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Desde el cerro Quinuapata se divisa toda la ciudad, la llaman rincón de los muertos y es hermosa.
Tiene una belleza patética muy semejante a la del Señor Crucificado que el pueblo venera prendiendo velas que les cuesta quedarse sin desayunar o colocan flores regadas con su llanto.
Este Cristo doliente tiene manchas de sangre sobre el cuerpo, de color muy pálido.
Este pueblo tiene grietas en el alma cuando sus hijos salen de casa y muchas veces presienten, que no volverán.
Quisiera no haber venido. ¿Cómo puedo volver a ser la misma de antes? Después de conocer testimonios de labios resecos, de tanto suplicar, para que les digan dónde están sus maridos, sus hijos o sus padres desaparecidos.
He venido a pie hasta el Cristo de Quinuapata, para entender la religiosidad de este pueblo que en 33 iglesias llenas de lujo y esplendor, ha dejado dormir la pobreza, de tal manera, que ahora, para recuperar la dignidad tiene que entregar a sus hijos a los brazos de la muerte.
En el trayecto he visto muchas casas de pueblo, con puertas y ventanas rústicas, pequeñas chacritas de maíz, perros flacos lamiendo a los niños descalzos y con huellas de hambre en las caritas sucias.
Por doquier hay malos olores y en puertas y paredes abundan las pintas. Abajo los traidores... Sendero siempre vivo… No votar… Viva el paro armado.
Al volver la mirada hacia atrás, diviso fieles postrados ante un altar, llorando por sus seres queridos desaparecidos, por sus muertos, sus mujeres violadas, por sus casas incendiadas, por sus animales degollados.
Llorando, por esas manos manchadas de sangre, por esos silencios de muerte, que sólo el viento se atreve a quebrar.
También he visto policías arrodillados, uniformados, viviendo un instante de paz.
Respiro y sintiéndome viva otra vez, pienso, cuánta fe, en un campo de batalla. ¿Dónde están los mensajeros de la muerte? Ahora comprendo a Carlos cuando escribe: “La primera y principal víctima de la violencia es la persona que la hace, mancha definitivamente su conciencia y destruye su dignidad, por eso una de las opciones fundamentales es elegir y preferir soportar la violencia como víctima, a ser victimario”. (Carlos Flores L. Diario de Vida y Muerte).
No me he quedado mucho rato en Quinuapata. Me sobra tiempo y decido caminar, sin rumbo por la ciudad, acompañada de un artesano que me vende una escultura de barro, con la figura de una mujer embarazada de cuyo vientre salen fusiles, al preguntarle, ¿Por qué? siento el peso de la impertinencia.
Me recuerda a mi hermana, que fue violada, y no sabe de quién son sus dos hijitos gemelos.
Silencio, qué puedo decir. Cuando se despide, me pide unas monedas por su acompañamiento, le doy algunas y quisiera que con ellas llevara toda la ternura del mundo, para los gemelos.
Empieza a anochecer. Cerca de casa, al doblar la esquina dos uniformados me detienen, me piden documentos, me preguntan, hace cuánto estoy en Ayacucho, dónde y con quiénes vivo, cuánto tiempo más estaré en la ciudad.
Empiezo a transpirar pero me sobrepongo y sonriendo respondo sus preguntas.
Al volver a casa, les cuento a José y Amanda el incidente, me dicen muy preocupados:
—El Comando ha determinado toque de queda a partir de las 7 de la noche, parece que temen una incursión senderista.
Aseguramos con doble cerrojo las puertas, apagamos las luces y sólo alumbrados por una vela tenue, en silencio, tomamos un té piteado.
Al día siguiente las noticias estremecen. A la salida de Huamanga han quemado un camión de carga, el chofer y el ayudante están totalmente carbonizados. SL ha anunciado un paro armado y para comunicarlo han cortado la energía eléctrica y el agua. La etapa de aniquilamiento está en todo su furor.
