19

El discurso entra en su segunda fase: toca hablar de mi padre.

Ignoro si les ha ocurrido algo semejante: ver la figura e intentar atraparla, convertirla en letras, en unas cuantas líneas, diré que orales. A veces me parece posar para mí. Otras —esto suele ser más raro—, la figura descrita reemplaza —imperceptible— la original, y recibo una impresión: ésta, la original, nunca existió. Bueno, hablo pisando tierra, por si me favorece algún influjo magnético.

Su padre era distinto. Podía permanecer, y de hecho permaneció, después de la muerte de su mujer, largas estadías, temporadas o estancias, sin levantarse de la cama. Comía, orinaba, incluso defecaba en la cama. No se afeitaba por propia mano. Incorporarse, sentarse unos segundos, agotaba sus fuerzas. La tía lo cuidaba sin descanso: le ponía la cuña y recogía orines y excrementos. Humedecía su barba y lo afeitaba con navaja, y le cortaba el cabello deslucido, alzándole la cabeza un rato, convertida en barbero ambulante. Lo único que no hacía era bañarlo. A la vera de la cama ponía una palangana con agua tibia, una botella de alcohol y un paño. Solía vagamente, con languidez extrema, pasarse su padre el paño humedecido en agua o en alcohol, por las piernas rendidas, un poco por el pecho, o se limpiaba el ano. Como quien trata a un niño enfermo de muerte, la tía le daba la comida con una cucharita. Su padre se negaba a masticar. Parecía también fatigarlo. Sólo aceptaba, y sólo unas cuantas veces, tragar sorbos de caldo. Con nadie hablaba, ni siquiera con su cuñada. Cuando no quería más caldo, gruñía o trancaba enfurruñado la boca, hundiendo en la almohada la cabeza abatida. Por anticipado sabía ella que era vano insistir.

Yo crecí viendo a mi padre casi vivir en la cama. Durante una de esas fases, de las más prolongadas, me acerqué a la tía y bajito —esta voz en esa edad aún podía bajar—, bajito y triste, ¿qué tiene papá? ¿Se va a morir?, le pregunté azorado. Padece de melancolía. Todavía no va a morirse. Su respuesta me dejó perplejo. ¿Por qué papá contrajo esa enfermedad a la que, románticamente, ella llamaba melancolía? Hasta ese momento, nunca supe de nadie ni vi a nadie enfermo de melancolía. Ninguno de nuestros vecinos ni de nuestros amigos sufría de ese mal. ¿Por qué papá cayó con eso? Les advierto que a partir de la respuesta, sobre todo a partir de que tía usara esa palabra, papá se convirtió para mí en una persona sumamente atractiva. Me colaba en su cuarto para mirarlo echado en las sábanas, enflaquecido, callado, con peste a orines. Cuando tiempo después tuve mi cámara, sin hacer ruido, de puntillas caminando, busqué un buen ángulo, entorné la puerta, abrí un poquito la ventana y lo retraté con luz natural. Ni se dio cuenta. Filonús estaba seguro de que su padre no dormía, tenía solamente los párpados semicerrados, sin ver nada ni fijarse en nada, y sobre sus párpados notó una sombra violácea. Si no lo vio su padre retratarlo, lo vio su tía. Ella, aunque no estuviera dentro del cuarto ni al pie de la cama, estaba siempre pendiente de su cuñado. Pasaba por el patio, se paraba en la puerta. En uno de esos instantes lo sorprendió cámara en mano tirando la foto, y esperó que saliera de la habitación. Te ordeno que no la reveles. Aprende a respetar el dolor de tu padre. Había severidad en su rostro y su voz vibraba adversa. Filonús apretó la cámara con ambas manos. Permíteme guardar un recuerdo de papá, suplicó. Entonces percibió que, no obstante la severidad de su tía y el tono de reconvención, lágrimas a punto de brotar humedecían sus ojos. Está bien, respondió, tristísima. Y resultó, amigos, el único recuerdo que conservo de mi padre. Así son las cosas. Disculpa, Actité, que por esta vez domine la casualidad. La casualidad en unos es el destino para otros, sentenció la cubana pitagórica.

Sin previo aviso, sin que nada lo hiciera presentir, ni mediaran palabras ni advertencias, llamados de ayuda, el padre de Filonús abandonaba la cama. Lo oían garraspear y escupir, recuperando como el uso de la voz. Oían ruidos en el cuarto de baño, abrir la llave, tomar una ducha, permitir al aire entrar en su habitación, abriendo las ventanas y la puerta. Tiraba al patio el agua de la palangana y ponía al pie de la puerta el bulto de ropa sucia. Con sábanas limpias vestía la cama, y la cubría con un mantón de flores. Podíamos verlo, mi tía y yo, ambos atónitos, completamente afeitado, zapatos relucientes, vistiendo su chaqueta de cazador y su jipi, avanzar de repente por el patio, la vista alzada y expresión de convaleciente. Su cara borrosa, casi disuelta por su permanencia en la cama, empezaba a recuperar la definición de sus rasgos, la agudeza en los pómulos y el resplandor de los ojos. Saludándonos movía la mano, en los labios una sonrisa menos remota, y atravesaba el patio. Me voy al taller, anunciaba a mi tía, pues en mí apenas se fijaba. Y si lo hacía, apartaba la vista al instante. Ojalá vuelva, imploraba mi tía, después que papá cerraba la puerta de la calle.

Esta vez volvió.

