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Entonces comenzó “su trato” con el cuadro.

Esa noche, al final de una conversación con el Aguafiestas que lo dejó agotado y a la vez inquieto, en el transcurso de la cual no se arriesgó sin embargo a mencionar el segundo encuentro, la Récamier le hizo su primera visita. Llegó sin carruaje y entró sin llamar a la puerta. Estaba descalza, recogido el pelo rizado con una cinta en la frente, un traje largo blanco casi traslúcido, similar —¿o era acaso el mismo?— al que acostumbraba llevar en los salones del ochocientos. Lo visitó en su propio cuarto. No se negó a entrar y a sentarse en su cama, a acostarse a su lado. Sólo faltó un detalle: no pudo verle el color de los ojos. Ignoraba, en esa primera visita, el dato.

Jenofonte notó que sus amigos, refugiados en el banco de piedra, cuando la luna empezaba a declinar, y quizá el propio Aguafiestas recostado en su árbol inefable, estaban asombrados. Seguían mudos, pero asombrados. Tal reacción, en seres que se preciaban de estar de vuelta en todo, le causó placer. Si no era diestra, algún atractivo tendría el farfullar de su lengua.

Realmente ¿de qué estaban asombrados?

Mis sociales, ¿no era una visita? Una visita tan inesperada como el toque en la puerta avanzada la noche. En vano toca en la puerta / quien no ha llamado en el alma, dice un donaire de Lope de Vega. Ella había llamado en su alma aquella tarde inesperada en la Biblioteca. Podía, lo que no sospechó el señor De la Vega, entrar sin tocar en la puerta. Jenofonte sabía de antemano que no responderían. No machaco, sociales nocturnos, déjenlo pasar por delante de sus bocas mudas.

Aún no se decidía, durante la primera visita, a llamarla Julieta. O tal vez, al contar su relación con ella, se sentía inseguro: ¿conocía su nombre de pila o lo averiguó después, cuando no pudo verla más en la Biblioteca de Obispo? Esa noche en su cuarto apenas hablaron. Aunque ella había llegado, Jenofonte creía (o sospechaba) que no lo había hecho con exactitud. Debía explicarse un poco. Lo miraban tan sorprendidos, que se aventuró en una breve explicación. La imagen resultó impura e imprecisa, pero como fue muy fuerte su emoción, supo que era ella quien llegaba. Más bien se parecía a la primera Récamier, la del encuentro olvidado. Luego descubrió, al regresar a la Biblioteca, la inexactitud de ciertos rasgos. La visita había sido corta. Pronto la Récamier desapareció de la habitación. No hubo entre ellos despedida ni promesa de volver a encontrarse.

Jenofonte se sintió manotear en la cama, en la oscuridad, intentando retenerla. Fue en vano. Como había llegado, sin carruaje ni ruido alguno, se marchó. Ni dejar quiso la cinta.

A la tarde siguiente, Jenofonte volvió a la Biblioteca. Ya estaba inscrito, tenía carné de lector y entró rápidamente. Cruzó varias salas sin detenerse. Llegó a la de arte y sacó el libro de pintura francesa. No cabía duda: la visitante nocturna era la Récamier, aunque no idéntica a la del retrato. En la borrosa reproducción no distinguía en detalle la boca ni las cejas. ¿Y cómo eran la boca y las cejas de la visitante? Tampoco estaba seguro. Notaba diferencias. Donde no había percibido con claridad en la reproducción la tarde anterior, inventó un labio inferior abundante, el superior delgado y de “corazón”, según su padre calificaba el de una amiga, “boquita de corazón”, siempre muy maquillada, el corazón como un fulgor rojo, una amiga de su padre que atraía a Jenofonte cuando era muchacho. Con las cejas hizo algo semejante: como en la reproducción apenas se veían, las inventó largas, afinadas. Los ojos, en aquella aparición primera, se quedaron sin color. Pensó que, tras el momento de la despedida, hubiera debido dibujarla en un papel, como se le había aparecido esa noche. Y se propuso en adelante, antes de acostarse, colocar cerca papel y lápiz. El hombre, tan inventor, dijo de repente a sus amigos, no ha sabido sin embargo construir todavía un aparato sofisticado que pueda retener sus imágenes, estamparlas en una hoja, conservarlas para siempre en display. Había oído que un aparato para ciegos reproducía en la mente, a partir de vibraciones sensoriales, los contornos del objeto que se hallaba delante de las pupilas sin luz. Quizá no recuerdo correctamente, pero el invento es algo parecido. Para nosotros, no hay aparato ninguno.

La Récamier no volvió a visitarlo.

Las tardes en la Biblioteca se hicieron cada vez más frecuentes, más largo el lapso que pasaba con el libro de pintura francesa. Llegó a despertar la curiosidad de la bibliotecaria que atendía la sala. Ella también estaba, mis sociales, un poco asombrada. Cada tarde el mismo libro, la misma página. La Biblioteca no poseía ninguno dedicado exclusivamente a la pintura de David ni otro sobre pintura francesa con mejores ilustraciones. Jenofonte estaba condenado a pedir el mismo, y a luchar, armado de lupa, con una reproducción en blanco y negro.

