19
No he dormido toda la noche, pensando en esa
entrevista tan importante y decisiva en mi carrera
profesional.
Como fantasmas en acecho diversos
sentimientos se han apoderado de mí. En sueños he visto ríos de
sangre y amaneceres llenos de luz.
Nadie conoce el rostro de quien voy a
entrevistar. Todos hablan de él. Es innegable que es el hombre más
buscado en la zona y en el país. No logran capturarlo.
Su presencia es casi un mito, una leyenda.
Unos dicen que es un hombre cruel, tan cruel como el famoso Ratán
de las Fuerzas Armadas. Otros dicen que no existe, que sólo es un
invento, forma parte del imaginario popular que rodea la violencia
en Ayacucho.
Sin embargo, voy a entrevistarlo. Entonces
existe, es real, es de carne y hueso. Con acuciosidad, preparo la
entrevista, mientras hago tiempo para almorzar con Iván.
Antes de que Iván llegue a casa, suena el
teléfono y una voz armoniosa, grave, pregunta por mí:
—Si soy yo... ¿Quién habla?
Al otro lado del teléfono escucho una orden
irrefutable:
—Soy la persona que usted espera
entrevistar. Hoy a las cuatro, al interior de la iglesia de Santa
Teresa, la esperaran dos hombres que la conducirán hasta mí.
Nuestras vidas están en juego, no debe informar a nadie sobre este
hecho.
No atino a pronunciar palabra y antes de
respirar tengo el teléfono colgado entre mis manos. Un extraño
temblor sacude mi cuerpo y una sensación de alegría inunda mi alma.
Como por arte de magia el miedo desaparece y me siento inmensamente
aliviada, casi feliz.
Cuando Iván llega, tres horas antes de la
entrevista, tengo la tentación de no contarle nada, pero el riesgo
es demasiado grande y alguien tiene que conocer mi decisión. Saber
cuándo y en qué circunstancias se efectuará la entrevista. Iván con
serenidad y aplomo afirma:
—Todo está saliendo como esperamos. Animo.
No pensé que te llamara tan rápido. Mejor así ganamos tiempo.
—Iván, de esto nadie debe estar enterado.
Por en medio está mi vida. El hombre fue muy claro al decirme que
debo guardar en secreto absoluto esta cita.
—Flor no confías en mí. Sé muy bien lo que
está por en medio. No es sólo tu vida, sino también la mía. Esta
misión es de los dos. Además no olvides yo conseguí esta
entrevista. Es mi responsabilidad.
—Tengo miedo Iván.
—Vamos preciosa, estamos en el tramo final.
El éxito nos espera. Seremos famosos. No temas, nadie sabrá sobre
esto. Espero tu retorno con esa información tan valiosa y por
supuesto única.
—Yo también, espero que todo salga
bien.
—Te siento segura y eso me alegra
mucho.
—Lo estoy, aunque te parezca extraño, esa
voz me inspira confianza. Tengo la sensación de haberla escuchado
antes.
—Quién sabe. Nadie conoce la identidad del
camarada Marco, es posible.
—Flor me olvidaba, estamos en guerra y toda
precaución es poca. Deja tus apuntes en un lugar seguro. Por algún
motivo, pueden registrar la casa y no sería noble de tu parte
comprometer a José y Amanda.
—Tienes razón no había pensado en
esto.
—¿Dónde los guardo?
—Si quieres los llevó conmigo.
—Mejor llévalos contigo. Después los
revisaremos juntos.
Le entrego mi abultada cartera de apuntes.
Con rapidez me da las gracias.
Mira nerviosamente el reloj y se marcha,
recomendándome una y otra vez, que al retornar, de inmediato me
ponga en contacto con él. Lo siento preocupado. Yo estoy tranquila,
serena, reconciliada con no sé qué.
A la hora esperada, tomo un taxi que me deja
a dos cuadras de la iglesia y lentamente, caminando, sin apuro, me
dirijo hasta el lugar pactado.
Al ingresar a la iglesia, de apariencia
sencilla y pequeña, un ligero temblor hace tambalear mi cuerpo.
Tengo la sensación de que alguien me espía.
Me siento observada, vigilada. Miro a todos
lados, las bancas cubiertas de polvo y las imágenes descuidadas y
viejas, lucen solitarias y abandonadas. Respiro profundo.
Algo silencioso y calmo se mueve bajo la
penumbra. Algo está por suceder. Como si estuvieran acatando un
mandato divino, los arcángeles que rodean el altar mayor, continúan
inmóviles.
Miro a mi alrededor y el polvo acumulado en
años se sacude junto a una melodía desafinada que empieza a tocar
un viejo sacristán pueblerino.
De pronto, como si emergiera de la nada, un
hombre con gafas oscuras, de apariencia normal, acercándose me
ordena... sígame...
Fuera de la iglesia, el sol mortecino de la
tarde hiere mis pupilas y dos hombres, con una agilidad de felinos,
me introducen en una camioneta, cuyo color no guardo en la memoria.
Todo es tan rápido e inesperado que no me da tiempo de tomar
conciencia de lo que sucede.