Durante varios meses, un año quizá, la vida cotidiana del padre recuperó su ritmo habitual, y llegó, además, a tornarse un poco febril. Nada indicaba que estuviera enfermo, ni que sus prolongados periodos en la cama hubieran afectado o debilitado profundamente su salud. Recobró el apetito y continuó aseándose. Cada día de estos meses, incluido el domingo, despertó temprano, tomó un nutritivo desayuno y se fue al taller. Llevaba en una cantina un almuerzo abundante, que la tía se afanaba en preparar, levantada desde la madrugada, pues él no regresaría a casa hasta el anochecer. En una de tales fases de renacimiento, Filonús preguntó a su tía si ya estaba curado. ¿Curado de qué?, dijo ella con brusquedad. De eso que llamaste “melancolía”. Yo no te dije tal cosa. Filonús insistió. Ella repuso desabrida y cortante que su padre siempre estuvo perfectamente, y se metió en la cocina a preparar el desayuno. Me di cuenta de que sobre ese asunto ella no volvería a hablar. Franca y desenfadada al referirse a sí misma, guardaba discreción cuando se trataba de cualquier cosa que aludiera a su cuñado. Una nueva complicidad entre tía y sobrino, semejante a la que se produjo en aquel momento, no se repetiría hasta más tarde, durante un incidente parecido al que la obligó a romper el amparo de su silencio.

Les debo varias aclaraciones. Viene una de ellas.

Papá era de oficio carpintero. Como dicen en mi pueblo, carpintero fino. Con exactitud y justicia: era un excelente ebanista. Muchas familias pudientes de Santiago fueron clientela de mi padre, y conservan como un tesoro el hermoso mobiliario fantasioso que creó para ellos. El diseño solía inventarlo, pero últimamente ambicionó reproducir un mueble arcaico. De esa ambición a menudo hablaba con mi tía. A ella, en ocasión de su santo, le hizo un obsequio doble: un sillón, estilo cubano del diecinueve (balance, dirían en Santiago), especialmente construido para que en él se sentara a leer a Lola María Ximeno, y otro sillón, esta vez especialmente construido en estilo francés del dieciocho, para que se sentara a leer a Madame Du Deffand.

Viene otra.

Papá acostumbraba decir “voy al taller” al referirse a su lugar de trabajo. No obstante, lo cierto es que se trataba en realidad de una mueblería completa, aunque pequeña, con vidriera de exhibición y todo. Detrás, en el patio cubierto por un techo de zinc, se hallaba el mencionado taller. En él pasaba horas y horas, saliendo tan sólo para atender a algún cliente. Nunca tuvo empleado, ayudante ni aprendiz. “Siento desdén por el taller renacentista”, replicaba a mi tía, si ésta mencionaba el excesivo trabajo, y que debía tener al menos un ayudante.

Viene otra.

Pues bien, en estos periodos de vitalidad, en el curso de los que parecía restablecido y que su mal no tendría recaída, papá se convertía en un hablador. Como si quisiera recuperar el tiempo en que estuvo con los labios pegados, cuando llegaba a casa, entrada un poco la noche, no paraba de hablar. Con mi tía, por supuesto, según ya insinué hace un rato, y ahora debo esclarecer. Ellos hablaban entre sí, conversando, y yo escuchaba, sin intervenir. El modo distante en que él me trataba cerraba mi boca, incluso a mi tía dominaba, porque a su vez me excluía de esas conversaciones. Cuando papá se hallaba presente, yo dejaba de existir, completamente borrado del mapa de mi casa. Además, por esta época, papá aún no me dirigía la palabra. No iba más allá de pronunciar un monosílabo o de emitir un gruñido. Y si, por debilidad momentánea o por olvido tal vez, consintió en posar displicente la vista sobre mí, su mirada me traspasaba, convirtiéndome en transparente, y seguía rumbo, en busca de alguna cosa que estaba a mis espaldas.

Viene —creo— la última.

Sin duda, ponerse a trabajar en el taller, y disminuir apremios y mejorar la economía de mi casa, todo era lo mismo y casi al mismo tiempo. Comíamos más y mejor, y se pagaban puntuales las cuentas. A mi tía le era posible darme diariamente para la merienda de la escuela y para comprar algunos libros de estudio, sin pasar por la pena de pedirlos prestados o verme en la obligación de heredarlos, descosidos y sucios, de varios amigos que cursaban un nivel superior. De vez en cuando, al inicio de la tarde, con ropas de salir, íbamos de tiendas, y tía me compraba un par de zapatos o una linda camisa. De regreso pasábamos por alguna cafetería a la moda, poníamos, orgullosos, los paquetes sobre la mesa, y ordenábamos helado con bizcochos. Durante estas fases de convalecencia, según una observación risueña de mi tía, vivíamos como papá: sin mirar el reloj ni contar el dinero.

Por el contrario, cuando volvía a encamarse, estos pequeños gustos desaparecían de nuestra vida, y en la mesa aparecían el arroz con frijoles y los huevos fritos más que nunca, y se esperaba en vano por la ensalada y los postres. Yo calzaba los zapatos viejos para ir a la escuela y llevaba un platanito de merienda. Se vivía entonces, caminando sin hacer ruido, del modesto salario que ganaba mi tía, dependienta en una botica.

Oyendo las conversaciones y sin ser visto, Filonús adquirió un privilegio que, si al principio le irritaba, llegó luego a convertirse en un placer apreciado, y que satisfacía en parte su gran deseo de saber. Ese privilegio consistía en escuchar a su padre. Con energía inesperada en quien de pronto podía desplomarse de nuevo en la cama por varios meses seguidos, hablaba animoso, gesticulante. De ninguna otra cosa hablaba que de su trabajo. Y si parecía conversar con la tía, detenerse y escucharla, comprendía Filonús que se trataba de un descanso, y que no conversaba realmente con ella ni con nadie, sino consigo mismo. Era sorprendente ver el vigor de sus pasos por el comedor, en tanto que la tía, saliendo un instante de la cocina, decía una palabra, intercalaba una exclamación y llegaba hasta a dar una opinión —opinión entrecortada por el flujo verbal de su cuñado— y volvía a entrar en la cocina, en la mano la espumadera.

