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En mi ciudad, todo es misterioso, etéreo.
Las calles llenas de música e historia subyugan al viajero. Mi alma
se detiene en cada recodo de ellas, tengo un miedo inmenso de
descubrir que está pasando en el fondo de mi ser, cuán fuerte o
débil soy, para enfrentar el desamor.
La imagen del hombre que amo, con una
intensidad y verdad poco comunes, me persigue cual espía invisible
agazapado en el fondo de mi alma. Siempre está interrogando,
presionando, juzgando, cada una de mis actitudes. Una y otra vez me
repito a mi misma:
—Se acabó, todo se acabó.
Sin embargo algo interno y muy fuerte se
mueve dentro de mí, sin darme tregua ni calma.
El corazón y la razón están en diálogo
permanente y no pueden ponerse de acuerdo. Mi mente repite una y
otra vez: “Deja salir el pasado, olvida tu historia, no hurgues en
el ayer, no escarbes tu dolor. Olvida, no te tortures más, acepta
las cosas, admite que fue una decisión dolorosa, necesaria”.
No se puede obligar a que nos amen. Forzar,
estoy convencida, es el principio de una larga cadena de amarguras
y desalientos. Despierta, es necesario aceptar la realidad.
Hay que elegir la vida, la oscuridad nos
envuelve en nada. Sin embargo el corazón como una trepadora
agazapada al árbol de la vida insiste en vivir, en florecer. Soy
capaz de reconocer que estoy presa en mi propio dolor,
escarbándolo, volviendo siempre al mismo punto y eso me produce no
sólo un profundo desgaste emocional, sino incluso físico.
Con frecuencia me siento cansada, con
fuertes dolores de espalda. No tengo deseos de continuar con mi
trabajo habitual. La historia de la relación rota está
convirtiéndose en una terca y desmesurada obsesión. Tengo que hacer
algo.
Hace algunos días, mi amigo Gustavo en una
de nuestras largas peregrinaciones por la ciudad subterránea, que
no todos pueden ver y conocer, me ha convencido de la necesidad de
rehacer mi vida. Gustavo es un hombre sumamente interesante;
moreno, apuesto, de rostro joven pero surcado por profundas
arrugas.
Es un personaje muy especial, mezcla de
hippie, vagabundo y gitano, tiene la sonrisa a flor de piel. Sus
manos mandes, de dedos largos y huesudos son ágiles en la caricia,
su carácter franco y abierto tiene la increíble particularidad de
arrancar sonrisas, aún en el momento más trágico del día.
Sencillo, a ratos burlón y sarcástico, es un
amigo incondicional, de esos que están siempre dispuestos, que no
piden nada a cambio, son capaces de entregar el alma en cada beso,
en cada abrazo, en cada palabra que te ayuda
a olvidar lo que quieres olvidar.
Sin embargo, un acercamiento con Gustavo me
asusta, me produce cierto temor, sé con certeza que consume drogas
y yo estoy en un momento muy frágil de mi vida, me siento altamente
vulnerable a todo lo que significa evasión, negación de la
realidad, éxtasis, aunque sea momentáneo.
Sin embargo y a pesar de mis miedos,
reconozco con infinita gratitud, que la presencia de Gustavo en
estos momentos de mi vida es vital. Con él experimento la fuerza
convincente que guarda la ternura, con él vivo la solidaridad, no
como una palabra más, sino como un hecho certero, concreto,
palpable.
No sé de dónde viene, a pesar de nuestra
cercanía no conozco su historia, ni a él ni a mí, nos gusta hablar
del pasado, con sólo mirarnos, sabemos que hay mucho que olvidar,
que es mejor no recordar.
Casi siempre estamos juntos, nos tenemos el
uno al otro y eso basta. Gustavo sin preguntar nada, lo entiende
todo. A su lado experimento que nada es tan hermoso como el
silencio, él sin insistir, acompaña mi soledad.
Intento dejar fluir las cosas, escuchar, no
el juicio de los demás, sino esas voces internas, esa intuición que
todos los seres humanos poseemos, pero que muy pocos la toman en
cuenta, tal vez por miedo de reconocer su existencia y su inmenso
peso para descubrir sentimientos.
En este momento de mi vida necesito definir
claramente los límites del amor o del orgullo herido. Eso me ha de
ayudar a salir del pozo.