Después de varios días sin salir, acatando disciplinadamente el paro, reviso mis apuntes y siento que estoy demasiado lábil al dolor. Mi trabajo no debía tener estas características, debo hablar con Iván, me interesa qué piensa al respecto.
Le envió un mensaje al hotel y el portador vuelve con una noticia preocupante, Iván está en Huanta, ha viajado en un carro del ejército, acompañando a un alto jefe militar.
Decido hablar con el único amigo que tengo, el padre Carlos. Otra vez la depresión, los recuerdos, la inseguridad, el fantasma del pasado vuelve a tocar mi puerta.
—Carlos, querido Carlos, que fea es la soledad cuando detrás de ella está un mal amor.
—Olvida amiga, por lo menos inténtalo.
—Qué sabes tú de soledad, siempre estás tan ocupado.
—Eso crees tú, si pudiera contarte, explicarte, tal vez me comprenderías más.
—Estar sola, cuando necesitas encontrarte a ti misma, respirar, sentirte libre, dominar tu propio ritmo, entregarte a tus hobbies preferidos, regalarte a ti misma la magia del silencio es hermoso, positivo, reconfortante, revitalizador, pero la soledad en soledad es cruel, es amarga, es inaguantable.
—Flor, no olvides, hay muchas formas de soledad. Este sentimiento es como un laberinto, en el cual fácilmente te pierdes.
—Así es, también, es fea la soledad de dos que viven juntos y no tienen nada que decirse.
—Vamos, anímate un poco.
—Tienes razón, necesito estar bien.
Ayudamos a Amanda a preparar un plato típico de Ayacucho. Es increíble cómo los hombres y mujeres de este pueblo, expresan su identidad hasta en las cosas más simples, son días de terror pero no hay que olvidar que en esta fecha se consumen ciertos potajes.
Esta gente buena, baila su miedo, toca su tristeza, es artista del dolor. Charangueros y guitarristas de la agonía, danzarines, muchas veces, de la muerte.
Carlos, de improviso recuerda algo, alguna tarea urgente lo espera. Se despide y se va.
Por la tarde cuando llega a casa, me entristece su cansancio, últimamente trabaja demasiado, no se da abasto para pensar un momento en si mismo, luce demacrado, con la barba crecida y advierto signos de desaliento.
Ser sacerdote en esas condiciones es heroico, sobre todo si la superioridad a la que deben respeto y obediencia absoluta, no comparte sus esfuerzos y mucho menos sus ideales.
Algunos, están tan lejos de los humildes, envanecidos con sus cargos, reportando muertos y heridos que justifican sus intrigas, en un afán de encontrarle rostro al hombre que va perdiendo humanidad.
En la madrugada, la casa parecía desplomarse, un fuerte y estrepitoso estallido puso fin al sueño atormentado de los habitantes, escuché dos explosiones fuertes... no sé de dónde venían.
Al caer la tarde dos féretros construidos de manera rústica, adornados con flores del campo, apenas acompañados por una decena de personas, pasaron frente a la casa.
Dicen, que llevan los cadáveres de dos adolescentes enamorados que intentaban fugarse, amparados en la noche, y fueron alcanzados por un pelotón que los confundió con subversivos. La policía ha prohibido que los velen y a mucho ruego ha autorizado el entierro.
Circulan versiones contradictorias, otros dicen que son soplones ajusticiados. No me atrevo a preguntar a las personas que acompañan el cortejo, tienen tanto miedo en la mirada que no logran siquiera cobijar el llanto.
Por la tarde, cuando el sol pálido y entristecido se refugia en las montañas, salgo a caminar y casi siempre encuentro en la acera del frente, a unos niños que bajo la vigilante mirada de su abuela, juegan ajenos a todo lo que ocurre
a su alrededor. Unas veces juegan con bolitas de cristal, con colores brillantes y otras veces con frutos negros, redonditos, a los que ellos llaman ch'uchos, también sullucos y son los que originan sus disputas.