Cuando llegó con la lupa, la curiosidad de la bibliotecaria subió de punto. Entonces Jenofonte se esforzó en disimular. Pasaba las páginas sin detenerse, como si el retrato no existiera. Las pasaba de la manera más evidente y aparatosa. Se levantaba, tomaba del estante alguna obra de consulta o llenaba varias boletas pidiendo otros libros. Góticos, flamencos, renacentistas inundaron su mesa. Hubo tardes —fingidamente— dedicadas a Goya o al impresionismo, a Corot y a paisajistas de Barbizón, a Monet o Velázquez. Con frecuencia se distraía, quedaba conmovido ante un desnudo de Tiziano, absorto ante la triste camarera del bar del Folies-Bergère, con sus dos rosas en un vaso. Pero conservaba su apasionado entusiasmo para el retrato de la Récamier. Y pese a su propósito de disimular, despistando a la bibliotecaria, el tomo de pintura francesa aparecía —invariablemente— entre sus pedidos. A menudo lo solicitaba apenas llegaba, ciertos días al final, antes de irse. Sus estratagemas no obstante resultaban vanas: la bibliotecaria dejó de colocar el volumen en su lugar correspondiente, y apenas lo veía entrar en la sala, se lo entregaba, sin que tuviera que llenar la boleta. Como no percibía si era burla o complicidad, empecé a molestarme. Sentía que me estaba manoseando el secreto. La muchacha se entrometía, olfateaba nuestro trato, sin poder descubrir, al menos hasta donde yo pudiera darme cuenta, la página en que tanto me detenía. Cuando se acercaba la curiosa, y solía hacerlo con pies de gata, cerraba el libro de un tirón o me despedía de la Récamier pasando rápido la página. Detrás venía otro retrato de David, Madame de Verninac, pintado un año antes que el de Julieta, y nada me decía. Ni seña ni susurro. Esa Madame gorda estaba demasiado sentada, demasiado derecha. Cuando se alejaba de nuevo la bibliotecaria, regresaba Jenofonte al retrato y saludaba a la Récamier: le daba las buenas tardes como si hubieran vuelto a encontrarse.

Al parecer, una de esa tardes, la bibliotecaria no pudo reprimir su curiosidad, o la venció su afán de referencista, el Jefo observó con tono equívoco, y parándose al pie de su mesa le preguntó si hacía alguna investigación, aparentemente muy profunda, en las artes visuales. Investigo mi corazón, fue la respuesta de Jenofonte, y la muchacha no volvió a preguntarle. Ocupó su asiento de lo más modosita. Pero, desde esa respuesta, comenzó a mirarlo como se mira a un vesánico, o a esos locos pacíficos, frecuentadores de bibliotecas públicas, que en pequeños papeles copian enciclopedias, y de pronto, hurgándose en la nariz, caen en éxtasis o se quedan dormidos sobre un tomo de la Espasa. Pero no sólo la bibliotecaria lo miraba: no perdía ocasión de vigilarlo y revisar cada libro que devolvía.

¿Habría adivinado alguna de sus intenciones?

Dos tuve. Una criminal, boba la otra. Les cuento la criminal. Ya dijo Filonús que no manejo el suspenso. Por eso, la criminal va con antelación a la boba, cuando debía ser al revés, para dar un buen golpe de efecto. Empecé a ir con cuchillas a la Biblioteca. Cuchillas de afeitar. Las llevaba escondidas en la camisa y, durante, varias visitas, las colocó debajo del retrato. Muchas veces estuvo tentado de cortar la página y robarse a Julieta. No importaba que fuera en blanco y negro, con tal de que estuviera en su cuarto. La siguiente visita nocturna, si llegaba a ocurrir, podía demorarse. Y quizá la reproducción, puesta en su mesa de noche, cercana a su cabeza de durmiente, conseguiría propiciarla, conjurar la visita. Pero no se decidió. Temía ser sorprendido por la implacable bibliotecaria, que lo expulsaran de la sala y no pudiera volver a encontrarse con Julieta.

Pasé a la bobería: cambié la cuchilla por el papel de seda. Aplicó la hoja y pareció descender sobre el retrato una neblina londinense, pero intentó copiarlo. Recordó que de muchacho, cuando no podía tener ciertas cosas, utilizaba papel de China. ¿Acaso, al presente, podía tener a Julieta? Levantó la copia y se avergonzó. No por falta de destreza y esmero, era hábil de mano y, escapando del espionaje de la bibliotecaria, la había copiado con tiempo, sino porque la vio tan desvaída en la copia, que se sintió desalentado. De niño podía conformarse con estas sustituciones. De grandulón, según la expresión de Licino, imposible. Pensó, además, que su pasión reducía a risa la triste copia. Y sin embargo, mis sociales, abrí una billetera nueva, comprada con ese fin, y me fui agitado de la Biblioteca. Esperen: conté mal la cosa. La billetera no la abrí dentro de la Biblioteca ni tampoco delante, por supuesto, de aquellos ojos de buitre, sino en plena calle. Julieta salió de la sala en el bolsillo de mi camisa, dobladita y todo. Sobre mi corazón, bien escondida. Ya en la calle, entró en la billetera, con olor a cuero insobornable. No me servía de mucho, pero en la tristeza o en el júbilo de la cabrona vida, en momentos topes como verán, abría la billetera y sacaba a Julieta. Me fortalecía o multiplicaba la dicha. ¿Qué más se puede pedir a un papel de seda? La pobre: llegó a ponerse bastante ajadita.

