17

El sol es abrasador. Dejamos atrás la ciudad, el polvo de la carretera muerde nuestra piel, llenándola de un pequeño sarpullido provocado por el intenso calor de sierra que inunda de luz parajes donde un día florecieron los alfalfares y quinuales, y que hoy son sólo campos abandonados.
Amanda y José dormitan, mecidos por los baches que provoca una carretera olvidada y donde el taxi alquilado, en menos de 10 kilómetros, ha pinchado dos llantas.
A mucha insistencia mía, mis amigos ayacuchanos han aceptado acompañarme a la casa hogar que conducen las hermanas Canonesas de la Cruz.
Me he hecho amiga de ellas, las veces que he ido con Carlos al Puericultorio de niños. Las hermanas han organizado una despedida para el padre Carlos y han conseguido que unos bailarines, famosos en la zona, interpreten la danza de las Tijeras, que desde que llegué a Ayacucho, he intentado vanamente espectar.
Esta danza le gusta mucho a Carlos y a través de él conozco algunos detalles.
Ejerce sobre mi una fascinación especial, porque los danzarines o “danzaq” son dos contrincantes, en un duelo de vida y muerte.
Durante el viaje, el taxista locuaz se ha encargado de ponernos los pelos de punta. Por cada pueblo que pasamos tiene una historia de terror para contarnos.
Es increíble cómo, para los pobladores de Ayacucho, la presencia de la muerte lo invade todo. Conviven con ella.
—Señorita, vamos a pasar por Ayahuarkuna, hasta hace poco, en este lugar, los de la marina y el ejército tiraban a los muertos, después de asesinarlos y de torturarlos para hacerles hablar.
—Por favor amigo, podrías cambiar de tema, queremos, siquiera por unas horas, olvidarnos de tanto“ dolor.
—Que se va hacer, pues señorita, en Ayacucho, ahora, sólo de muertos se habla, cada día hay desaparecidos, degollados, asesinados, torturados.
—Basta por favor, ¿tú sabes dónde queda la casa de las Hermanas Canonesas?
—Claro, eso está en Huanta mismo. Falta mucho todavía. Allí hacen un vino casero riquísimo.
José, que en todo el trayecto se muestra silencioso, con un brillo en los ojos recuerda:
—Es cierto, cuando era niño, mis padres me llevaban a visitar los viñedos. Eran muy grandes y producían bastante uva, ahora deben estar abandonados.
El taxista insiste durante todo el viaje, en recordarnos que es peligroso viajar por esta ruta:
—Ya estamos en Ayahuarcuna, en Quechua significa lugar donde se cuelgan los muertos. Aquí pues señoras, es donde los terrucos votan los cadáveres, también la policía los abandona, para que los perros y gallinazos se los coman.
—Por favor cállate. No queremos saber más, afirma con tono enérgico José.
Por dentro, hubiera querido seguir escuchando su relato, son testimonios valiosos para el Informe. Pensé en José y Amanda que han sufrido la pérdida de familiares y amigos.
Intrigada con el taxista, por su constante alusión a la violencia, cerré los ojos y me puse a pensar... ¿Por qué Iván insistió en que lo invitara a la fiesta de despedida de Carlos?
Sé que no simpatiza con todo aquello que está vinculado a la religión, sin embargo me pidió con insistencia encontrarnos en la casa de las religiosas.
Conforme avanzamos por la carretera, vamos dejando atrás pequeñas chozas y caseríos abandonados, probablemente sus habitantes, ganados por el miedo a ser blanco de la subversión, los dejaron y junto a ellas jirones de vida, historias personales, que sólo estarán en su corazón.
Siento una pena inmensa, por esos campos ardientes y desolados, por esos hombres y mujeres, que un día tejieron sueños y ahora hacinados, muchos tuberculizados, estarán en ciudades y pueblos extraños, llorando sus muertos, tal vez incrementando los cinturones de miseria que rodean las urbes y añorando sus pequeñas parcelas, sus ganados, hablarán a sus hijos de un tiempo mejor, viendo como ellos crecen con miedo, con desesperanza.