Ríen, lloran, discuten, pelean, pero acaban estrechándose en un abrazo de paz. Qué lejos está la paz en este pueblo doliente. ¿Cómo no aprender de los niños?
Viendo los ojos traviesos y pícaros de mis pequeños vecinos, me pongo a pensar, en lo que anoche escribí en una parte del Informe que me han encomendado.
“La violencia política que vive Ayacucho, ha encontrado en la infancia y adolescencia, especialmente pobre y rural, sus víctimas más vulnerables, con ellos se está empedrando el infierno de un futuro incierto y cruel”.
El fanatismo, desbordado en crueldad, en extremos imposibles de comprender, se expresa en sentimientos inconscientes de culpabilidad que necesita ser silenciada.
Para no escuchar sus propias voces hay que violar, liquidar, asesinar a la infancia, porque así se cancelan para siempre los pocos resquicios de solidaridad, humanidad que pueda existir en los asesinos.
Lo más terrible es que como periodista, estoy constatando que esta violencia y crueldad con los niños y adolescentes viene de ambas partes.
Las Fuerzas Armadas y Sendero Luminoso, son parecidos cuando se trata de asesinar, matar delante de ellos a sus padres, violar, secuestrar, detener, torturar, dar tratos crueles y degradantes, justificando la necesidad de extraer información, de eliminar a los potenciales senderistas, de amedrentar, castigar y asustar a poblaciones que supuestamente colaboran con Sendero.
Los senderistas por su parte, los secuestran para incorporarlos a la lucha subversiva o los eliminan para desterrar el miedo, de que si los dejan vivos, podrían delatarlos, ser testigos presenciales o retornar, cuando crezcan, para vengar la muerte de sus padres o familiares.
Al dejarlos con la vida, los dejan con la muerte. Eternamente condenados a que siempre se dude de ellos y se los vea y persiga como posibles delatores, como testigos claves de la barbarie y el terror o como semillas potenciales para el rebrote senderista.
Condenados al silencio, sus vidas siempre se deslizarán al filo de la navaja, porque nunca se podrá saber, ¿Qué hay detrás del silencio?, de su silencio. Veo y siento como se pisotean los más elementales derechos humanos.
Los derechos del niño no existen y hiere comprobar como los agentes del Estado, son los que embarazan adolescentes, siembran hijos sin nombre, sin futuro, sin identidad, cuando, precisamente, son ellos los que tienen el deber
de protegerlos, por mandato de las leyes nacionales e internacionales.
La madre Coba me cuenta, cómo día a día, aumentan las cifras de adolescentes embarazadas como producto de violaciones.
Es increíble, cómo en medio de la barbarie lo que más se pierden son los valores, los afectos, algunos son padres, que dejaron sus familias lejos del escenario de la muerte y satisfacen sus necesidades e instintos exacerbados con la guerra, con adolescentes que bien podrían ser sus propias hijas y hermanas.
Cansada de escribir, poniendo en cada línea las zozobras de mi alma confundida, voy en busca de un café y con una dulzura que penetra al alma, Consuelo, la joven que hace algunos días Amanda ha contratado para que le
ayude en las tareas del hogar, especialmente ahora que está empezando a sufrir los embates de la artritis y tiene dificultades en las tareas de casa, lo sirve calientito, con una sonrisa, que parece un pedazo de luna desprendida de este cielo ayacuchano tachonado de estrellas.
Con la intención de apaciguar mis sentimientos, en la noche serrana, bajo el arbolito de cerezos en flor, que perfuman el ambiente del patio interior de la casa, intento conversar con Consuelo y lo que escucho, me quita el aliento:
—¿Cómo así llegaste a esta casa?
—El Padre Carlos me trajo, él conoce mi historia, me están tratando en el Hospital, porque no saben lo que tengo. Cada vez que veo bebitos empiezo a vomitar y tengo convulsiones, tembladera y a veces me desmayo, como en la vecindad donde vivo hay varias mujeres que tienen wawitas, cada vez, estoy peor.