Fue de este modo, ignorado por ambos, que supo Filonús que su padre había abandonado la creación de diseños originales para dedicarse, con vehemencia apasionada, a la reproducción. Empleaba a veces esta palabra, otras decía imitación, sencillamente. Tenía en una pared del taller, sacada de una historia del mueble y sujeto con alfileres, la fotografía de un arca gótica del siglo quince. Su propósito: reproducirla, fabricar una idéntica. ¿Hasta dónde podría resultar idéntica? Después de la muerte de su mujer y con el paso del tiempo, esta cuestión fue haciéndose en él más y más absorbente e inexorable. Fabricó una primera copia, y tras ésta, otras dos. Y con ninguna se encontraba satisfecho. ¿Eran idénticas las arcas? ¿Hasta qué punto las suyas resultaban válidas? ¿O debía ignorar el arca gótica auténtica, y aceptar las suyas como perfectas y sin antecedentes? Después de observar largamente la foto, sintió el impulso, casi perverso, de destruir las que había hecho, deshaciéndolas a hachazos. Pero no lo hizo: las arrinconó y comenzó el emplantillado para fabricar una cuarta. Encontraba algo sutilmente defectuoso en el acabado de las patas de sus arcas: en los austeros rebordes, un toque imperfecto: torpe en el severo labrado del ornamento, inspirado en el arco ojival de las catedrales: en la cabeza de la quimera del cierre, una especie de fragilidad. Exentos se hallaban de estas debilidades el pulso seguro y la mano diestra del realizador medieval.

A sus preguntas y dudas mezclaba de repente la apología de la imitación. Imitar era una de las más acendradas expresiones de la pasión. Una forma humilde del amor, más que de la pasión, rectificó su padre, deteniéndose a un extremo de la mesa del comedor. Alzó el índice y dijo a la cuñada, que en ese instante se asomó a la puerta de la cocina: como nadie lo había entendido así, los imitadores resultaban víctimas del desprecio. Su intento consistía en imitar sin ambages esa arca gótica, le confió a su cuñada, dándole otra vuelta a la mesa. Sin ambages ni complejos, con el más humilde de los amores: el que implica renunciar al yo y entregarse a lo ajeno. Salir de sí y entrar en el arca, trayéndola a la vez hacia sí mismo. Eso no lo entiendo, dijo la cuñada, y sin esperar respuesta desapareció en la cocina, para aminorar la candela del arroz con pollo. Así tenía que ser: la previa renuncia y la captura posterior. Exacta, absoluta, debía ser la imitación. ¿No era ese afán un imposible? Hacer que coincidieran instantes, almas, épocas diversas... Pero era costumbre del amor empeñarse con los imposibles. Perseverar en confundirse, en perderse, en renunciar, en buscar similitudes, coincidencias. Era todo esto decir: que el arca, siendo ajena, brotara luego de sí mismo. Para eso tenía que entrar primeramente: tenía que amarla. Por ello lo hacían sufrir las imperfecciones de su trabajo. Cada imperfección tornaba evidente la permanencia de su individualidad. Su imitación, por consiguiente, no resultaba absoluta: el arca gótica y sus arcas no eran todavía idénticas. La gótica no había abandonado la foto, entrando en su taller. Por tanto, abría siempre la tapa de sus copias, sin que se hicieran una sola con la de la fotografía. En eso consistía la imitación suprema: hacer de varios objetos uno solo.

Ciertas referencias a su mujer difunta, incluyó su padre al hablar de estas cosas. Paré las orejas y contuve hasta la respiración. Empecé a entrever, a partir de esos intervalos, la causa profunda de sus extensas acostadas y de su melancolía. Existía cierta semejanza entre lo que consideraba una “imitación” y sus consecuencias, con el modo en que su padre repetía ciertas frases habituales, ciertas palabras y gestos de la madre de Filonús. ¿No era lo mismo que hacía al proponerse imitar el arca gótica? A su manera ponía el cojín en el sofá y colocaba muy unidos los pies, como ella al sentarse. Reclinaba la cabeza en el cristal de la ventana, como también hacia su mujer. Procuraba acostarse sobre su lado, y poner las flores que ella prefería en un búcaro de la mesa de noche, para alcanzar a verlas desde la cama. Estas cosas se asemejaban al hecho de repetir el arca antigua, intentando imitarla hasta el punto de pretender su reaparición. Su mente parecía presa en ocasiones de un inmenso anhelar. Ansioso, y conociendo que lo estaba, padecía del temor a que resultaran estériles sus intentos de comunicarse con un mundo extinguido, por intermedio de la destreza de sus manos y, en el caso de su mujer, mediante la reproducción de sus gestos. Temía caer en un desvarío, y que todo terminara en fracaso, o en algo, como ponerse los zapatos de su mujer o el vestido, sumamente ridículo. Sin embargo, existir implicaba sostenerse —grotescamente— sobre un imposible, apasionarse por él, sondear ese imposible. Sin duda, por igual conocía que, detrás de esto, había una apuesta, a su vez, imposible, como la otra. ¿Cuál sería esa otra apuesta ignorada, aludida por su padre, y que en apariencia su tía conocía por anticipado? Más tarde, también yo lo sabría, dijo Filonús a sus oyentes.