Miro con otros ojos mi ciudad y descubro,
con interés como en el Cusco convencional, con su aire cosmopolita,
con personas todavía cargadas de prejuicios, estereotipos y
convencionalismos se agita, especialmente de noche, una ciudad
turbulenta, distinta, donde la droga y el alcohol, van de brazo,
con un afán desmedido de diversión.
Quiero asomarme a ese mundo. No sé si para
olvidar o para escribir sobre él. Lo cierto es que siguiendo mi
intuición y buscando elementos conductores para el reportaje, que
por obligación, para no perder el trabajo, debo publicar en estos
días, empiezo a frecuentar el turbulento mundo de la noche
citadina.
En mis frecuentes incursiones nocturnas, en
una ciudad que vive de noche, descubro, como rostros jóvenes, no
mancillados aún por los años y las decepciones, se confunden, en
extraña algarabía, con otros llenos de amargura, desencanto y
ambición, en extraña simbiosis conviven y se relacionan.
Los primeros, llenos de curiosidad y
expectativa, mostrando la audacia de una generación joven que
quiere experimentar todo lo nuevo.
Los otros perversos, ansiosos de conseguir
sus oscuros propósitos, donde los objetivos comerciales y de lucro
se imponen sobre cualquier otra necesidad.
Es difícil reconocer que detrás de la ciudad
apacible y serena, mágica y maravillosa se desplaza otra, también
atractiva, pero terriblemente peligrosa.
Ciudad de riesgos, donde por igual, aunque
con distintas motivaciones, se celebra un rito satánico o se
recorre, a la luz de la luna, parajes insólitos donde el misticismo
cobra forma y alcanza rasgos de irrealidad.
Es fácil, entonces encontrar vendedores de
ilusiones, personajes que cuentan increíbles historias de
iniciación, desenfreno y pasión.
Curaciones y terapias con plumas, piedras,
cuarzos, forman ese inmenso bagaje de ofertas energéticas para
curar el alma.
Otros, recogen la verdadera esencia de la
religiosidad andina, que tiene elementos sumamente lógicos e
intuitivos que configuran un misticismo basado en el conocimiento
del ser espiritual, que está en este planeta para cumplir un
destino, encontrar y realizar una misión.
En este tiempo de paciente observación,
aprendí, sin proponerme, que todos los seres humanos tenemos una
misión. Estamos dotados de talentos y dones especiales, únicos y
construimos a lo largo de nuestras vidas una leyenda personal,
fabricada sobre la base de aspiraciones, sueños, utopías,
anhelos.
Dicen, personas con mucha sabiduría,
espíritus viejos reencarnados, que la verdadera felicidad sólo se
produce cuando los dones se encuentran con la leyenda personal y
entonces eres tú mismo y experimentas la felicidad de redescubrirte
en tu verdadera esencia espiritual.
Este encuentro puede durar momentos, etapas,
años, toda una vida y en algunos casos no se produce nunca,
entonces acopias cosas materiales, buscas honores, fama, riqueza,
pero no eres feliz, porque no estás haciendo lo que realmente forma
parte de tu misión.
Mientras, una y otra vez, estas ideas dan
vueltas en mi mente, en la ciudad oscurece, las nubes están
cargadas de electricidad amenazando llover, los celajes se pierden
detrás de las montañas y aquí estoy, otra vez, con estas ideas,
siguiendo el curso de mis pensamientos.
Sentada en el atrio de la soberbia catedral
cusqueña, construida por los españoles, para avasallar
definitivamente, creencias que ellos de manera arrogante
consideraban herejías y supersticiones, me quedo en muda
contemplación del paisaje que me rodea.
Me embeleso contemplando la vieja campana
denominada María Angola, hoy silenciosa, pero llena de memorias y
tradiciones, gigantesca mole que pesa 150 quintales, mide 2.15
metros de altura y se enseñorea altiva dominando la ciudad desde el
campanario mayor de la catedral.
Dueña de la energía de la piedra, de la voz
de la lluvia, del arrullo de las palomas, de la gravedad de las
montañas, de la finura del viento, recoge en su tañido la
melancolía del alma andina y toma del rayo, de la tempestad, de los
cataclismos de la naturaleza, esa fuerza que le permite ser
escuchada a 10 kilómetros a la redonda.
Esta gigantesca campana, que el pueblo rodea
de misterio, es chola en sus verdes y ocres metálicos, pero hispana
en su señorío labrado en los crisoles de Esteban Rivas, poeta
fundidor, que igual fabricó cañones con alma de rosas y piletas
artísticas como la de la plaza de Armas, que en este momento ante
mis ojos, resplandece con los fulgores del atardecer.