—El padrecito, me ha traído aquí y me ha dicho, mientras te tratan estarás con mis amigos profesores. Aquí no hay niños, ya estoy varios días y no me he vuelto a desmayar.
No quiero seguir hablando con Consuelo, me duele hasta el aire que respiro. Más tarde Carlos me contó su historia completa:
—Consuelo es madre soltera, la violó un policía y cuando ella fue a buscarlo a la Comisaría, para reclamar que reconozca al hijo le pidieron que trajera al niño, lo entregó y nunca más lo ha vuelto a ver.
—Por miedo de que ella usara al niño como prueba del delito, ayudándose entre ellos, lo han desaparecido y dicen que Sendero, en una de sus incursiones, se ha apropiado de él, sin embargo, por esos días, nadie reportó atentados en puestos policiales.
Desde entonces Consuelo vaga por todas las Comisarías e instituciones del Estado reclamando justicia. Nadie le hace caso. Estamos intentando para ella, un tratamiento psiquiátrico, ojalá tenga resultados. Amanda, con su buen corazón, la está cobijando en casa. Nadie debe saber, puede resultar peligrosa esta ayuda.
Historias de dolor, de muerte, de desapariciones, están latentes en cada casa, en cada hogar, en cada rostro que ves, sin detenerte, en las calles y plazas ayacuchanas.
¿Cómo curar el alma herida de estas gentes? ¿Cómo restituirles la fe? ¿Cómo resucitar la alegría? Vienen de una tristeza tan larga e injusta.
En Ayacucho, no sólo el paisaje está marcado por un sino fatal, no sólo los árboles envejecen de pie, mirando tanto dolor.
Cientos de niños han visto morir a sus padres y muchos, especialmente los más pequeños, han sido trasladados a otros lugares y algunos, al ser encontrados como despojos senderistas, han visto como los tucos se llevaban al monte a sus hermanos mayores. Algunos se resistían y entre golpes y amenazas fueron obligados a marchar cantando y gritando consignas violentistas.
Mientras escribo mi alma se arruga y envejece.
¿Esta será la misión, de la que un día, no tan lejano, me habló Nekim? Ser testigo, desde dentro, de la barbarie, de la guerra fratricida que soporta mi país, bajo la sombra de altivas, majestuosas e impasibles montañas, donde el alma de los Apus, no despierta al grito desesperado de los campesinos, que utilizados por ambos bandos, cual Tupac Amaru, descuartizados por los caballos de la muerte, donde cabalgan por igual tucos y sinchis, no saben qué rumbo les depara el destino.
¡Ay Dios! Dios de los pobres, Dios de los Waqchas, no sólo es pobreza lo que duele. No sólo es falta de alimento, techo, educación lo que guarda la palabra quechua “Waqcha”, es también desolación, orfandad, abandono,
ausencia del amor.
Waqcha (pobre) es más que una categoría económica, es ausencia de derechos, es exclusión, discriminación, marginación, es ser y sentirse diferente, ciudadano de segunda clase, obligado a avergonzarse del color de la piel, del apellido, de la raza, de la cultura, de hablar Quechua, de las costumbres, de las tradiciones, de las fiestas, de sus padres, porque en la jungla humana necesitas sobrevivir, muchas veces renunciando a lo que más amas, a lo que está dentro de ti, a lo que se esconde detrás del silencio.
Qué egoísta soy, cómo puedo sentirme desolada por el amor perdido de un hombre, que se marchó buscando su destino, si aquí se pierde la vida en cada minuto que marca el reloj.
Es tarde, truenos y relámpagos pueblan la noche ayacuchana. La lluvia golpea los tejados con persistencia, mientras sigo ordenado mis datos, visitas, testimonios, recogidos en contacto con la gente, que vive agobiada por el peso de su propia historia.
Las primeras luces del alba me encuentran, sin poder dormir, escéptica, repitiendo para mí, en un vano intento de querer convencerme “es parte de esta vida, no puedo hacer nada para cambiarla”.