¿Tú eres el hijo? Filonús examinó asombrado a la mujer. Acababa de abrirle la puerta. Ni la tía ni su padre habían regresado del trabajo. En aquella mujer desconocida todo resultaba excesivo: la pintura en los labios y, bajo los ojos, el trazo en las cejas, los aretes de fantasía y las pulseras, el rojo del vestido entallado. Menos mal que no abrió su mujer, dijo a Filonús, quitándose un segundo el cigarro de la boca. Filonús casi recibió la bocanada en la cara. Venía temblando, le confió después. Pero la madama se encaprichó en buscar alguien de la familia. En un carné estaba la dirección de esta casa, y me tocó a mí hacer la diligencia ¿Su mujer no está, verdad? No está ni estará, dije sin saber bien lo que decía. Empecé a inquietarme. Algo no entendía en aquello, y lo que comenzaba a entender, me daba miedo. ¿Se le fue?, preguntó la mujer con un chillido final. No, está muerta, volví a responder. ¿Hace mucho, verdad? ¡La pobrecita! Para morir, ya sabes, muchacho, estar vivo. ¿Y usted quién es? Una amiguita de tu papá, que vino a buscarte, y el cigarro se le quedó pegado en el labio. Quizá eres muy joven para esto. ¿No hay más nadie dentro? Mi tía está en la botica, de nuevo respondí como una máquina. Me refería a un hombre. Pero, vámonos, antes de que termine de comprar las aspirinas. Me agarró por el brazo y ella misma se ocupó, con la otra mano, de cerrar la puerta. De pronto me vi solo con ella en el portal, paralizado, un muñeco de trapo, sin saber con certeza lo que estaba ocurriendo. Iba a preguntarle qué le pasó a mi padre y dónde me llevaba, cuando, mudo, me vi bajando los escalones, arrastrado del brazo como por una soga, detrás de una mujer a la que nunca había visto en mi vida.

En la acera se colgó de mi brazo, como si fuéramos marido y mujer, y caminamos apurados y sin hablar. Yo tenía por hacer tantas preguntas, que decidí no formular ninguna. A cada pregunta apretaba el paso: llegar pronto a donde íbamos sería la más completa respuesta, y era yo, por el contrario, quien la arrastraba.

Párate aquí. Me trajiste al trote.

Vi una puerta y una enorme escalera, que subía al piso alto. Después divisé un barcito en los bajos, con una barra oscura, un espejo decrépito, poca gente en las mesas. Me sorprendió que atendieran solamente mujeres. Oscurecía, y el salón estaba mal iluminado. Al fin pregunté, ¿dónde está mi papá? Arriba o lo han bajado ya. Mi cara se debió demudar con su respuesta. Ella me miró y botó el cigarro acabado de prender, dándole con el índice un golpe, como si fuera un hombre. ¿Está muerto?, me parece que balbucí. ¿Muerto, muchacho? Muerto se habría quedado si no lo sacamos pronto de la cama y del cuarto. Tiene una vitalidad asesina. Primero fue conmigo, trigueña, siguió con una rubia, y por último remató con una mulata achinada. Tremendo macho el padre tuyo. Muy borracho estaba, y creíamos que se nos moría en la cama. La madama se asustó. Cuida mucho el negocio. Figúrate, un muerto aquí. Por eso fui a buscarte. ¿No puedo subir? Espérate. ¿Viste en el bar? No está ahí. Espérate, voy a llamar.

Entró en el bar y marcó un número en el teléfono.

No te preocupes: ya lo traen, me advirtió regresando. Madama ya sabe que eres el hijo.

Compadres, no había estado aún con una mujer y era virgen, sin que les cause risa. Lo único que sabía era masturbarme en la bañadera, como ya les conté, y a veces sentado en la taza, como les cuento ahora, y no obstante, consideré cuanto ocurría, dándome cuenta al fin. Mi padre estaba borracho en un prostíbulo, y yo tenía delante una puta, que para más datos, acababa de acostarse con él.

Pese a su potencia, tu padre no está bien de la cabeza. Perdóname que sea franca. Sin querer ofender, no está bien. Debías cuidarlo. Vale la pena haber nacido de un hombre semejante. Ella calló, y se fijó un rato en mí. ¿No te ha traído por aquí, verdad? Me sentí descubierto, sin pantalones, a la luz mi virginidad. Seguro, con la percepción que tiene este tipo de mujer, se dio cuenta. Pero no continuó, felizmente, por ese camino vergonzoso.

En lo alto de la escalera oímos voces.

Quiero que conozcas esto, antes de que lleguen. ¿Cómo se llamaba tu madre? Isabel, le dije. Así nos llamó a todas. Con ese nombre, a cada una de las tres. Esta tarde, por turno, fuimos, para él, Isabel. Fíjate, y me mostró el anular de la mano izquierda, ya no lo tengo, pero aquí tuve, puesto por él mismo, el anillo de matrimonio de Isabel. Yo, y también las otras dos, lo tuvimos.

Varias putas comenzaron a bajar a papá, escalón por escalón. Lo traían de las axilas, levantaban su cintura, sostenían sus piernas. Detrás una puta vieja, la madama, dueña del prostíbulo, cerraba el descenso, trayendo la cazadora y el jipi de mi padre. Cuando me vio, exclamó alto, tu hijo ha venido a llevarte, como si quisiera despertarlo.

Escuché la voz alcoholizada de papá, sin distinguir lo que decía. Las putas se rieron, tal vez por no entender tampoco, y siguieron bajando la escalera. Entre sí hablaban y se daban aliento, haciendo chistes. Claramente oí, ánimo, hombre, ya no pareces el de antes, en boca de una de ellas.; Habría sido la mulata achinada o la rubia quien habló? Hubo nuevas risas y empezaron los toqueteos. Le hacían cosquillas y le palpaban el sexo. Papá rugió, lanzó un alarido o un grito rabioso. El cortejo aparente se detuvo en el penúltimo escalón, muy cerca del lugar donde nosotros estábamos esperando. Las putas habían entendido: al grito lo acompañaba una orden, que no conocí hasta después. Con cierto cuidado lo dejaron sentarse en un peldaño, y corrieron escaleras arriba, con voces y saltos, alzándose las faldas. Quedó mi padre solo, y a su lado, de pie, la madama. Ésta se inclinó, pareciendo que su esqueleto emitiría un crujido, le puso el sombrero sobre el pelo desordenado, lo ajustó con un ademán, abrió la cazadora y se la echó por el hombro. Listo. Te puedes ir. Te cuidará tu hijo. Con una dicción clara, como si la cólera disipara —repentinamente— el vapor etílico, yo no tengo ningún hijo, oí decir a mi padre. Por eso había ordenado (o pedido) que lo dejaran sentarse en la escalera.

