor de reminiscencia”. Aristarco fue el primero en mirarla interrogante. Actité, complacida en despertar su curiosidad, explicó que tal sabor era semejante al retorno: volvía o se imaginaba que volvía. Se siente, aproximadamente, un minuto, a veces medio minuto, después de beberlo. En ese intervalo, tan corto, sus elementos químicos actúan sobre las papilas. Pareció de pronto, al usar un vocablo forense, hablar como el Aguafiestas. El sabor, que había pasado inadvertido por ellas, retorna. Es una reminiscencia. Como el amor romántico, en cuanto más se aleja, más se recuerda. En fin, tomemos este té adulterado, recalentado y grueso, color vino tinto.

No puedo asegurártelo, Actité, pero tal vez algún día, le confió repentino el Aguafiestas, algo sombrío —y todos recordaron sus bruscas etapas de evaporación en que dejaban de verlo—, o mejor, alguna tarde, hacía la mitad perfecta de una magnífica tarde del verano, acudiré a tu casa para tomar un té bien hecho. Hacia esa mitad, cuando el sol empieza a desvanecer y es un alivio el fresco, la tarde adquiere una rara y fina cualidad. Presentimos la oscuridad venidera, y hay entonces como un sosiego en las cosas. Para el té es el mejor momento, opinó Actité. Yo tendré limpias, apartadas de toda contaminación, las tazas, escogida el agua de manantial, una tetera pequeña de barro, y seleccionados un corto número de amigos tranquilos. Iré, iré una tarde. Tendió Aristarco una de sus grandes manos. Rozó, como en una caricia, la manita anillada de Actité. Ambos se miraron con intensidad, y para todos fue perceptible un resplandor de tierno interés en sus ojos. La mano del Aguafiestas, arrastrándose por el blanco del mantel, retornó al mango de su cucharita.

Me he quedado pensando... ¿Ah, sí? ¡Me asustas! Regresaba la burlería amistosa a la voz del Aguafiestas. Creo que Filonús fue quien destacó el hecho de que la papaya no tuviera su poema. Meditabundo, no fui yo. Fue acá, el Jenofonte... Bien, Licino, sigue el hilo de tu pensamiento, no vayas a callarte un siglo más. Si la piña tiene su oda neoclásica y el caimito cuenta con una estrofa en la silva de Rubalcava, prosiguió Licino, la papaya tiene todo un poema. Como, según veo, te acercas a un descubrimiento, no he de ser yo quien interrumpa el temblor que genera dar con algo esencial. Sigue, amigo, te oímos. No se trata de un poema invisible, según dijiste tú, Aristarco, que poseía la papaya, sino de uno visible escrito en este siglo, extenso y a varias voces: un poema dramático. En él reina la fruta equívoca, y es motivo de la tragedia. Electra Garrigó se nombra ese poema.

Todos asintieron, y el Aguafiestas aplaudió silencioso. Descubrir algo nuevo es recordar algo perdido, dijo no sé quién y no sé cuándo. O digo yo, sintetizando el saber de muchos, y movió Aristarco con su cucharilla el té y bebió un sorbo.

Debería llegar el momento, comenzó Licino su peroración, en que entendiéramos una obra, drama o novela, no solamente como un conjunto de personajes, estructura de temas disímiles conjugados y que dialogan entre ellos, sino como un conjunto también de objetos, a veces muy pequeños y al parecer sin importancia, pero que emiten un significado, lanzan chispas de sentido cuando rodean a los personajes o éstos lo tienen en sus manos. En la pieza de Virgilio Piñera, la papaya es el objeto primordial. Podríamos leerla o presenciar su representación, partiendo de este hecho. Todas las escenas en Electra Garrigó convergen hacia la escena principal, en la que Clitemnestra Pía comerá la papaya envenenada, la papaya que ha de matarla. Si consideramos la fruta, que aparece físicamente en esa escena, no sólo una fruta, sino el símil o la analogía del sexo femenino, según hablaron de esto cuando yo escuchaba mudo, nos daremos cuenta de la importancia de los objetos. La papaya en Electra Garrigó es tan decisiva como el pañuelo en Otelo, los pasillos en Kafka, en Krasno el huevo o en La regenta el catalejo con que escudriña el Magistral, desde el campanario de su iglesia, la ciudad de Vetusta.