Empiezo a sentir el frío característico de
la Imperial ciudad, me arropo y recuerdo que en el colegio aprendí
que María Angola es el nombre de una esclava liberta del Conde de
Barajas, que implorando favores del Creador, entregó arrobas de oro
al crisol en que se fundía la campana, dejando en ella el trabajo
de casi toda su vida, como vendedora de dulcecillos en el Portal de
Confiturías.
Existe otra versión que se ajusta más al
imaginario popular, ansioso de romanticismo, refiere que María
Angola era una joven hermosa y rica, que antes de tomar,
obligadamente, los velos de la orden Teresiana, renegó del oro de
sus padres, amasado con la explotación de los indios en los obrajes
y lo tiró a la paila para darle a la campana esa voz
cantarina.
Ciertas o no, estas leyendas le confieren un
halo mágico a la campana, que con el alma herida, duerme desafiando
los siglos.
Absorta en estas ideas, dejo de lado el frío
que penetra los huesos y continúo deleitando mis ojos con un
paisaje de maravilla.
Al fondo, las casitas trepando los cerros,
las iglesias coloniales dialogando con el cielo, muy cerca de las
estrellas, casi siendo parte de ellas por su luminosidad y
belleza.
Todo es tan hermoso, sino fuera por esta
soledad lacerante, me atrevería a creer en la felicidad, pero no,
mi leyenda personal no es clara. No sé lo que quiero. No encuentro
mi lugar.
Busco con afán, de manera compulsiva y
atropellada, mi libreta de notas y desde el celular llamo a
Gustavo, su voz ronca, pero seductora y tremendamente solidaria me
responde:
—En un instante estoy contigo, estás bien,
te siento preocupada.
—No es nada, nos vemos luego, te espero en
el atrio de la catedral. No tardes.
La noche empieza a extenderse por la ciudad,
continúa el frío y apenas llega Gustavo propone:
—Vamos a tomar un trago, conozco un lugar
donde tendrás muchos temas para escribir.
Luego de recorrer callecitas que se pierden
en medio de un laberinto de puertas y balcones coloniales, llegamos
a un restaurante de apariencia cualquiera, mesas poco elegantes
pero limpias, donde algunos parroquianos beben licor fuerte, para
matar el frío.
Gustavo se desplaza de manera familiar en el
lugar, a pesar de no ser oriundo de esta ciudad. Saluda a un
muchacho con mirada lejana y rostro invadido por el cansancio que
produce no dormir lo necesario, descorre una cortina que separa el
bar de un ambiente donde los ojos quedan deslumbrados por la
presencia de enormes cuarzos rosados y blancos.
Un poco desconcertada pregunto:
—Gustavo, ¿En qué lugar estamos? Es muy
extraño.
—¿No te gusta? En verdad es raro, aquí se
realizan misas negras.
—¿Qué? Estás loco. ¿Por qué me traes a este
sitio?
—No me has dicho que estás buscando temas
para escribir sobre la turbulencia de la noche cusqueña.
—Sí, pero esto es otra cosa.
—Aunque no lo quieras, forma parte de la
vida nocturna de tu ciudad.
—No me gusta la idea.
—Se nota. Si quieres nos vamos, pero aguarda
unos minutos, estoy esperando a alguien.
—No te incomodes, cuéntame, ¿Qué hace toda
esta gente tan extraña? Nunca, antes, los he visto.
—Calma, te explicaré. En este lugar se
realizan ceremonias, a petición de los interesados, para conjurar
males producidos por lo que llaman “amarres negros”.
—¿Qué es eso?
—Nunca has oído hablar de ellos.
—No.
—Los amarres negros son rituales, que
realizan algunos, divinos, brujos, qué sé yo. Dicen que tienen
poderes y pacto con el demonio y son capaces de producir
enfermedades, muerte, parálisis, etc.
—Hum... qué miedo.
—Están rodeados de una atmósfera oculta, en
algunos casos siniestra y gente desesperada acude a ellos para
romper matrimonios, quebrar negocios, hacer volver al hombre
perdido, embrujar a la mujer amada y otros fines detestables.
—Salgamos de aquí, por favor.
—Nos quedaremos un rato más, tal vez te
interese escribir sobre esto. Conozco algunas personas que te
pueden brindar información.