Si yo no era su hijo, no tenía con quién marcharse o se iría solo, dando tumbos. Las putas se miraron, animándose la una a la otra. Para ellas esas palabras carecían de sentido. Eran, simplemente, una salida de borracho. Más calmada la madama —ya no se iba a morir el cliente en una de las camas de su casa—, le pidió que se levantara y se fuera: importunaba el acceso a su negocio. Ambas consiguieron levantarlo y sostenerlo de pie. La puta que me trajo hizo esta observación de pronto, lo ofende que lo vea su hijo en ese estado, y ayudó a conducirlo hasta la acera. Consideré que todo estaba claro, y lo seguí. Papá se tambaleaba en la acera, se mecía, oscilaba, girando suavemente sobre sus piernas. La madama tironeó las solapas de la chaqueta y le dio un ligero toque en el ala del sombrero» un toque frívolo. Se pusieron detrás y suavecito lo indujeron a avanzar. Dio varios pasos, se detuvo, dio otros más, se detuvo. Respiró hondo, escupió en la cuneta y, recuperado —momentáneamente— el equilibrio, echó a andar despacio. Aprovecharon la ocasión las putas, entraron y rápido subieron la escalera.

Yo caminé tras él.

Fue un trayecto de amagos, bastante chaplinesco, si no estuviéramos, él colérico, yo, deprimido y puesto al margen, para poder sonreímos de nuestras acciones. Lo seguía, amagaba correr en su auxilio cuando lo veía vacilar, inclinarse, descoyuntado y sin control, a un lado ahora, luego al lado contrario, pero tan sólo amago: permanecía inclinado por igual, pero hacia adelante y en su dirección. Cuando él se reponía y podía continuar avanzando, yo, a mi vez, avanzaba. Si como un pelele buscaba el sostén de una pared o de un poste, tendía yo los brazos, amagando ayudarlo, y me recostaba en otro poste y en otra pared. Pocas veces noté que me miraba, él también amagaba mirarme. Una vez, al fin, me miró un tiempo largo, desde la acera, donde se había sentado a vomitar en la cuneta. Después se levantó, tambaleándose apenas, y anduvo recuperado, seguro el paso. Y entonces, lo que pudo ser un juego entre nosotros y no lo fue, culminó. Cuando yo me detenía, él se detenía, cuando lo esperaba, me esperaba, cuando me acercaba, apretaba el paso, se alejaba, para detenerse luego, esperándome. Cuando, cuidadoso de que no se cayera, me adelantaba para esperar que pasara, él hacía lo mismo más adelante. Así, llegamos a la casa. Nada dije a mi tía. Papá fue directo al baño y se aseó. A la hora señalada, comimos los tres como si no hubiera pasado nada.

Eso creyó Filonús por un tiempo.

Te marco, Actité, el dos de nuevo. Ha tenido un largo reinado esta noche, noche dilatada. Primero, creí que papá no le contaría a mi tía lo ocurrido, y me equivoqué. Segundo, creí que nuestra relación, si cuanto existía entre mi padre y yo pudiera calificarse de tal cosa, esa relación sui generis, continuaría igual, y me equivoqué.

Esta vez la escena no fue entre el comedor y la cocina, por el contrario, e inesperadamente, su padre entró en la cocina y con acento dolido le contó a su cuñada el incidente del prostíbulo, la aparición de Filonús, y que juntos, sin él quererlo ni admitirlo, volvieron a la casa. Nada me sirve para encontrar a mi mujer, y él tiene la culpa de su muerte.

Eso dijo mi padre.

Sin embargo y no obstante, la relación entre ellos comenzó sutilmente a variar. Se encontraban —el padre emitía un ruido, el hijo lo saludaba— en mitad de la sala o andando por el patio. Filonús se atrevió a darle los buenos días y su padre lanzó una interjección. Creo que estaba perdiendo mi transparencia: tenía cuerpo y voz.

Un día su padre se fue al taller sin el almuerzo. Filonús vio la cantina sobre la mesa, entre los restos del desayuno. La olvidó, dijo su tía. Déjame llevársela, y Filonús la cogió decidido, pero aguardó una respuesta. Su tía había comenzado a recoger las tazas, y sin darle una respuesta, contó que muchas y repetidas veces aseguró a su cuñado que su hijo no era culpable. No fue durante su nacimiento, pasaron cuatro meses, aunque era cierto que, a resultas del mal parto y de la inexperiencia de la comadrona, Isabel enfermó, muriendo después. ¿Dónde está la culpa? Luego lo autorizó a llevar la cantina.

Su padre no salió del taller. Filonús, la cantina sin entregar, desde el salón de la mueblería, lo veía trabajando. Sin que ninguno se aproximara al otro, pasó un rato.

Filonús alzó la cantina y se la mostró, para que supiera a lo que había venido, y tímido, con un movimiento encogido, la colocó sobre un mueble y se marchó.

A partir de ese momento, en días alternos, la cantina aparecía entre los restos del desayuno, y se repetían idénticos los hechos: llevarla al taller, alzarla en el aire, dejarla en un mueble y volver, sin que mediara un saludo, ni siquiera un gruñido. Al cabo de varias semanas, calculadas por ambos perfectamente, el padre salió del taller y recibió la cantina. Días después aceptó responder el saludo del hijo —pronunciado cada mañana y cada vez con menos vacilación— con otro saludo, tampoco nada vacilante. Parecían ambos haber tomado la decisión de tratarse.

Así fue, y poco duró ese trato, amigos.

¿Volvió tu padre en ese momento a encamarse?, Jenofonte indagó. Sus dedos se perdieron en su barba rubianca.