Virgilio Piñera, y disculpa agüe tu elocuencia, Licino, no se atrevió en Electra Garrigó, lo que sí ha de ocurrir después en La boda, a llamar las cosas por su nombre. Nunca dijo papaya, sino fruta bomba. Fue eufemístieo. En La boda dirá “tetas” tranquilamente, y la palabra sonará como un disparo en el escenario. Cierto, Ari. Padeció esa debilidad, y fue víctima, al igual que nosotros, del complejo occidental, denunciado en esta mesa china. Pese a ello, la analogía entre la fruta y la vulva es la esencia de ese momento crucial en su pieza. Orestes Garrigó ultimará a su madre con su fruta preferida. He visto a la actriz Helena Huerta actuar la obra de Piñera. Hasta ahora, ninguna otra actriz representó ese momento como ella. Orestes le ofrece la papaya. Ella se la lleva a la boca, la muerde, la disfruta, elogia su dulzura y color. Habla comiendo. Su hijo la vigila: espera callado el efecto del veneno. Ya conoce que ella asesinó a su padre, y que es una adúltera. Entonces el espectador asiste a la visualización de la analogía, como tal vez sólo una representación teatral (o una película) puede conseguir. Ha visto a Clitemnestra con su amante, despreciar a su marido, a su hija Electra, amar ciegamente a su hijo varón, ejercer la tiranía doméstica, llevarlo todo “en la punta de los senos”, y la verá morir, devorando gozosa su fruta preferida. En el fondo, y acorde con el pensamiento analógico que ordena la obra de Piñera, la ve morir devorándose a sí misma. Devorando a mordiscos la papaya, que es al mismo tiempo su propio pubis: el instrumento de su poder. Nada tan esclarecedor como descubrir el objeto cifra de una obra. Si la piña tiene su oda neoclásica, y el hecho simple de comerla, al estar contaminado por el poema, deja de ser simple, según dijo Aristarco cuando yo callaba, por lo mismo, asistir a la representación de ese momento en Electra Garrigó es descifrar el vínculo, y entender mejor uno de los ritos significativos de nuestra vida. ¡Muchas gracias!, concluyó Licino para cerrar su discurso de manera evidente, y se calló. En la porcelana de las tazas sonaron recias las cucharillas. Parecían los comensales responder a la petición del aplauso final.

¿Desean ordenar algo más? ¿O tocan una alarma de fuego? El camarero se hallaba junto a la mesa, con expectación sonreída.

La cuenta. Solamente la cuenta, ordenó el Aguafiestas. Antes de que el camarero se retirara, le preguntó si ya había leído El libro del té. Lo estamos leyendo en voz alta en la cocina, dijo al marcharse. Nadie pudo descifrar si era en serio o se burlaba.

Ustedes ignoran beatíficamente a Lu Yü, muerto en el año 804 antes de nuestra era, autor del libro mencionado. Días atrás se lo traje de regalo al camarero.

Habían tenido una discusión, como antes sobre los camarones, consagrada esta vez al modo de hacer el té, y quiso ilustrarlo con el libro. Tal vez, después de su lectura, lo hicieran mejor. Tengo ese libro y lo he leído varias veces, con su vocecita imprecisa y a la vez firme, ripostó Actité. ¡Deliciosa relectura!, exclamó el Aguafiestas sin darse por aludido. Según el libro de Lu Yü, prosiguió ella, debía el buen té, el té pálido, tomarse en compañía reducida, y con gente dada al arte de la conversación. De ese arte conversábamos cuando aparecieron las frutas... Beber té a solas, lo llama Lu Yü en su libro, beber retirado. Entre dos, estar cómodos. De tres a cinco, encantador, que es lo que ha resultado nuestro encuentro. De sumarse uno más, hubiera sido vulgar. De siete a ocho, demasiado filantrópico. Pónganle a la palabra una pizca de ironía. Ahí viene el chino con la cuenta.

El Aguafiestas pagó rápidamente. Parecía cansado de estar en La Torre de Marfil. Sus piernas se movían bajo la mesa, sus dedos repiqueteaban encima. Rompamos la bóveda, dijo de pronto. Esta comida solitaria, y luego acompañada en los postres por un número encantador, ha sido demasiado extensa. Tan extensa como una vela de armas o la cena navideña de Fanny y Alexander. Temo caer en contradicción. Se levantó de un salto. Vayamos en busca de la noche habanera, y avanzó hacia las puertas de salida.

Sus amigos lo siguieron.