A pesar de estar arropada en gruesas y abrigadas frazadas, siento frío y no puedo apartar de mi mente un nombre: Pakayq’asa.
Me levantó, verifico su escritura, esta vez frente a mi libreta de apuntes, que siempre me acompaña para realizar mi trabajo, para ser testigo de algo que ojalá la historia oficial no lo niegue.
Pakayq’asa, palabra quechua de fonética dulce, convincente. Es el nombre de un pueblo perdido en la historia de los pueblos devastados por la violencia.
Regado por pequeñas acequias tiene, en sus calles, la música del agua y la sombra de grandes y frondosos árboles de pacaes y nísperos que los niños veían crecer con alegría.
Uno de estos niños era Renán. Apodado “mata sapos” porque en época de lluvias, cuando éstos amistosos batracios, invaden las acequias, él se tornaba diestro en hacerlos desaparecer.
Aquella fatídica y lóbrega noche, cuando la oscuridad fue vencida por el fuego de metralletas asesinas, que buscaban a su padre acusado de soplón, él lo único que atinó fue esconderse en la conejera, que semejando un túnel pequeño su padre construyó con barro para albergar a unos pocos cuyes que les servirían de alimento en épocas difíciles.
Desde este lugar, vio aterrado y lleno de espanto como su madre era violada, ante los ojos de su padre y luego muerta a hachazos, éste maniatado y golpeado, fue llevado a la plaza principal donde un pelotón de encapuchados le hicieron un juicio sumario y lo colgaron del poste del alumbrado público.
Sus tres hermanos menores, en hombros de encapuchados desaparecieron para siempre de su vida.
Cuando la policía lo encontró, Renán no podía hablar. Sus verdugos al entrevistarlo pensaron, que no quería contar la verdad, y no encontraron otro método que los golpes, la tortura, para exigirle que brinde información.
Se quedó mudo de espanto, hoy es un adolescente, que en las calles huamanguinas estira las manos, haciendo gestos incomprensibles y sólo cuando alguien le sonríe y entrega una moneda, una lluvia de lágrimas le baña la cara.
Ayer lo he visto y recordando todo lo que me han contado las buenas religiosas del Puericultorio, donde Carlos trabaja, sin horario, ni descanso, me atrevo a escribir.
“Después de sus incursiones sangrientas, en pueblos pequeños y quebradas estrechas y abrigadas, SL, se llevaba a los niños que habían perdido a sus padres los criaban en los campamentos y los denominaban “niños de pañales rojos”.
En estas zonas, utilizaban como estrategia fundamental de intervención, la de desvinculados totalmente de personas adultas, quedando prohibida toda relación afectiva con ellos, incluso no tenían nombre y sólo se identificaban, entre si, con números y alias.
Desde pequeñitos, desarrollan instintos de frialdad y crueldad. Les enseñan a degollar animales y abrirles el vientre, parodiando al enemigo al que deben odiar.
Sometidos a un intenso lavado cerebral, serían, años después, los senderistas más crueles y despiadados, incluso cuando fueron capturados, sin miedo a la muerte desafiaron toda amenaza y ante el mundo entero ratificaron su pertenencia violentista.
Atrás quedaron los ilusos, los tontos útiles, que alguna vez se enrolaron en la causa, buscando alimentar sus ideales, la crueldad y el aniquilamiento senderista se encargó no sólo de matar sus neuronas, sino su condición humana.
En otros casos, niños pequeños, recién nacidos, eran asesinados porque el ruido que generaba su llanto podía dar aviso a la policía y delatar la presencia de los sediciosos.
En el caso de las mujeres senderistas, que alumbraban un hijo, en los campamentos, tenían que utilizar tácticas extremas para que sus hijos no lloren, de otro modo estaban expuestos a la muerte o eran eliminados de manera silenciosa y sus cadáveres arrojados a los ríos o a los acantilados andinos.
Tal vez aquí, esté la explicación de por qué las mujeres enroladas en SL son mucho más crueles que los hombres. Acallar el instinto materno es matar la esencia femenina.