Filonús negó con un gesto, y dijo que ese camino estaba agotado, su padre se disponía a internarse por uno distinto. El camino es un espacio, sentenció Actité, y el espacio una posibilidad. Ya en el final, reaparece el número dos, en forma de caminos opuestos. Dos líneas, Filonús, y Actité suspiró. Todo lo doble es funesto. ¿Qué va a ocurrir?, interrogó sombría.

Cuando consideró llegado el tiempo oportuno, el padre condujo al hijo hasta el taller. Era más amplio que cuanto supuso Filonús y, pese al techo de zinc, dentro se respiraba un frescor inesperado. En la pared vacía del fondo se destacaba solitaria la foto del arca. Ya no la sujetaban alfileres, sino cuatro clavos de bronce prietos. Su padre le enseñó la mesa y sus herramientas de carpintería, brindándole de cada una breves explicaciones. Filonús observó que sus manos, hermosamente varoniles, con dedos largos y fuertes, eran como extensiones de sus herramientas. Se movían con tal seguridad, con tal destreza... Arrimó un banquito, diciéndole a su hijo que se sentara, quería mostrarle una cosa. Filonús se estremeció y miró la foto del arca. Sin duda se trataba de eso. Era el arca, o las varias arcas, lo que su padre se disponía a enseñarle ¿Dónde estarían? Desde que entró en el taller las había buscado con la vista, sin encontrar nada. Muy joven comprendí que tenía un defecto, o como se dice ahora, una deficiencia: si me pongo nervioso, no veo bien. Y no vi el bulto que estaba contra la pared, bajo la foto. Hacia allá se encaminó su padre, haciéndole una advertencia: se trataba de la cuarta arca que fabricaba. De las anteriores se había deshecho porque ostentaban demasiadas imperfecciones. Retiró entonces el paño que cubría el bulto, y Filonús vio el arca.

¿Qué voy a decirles, mis amigos oyentes? Bobo quedé con ella. Pensé en Brunilda, Sigfrido, en Ivanhoe. Sentí que respiraba ilusionado un olor merovingio, y vi el brillo de las espadas. ¿Cómo podía creer mi padre que su trabajo era un fracaso? Me transportó enseguida. Le había dado el acabado, relucía, quieta ahí, lanzando espejeos, con su quimera brillante, pulida, que ponía en mí los ojos mágicos. Parece que papá, al verme tan boquiabierto, me llamó. De un salto quedé al pie de aquella maravilla. La infelicidad de papá, su obsesión por recuperar lo perdido, de pronto me tocaron. O mejor: me dieron en plena cara. A pesar de que se esforzó al principio en que pasara un buen rato en el taller, no consiguió reprimir su dolor. Dije que me llamó a su lado. Cuando llegué, alzó la tapa del arca. Sentí un delicioso aroma a cedro, un delicado aroma. El arca era larga, tanto o más que un sarcófago, cabía una persona acostada, y se hallaba puesta en el suelo o encima de un estrado pequeño, lo que no recuerdo exactamente, pero sí, que me incliné para mirar en su interior. Papá sostenía la tapa con el brazo.

En el fondo del mueble estaba el vestido de novia de su madre. Filonús lo reconoció de inmediato. En varias fotos que la tía le mostrara, su madre vestía ese traje. Supuso que el resto de las cosas que guardaba su padre en el arca pertenecían también a la difunta: una cartera, los guantes blancos y la tiara de boda, un abanico casi deshecho, unas chinelas bordadas, un par de zapatos muy usados y una trusa negra. Sin cerrar la tapa, mientras se esparcía el olor de aquellos objetos y el aroma de la madera, su padre contó que había permanecido muchas veces de pie junto al arca, como ahora estaba, inclinado, sintiendo la emanación de ese olor promiscuo, acariciando las cosas que su mujer había abandonado al morir. Me hizo a continuación una confidencia triste, y que temía que yo creyera ridicula. No solamente miraba y acariciaba esos objetos, había intentado ponerse los guantes y calzar los zapatos. Los guantes no le servían ni entraban los zapatos, y temeroso de romperlos, los mantuvo en la punta de los dedos. Hablamos ya, amigos, del tamaño de los pies de mi madre, agreguen ahora a su figura, manos pequeñas, delicadas, bonitas.

Después dejó caer suavemente la tapa, sacó del bolsillo de su pantalón una llavecita dorada, la introdujo en la cerradura, que era la boca de la quimera, y le dio media vuelta. Se cercioró de que el arca había quedado cerrada y devolvió al bolsillo la llavecita. Percibí su mensaje: para su hijo, apenas un muchacho, era ya suficiente. No obstante, les digo: en ese momento me sentí más interesado en su conducta como amante que en su comportamiento como padre. Con cierto orgullo o con cierta jactancia pensé que no era menester protegerme ni del amor ni de la muerte. Cuando se sentó a mi lado, tras cerrar el arca, y me pidió que compartiéramos el almuerzo, que era abundante y alcanzaba para dos, acepté encantado, pero le pedí a mi vez que antes me contara sobre mi madre. Sólo he visto sus fotografías y sólo sé que fue bella, dije para alentarlo. Me di cuenta enseguida de mi ingenuidad: papá, incapaz de pensar en otra cosa, no necesitaba requerimientos para hablar de ella.

Tenía presentes hora, día, mes y año en que se conocieron. Bailaron una pieza en una verbena, bajo la glorieta del parque, y cuando regresó a su casa, escribió, en la pared de su cuarto de soltero, la fecha completa del encuentro. La escribió con trazo firme y en creyón negro, al presentir que esa fecha sería crucial en su vida. Observé intrigado esa inscripción —eso era en verdad por segura y resaltada— en varias paredes más: en la que quedaba frente a la cabecera de su cama y en una del taller, ante su mesa de carpintero, sin conocer cuánto significaba, hasta que papá lo dijo.