Transpirando, en medio del calor huantino llegamos a la casa de las Canonesas. En la puerta nos esperan dos jóvenes religiosas cuyo rostro se ilumina al vernos:
—Bienvenidos, los estamos esperando, el Padre Carlos ya llegó.
—Gracias por recibirnos, ellos son Amanda y José mis amigos.
—Mucho gusto, también, dentro la está esperando su amigo gringo.
—¿Qué bueno ya llegó Iván. Trataremos de pasarla bien.
Abrazo con cariño a Carlos y como si algo invisible nos uniera, lo siento muy emocionado y triste.
Me acerco a saludar a Iván que está acompañado de una muchacha joven, hermosa, muy atractiva.
Me la presenta y no sé por qué, experimento una energía extraña. Todas las células de mi cuerpo entran en alerta y al mirarla y perderme en el azul intenso de sus ojos, siento cierta cólera. ¿Celos? Imposible. Iván no es mi tipo.
Al estrechar su mano, logro dominar una repulsión instintiva y le digo ensayando mi mejor sonrisa:
—¿Tú eres Mar? Iván me ha hablado mucho de ti. Eres muy bonita.
—Gracias, yo también sé quién eres y por eso estoy aquí.
Me quedo intrigada, rápidamente Iván interviene en la conversación:
—Ahora que ya se conocen, Florcita, tenemos una sorpresa para ti.
Sin salir de mi inquietud continúo en alerta y cuando los niños del Hogar, me rodean con cariño, siento que el peligro ha pasado.
—Nos vemos luego, tendremos tiempo para charlar.
Con familiaridad, tomo del brazo a Carlos y nos unimos al grupo que forman José, Amanda y algunas religiosas.
Casi de inmediato se hace un silencio y la Madre Superiora con voz entrecortada ofrece el homenaje de despedida a Carlos:
—Padre Carlos, los danzaq, mensajeros del dolor y de la muerte, van a bailar para ti, mensajero de la vida y el amor. Su duelo, es el dolor que nosotros sentimos por tu partida.
Carlos no puede dominar unas lágrimas furtivas, rápidamente se sobrepone y agradece.
La danza de las tijeras es impresionante, tiene toda la fuerza telúrica de los habitantes del ande. Dos danzarines, vestidos con todo el esplendor de los días de fiesta serranos, acompañados por músicos que tocan arpa y violín, danzan, por horas, incansables, ejecutando todo tipo de acrobacias.
En sus manos portan tijeras, y con movimientos sumamente ágiles, las deslizan al compás de la música.
En el ritual andino estas tijeras acompañaran a los bailarines hasta su muerte. Las recibieron de manos de los Ucci o espíritu de los cerros, según sus propias creencias.
Cada pareja que interpreta la danza de las tijeras, tiene su propia historia. En Ayacucho es una danza sagrada que inspira mucho respeto, es un baile exclusivamente masculino y cada uno de los competidores, a su turno, intenta superar las acrobacias de su rival.
Para complicar más los pasos de la danza, éstos tienen que estar acompañados por el movimiento de las tijeras, que producen sonidos semejantes a pequeñas campanas.
Antes de cada baile, las tijeras son sometidas a una serie de ceremonias y rituales, para mejorar su sonido que influye en el estado de ánimo de los danzarines, con emociones y sentimientos que sólo logran tener significado para sus poseedores.
Esta danza en los departamentos de Apurímac, Ayacucho, Huancavelica, tiene una connotación mágico-religiosa y desde una perspectiva occidental, está relacionada a cultos diabólicos y hechicerías indias, por ello hasta mediados del siglo pasado, sólo se interpretaba en fiestas patronales y espectáculos de culto andino.
