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El sol es abrasador. Dejamos atrás la
ciudad, el polvo de la carretera muerde nuestra piel, llenándola de
un pequeño sarpullido provocado por el intenso calor de sierra que
inunda de luz parajes donde un día florecieron los alfalfares y
quinuales, y que hoy son sólo campos abandonados.
Amanda y José dormitan, mecidos por los
baches que provoca una carretera olvidada y donde el taxi
alquilado, en menos de 10 kilómetros, ha pinchado dos
llantas.
A mucha insistencia mía, mis amigos
ayacuchanos han aceptado acompañarme a la casa hogar que conducen
las hermanas Canonesas de la Cruz.
Me he hecho amiga de ellas, las veces que he
ido con Carlos al Puericultorio de niños. Las hermanas han
organizado una despedida para el padre Carlos y han conseguido que
unos bailarines, famosos en la zona, interpreten la danza de las
Tijeras, que desde que llegué a Ayacucho, he intentado vanamente
espectar.
Esta danza le gusta mucho a Carlos y a
través de él conozco algunos detalles.
Ejerce sobre mi una fascinación especial,
porque los danzarines o “danzaq” son dos contrincantes, en un duelo
de vida y muerte.
Durante el viaje, el taxista locuaz se ha
encargado de ponernos los pelos de punta. Por cada pueblo que
pasamos tiene una historia de terror para contarnos.
Es increíble cómo, para los pobladores de
Ayacucho, la presencia de la muerte lo invade todo. Conviven con
ella.
—Señorita, vamos a pasar por Ayahuarkuna,
hasta hace poco, en este lugar, los de la marina y el ejército
tiraban a los muertos, después de asesinarlos y de torturarlos para
hacerles hablar.
—Por favor amigo, podrías cambiar de tema,
queremos, siquiera por unas horas, olvidarnos de tanto“
dolor.
—Que se va hacer, pues señorita, en
Ayacucho, ahora, sólo de muertos se habla, cada día hay
desaparecidos, degollados, asesinados, torturados.
—Basta por favor, ¿tú sabes dónde queda la
casa de las Hermanas Canonesas?
—Claro, eso está en Huanta mismo. Falta
mucho todavía. Allí hacen un vino casero riquísimo.
José, que en todo el trayecto se muestra
silencioso, con un brillo en los ojos recuerda:
—Es cierto, cuando era niño, mis padres me
llevaban a visitar los viñedos. Eran muy grandes y producían
bastante uva, ahora deben estar abandonados.
El taxista insiste durante todo el viaje, en
recordarnos que es peligroso viajar por esta ruta:
—Ya estamos en Ayahuarcuna, en Quechua
significa lugar donde se cuelgan los muertos. Aquí pues señoras, es
donde los terrucos votan los cadáveres, también la policía los
abandona, para que los perros y gallinazos se los coman.
—Por favor cállate. No queremos saber más,
afirma con tono enérgico José.
Por dentro, hubiera querido seguir
escuchando su relato, son testimonios valiosos para el Informe.
Pensé en José y Amanda que han sufrido la pérdida de familiares y
amigos.
Intrigada con el taxista, por su constante
alusión a la violencia, cerré los ojos y me puse a pensar... ¿Por
qué Iván insistió en que lo invitara a la fiesta de despedida de
Carlos?
Sé que no simpatiza con todo aquello que
está vinculado a la religión, sin embargo me pidió con insistencia
encontrarnos en la casa de las religiosas.
Conforme avanzamos por la carretera, vamos
dejando atrás pequeñas chozas y caseríos abandonados, probablemente
sus habitantes, ganados por el miedo a ser blanco de la subversión,
los dejaron y junto a ellas jirones de vida, historias personales,
que sólo estarán en su corazón.
Siento una pena inmensa, por esos campos
ardientes y desolados, por esos hombres y mujeres, que un día
tejieron sueños y ahora hacinados, muchos tuberculizados, estarán
en ciudades y pueblos extraños, llorando sus muertos, tal vez
incrementando los cinturones de miseria que rodean las urbes y
añorando sus pequeñas parcelas, sus ganados, hablarán a sus hijos
de un tiempo mejor, viendo como ellos crecen con miedo, con
desesperanza.