A partir de aquella tarde, buscó y propició nuevos encuentros. Indagó en su vida anterior, si era soltera o tenía novio, y le dijeron que contaba por decenas los pretendientes, y que de ninguno había aceptado compromiso serio. Anotó el nombre, sus apellidos y su edad en el cuaderno de apuntes. Los subrayó y besó, los encerró en un círculo de tinta escarlata. Rondó su casa y se paró en la esquina, en las cuatro esquinas, vuelto el cuello y la mirada fija, esperando verla e imaginando que la veía. La saludaba al encontrarla, o iba detrás sin dejarse ver. Hablaba de ella en todas partes y con todos sus amigos, por el placer de tener su nombre entre los labios. Le mandó flores, versos en las tarjetas, bombones y pañuelos, un juego de sala en miniatura, en estilo inglés del diecinueve, que fabricó para ella, con las manos temblantes de emoción. Para su santo, para su cumpleaños, llegaba a la casa una pulsera, una caja de música labrada por él, y que abierta tocaba la pieza que bailaron la tarde en que se habían conocido.

Le hablaba en sueños. Despertaba en la madrugada, acudía a su puerta y se sentaba delante a oscuras en la acera, esperando que con la luz del día abrieran las ventanas y él supiera que ella también amanecía viva y se disipara su angustia. Quien ama teme perder su amor. Amar a alguien es decirle, “no morirás”, y nada, como esa ambición, tan frágil. Separarse un momento y preguntarse, ¿volveré a verla?, era un mismo terror.

Abrumada, conquistada, enamorada, lo amó al fin. Se apartó de amigas y pretendientes. Aprendió su edad y repitió su nombre día y noche, en cada lugar. Por él renunció a paseos y fiestas, a ir al cine, a excursiones e invitaciones. Se peinó y se vistió pensando que lo hacía para él, y en el espejo, a menudo lo vio asomarse junto a ella, sin que estuviera. Al cambiar de vestido y quedarse desnuda, miró y percibió en su cuerpo de mujer algo ajeno, que a él pertenecía. Acarició sus senos y el pubis: no eran ya suyos enteramente, eran en parte de él, y poseían un nuevo sentido: ser para alguien, y ese alguien era él. Tales sensaciones se las confió ella, andando el tiempo, y mi padre le dijo, a su vez, que le había ocurrido lo mismo: se agarraba el miembro desnudo y se lo ofrecía desde lejos, el agua repiqueteando, o erecto en la cama, soñando y despierto. Ya no pertenecía aquello a ninguna mujer, novia o amante. Tan pronto la conoció, todas se volvieron eventuales y desaparecieron. Igualmente aprendió ella a esperarlo, y entre ambos crearon un espacio compartido: en él iban a amarse y a experimentar la vida como si hubiera sido creada tan sólo para ellos, cotidianamente renovada. Se amaron con un amor anacrónico, que consideraron de las épocas en las cuales se amaba de veras, con todas las alegrías del amor y con todos sus peligros. Antes de casarse, se respetaron manteniéndose vírgenes. Supieron gozar de la postergación del deleite. El noviazgo fue breve. Cuando se casaron eran jóvenes y hermosos. Para sus amigos fueron la pareja: distintos y complementarios: juntos impresionaban como un absoluto. A su padre complacía citar la frase de un amigo quien, aludiendo a Platón, dijo de ellos que constituían “la imagen encarnada del arquetipo del amor”.

La vida, después de casados, constituyó para ellos una revelación. Tenían la sensación de estrenarlo todo, desde los placeres sexuales hasta los de la mesa. Recuperaron el asombro. Si algo les era conocido, ese conocimiento resultaba como un recuerdo distante, y cada cosa, cada conducta y cada hecho, se volvieron nuevas, y emitían un persistente fulgor. Vivían en estado de gracia. Todo brillaba, lo más nimio y lo que fuera antes por entero habitual, lanzando destellos vibrantes. Nada los aburría, nada habían visto por anticipado. No existía para ellos la experiencia, el estar de vuelta. Iban hacia todo y de nada regresaban. Igual que un par de muchachos inexpertos, celebraban el amor reconociendo la boca y los pies, el pene y la vulva, como pequeñas bestias, dándoles nombres y mirándolos como el que nunca los ha visto ni tocado. Somos Dafnis y Cloe, le dijo ella. Y echados en la cama, perezosos y tiernos, se leyeron en voz alta la novela varias veces. Cloe, llamó su padre de repente, pareciendo querer evocarla. Fueron de una inocencia casi primitiva. Pasaban horas nadando y mirando el mar. Comían y tomaban cerveza en la arena, bajo un quitasol, con un ave marina pintada sobre azul. Salían a cazar de madrugada venados y palomas ai monte. Pescaban en los ríos y freían los peces sobre fogatas improvisadas. En cualquier parte se amaron, en el agua, en la yerba, en el fondo de los botes, contra un árbol o contra una pared, mirándose llenos de fervor, en los hoteles de paso y en las escaleras inesperadas, en una calle solitaria, en la oscuridad del cine y en el asiento trasero del auto. Se amaron de pronto, súbitamente, y se amaron despacio, planeando cada gesto.

Vivir es insuficiente, y en cualquier cosa, de la mayor a la mínima, existe un peligro, dijo su padre, el único: el de morir. Quiso preservarla del peligro descubierto con terror detrás de todo. Se esmeró en cuidarla, y se opuso, como algo sumamente peligroso, a que quedara embarazada. Sin embargo, ella insistió en ser madre, y nací yo, tal vez para narrarles esta historia, entre otros haceres. No sé la razón exacta, pero me viene a la mente el verso de Vigny, si hablo de mis padres, ellos nacerán de mí. Estoy seguro: papá jamás me perdonó que yo naciera. Nunca contó ni recordó cuanto le decía mi tía sobre esto. Esos meses que separan mi nacimiento de la muerte de mi madre, para él no pasaron. Si permitió que me le acercara durante varios días, fue porque había tomado una decisión, la que conocimos después. Cuando entraba en la mueblería, llevándole su almuerzo, yo sentía un escalofrío en la piel: era la mirada intranquila de sus ojos, detenida en mis pies, detenida en mi cabeza. Sé que experimentaba al mirarme una sensación que seguramente juzgaba atroz: mi cuerpo había salido del suyo, y al hacerlo, le había dado muerte. Y en algo, en una porción oscura y fatal, tenía razón mi padre. Si no le di muerte en el instante de parirme, fatalmente provoqué su fin. Él me miraba los pies, me miraba la cabeza...