En verdad, era mucho más. A veces despierto en la cama, por la mañana o antes de dormirse en la noche, otras veces recostado en la columna de un portal, se preguntaba qué sentía por el retrato. O más exactamente, por la mujer del retrato. Pese a la mala reproducción, su belleza se insinuaba en su alma, tocaba en su alma, sin pedir permiso. De manera casi insidiosa, se volvía necesaria. Compartía con ella —recuerdo o imagen borrosa en un libro, y por una sola vez, hasta ahora, visita de medianoche—, compartía momentos de su propia existencia. Se daba perfectamente cuenta de que si la Récamier viviese, y él pudiera estar cerca, abolir las diferencias sociales, la amaría. Quizá la amaría en contra de esas diferencias y pese a ellas.

Con el curso de los días este nexo inusitado se fue haciendo más evidente. La Récamier llegó a protagonizar anhelos nocturnos, a ser su interlocutora cuando hablaba solo, trazando planes. El porte airoso de su cabeza, la mirada imperiosa y la firmeza inesperada de su postura en el diván, lo acompañaban. Hacía un rato lo dijo a sus amigos: con una imagen pintada, hasta con cualquier objeto, puede establecerse una relación estrecha, y más activa, que con una persona. Ella también, la Récamier —lo que constituía otro factor en la suma total— pertenecía a su tipo: estaba en su diván romano magníficamente reclinada.

Solía con frecuencia, si andaba al aire libre, si vagaba sano y vigoroso a orillas del Almendares, que lo sobresaltara un recuerdo, estremeciéndolo: Julieta Récamier ya se hallaba en la tumba, no reclinada, sino perfectamente acostada, rota su cautivante belleza, la boca cerrada por la tierra. El retrato que contemplaba era el retrato de una muerta.

Sin embargo, él parecía trasmitirle una vida secreta que, a la vez, ella sugería desde su retrato, vida parecida a la que sus amigos intercambiaban entre sí. ¿No ocurría con la Récamier un poco lo que ocurría con el Aguafiestas? Si lo invocaban por las calles y lugares, Aristarco lanzaba uno de sus chiflidos inopinados, se asomaba por detrás de alguna columna, oían súbitamente sus carcajadas oceánicas. Cuando Jenofonte invocaba a la Récamier, ésta parecía salir del retrato. Salir no era la palabra exacta, rectificó con urgencia, pero no la encontraba. ¿Acaso las había exactas? ¿No tendían un rodeo? Las evasivas, resbalosas palabras otra vez culebreándole delante. Hacía poco que había dicho intercambiar, y bien sabían ellos que tampoco era la precisa. Le mot juste, diría el Aguafiestas, de no estar tan callado. Intercambiar olía a comercio, a venduta de chinos. Si dijera que Julieta desde su cline esparcía un hálito, estaría más cercano a lo que ocurría. Hálito que llegaba hasta él, y entonces, a su vez, Jenofonte se lo devolvía duplicado. Él era realmente —¿realmente?— quien vivía. Podía entregarle su sangre, su energía, hasta su semen. Pero ella era quien conjuraba, desde la sombra iluminada de la pintura, esa entrega. Igual que con sus amigos: se contaminaban. En las conversaciones en las que nada era concertado, sino espontáneo y fluyente, y cada uno se dirigía derecho a su interlocutor, provocando una respuesta imprevista, flotaba algo que se pasaban unos a otros, aunque disintieran. Y por lo mismo, por disentir, las ideas contrarias (e igualmente las personas) se iban transformando en semejantes, y las semejantes en contrarias, como si los extremos se atrajeran, llegando a trocarse. Pasarse, pasarse, repitió Jenofonte. Eso ocurría con ellos y con la Récamier, con diversas cosas en la vida. En ese trocarse había una nueva existencia, un ser frente a otro, pasándose: existiendo en una zona diferente, más allá de la persona individual, más acá de la colectiva, en el filo de la navaja. Él conversaba con el retrato, y ocurría: entre los dos se tendía un arco voltaico, un pasaje invisible, pero muy real. Entre los dos. En ese entre estaba lo esencial. Tras esto, ¿había muerto Julieta del todo? El pintor David, al observarla en vida, en medio de su salón y escorada sobre su cline, ¿le había infundido una porción perenne, despertable de nuevo? Su cuerpo pintado parecía rencarnar, al igual que rencarnaba el Aguafiestas entre ellos. Y en ciertas mujeres descubría, pese a que esto era ya pesadilla y trasiego con la muerte, que reaparecían partes de Julieta Récamier.