Transpirando, en medio del calor huantino
llegamos a la casa de las Canonesas. En la puerta nos esperan dos
jóvenes religiosas cuyo rostro se ilumina al vernos:
—Bienvenidos, los estamos esperando, el
Padre Carlos ya llegó.
—Gracias por recibirnos, ellos son Amanda y
José mis amigos.
—Mucho gusto, también, dentro la está
esperando su amigo gringo.
—¿Qué bueno ya llegó Iván. Trataremos de
pasarla bien.
Abrazo con cariño a Carlos y como si algo
invisible nos uniera, lo siento muy emocionado y triste.
Me acerco a saludar a Iván que está
acompañado de una muchacha joven, hermosa, muy atractiva.
Me la presenta y no sé por qué, experimento
una energía extraña. Todas las células de mi cuerpo entran en
alerta y al mirarla y perderme en el azul intenso de sus ojos,
siento cierta cólera. ¿Celos? Imposible. Iván no es mi tipo.
Al estrechar su mano, logro dominar una
repulsión instintiva y le digo ensayando mi mejor sonrisa:
—¿Tú eres Mar? Iván me ha hablado mucho de
ti. Eres muy bonita.
—Gracias, yo también sé quién eres y por eso
estoy aquí.
Me quedo intrigada, rápidamente Iván
interviene en la conversación:
—Ahora que ya se conocen, Florcita, tenemos
una sorpresa para ti.
Sin salir de mi inquietud continúo en alerta
y cuando los niños del Hogar, me rodean con cariño, siento que el
peligro ha pasado.
—Nos vemos luego, tendremos tiempo para
charlar.
Con familiaridad, tomo del brazo a Carlos y
nos unimos al grupo que forman José, Amanda y algunas
religiosas.
Casi de inmediato se hace un silencio y la
Madre Superiora con voz entrecortada ofrece el homenaje de
despedida a Carlos:
—Padre Carlos, los danzaq, mensajeros del
dolor y de la muerte, van a bailar para ti, mensajero de la vida y
el amor. Su duelo, es el dolor que nosotros sentimos por tu
partida.
Carlos no puede dominar unas lágrimas
furtivas, rápidamente se sobrepone y agradece.
La danza de las tijeras es impresionante,
tiene toda la fuerza telúrica de los habitantes del ande. Dos
danzarines, vestidos con todo el esplendor de los días de fiesta
serranos, acompañados por músicos que tocan arpa y violín, danzan,
por horas, incansables, ejecutando todo tipo de acrobacias.
En sus manos portan tijeras, y con
movimientos sumamente ágiles, las deslizan al compás de la
música.
En el ritual andino estas tijeras
acompañaran a los bailarines hasta su muerte. Las recibieron de
manos de los Ucci o espíritu de los cerros, según sus propias
creencias.
Cada pareja que interpreta la danza de las
tijeras, tiene su propia historia. En Ayacucho es una danza sagrada
que inspira mucho respeto, es un baile exclusivamente masculino y
cada uno de los competidores, a su turno, intenta superar las
acrobacias de su rival.
Para complicar más los pasos de la danza,
éstos tienen que estar acompañados por el movimiento de las
tijeras, que producen sonidos semejantes a pequeñas campanas.
Antes de cada baile, las tijeras son
sometidas a una serie de ceremonias y rituales, para mejorar su
sonido que influye en el estado de ánimo de los danzarines, con
emociones y sentimientos que sólo logran tener significado para sus
poseedores.
Esta danza en los departamentos de Apurímac,
Ayacucho, Huancavelica, tiene una connotación mágico-religiosa y
desde una perspectiva occidental, está relacionada a cultos
diabólicos y hechicerías indias, por ello hasta mediados del siglo
pasado, sólo se interpretaba en fiestas patronales y espectáculos
de culto andino.