Ella le pidió cambiar los anillos, cuando estaba por morir. Temblando, con torpeza increíble en unas manos tan diestras, la complació. Tal vez, en el valle de las sombras, me reconozcas por el anillo. Solamente estas palabras quedaron de mi madre.

Oscurecía en el taller y el almuerzo estaba frío. Papá recogió sus herramientas y me dijo que botara la comida. Parecía muy cansado. Descubrí en sus párpados el mismo tono violáceo que veía durante sus permanencias en la cama. Cerró la mueblería, y fuimos caminando hasta casa. Yo llevaba la cantina vacía.

Al día siguiente su padre fue él mismo con su almuerzo al taller. Regresó tarde, sudadas las ropas y sucias las manos. Comió poco, no habló en la mesa, ni se despidió de su familia al irse a acostar. Tía y sobrino intercambiaron el temor de que no se levantara a la mañana siguiente y se encamara por mucho tiempo. No resultó así. Temprano se bañó, y afeitado y con ropas limpias, se sentó a desayunar. Parecía entonado, dispuesto, aunque apenas habló.

Sigilosamente se levantó de la mesa y abandonó la casa.

Ese día correspondía a Filonús transportar la cantina. Cuando llegué, vi la mueblería cerrada. Toqué en la puerta: nadie respondió. Volví a tocar, y varias veces repetí el toque. Empujé suavemente, creyendo que papá se hallaba ocupado en el taller, y la puerta no cedió. Estaba pasada la llave y puesto el seguro. A través de la vidriera vi las ventanas del taller también cerradas. Algo me extrañó entonces: la cantidad de muebles que casi atestaba el salón de ventas, se había reducido a uno o dos solamente.

Filonús se sentó en el quicio de la puerta y se dispuso a esperar.

Y como sucede en las novelas de Balzac, de repente me percaté de la presencia de una figura humana parada en la acera y que me miraba de hito en hito. Era un hombre, y creo que vecino de la cuadra, de esos que están al tanto de cuanto ocurre en el barrio, y que son muy útiles en momentos parecidos al mío. Me dijo que el dueño no estaba, lo que yo sabía, y que ayer habían venido varios camiones que cargaron con muchos muebles, lo que yo no sabía. Para que el hombre —balzaquiano— ganara confianza y soltara el resto de lo que estaba enterado, me levanté y me presenté como el hijo del dueño. De esto, como balzaquiano al cabo, se encontraba al corriente, y no le puso asunto. Me llamó la atención que nunca quiso vender el arca, y ésta sin embargo se fue en el camión con el resto del mobiliario. Tal noticia sí tenía importancia, y mucho más la última que me dio cuando me dijo, su padre irá muy lejos, supongo, pues se fue con una maleta. A mi vez, como otro personaje balzaquiano, di las gracias y me marché a pasos agigantados.

¡Fue a buscarla!, exclamó su tía, después que Filonús contó lo ocurrido. A él le vino una pregunta idiota a la boca, un reflejo inconsciente, ¿a quién?, y la pronunció sin poder contenerse. A tu madre, respondió la tía, igual que se responde a un niño de cuatro años. Y como a un niño de cuatro años dijo, espérame, mientras entraba en su cuarto y volvía a salir, casi al minuto, completamente cambiada, con cartera y zapatos de vestir. Anduvieron todo Santiago en una máquina de alquiler, mirando ansiosos por las ventanillas, buscándolo. Vaya despacio, vaya despacio, suplicaba la tía con la voz estrangulada, apretado el pañuelito, creyendo ver a su cuñado en cualquiera que caminaba al frente o cruzaba una esquina. En la Socapa se bajaron del auto y anduvieron hasta la orilla. A esta playa venían, decía la tía a cada paso, los tacones enterrados en la arena. Parados en el muelle, en un pánico escrutaron las aguas. Alquilaron una lancha y dieron la vuelta a Cayo Smith, sin encontrar indicio alguno. ¿Qué es aquello flotando en el mar? Un trozo de madera, tía. Vamos, el chofer nos espera. No mires más. ¿Tú crees que se ahogó? Filonús sintió en el brazo el apretón de su tía, sintió casi un rasguño.

Regresaron.

Toda esa noche se quedaron vestidos. Vagaban por el patio y se sentaban en la sala. Filonús entraba en el cuarto de su padre y contemplaba la cama vacía, impecablemente tendida, con su mantón de flores. Volvía junto a su tía, y se quedaba un rato a su lado. La oyó decir y repetir que Isabel quería mucho a su marido, y que él también la quería mucho. Lo está llamando, llegó a confesar. Sé que tu padre ha oído a Isabel llamándolo. Cuando se ha oído ese llamado, ya no se puede hacer nada por salvarlo. Quien oye esa voz, está perdido para nosotros.

Al cabo de varios días, se vio precisado Filonús a abrir su cámara fotográfica. Algo trababa el mecanismo y le impedía utilizarla. Descubrió que habían retirado el rollo sustituyéndolo por un fajo de billetes doblados, apresados por una liga, con una hoja escrita de puño y letra de su padre. En ella le dejaba todo el dinero de la última venta de sus muebles, incluido el del arca, como pequeña contribución a sus estudios. Lo felicitaba por anticipado, y hacía votos para que llegara a ser fotógrafo.