Posteriormente, la danza de las tijeras sufrió un proceso de comercialización y se introdujo en espacios urbanos de la costa, pero en el subconsciente de los danzarines, si éstos son de procedencia serrana, mantiene su carácter sagrado y forma parte de la cosmovisión del hombre andino.
Ver la fuerza y pasión que los danzantes imprimen a sus movimientos, me hace pensar, reiterativamente, en la férrea resistencia con que los andinos hemos enfrentado la conquista española.
Han pasado siglos de dominación y dependencia y en gran parte de los pueblos continúa vivo nuestro patrimonio espiritual.
Adormecidos, acallados, silenciados, muchas veces por imposiciones ajenas, nuestros valores ancestrales, están ahí, esperando un tiempo mejor, para expresarse con la fuerza que reclama una cultura poderosa y única como la nuestra.
Reconociendo esta realidad recuerdo a mi amigo Joaquín y el Mito de Taytanchis. Me parece tan lejano ese tiempo. Ensimismada en estos pensamientos, no me di cuenta que los danzantes habían concluido su frenética competencia.
En ese momento siento que por la espalda, me rodean los brazos de Iván, que en voz baja, casi al oído me dice:
—Necesito hablar contigo, con mucha privacidad, puedes pedir un lugar a tus monjas amigas.
—Por supuesto, charlaremos en el comedor... ahí nadie nos interrumpe, voy a avisar a Sor Carmela.
Instalados en el comedor, frente a una tacita caliente de café, Iván, con una chispa de picardía en la mirada, aclara:
—Mar, participará de esta conversación. Es de mi absoluta confianza.
No sé por qué su presencia me intimida, pierdo seguridad frente a ella.
—Flor, como ya te comente antes, Mar ha conseguido una entrevista privada con el camarada Marco, ella está familiarmente relacionada con él, por lo tanto, acepta nuestra propuesta.
Lo miro sorprendida. Iván muy seguro de si, continúa:
—La entrevista será dentro de dos días y por supuesto se desarrollará en el más absoluto secreto. La confidencialidad es de vida o muerte. Esa es la condición pactada para el encuentro. Además él se reserva el derecho de ocultar su identidad, por razones de seguridad. Se pondrá, personalmente, en contacto contigo.
Me quedo pasmada, sólo atino a decir:
—Pero… tan rápido.
—Flor, ya te expliqué el tiempo apremia, mañana temprano te daré detalles del encuentro. Creo que debemos agradecer a Mar, por su valiosa intervención.
—Por supuesto, muchas gracias Mar, esto contribuye enormemente ha terminar con mi trabajo.
Cuando Iván y Mar se alejan de mi lado, siento la sensación que producen los sentimientos traicionados. Todo esto me parece tan extraño, tan artificial.
No quiero pensar más en esto. Comprendo que esta es la razón por la que Iván insistió en venir a la despedida de Carlos. Necesitaba presentarme a Mar. No quise preguntar más.
¿Cobardía? No lo sé, hay algo en todo esto que me produce malestar, desazón.
Administrando mis emociones, logro que la responsabilidad de saberme una periodista muy profesional domine mis impulsos de averiguar más cosas sobre esta entrevista y sobre la presencia, algo extraña de Mar.
Luego de disfrutar, a medias, de una fiesta de despedida, de alejamiento de mi mejor amigo en Huamanga, al caer la tarde retornamos en silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos.
Al llegar a casa José me toma del brazo y me dice con mucho aplomo:
—Flor, será bueno que analices la posibilidad de dejar Huamanga. Las cosas cada vez se están poniendo peor y tú no tienes lugar aquí. Tu presencia e interés por el arte empieza a ser visible. No te olvides, aquí, todo el mundo desconfía de todo y de todos.
Agradezco su consejo y con una certeza hasta entonces desconocida para mi, respondo:
—Tienes razón, pronto dejaré este lugar, por el que empiezo a sentir profundo apego, pero antes debo concluir algunas cosas importantes para mi trabajo.