—La verdad me da un poco de miedo, no me
gusta la idea.
—Sí, a mí también, pero he quedado en ver a
alguien, en este lugar. ¿Esperamos un poquito? Necesito, con
urgencia, ver a esa persona.
—Bueno, pero se me quitaron las ganas de
tomar algo.
—No seas tonta, sólo hacen brujería, si
alguien lo pide y paga por eso.
—¿Podemos esperar un poquito más?
—De acuerdo, yo no tengo prisa, sino un poco
de miedo.
Por un momento Gustavo desaparece y me quedo
en la habitación rodeada de gente rara y dentro de ella veo llegar
a una muchacha muy joven, aparentemente no tiene más de 20 años, de
tez blanca, extranjera y dueña de los ojos más bellos que uno puede
imaginar.
Su mirada es triste, su aspecto descuidado,
parece enferma. Me mira e intenta sonreír levemente, pero al ver en
la puerta a un hombre alto, fornido, moreno y de rasgos duros,
queda paralizada de miedo. Sólo atina a decir, en un susurro:
—No por favor, no ahora, sólo quería que me
ayudaran.
El hombre sin mirar a nadie arrastra a la
joven hasta la calle y profiriendo palabras soeces se pierden en la
noche.
Más tarde, frente a una taza de té con
bastante pisco, escuchando las invocaciones del conductor del rito
de los cuarzos, comprendería el drama de Mariana, la muchacha de
los ojos bellos, que es la amiga que Gustavo esperaba.
Me confiesa que la ama y a pesar de todo lo
que encierra esta relación, él se empeña obstinadamente en
ayudarla.
Interesada pregunto por ella:
—¿Cómo llegó aquí… qué hace en esta
ciudad?
Lentamente Gustavo, con voz quebrada relata
que en una noche de juerga la conoció:
—Se prostituye y el hombre que la explota es
su marido, la trajo de París con engaños, le habló de las montañas
del Perú, de la magia de su historia, de un mundo de leyendas y
mitos.
Ella era estudiante de Arqueología,
fascinada por todo lo que el hombre contaba y ofrecía, lo dejó todo
y se vino con él.
—Se enamoró perdidamente del que hoy es su
caficho y ha convertido su vida en un infierno. No sabe cómo
escapar de él.
Gustavo, con angustia, me cuenta que Mariana
está desesperada, en la última batida que hizo la policía la
encontraron en una orgía, donde circulaban drogas y alcohol,
detenida, fue sometida a un examen médico y descubrieron que está
afectada de Sida.
—Ella lo sabe y no quiere contagiar su mal,
teme embarazarse. El marido la obliga a tener sexo comercial a
punta de golpes y puntapiés, es atractiva y le reporta
ingresos.
—¿Por qué no lo denuncia?
Mariana quiere huir de ese mundo, están
investigando el tráfico de drogas, su marido es un micro
comercializador de cocaína, él teme que ella lo delate, por eso no
la deja, está amenazada de muerte. Él sabe que ella puede morir
sino busca ayuda médica, pero no le importa, sólo cuenta el dinero,
el maldito dinero.
Muy impactada por la historia de Mariana, a
pie, lentamente vuelvo a casa, Gustavo no puede acompañarme, debe
buscar a Mariana, junto a su marido corre peligro.
Fue la última vez que vi a Gustavo, cuando
semanas después me llamó por teléfono, me contó que se marchaba
lejos, no me dijo dónde, Mariana iba con él.
A pesar de todo y donde menos se espera, el
amor es fuerte, generoso, no tiene barreras, es energía que fluye y
al fluir crece y revitaliza. Es el gran motor del mundo, nos
redime, nos impulsa a ser mejores.
Al día siguiente, organizando mi tiempo,
para escribir el reportaje, después de descartar una visita a una
calavera vestida, al que algunas personas le rinden un culto
especial, en la ciudad, llamándolo Niño Compadrito y lo asocian a
prácticas extrañas, prendiéndole velas negras e invocando
peticiones nada santas, decidí visitar a una amiga homeópata, que
no sólo tiene remedios para el cuerpo sino también recetas para el
alma.
En mi ciudad, todo es posible y la medicina
tradicional andina está en pleno proceso de resurgimiento. No sé
por qué, en este momento viene a mi memoria mi amigo Joaquín. Me
gustaría estar cerca de él, descubrir cuán cerca o lejos estamos
del retorno de Pachaquti.