Posteriormente, la danza de las tijeras
sufrió un proceso de comercialización y se introdujo en espacios
urbanos de la costa, pero en el subconsciente de los danzarines, si
éstos son de procedencia serrana, mantiene su carácter sagrado y
forma parte de la cosmovisión del hombre andino.
Ver la fuerza y pasión que los danzantes
imprimen a sus movimientos, me hace pensar, reiterativamente, en la
férrea resistencia con que los andinos hemos enfrentado la
conquista española.
Han pasado siglos de dominación y
dependencia y en gran parte de los pueblos continúa vivo nuestro
patrimonio espiritual.
Adormecidos, acallados, silenciados, muchas
veces por imposiciones ajenas, nuestros valores ancestrales, están
ahí, esperando un tiempo mejor, para expresarse con la fuerza que
reclama una cultura poderosa y única como la nuestra.
Reconociendo esta realidad recuerdo a mi
amigo Joaquín y el Mito de Taytanchis. Me parece tan lejano ese
tiempo. Ensimismada en estos pensamientos, no me di cuenta que los
danzantes habían concluido su frenética competencia.
En ese momento siento que por la espalda, me
rodean los brazos de Iván, que en voz baja, casi al oído me
dice:
—Necesito hablar contigo, con mucha
privacidad, puedes pedir un lugar a tus monjas amigas.
—Por supuesto, charlaremos en el comedor...
ahí nadie nos interrumpe, voy a avisar a Sor Carmela.
Instalados en el comedor, frente a una
tacita caliente de café, Iván, con una chispa de picardía en la
mirada, aclara:
—Mar, participará de esta conversación. Es
de mi absoluta confianza.
No sé por qué su presencia me intimida,
pierdo seguridad frente a ella.
—Flor, como ya te comente antes, Mar ha
conseguido una entrevista privada con el camarada Marco, ella está
familiarmente relacionada con él, por lo tanto, acepta nuestra
propuesta.
Lo miro sorprendida. Iván muy seguro de si,
continúa:
—La entrevista será dentro de dos días y por
supuesto se desarrollará en el más absoluto secreto. La
confidencialidad es de vida o muerte. Esa es la condición pactada
para el encuentro. Además él se reserva el derecho de ocultar su
identidad, por razones de seguridad. Se pondrá, personalmente, en
contacto contigo.
Me quedo pasmada, sólo atino a decir:
—Pero… tan rápido.
—Flor, ya te expliqué el tiempo apremia,
mañana temprano te daré detalles del encuentro. Creo que debemos
agradecer a Mar, por su valiosa intervención.
—Por supuesto, muchas gracias Mar, esto
contribuye enormemente ha terminar con mi trabajo.
Cuando Iván y Mar se alejan de mi lado,
siento la sensación que producen los sentimientos traicionados.
Todo esto me parece tan extraño, tan artificial.
No quiero pensar más en esto. Comprendo que
esta es la razón por la que Iván insistió en venir a la despedida
de Carlos. Necesitaba presentarme a Mar. No quise preguntar
más.
¿Cobardía? No lo sé, hay algo en todo esto
que me produce malestar, desazón.
Administrando mis emociones, logro que la
responsabilidad de saberme una periodista muy profesional domine
mis impulsos de averiguar más cosas sobre esta entrevista y sobre
la presencia, algo extraña de Mar.
Luego de disfrutar, a medias, de una fiesta
de despedida, de alejamiento de mi mejor amigo en Huamanga, al caer
la tarde retornamos en silencio, cada cual sumido en sus propios
pensamientos.
Al llegar a casa José me toma del brazo y me
dice con mucho aplomo:
—Flor, será bueno que analices la
posibilidad de dejar Huamanga. Las cosas cada vez se están poniendo
peor y tú no tienes lugar aquí. Tu presencia e interés por el arte
empieza a ser visible. No te olvides, aquí, todo el mundo desconfía
de todo y de todos.
Agradezco su consejo y con una certeza hasta
entonces desconocida para mi, respondo:
—Tienes razón, pronto dejaré este lugar, por
el que empiezo a sentir profundo apego, pero antes debo concluir
algunas cosas importantes para mi trabajo.